[SCHOPENHAUER]… Las mujeres, ¿qué me dice de las mujeres? ¿cómo se explica que reciba tantas cartas de mujeres que se confiesan admiradoras de mi obra? Y no se preocupe, esta vez le plantearé la pregunta ya vuelta del revés: ¿qué hay en las mujeres que hace que se sientan atraídas por mi doctrina?
[AUGUST]−Nada, nada hay en las mujeres en este aspecto. Todo está en usted mismo.
−Explíquese, por favor. Sospecho que pretende sorprenderme con algo paradójico y quizá delicado para mí. Espero que sabrá guardar el respeto debido a su maestro.
−Naturalmente, por nada del mundo me permitiría ofenderle. Sólo trato de destacar un hecho que, por mi condición de espectador, quizá estoy en mejores condiciones de observar que usted mismo.
−Adelante, señor juez.
−En realidad, no hay muchas mujeres interesadas por su filosofía. Piénselo bien, Arthur, según sus propios datos ¿cuál es la proporción de mujeres respecto al total de admiradores? Ínfima, debe reconocerlo. Lo que a usted le sorprende no es que haya muchas mujeres atraídas por su filosofía, lo que en realidad le sorprende es que haya alguna, que una sola mujer haya podido leer y entender su obra, eso es lo sorprendente para usted.
−Humm… Quizá tenga razón, August. A veces pienso que sabe usted de mí más que yo mismo, y le confieso que esto me da un poco de miedo. Dígame una cosa, ¿cree usted que la opinión que sobre las mujeres he expresado en algunos pasajes de mi obra es incorrecta, que no responde a la realidad?
−Sí, en algunos casos creo que es incorrecta.
−Está usted muy duro conmigo, August. Pero no crea que no voy a defenderme. Mire, cuando en mis escritos hablo de las mujeres, como cuando hablo de los franceses, o de los italianos, o de los judíos, colectivos que parece que tampoco gozan de mis simpatías, hablo precisamente de eso, del colectivo, del grupo.[…] Y así, cuando yo he hablado de las mujeres como colectividad he tenido necesariamente que incidir en sus defectos, en sus carencias, que es lo que las define como grupo. Lo mismo que cuando me he referido a los italianos o a los franceses. ¿Quiere esto decir que no soy capaz de reconocer la grandeza de un Voltaire o la profundidad de un Leopardi? No, por favor, sería ridículo. Igual que puedo apreciar el carácter noble de un francés o de un italiano que conozca personalmente. Con los judíos pasa algo parecido, pero no idéntico. En realidad, nunca me he referido a los judíos en términos negativos. Mi rechazo va siempre dirigido a su religión, ejemplo espeluznante de credo ordenancista, represivo, nacionalista, caprichoso y despiadado con los hombres, cruel con los animales y sin esperanza alguna para el individuo, tan diferente de las religiones que yo llamo de salvación o redención, como la hindú, la budista o la misma cristiana en cuanto no está en deuda con el judaísmo. Pero personalmente siempre he tenido y tengo amigos judíos, ya desde mis tiempos de estudiante. Usted ha conocido al abogado Emden, judío y uno de mis mejores amigos… Pero volvamos al tema de las mujeres. Voy a hacerle una concesión. Le concedo que la forma en que he expresado mis opiniones puede inducir a confusión sobre lo que realmente pienso del asunto. Pero eso he de subsanarlo. Todavía no lo he escrito todo sobre las mujeres. Además, no hace mucho tuve una experiencia muy interesante, ya le comenté algo. Fue el conocimiento de la joven escultora Elisabet Ney, de Berlín, y el trato diario con ella. Hace cosa de un año pasó aquí muchas horas esculpiendo aquel busto mío que tantos elogios le mereció a usted. Cada día, después del tiempo de trabajo que ella consideraba oportuno, nos sentábamos aquí mismo y, mientras tomábamos un café, charlábamos de cualquier cosa con la franqueza y la naturalidad de un matrimonio comme il faut. Sí, era como si estuviésemos casados, en el sentido más noble y positivo que usted pueda imaginar. Y aún le diré más, August, voy a decirle algo que quizá le sorprenda: que el trato que estos últimos años he tenido con ciertas mujeres excepcionales, entre las que naturalmente incluyo a Elisabet, me ha llevado a la conclusión de que, cuando una mujer consigue sustraerse a la masa, cuando logra destacarse del grupo, es capaz de crecer ilimitadamente, más incluso que los hombres…
Escribo esta carta, que todavía no sé si enviaré, para ponerles al corriente de mi situación, con la débil esperanza de que, quizá, alguno de ustedes pueda darle remedio.
Soy un escritor de toda la vida. Nunca pretendí ser otra cosa. Es verdad que las urgencias cotidianas y cierta debilidad de carácter me abocaron a actividades diferentes de aquella clarísima vocación primigenia. Pero nunca he dejado de ser escritor. Escritor, ya saben, esa persona que escribe, como yo ahora mismo esta carta, pero también que se siente empujada a reinventar con palabras el mundo que lleva dentro, reflejo o no del supuesto mundo que se mueve fuera.
No obstante mi vocación evidente, hasta pasada la mitad de la vida no conseguí finalizar una obra que me satisficiera y me autorizase a intentar la aventura de la publicación. Desde entonces he publicado, a través de diversas editoriales, cuatro novelas y un ensayo. Y no voy a entrar en detalles, que el curioso podrá encontrar en este mismo blog.
Solo mencionaré que, después de la experiencia con los tres editores de mis novelas ( a saber: 1 un gigante editorial que proscribe a quien no cumple al pie de la letra sus expectativas, 2 un desaprensivo y 3 un buen hombre que ha de cerrar la empresa por una de esas consecuencias que a veces acarrea la bondad), solo una de mis obras está bien viva (en papel y por internet), un ensayo sobre ciertos suicidas célebres, editado por Minobitia, joven y esforzada editorial a la que deseo muchos años de vida.
El resto de mis obras (publicadas y no publicadas) está disponible – por lo menos en papel – para toda editorial que quiera contratar los derechos. Sus características y pormenores aparecen suficientemente explicadas en este mismo Blog. Así, señores editores y editoras, en el caso posible de que anden buscando algo de calidad, que sea al mismo tiempo original, profundo, agudo y ameno, solo tienen que asomarse a las páginas indicadas, mirar, catar y elegir.
Confieso que no tengo muchas esperanzas en la eficacia de este peculiar recurso que ahora intento. Y ello a pesar de las claras ventajas que la oferta supone para el editor. Primera, las obras son en general bastante cortas, con el ahorro de papel, tinta, espacio de almacenamiento, etc. que eso supondría. Segunda, todas giran en torno de algunas personalidades famosas, cuyos numerosos admiradores encabezarían la lista de potenciales lectores. Y tercera, no he vivido ni pienso vivir de la literatura, lo que facilitaría enormemente la negociación económica (sin pasarse).
También puede haber alguna desventaja, no lo niego, pero nada grave. Creo que la principal y tal vez única consiste en que las mayorías y yo no sintonizamos mucho. Es evidente que, desde el punto de vista económico eso puede alarmar un poco. Y sin embargo son numerosos los casos en que esa alarma ha resultado injustificada. Ya Juan Ramón Jiménez intuyó que también una minoría puede ser “inmensa”, y hay sobrados ejemplos en la historia de la literatura que lo demuestran, ahora mismo recuerdo el increíble número de lectores que cosechó la “minoritaria” Memorias de Adriano, de M. Yourcenar.
Y no digo más. No quisiera terminar esta carta repitiendo aquellas palabras de la infortunada protagonista de la novela que me ha sugerido el título: “Pero sólo conocerás mi secreto cuando esté muerta y no tengas que darme una respuesta“. Mi amigo Stefan no me lo perdonaría.
Gracias por haberme dedicado su atención, admirados y lejanos editores. Les deseo una larga vida plena de satisfacciones y de buenas obras.
En la mesa presidencial, frente a una platea repleta de hombres y mujeres con sus carpetas negras, nueve personas ante nueve micros plateados y nueve botellines de agua. En el centro, el Moderador; en el extremo izquierdo, Mefisto (Profesor Sabatini).
MODERADOR.- Estimados congresistas, ha llegado el momento de las conclusiones. Pero, ¿es posible hablar de conclusiones cuando tenemos desplegado ante nosotros un abanico tan amplio y tan dispar de posiciones? Permitidme un resumen de urgencia. […]. Y no menciono las posiciones de los demás ponentes porque estaréis de acuerdo en que, en sus rasgos fundamentales, coinciden con alguna de las que acabo de resumir. Cierto que no hemos oído al profesor Sabatini, que ha manifestado su deseo de no intervenir cuando era su turno. ¿Desea ahora leernos su ponencia, profesor?… ¿Se encuentra bien, profesor Sabatini?
MODERADOR.- ¿Desea intervenir, profesor, o prefiere irse a descansar?
Risas entre los asistentes.
MEFISTO.- Intervenir…claro…intervenir. Yo siempre intervengo, pero pocas veces sirve de algo…
MODERADOR.- Quizá no esté en condiciones de leernos su ponencia…
MEFISTO.- ¿Leer? No, claro que no. Leer me aburre. Siempre las mismas estupideces. Si al menos hubiese un poco de imaginación…
MODERADOR.- ¿Y qué tal si nos expresa, muy brevemente, se lo ruego, su opinión sobre las ponencias presentadas? ¿Por cuál de las tres alternativas que acabo de resumir se inclina usted?
MEFISTO.- Por todas.
MODERADOR.- ¿Cómo dice? Piense que al menos una de ellas es incompatible con las otras dos…
MEFISTO.- Todas son ciertas.
MODERADOR,- ¿Puede explicarnos eso?
MEFISTO.- Todas son falsas.
MODERADOR.- ¿En qué quedamos?
MEFISTO.- Todas son ciertas y todas son falsas.
MODERADOR.- ¿Le importaría exponer su opinión de una manera comprensible?
MEFISTO.- De acuerdo, de acuerdo. Lo que pasa es que puedo ser un poco…heterodoxo.
MODERADOR.- Heterodoxos lo somos todos… faltaría más. Pero también somos respetuosos. Respetuosos con las sensibilidades… Ya me entiende… no ofender…
MEFISTO.- ¿No ofender?
MODERADOR.- Sí, ya sabe…a las mujeres, a los judíos, a los musulmanes, a los homosexuales, a los adventistas del séptimo día, a las lesbianas, a los metrosexuales, a los zurdos, a los urbanos, a los taxistas, a los metastanos, a los taxidermistas, a los agentes de la propiedad inmobiliaria, a los psicólogos, a los periodistas, a los zoólogos, a los espiritistas, a los odontólogos…en fin, ya me entiende.
MEFISTO.- A los católicos…
MODERADOR.- (con una sonrisita) Bueno, eso…usted mismo.
MEFISTO.- Pues mire por dónde…Yo mismo me siento muy unido a la teología católica, y sentiría ofenderla.
Risitas y silbiditos entre los asistentes.
MODERADOR.- (a la concurrencia) Por favor, por favor. Escuchemos al profesor Sabatini. Todas las opiniones son respetables.
MEFISTO.- Eso que acaba de decir es una de las memeces más extendidas en este siglo y parte del otro. Ha de saber, señor mío, que desde el punto de vista intelectual, el noventa y nueve por ciento de las opiniones que se expresan son absolutamente despreciables y no merecen el menor respeto.
MODERADOR.- (algo irritado) ¿Acaso es usted el único que está en posesión de la verdad? ¿Es usted Dios?
MEFISTO.- ¿Pero cómo voy a ser Dios, mentecato, si soy el mismísimo Diablo?
Grandes risas entre los asistentes. Irritación contenida en el Moderador.
MODERADOR.- ¿Usted, el Diablo? Vaya, esta sí que es una buena noticia. Señoras y señores, ante ustedes, el Diablo en persona. Señor Diablo, ¿sería tan amable de desvelarnos el misterio de su personalidad y acabar así con las dudas de estos pobres mortales?
MEFISTO.- Con mucho gusto. Para empezar he de decir que en mi personalidad no hay ningún misterio. El misterio está en los pobres mortales. Esta curiosa raza ha desarrollado una extraña facultad a la que llaman pensar, que, como todo el mundo sabe, consiste en separar el grano de la paja. Pero ocurre, amigos especialistas en mí, que en el ser humano el grano y la paja se guardan en el mismo granero, o pajero, también llamado “mente”. Y así, se suele decir: esto de aquí es imaginario, esto de allá es real, sin tener en cuenta la famosa paráfrasis del no menos famoso y confuso filósofo que dice: todo lo real es mental; todo lo mental es real. De lo que se deduce, si es que no me he perdido, que el Diablo, o sea yo, es tan real y a la vez tan imaginado como todas y cada una de las representaciones que se forman en la mente… incluidos estos micros y estos botellines.
BOBOY.- Esa filosofía es repugnante.
LELAY.- Esa filosofía es cobarde.
SOSOY.- Esa filosofía es una muestra del callejón sin salida del idealismo absoluto: el solipsismo.
MODERADOR.- Ya ve, profesor Sabatini, perdón, señor Diablo. Ya ha oído las reacciones de los colegas. Reconozca que no es tan fácil embarcarse en el vuelo de la filosofía.
MEFISTO.- Para mí es sencillísimo.
MODERADOR.- ¿De verdad sabe usted a qué me refiero cuando hablo del vuelo de la filosofía?
MEFISTO.- Perfectamente, e insisto que, para mí, el vuelo de la filosofía, como cualquier otro vuelo, es cosa de coser y cantar.
MODERADOR.- Demuéstrelo.
MEFISTO.- Atienda…
Mefisto se lanza verticalmente hasta el alto techo de la sala, y al chocar con él se transforma en una extraña ave, grande y oscura. El ave empieza a volar rozando el techo, como si buscase una salida, hasta que de repente dirige el vuelo hacia abajo. Caídas en picado, vuelos rasantes sobre las mismas cabezas de los congresistas. Gritos, histeria, carreras, atropellos de los congresistas, acosados por el vuelo rasante del gran pájaro negro, que no deja de emitir horrísonos graznidos…
Un escritor es alguien perfectamente ignorante que divaga sobre todo lo que desconoce. En mí tenéis un ejemplo. Si se repasa la lista de entradas de este blog se verá que casi todos los temas sobre los que he disertado requieren un conocimiento básico, en mi caso inexistente. El único que no requiere conocimiento alguno es el de la literatura. Ahí el campo es libre. Hasta el extremo de que, si alguien osa reprocharte tu desconocimiento de los grandes escritores de todos los tiempos siempre puedes alegar en tu descargo que “esos” precisamente no forman parte de tu canon personal.
Pero, ¿se puede hablar de la muerte o del tiempo sin ser un experto en física o en filosofía? ¿O de la injusticia o de la bondad o de la modestia sin poseer algún conocimiento de… psicología, por ejemplo? Me temo que no. Pues bien, como buen escritor que soy, yo me atrevo a todo y ahora mismo voy a disertar un poco sobre la memoria.
La memoria ha sido el gran hallazgo de bastantes escritores de la penúltima generación. Iluminados por ciertas corrientes de la psicología moderna, supongo, han tenido la revelación de que la memoria no es un ente compacto; que se puede modelar y manipular, consciente o inconscientemente, en todos los casos. Y así, han surgido memorias (recuerdos) deliberadamente falsas, o se han elaborado ficciones con retazos de recuerdos auténticos, o se ha mezclado memoria e imaginación para componer novelas (llamémoslas así todavía) de las que solo el escritor tiene la clave, mientras que el pobre lector está condenado a transitarlas sin que le sea dado acceder a los ocultos mecanismos del gran artefacto que se guarda en la cabeza del autor.
Todo eso está muy bien y, como mínimo, nos da una idea de hasta donde puede llegar la sofistificación creadora. Lo malo (por llamarlo así) es que, ofreciéndose como un osado artificio literario, nos distrae de ver la terrible verdad. La verdad de que la memoria no existe.
Bueno, sí existe, pero de manera muy distinta a como suele considerarla el sentido común. El contenido de la memoria lo componemos nosotros en cada momento del presente. De manera que esta operación no es un simple (o complicado) artificio literario, sino que es el modo en que nuestra mente nos permite avanzar por la vida. Es difícil de explicar. Así que cedo la palabra al Doctor Kusev, personaje de un relato de una obra no publicada (como varias de las mías) que lleva por título Fantasías a la manera de Hoffmann :
– ¿Quiere decir que no podemos retener en la memoria algo que realmente sucedió? No le entiendo, doctor Kusev.
– A ver si me explico. La mente humana no es una cámara fotográfica que hace clic y guarda en la memoria un suceso determinado. No, lo que la mente guarda de ese suceso es una determinada impresión, autoelaborada en la forma que conviene al interés vital del individuo. La memoria no es un almacén de escenas o acontecimientos, es un mecanismo que tritura y prepara las experiencias vividas para que el sujeto pueda digerirlas y seguir adelante.
Y algo más tenía para añadir acerca de la memoria, pero ya no me acuerdo.
TAXISTA.- ¿Adónde vamos? MEFISTO.- A París, naturalmente.
TAXISTA.- Son doscientos kilómetros. Me han de pagar por adelantado.
MEFISTO.- (entregándole unos billetes). Tenga. Cuando lleguemos, y si procede, me devuelve el cambio.
Recuérdese que Fausto y Mefisto, entre ellos, siempre hablan en alemán.
FAUSTO.- He aquí un hombre desconfiado.
MEFISTO.-Lo normal. Piensa que Europa y Norteamérica son lo que son gracias a hombres así. Y es que, pese a lo que proclama la más ñoña literatura empresarial, todo el mundo sabe que la desconfianza es la base de los negocios y del progreso. Los pueblos generosos, cálidos y hospitalarios siguen apacentando sus cabras y camellos.
TAXISTA.- Alemanes ¿eh?
MEFISTO.- Bueno…mi amigo es alemán de pies a cabeza; yo, podríamos decir que soy ciudadano del mundo.
TAXISTA.- Historias, eso son historias, sabe qué le quiero decir, ¿no? No hay ciudadanos del mundo, no señor. Cada cual es de un país, de un pueblo, de una patria. Que eso lo diga un negro como ese de la ONU tiene un pase, porque ya me dirá usted de qué país, de qué patria se puede ser en África, pero un alemán…no, señor. Y no es que me caigan bien los alemanes, Dios me libre…aunque, tras el rapapolvo que les dimos en las dos últimas guerras mundiales, parece que finalmente se han convertido en mercachifles inofensivos.
MEFISTO.- Lo que usted diga, pero tenía entendido que la última guerra mundial, antes de que la perdiese Alemania, ya la había perdido Francia.
TAXISTA.- Eso es falso, totalmente falso. Y la Resistencia ¿qué? ¿Qué me dice de la Resistencia. Eso ¿no cuenta?
MEFISTO.- Lo que usted diga, pero tenía entendido que la Resistencia fue cosa de cuatro comunistas y cuatro exiliados españoles; que la inmensa mayoría de los franceses, intelectuales de izquierda incluidos, no lo pasaron mal bajo las alas de las águilas germanas, y que algunos hasta quedaron sinceramente prendados de la elegancia, el refinamiento y la cultura de algún que otro oficial del ejército de ocupación como el llamado Ernst Jünger.
TAXISTA.- ¿Qué lío es ese? ¿De dónde se ha sacado todo eso? Mire, yo entonces apenas había nacido, pero he visto infinidad de películas americanas y hasta alguna francesa sobre la Resistencia, y de eso que usted dice, nada de nada…Alemanes… brrr… Me está tocando las pelotas, ¿sabe?
MEFISTO.- Lo que usted diga…quiero decir que no era esa mi intención. Mejor que dejemos la política.
TAXISTA.- Sí, mejor. (como hablando para sí mismo) Extranjeros…Y estos son los peores, los que van con pasta por el mundo y presumen de saberlo todo. Y nos insultan, sí, nos insultan. Al menos, los otros son unos desgraciados.
MEFISTO.- ¿Decía algo?
TAXISTA.- Unos desgraciados, sí, los metecos, ya me entiende: portugueses, españoles, italianos, árabes, turcos y toda
esa ralea. Nos quitan el trabajo, chupan del Estado, pero al menos no nos insultan como…como los que van con la cartera llena, americanos y… y alemanes también, sí señor, y usted disculpe.
MEFISTO.- Conmigo no se tiene que disculpar. Ya le he dicho que yo no soy alemán
TAXISTA.- Ah, sí, claro, ciudadano del mundo. ¿No te jode?
FAUSTO.- ¿Se puede saber hacia dónde vamos?
MEFISTO.- A París, a la alegre ciudad de tus años mozos…porque supongo que los estudiantes de teología también tenían sus años mozos.
FAUSTO.- No, no, quiero decir que adónde va a parar todo esto. ¿Te das cuenta que no hacemos más que perder el tiempo? ¿Qué significan estas historias de catedráticos, estudiantes y taxistas? ¿Cuál es aquí mi papel? ¿Por dónde puedo lanzarme en pos de lo que sin cesar anhelo? …
TAXISTA.- Subanestrujenbajen, la puta que los parió los entiende.. Eh, señores, que estamos en Francia. A ver si chamullamos un poco la lengua nacional y me dicen qué hago. ¿Sigo por la carretera o cojo la autopista?
FAUSTO.- Este hombre me resulta abominable.
MEFISTO.- Solo pretende que le indiquemos el camino que ha de seguir. Te veo muy nervioso.
FAUSTO.- No quiero ir a París, no quiero ningún trato con este engendro.
MEFISTO.- Muy delicado estás, tú que tienes trato con el mismo Diablo.
FAUSTO.- No compares, y no es porque tú estés delante, pero el Diablo es una potencia metafísica, que tiene su papel en la escena cósmica, mientras que este tipo es un miserable despojado de toda cualidad humana.
MEFISTO.- Exageras. El pobre no es más que un átomo de la masa en que le ha tocado vivir. Es cierto que no tiene ni ideas ni emociones propias, pero, qué quieres que te diga, tampoco las necesita.
TAXISTA.- Espero una respuesta, señores Estrujenbajen.
FAUSTO.- ¡Quítamelo de mi vista!
MEFISTO.- (Siempre lo mismo, el Espíritu del Mal haciendo el trabajo sucio para los llamados espíritus delicados). (al taxista) Oiga, buen hombre, ¿qué le dijo el médico la última vez que le visitó? Que había de cuidar su corazón, ¿no?TAXISTA.- ¿Eh?…Cómo sabe…
MEFISTO.- Que no fumase, que no bebiese, que no condujese muchas horas y menos de noche… ¿Por qué no hace caso? ¿Sabe qué ocurre cuando no se hace caso de los sabios consejos del médico?…¿Lo sabe?
TAXISTA.- (llevándose la mano al corazón, como preso de un fuerte dolor) Noooo!
“Para mí la democracia es un abuso de la estadística. Y además no creo que tenga ningún valor. ¿Usted cree que para resolver un problema matemático o estético hay que consultar a la mayoría de la gente? Yo diría que no; entonces ¿por qué suponer que la mayoría de la gente entiende de política? La verdad es que no entienden, y se dejan embaucar por una secta de sinvergüenzas…”
Este párrafo tan directo y rotundo tiene por autor a uno de los escritores en lengua española más oblicuos y refinados. Borges, como muchos saben. Se nota que quería dejar bien claro lo que pensaba sobre el tema, que el asunto no quedase enredado en las brumas de la literatura. Y esto es algo que muchos le han agradecido – antidemócratas y demócratas dubitativos -, que ven ahí la confirmación de sus convicciones o la respuesta a sus dudas. Pero ocurre que un escritor, por el hecho de ser escritor, no es un profeta, ni un oráculo, ni siquiera un experto en cada uno de los temas que aborda. Entonces, es lícito preguntarse ¿tiene razón? Y no digo ya si su proposición es verdadera, es decir, si se corresponde con la realidad, cosa siempre opinable, sino si el razonamiento es correcto. Pues bien, yo creo que no, que no lo es.
Es verdad que la ciencia no puede ser sometida a la decisión de la mayoría – aunque al principio lo es, de la mayoría de sus cultivadores -, ni la filosofía, ni el arte, ni ninguna actividad que requiera formación, sensibilidad y un esfuerzo constante por ensanchar los límites del ser humano. Cada una de ellas tiene sus propios instrumentos de valoración: comprobación empírica en el caso de la ciencia, efecto estético en el del arte y… no sé bien qué en el de la filosofía.
Pero que ni la ciencia, ni la filosofía ni el arte puedan ser sometidas a la decisión de la mayoría no significa que tampoco pueda serlo la política. Porque resulta que la política no es ciencia, ni filosofía, ni arte (en sentido estricto). Y al meterlo todo en el mismo saco, nuestro admirado escritor hace trampa. O quizá, inocentemente, confunde la gimnasia con la magnesia. La política es el arte (en sentido amplio) de gestionar los intereses de todos, tratando de armonizarlos en sus aspectos contradictorios.
Otra trampa consiste en descalificar el voto democrático alegando que “la mayoría de la gente no entiende de política”. Por supuesto, y me gustaría saber en qué consiste entender de política. Pero toda la gente entiende de sus intereses, y sabe o puede saber el modo de encontrar a las personas que mejor los defiendan. Y de eso trata la política. Es decir, de una cosa tan simple – aunque a veces no lo parezca – como gestionar una comunidad de vecinos.
Todos esos que comparten la opinión de Borges se olvidan de añadir qué es lo que habría de sustituir al sistema democrático. Porque, si se prescinde del voto, ¿qué procedimiento se habrá de seguir para designar a las personas mejor calificadas para gobernar? ¿La autodesignación de los que se creen más capacitados? ¿Una Escuela de Altos Estudios Políticos de la que irían manando nuestros gobernantes? ¿O quizá el genio infalible del pueblo, la nación o la raza? No sé. No lo veo claro.
O sea, que me quedo con lo que hay. Cierto que lo que hay está plagado de defectos, que muchas decisiones capitales no se toman por los cauces democráticos, que los que gobiernan no tienen el poder efectivo que dicen tener, que a veces la democracia oficial está tan desvirtuada que reclamar democracia real se convierte en un acto revolucionario. Pero esto no tiene nada que ver con lo otro. No confundamos también la gimnasia con la magnesia. O, lo que es peor, el culo con las témporas.
[En la Francia de principios del siglo XXI, Fausto inquiere por el significado del término “moderno”; Mefisto le conduce a la guarida de un experto.]
MEFISTO.-…en efecto, estamos en la pequeña ciudad de Deux-Aspects, famosa por su antigua universidad y por su paté al champagne. Aquí reside y sienta cátedra el profesor Dupêcher. Seguro que le encantará ofrecernos una taza de café, brebaje bastante moderno, por cierto.
Sala de estar de la casa del profesor Dupêcher. Fausto y Mefisto sentados en sendos silloncitos. El profesor, sentado en un sillón orejero…
DUPÊCHER.- Lo moderno, la modernidad, ah, bellas cuestiones. He publicado varios libros e infinidad de artículos, opúsculos y separatas sobre el tema. Todas las universidades de Europa y América se han hecho eco de mis aportaciones. Por eso me sorprende, francamente me sorprende mucho, que todavía haya alguien que no esté al corriente del estado de mis investigaciones.
MEFISTO.- Usted dispense, pero nuestra vida, como la vida en general, corre al margen del mundo universitario.
DUPÊCHER.- Ah, ya…¿Y en qué mundo viven?, si no les incomoda la pregunta, y perdonen la sonrisilla despectiva que se me ha caído de los labios.
MEFISTO.- No importa, no importa. Puede usted sonreir despectivamente cuanto guste. Nosotros reconocemos nuestra condición de estúpidos ignorantes. Al fin y al cabo nuestro mundo es el de la simple realidad y el de la simple imaginación (de ahora o de hace mil años).
DUPÊCHER.- Muy simple, ciertamente. Bien, puedo dedicarles diez minutos… Lo moderno, la modernidad, ah, bellas cuestiones. El tema debe considerarse bajo dos aspectos: lo moderno como culminación de lo amoderno, y la modernidad como negación de la amodernidad. Si nos instalamos en lo amoderno, no hay posibilidad de culminación, por el contrario si deconstruimos la modernidad, nos situamos en el núcleo mismo de lo moderno…¿Y lo posmoderno?, dirán ustedes. Ah, bella cuestión. Atiendan. Hay dos aspectos: lo posmoderno como negación de lo moderno, y la posmodernidad como epílogo un tanto descarado de la modernidad. Si nos instalamos en lo posmoderno, sentamos las bases de una modernidad vaciada de su ser. Pero entonces, ¿dónde están las certezas? ¿dónde las seguridades? ¿dónde las identidades? ¿dónde, eh, dónde?
MEFISTO.- ¿Dónde?
DUPÊCHER.- ¿Dónde? Para empezar, hay que considerar dos aspectos. Por una parte, la no existencia del individuo en cuanto tal, por otra, la deconstrucción de esa misma inexistencia en signos que integran un sistema de referencias externas.
MEFISTO.- ¡Referencias externas! No había caído.
DUPÊCHER.- No se preocupe. Suele pasar. En cuanto a las referencias externas, hay que considerar dos aspectos: las referencias externas con carga explícita y las referencias externas con carga implícita. Las referencias externas con carga explícita pueden ser a su vez de signo recurrente o bien de signo concurrente, mientras que a nadie con dos dedos de frente se le escapa que las referencias externas con carga implícita sólo pueden ser referencias autísticas, es decir, y para hablar aún más claro, autorreferencias.
MEFISTO.- Da gusto oír hablar así, profesor.
DUPÊCHER.- Sí, pero yo diría que no han seguido la exposición con la debida atención, porque en otro caso ya habrían detectado el enorme problema que queda por resolver…Y es…Dada la inexistencia del individuo en cuanto tal, ¿cómo debo describir el mundo en sí como existente?
MEFISTO.- Eso, cómo.
DUPÊCHER.- Atiendan, y atiendan bien, porque este es el meollo de mi teoría, y no lo volveré a repetir…Como existente, para mí tiene ahora validez exclusivamente lo que pongo en mis juicios permitidos, pero no lo que he puesto o eventualmente vuelvo a poner en los juicios no permitidos. No digo con ello que valga para mí como inexistente o que dude o sospeche de algún modo de tal ser. Más bien, omito cualquier toma de postura respecto a que el juicio lo sea sobre las dos personas que tengo delante; esto puede ser mentado de tal modo que con ello yo no ejecute la más leve afirmación sobre la existencia de las mismas o de que el juicio tenga o no derecho en su posición.
Diez segundos de silencio.
DUPÊCHER.- ¿Y bien?
MEFISTO.- Yo diría que definitivo.
DUPÊCHER. – ¿Diría? Y su amigo, ¿no tiene ningún comentario que hacer?
FAUSTO.- No…sí…es que no he entendido…
MEFISTO.- (a Fausto )(Calla o nos aguas la fiesta).
FAUSTO. – No he entendido el significado de la palabra “moderno”. Más bien creo que mi confusión ha aumentado con la aparición de “modernidad” y “posmodernidad”.
DUPÊCHER. – Hombre de Dios, ¿es usted sordo o estúpido? Creo que me he expresado con bastante claridad, o al menos con toda la claridad que la dignidad profesoral permite. (a Mefisto) Tengo la impresión de que usted tampoco lo ha entendido, que quizá… ha estado fingiendo…
MEFISTO.- ¿Fingiendo? No, por favor. Lo que pasa es que…bien…reconozco que la letra resultaba un poco difícil, pero la música ha sido sublime, profesor.
DUPÊCHER.- ¿Música? ¿Se puede saber de qué me habla? Ustedes son extranjeros ¿no? Alemanes. No me digan que no, les he calado enseguida. No sé por qué me han hecho perder el tiempo. ¡Uf!, alemanes, romanticismo, Wagner, Schopenhauer… ¡puah!. No me extraña que no puedan entenderme. Lo nuestro es la razón y el método, lo de ustedes la confusión y la barbarie. Nunca nos entenderemos. Señores, mi tiempo ha terminado.