Lo que sí debo mencionar, y casi se me olvida, es el libro de texto de Literatura Universal, de Guillermo Díaz-Plaja, de quinto o sexto de bachillerato (15 o 16 años), no recuerdo bien, auténtico oasis en aquel desierto, libro que yo no solo estudiaba, sino que releía una y otra vez. Sobre todo los breves fragmentos intercalados de las obras de los autores, como aquel de un tal Goethe en que el protagonista, un tal Werther, expresaba por escrito sus sentimientos a la amada imposible.
Me asomo a la ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes unos luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Vosotros no desapareceréis, astros inmortales! El eterno os lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación predilecta, porque de noche, cuando salía de tu casa, la tenía siempre enfrente. ¡Con qué delicia la he visto tantas veces! ¡Cuántas veces he levantado mis manos hacia ella para tomarla por testigo de la felicidad que entonces disfrutaba!
Pero aún faltaban seis años para que Goethe se me apareciese en persona. Años contados desde mis doce, que es donde más o menos estábamos ante el niño que yo era leyendo a Dickens. Y no solo leyendo, sino además entablando conocimiento directo con él. Y es que David Copperfield está tan impregnada de la vida y personalidad del autor que, tiempo después, cuando leí su biografía, tuve la impresión de que a la persona en cuestión la conocía ya desde la infancia.
Y sin embargo, poco más he leído de Dickens. Entre lo poco, recuerdo sobre todo una especie de novela corta o cuento largo titulado La voz de las campanas (The Chimes). Quizá fuese por el hecho de leerla en el momento adecuado (la víspera de Año Nuevo, que es cuando sucede la acción), pocos años después de David Copperfield, o porque en aquella edad ya era especialmente sensible a la aparente intención social del relato, o simplemente por su evidente impacto poético, el caso es que, como digo, la tengo mucho más presente que otras obras más renombradas de Dickens, leídas en diferentes momentos.
Reconozco que el tiempo se levantará un día como un océano ante el cual todos los que nos oprimen o nos insultan serán barridos como hojas, se atreve a pensar el anciano en el culmen de su desesperación. Y sin embargo, Dickens no es en absoluto un revolucionario. Simplemente, en su retrato de las condiciones de vida de la gente más pobre de Londres no se aparta de la verdad. Y alguien ya dejó dicho que la verdad es revolucionaria.
De todos modos, por importante que haya sido La voz de las campanas en la formación de mi sensibilidad poética y social (aspectos que en adelante se empeñarían en presentárseme como inconciliables o enfrentados), insisto en lo dicho, que de las pocas obras que he leído de Dickens David Copperfield ha sido la más provechosa para mí. Significó la apertura a los mundos nuevos que, sin apartarse mucho de la realidad, la imaginación puede crear; el descubrimiento de la selva social, donde no siempre imperan los buenos sentimientos (adiós, De Amicis), sino también la maldad, sobre todo contra los más débiles, que puede convertir la vida en un infierno (que el autor