Archivo mensual: abril 2019

CHARLOTTE BRONTË. Más fuerte que el amor I

charlotte bronteDespués de tantos años – toda una vida – vuelvo a leer Jane Eyre.

Pero esto no es exacto. Nunca he leído Jane Eyre. La he escuchado. De labios de mi madre.

Era en Valldoreix, a principios de la década de los 50  del siglo pasado. En el crepúsculo de un verano sin adelanto horario, los tres hermanos cenábamos en la cocina mientras la madre nos leía un libro. También estaba Luisa, la criada – todas las familias de clase media tenían una –, devoradora de novelas y tan interesada en aquella lectura como nosotros mismos. Y mientras el carbón o la leña, no recuerdo, crepitaba en la cocina “económica”, la voz clara y matizada de la madre – ella hubiese querido ser actriz – desgranaba la historia. De vez en cuando, el chillido estremecedor  que llegaba del bosque – supe después que eran pavos reales domésticos – se confundía en la imaginación con el siniestro alarido que surgía de algún rincón de la mansión de Thornfield.

A Thornfield llega Jane Eyre procedente del internado Lowood, donde durante dos años ha ejercido de maestra, después de pasar seis de alumna en la misma institución. Huérfana, su infancia ha sido muy triste; primero, “acogida” por la familia de una tía política, que la maltrataba y humillaba, y luego en Lowood, soportando unas condiciones durísimas al principio, más tarde suavizadas por la humanidad y la amistad de la señorita Temple, primero su maestra y más tarde también colega. 

Ha sido contratada como institutriz de una niña de ocho años, acogida por Edward Rochester, el dueño de la mansión, de quien quizá es hija. El señor Rochester va poco por Thornfield. De esto y de otras cuestiones informa a Jane la amable ama de llaves, mientras le va mostrando algunas dependencias de la casa y le comenta detalles sobre el servicio. Y de pronto un grito desgarrador resuena desde algún lugar de la mansión. La ama de llaves tranquiliza a la sobresaltada Jane: precisamente se trata de un sirvienta con ciertos problemas nerviosos.

A los pocos días se presenta el señor Rochester con intención de pasar una temporada en la casa. Es un hombre de unos 35 años (Jane tiene 18) de aspecto rudo y modales bruscos levemente corregidos por la obligada cortesía. Pero desprende una sensación de autenticidad y de soterrada bondad que, desde el primer momento atraen a Jane. Oculta un pasado doloroso que nadie parece conocer con exactitud. Entre los dos se establece una curiosa relación de honda y apenas explicitada simpatía que en ningún momento traspasa las fronteras de las posiciones respectivas de señor y empleada. Edward admira el carácter y la entereza de Jane; Jane se rinde (en su intimidad) a la personalidad magnética de Edward.

Los acontecimientos se suceden para delicia de lector, que goza de una de las novelas románticas mejor organizadas que se han escrito: extraños fenómenos que agrandan el misterio de los gritos lastimeros, incluido un conato de incendio en la habitación de Edward; fiestas sociales con numerosos invitados que permanecen en la mansión durante días, entre ellos la bella y altiva Blanche, posible prometida de Edward; ataque casi mortal – parece que de la presencia oculta y lastimera – a Mason, uno de los invitados; marcha de los invitados y vuelta a la tranquilidad doméstica; días de ausencia de Jane para visitar a la pariente que la maltrataba, ahora moribunda; regreso de Jane y encuentro decisivo con Edward: si se casa con Blanche, ella abandona al momento Thornfield; confesión inesperada de Edward: es a ella, a Jane, a quien ama; propuesta de matrimonio; ella al principio incrédula, los señores no se casan con las institutrices; al fin confiesa su amor y acepta. Preparativos de boda; incomodidad y rechazo de Jane al intento de Edward de cubrirla de joyas y vestidos caros: a ella no le interesan las joyas, no la confunda con una de las bailarinas francesas que frecuentaba (como la madre de la niña).

Celebración de la boda en el templo junto a la casa; en plena ceremonia, Mason y otra persona alegan que Edward Rochester no se puede casar… porque ya está casado, con una hermana de Mason. Edward primero lo niega, luego pide a los interpelantes y al clérigo oficiante que le sigan hasta  la casa y allá, hasta un oscuro corredor de la tercera planta, y les presenta a una mujer enloquecida que se abalanza sobre ellos. Y explica que, muy joven, fue engañado por las dos familias para casarse con ella, que ya estaba demente; sin saber qué hacer, la encerró en esa habitación de la mansión al cuidado de una sirvienta y se dedicó a viajar por el mundo.

Es un golpe duro para Jane. Edward le propone que, para ellos, siga todo igual, que se vayan a vivir al Continente como matrimonio. A Jane la proposición le parece en cierto modo humillante: se sentiría como una más de las mujeres que en el pasado trató Edward. Y huye. Y se pierde, y es recogida por unas personas de las que resulta ser pariente. Y una noche oye la voz de Edward que le llama. Parte enseguida hacia Thornfield y encuentra la mansión en ruinas. La mujer demente provocó un incendió, que acabó con su vida. Encuentra a Edward, herido y ciego. Se casan, tienen un hijo y Edward recupera en parte la visión. Final feliz.

Gracias a la oportuna remoción del obstáculo legal y moral, piensa uno.

Jane Eyre se publicó en 1847 con el seudónimo Currer Bell, y fue un éxito inmediato. Al subtitularse “una autobiografía”, enseguida se planteó la cuestión de si era obra de autor o autora, llegándose al nivel de si el texto traslucía o no el conocimiento de las labores domésticas a las que ocasionalmente se aludía. Pero el debate serio fue de naturaleza moral. La novela era un escándalo. La moral victoriana, esencialmente puritana e hipócrita, no podía tolerar que una muchacha salida de la nada mostrase tal grado de rebeldía y de desprecio por la autoridad (especialmente en los episodios de la infancia con la tía política y de los primeros años del internado, no recogidos en mi breve resumen). Y, si la autora en realidad era mujer, el escándalo era doble. Un crítico llegó a afirmar que si el autor era hombre era digno de elogio, pero si era mujer la novela resultaba absolutamente odiosa.  

Jane Eyre ha sido considerada como la primera novela feminista. Desde la perspectiva actual cuesta un poco entender esta atribución. De todos modos, lo que está claro es que, en ella, Charlotte Brontë se nos muestra situada más allá de ese romanticismo mal entendido en la que a veces se la ha encasillado. Porque, superando el tópico romántico de que “el amor es más fuerte que la muerte”, en Jane Eyre nos enseña que hay – debe haber – algo más fuerte que el amor.  Y es la dignidad de la mujer.  

(CONTINÚA)        

(De ESCRITORAS)

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CHARLOTTE BRONTË. Más fuerte que el amor II

Charlotte Brontë nació en Thornton, Yorkshire (Inglaterra) en 1816. El padre, Patrik, irlandés, era clérigo. Pobre pero instruido: había estudiado en Cambridge gracias al patrocinio de un rico. La madre, Maria Branwell, llegó a dar a luz a seis hijos, solo uno varón, y murió joven, cuando Charlotte tenía cinco años.

Las dos mayores, Maria y Elizabeth, murieron niñas, debido a las pésimas condiciones del internado donde estudiaban. El hermano, Patrik Branwell, imaginativo, artista (autor del famoso retrato en que aparecen las tres hermanas con su propia sombra en medio), sensible e inestable tuvo el final que tales cualidades le auguraban. Pero las joyas de la familia (desde el punto de vista de una futura historia de la literatura) fueron las tres hermanas de edades separadas por dos años: Charlotte, Emily (1818) y Anne (1820).

En 1820 el padre fue nombrado rector de la parroquia de Haworth y allí residió toda la vida. Al morir la madre, en 1821, su hermana Elizabeth se trasladó a vivir con la familia del viudo para cuidar de los sobrinos. Tras una breve estancia de Charlotte y Emily en la escuela de Cowan Bridge, de donde las sacó el padre al producirse la tragedia de las dos mayores, se inicia, en 1825, un período de cinco años, posiblemente el más feliz, en el que permanecen en el hogar familiar las tres niñas y el niño, un poco abandonadas a sus juegos y fantasías, y también a sus lecturas, hechas de todo lo que se ponía a su alcance.

Una cajita con soldaditos de madera que el padre regala al niño Branwell se convierte enseguida en elemento central de los juegos imaginativos de los cuatro pequeños.

(Entre paréntesis, ¡qué difícil es hoy manejarse con el masculino y el femenino en estos casos, entre la costumbre, las normas tradicionales, la corrección política y el sentido común!).

Y así, las mentes infantiles (Charlotte tiene entre nueve y catorce años) se dedican a edificar mundos paralelos a los de las lecturas, con sus aristócratas, su política y sus guerras, que tienen lugar en el imaginario reino de Angria y más tarde también en el de Gondal. Es evidente que en las crónicas que van escribiendo aquellas niñas está el germen de tres grandes novelistas.

En 1831 Charlotte es enviada a una escuela de Roe Head, pero al año siguiente regresa a casa con la importante misión de enseñar a sus hermanas pequeñas, y durante tres años otra vez viven, estudian, imaginan y escriben juntas.

Pero las niñas crecen y las necesidades económicas también, y en 1835 Charlotte vuelve a Roe Head, esta vez para ejercer como maestra. Aunque no solo la empujan las necesidades económicas, sino también el deseo, la firme determinación, compartida por las hermanas, de abrirse paso en la vida por sus propios medios, razón por la cual Charlotte y Anne se emplean esporádicamente como institutrices. Pero la solución ideal, para Charlotte, consiste en crear una escuela propia. Emily la acompaña en el intento, y ambas deciden que lo primero es prepararse adecuadamente. Con este fin viajan a Bruselas e ingresan en el Pensionnat Héger para, entre otras cosas, perfeccionar el francés.

Allá conocen a Constantin Héger, marido de la directora y alma de la institución. Es un hombre de gran sabiduría, de unos 35 años, de aspecto rudo y modales bruscos levemente corregidos por la obligada cortesía. Pero desprende una sensación de autenticidad y de soterrada bondad que, desde el primer momento atraen a Charlotte. Sí, por su carácter y aspecto, es la viva imagen del futuro e imaginario señor Rochester de Jane Eyre. No por su biografía, por supuesto, pues Héger es un intelectual comprometido, con un pasado de activista revolucionario, aspecto que no comparte en absoluto con el aristócrata de la ficción.

Los dos años que Charlotte permaneció en Bruselas – interrumpidos por una breve estancia en Inglaterra con ocasión de la muerte de la tía-madre – fueron sin duda el cielo y el infierno de su vida. Un infierno que ella solo podría vencer con las armas omnipotentes de la ficción literaria, mediante el procedimiento de eliminar, en Jane Eyre, el obstáculo moral y legal que supone la esposa loca. Solo los creadores tienen acceso a tan refinados recursos.

También la poesía forma parte de los intereses de las tres hermanas. Pero, antes de intentar la aventura editorial, Charlotte se dirige por carta al poeta laureado Robert Southey pidiéndole opinión sobre sus poemas. La respuesta es decepcionante: no obstante alabar su talento, Southey le contesta que “una mujer no puede ni debe hacer de la literatura la razón de su vida”. Como es natural, Charlotte y sus hermanas siguen su camino, y en 1846 publican un libro de poemas con los seudónimos Currer, Ellis y Acton Bells. Tienen un par de críticas favorables; se venden dos ejemplares.

Los intentos de publicar las novelas que tenían escritas finalmente fructifican. En 1847 se publican Cumbres borrascosas, de Emily, y Agnes Grey, de Anne. A Charlotte, en cambio, le es rechazada El profesor, pero a finales del mismo año termina de escribir y se publica por la editorial Smith, Elder and Company Jane Eyre, con el seudónimo de Currer Bells.  El éxito es inmediato.

Los dos años siguientes fueron fatídicos para la familia. En 1848 muere Branwell, consumido por el alcohol y el opio, tres meses después, Emily, de una pulmonía contraída en el funeral de su hermano. Y al año siguiente, Anne.

La trayectoria vital de Charlotte, por el contrario, sigue un ritmo ascendente. Conocida y celebrada – o increpada – como autora de la novela, su vida social se va ampliando hasta no parecerse en nada a la de la humilde hija de un párroco de pueblo. Viaja varias veces a Londres, invitada por el editor Georges Smith y su madre; conoce y entabla amistad con Elizabeth Gaskel, que será su primera biógrafa, y trata al famoso novelista Thackeray, decidido admirador de su obra, y a otros personajes del mundo cultural británico; rechaza tres propuestas de matrimonio, una de ellas de uno de los socios de la editorial de Smith, y finalmente acepta la de Arthur Bell, clérigo ayudante del padre. Se casa en 1854.

El matrimonio va muy bien: Arthur no comparte los intereses artísticos y culturales de su esposa, pero esto confirma a Charlotte en la sensación de que la ama por sí misma, a diferencia de los otros pretendientes, más bien deslumbrados por la fama de la mujercita escritora. Lo que no hay manera de saber es cómo habría resultado la prueba del tiempo. Y es que, a los pocos meses, Charlotte muere víctima de un embarazo complicado. A los 38 años de edad.

Charlotte Brontë escribió otras novelas, dos de ellas publicadas póstumamente: Villette (1853), El profesor (1857) y Emma (1860). Pero no hay duda de que ha  pasado a la memoria literaria y sobre todo a la conciencia de lectoras y lectores como la autora de Jane Eyre, y es que en la historia de la pequeña institutriz supo contener y expresar magistralmente – incluidos los trucos del arte, imposibles en la vida real – toda su alma y todos sus sueños.

(De ESCRITORAS)

 

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