SILVINA OCAMPO. La nena terrible I

Aún no tiene diez años. Como tantas tardes de verano, ha escapado del sopor del mediodía que invade la gran casa rodeada de hectáreas de parque. Inquieta, oculta entre los árboles, espera la llegada de los seres maravillosos. Los mendigos. Aparecen, como siempre, en pequeños grupos. Algunos, lisiados. A uno lo falta un ojo, a otro un brazo. Los hay que cojean penosamente. Hay rostros que parecen de cera, cabelleras que se dirían de esparto. Cual valiente capitana, conduce a la tropa al establo próximo donde tiene preparado un refrigerio mínimo con lo que, a hurtadillas, ha podido recoger de cocina y despensas. Dos sirvientas la observan ocultas. Sonríen. ¡La han advertido tantas veces de que no se acerque a aquella gentuza! Saben que es inútil.

Inútil es establecer un retrato claro de la persona y escritora en que se convirtió aquella niña “rara”. Si hay algo que da continuidad a su vida es precisamente su fascinación por lo marginal, deforme y prohibido. Fascinación que no le impide llevar una existencia más o menos acorde con lo establecido por las normas de su mundo, de su clase. Ni siquiera esa inclinación por los pobres, por los desgraciados de la tierra, la impulsa a comprometerse en alguna especie de actividad social o política. Se diría que no advierte ninguna relación entre una cosa y la otra, que su atracción por ciertos aspectos del mundo subhumano o parahumano, es solo estética. Reflexión que, por supuesto, no podía hacerse la niña terrible, pero que tampoco habría de explicitar la mujer de larga vida. O tan solo en la forma retorcida y críptica de su literatura.

La clase a la que pertenecía la “nena terrible”, como la etiquetó un escritor, era la más alta que se movía en la civilización occidental. Puramente aristocrática, si no fuese porque el adjetivo, en su sentido estricto, no tiene aplicación en el continente americano. Don Manuel Ocampo, el padre, descendía en línea directa de uno de los primeros españoles que llegaron a América; se dice que era un paje de la reina Isabel la Católica. La familia se fue desplazando hacia el sur, ocupando siempre, los varones, altos cargos en la administración colonial. Establecida en la actual Argentina en el siglo XVIII, participó en el movimiento de independencia frente a España a principios del XIX, al igual, pero ésta en mayor grado, que la familia Aguirre, a la que pertenecía la esposa de Carlos Ocampo y madre de seis niñas. Silvina era la menor.

Victoria, la mayor, intelectual, escritora y animadora del mundo cultural, da cuenta de este protagonismo social, político y cultural de la familia durante todo el siglo XIX en un par de líneas:

San Martín, Puyrredón, Belgrano, Rosas, Urquiza, Sarmiento, Mitre, Roca, López. Todos eran parientes o amigos.

Y económico. La fortuna de los Ocampo era enorme, inamovible, inmune a los bandazos de la política de cualquier signo, como suele ocurrir con las fortunas enormes e inamovibles. Contaban con magníficas residencias en la ciudad (como la de calle Viamonte, donde nació Silvina) y espléndidas quintas en el campo, como la llamada Villa Ocampo, donde la niña terrible solía esperar a los mendigos encaramada a los árboles. Todavía en 1943 se permiten el lujo de trasladar su residencia a un edificio de pisos en el barrio Recoleta de Buenos Aires, que les había comprado el padre. Seis plantas, una para cada hija. Y ya a principios de siglo, es decir, durante la infancia de las niñas, todos los años viajaban a Europa. Embarcaban con todo: la familia, el servicio, y una o dos vacas para que a las niñas no le faltase la leche fresca.

El destino preferente era París, donde en uno de esos viaje los padres creyeron descubrir en la niña de seis años especiales capacidades para el dibujo y la pintura, y enseguida le asignaron un profesor. Ya mayor, pareció que Silvina iba a insistir en ese camino. Pero pronto el ambiente en que se movía, eminentemente literario, y los extraños monstruitos que se agitaban en su interior como buscando salida la pusieron en la vía correcta del destino.

Toda su vida estuvo condicionada, por lo menos en los aspectos externos, por la tríada que presidía (casi puede decirse) el mundo de las letras argentinas. De menor a mayor relevancia:

Adolfo Bioy Casares, el marido, once años menor que ella, refinado estanciero (terrateniente), amigo, más que de la vida social, del tenis y de las mujeres, de las que inevitablemente se enamoraba (y a las que inevitablemente enamoraba). Y que, sin que apenas nadie lo esperase, se reveló hacia la treintena como uno de los mejores escritores del país.

Jorge Luis Borges, escritor de reputación creciente hasta que alcanzó la categoría de eterno candidato al premio Nobel. Muy amigo de Adolfito y de Silvina. Durante años cenó todos los días en casa de la pareja.

Victoria Ocampo, voluntariosa, segura, liberal (en política), cosmopolita, que condujo sabiamente la revista y la editorial que ella misma había fundado y financiado: SUR. Ambas pusieron en lugar destacado el prestigio intelectual de Argentina en el mundo, con colaboradores de la talla de Octavio Paz, Ortega y Gasset, Virginia Woolf, Albert Camus, entre otros muchos.

En apariencia Silvina era, de los cuatro, la menos destacada. Algunos apuntan a que se sentía envidiosa y acomplejada ante el trabajo literario de Borges, y que vivió relegada y oculta a la potente luz del trío mencionado; otros biógrafos y comentaristas, más certeros, creo yo, afirman que el discreto segundo plano no fue impuesto por los tres ni autoinfligido por la modestia propia, sino que era el resultado de una opción lúcida y libremente elegida por ella, totalmente acorde con su modo de estar en el mundo: más atenta a los fantasmas de la imaginación que a los que circulaban a su alrededor.

Con cada uno de los tres mantenía Silvina una relación diferente. Con Bioy, el marido, un amor total y absolutamente dependiente que pasaba por encima – aún sufriéndolas – de las infidelidades públicas de él, del mismo modo que él pasaba por encima de las discretas – y quizá en algún caso lésbica – infidelidades de ella, y es que ella siempre fue lo más importante para él. Y viceversa.

Con Borges le unía un amistad fuerte y sincera, apenas enturbiada ocasionalmente por puntuales discrepancias literarias.

Con Victoria, la hermana, la historia era delicada y venía de antiguo. Aparte de la disparidad de caracteres, Silvina guardó siempre viva la herida que le infligiera Victoria en su infancia, al arrebatarle, cuando se casó, a la niñera a  quien la pequeña, de nueve años, amaba como a una madre, sin que de nada sirvieran sus ruegos ante la prepotencia de la mayor.

Tampoco Borges conectaba especialmente con Victoria, pero la conocía bien, la admiraba y, sobre todo, la acataba. Adolfito simplemente no la soportaba.

La labor semisecreta de Silvina no se empieza a conocer hasta sus treinta y cuatro años de edad, cuando publica la primera colección de cuentos, Viaje olvidado (1937), punto de partida de la constelación de historias increíbles, pobladas de personajes retorcidos, niños y niñas en muchos casos que dinamitan la idea la inocencia infantil. Como el cuento de la niña obsesionada por recordar el momento de su nacimiento, o el de la niña que odia a su institutriz hasta el extremo de querer transformarla en gato, o el de las siete niñas invitadas al cumpleaños de un niño quien, cuando ellas se van de la fiesta, “ya era un hombrecito”. Y sean quienes sean los personajes – niños, mayores, poderosos, pobres -, el modo de narrar es tan novedoso y atrayente que solo se podría comparar al de su casi contemporáneo Cortázar. Y así, nos ofrece un mundo en el que el encadenado de la lógica a menudo se quiebra y en el que los hechos brincan directamente desde la profundidad del inconsciente. Se me ocurre que lo más parecido a los cuentos de Silvina son nuestros sueños.

(CONTINÚA)

(De ESCRITORAS)

    

 

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