Archivo mensual: diciembre 2018

MARY SHELLEY. La vida monstruosa I

mary shelleyCada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas, dijo Lord Byron, y la propuesta fue aceptada.

Lo cuenta Mary Shelley en el prólogo de la edición de 1831 de su novela Frankenstein o El moderno Prometeo.

El de 1816 fue un año extraño. Un año sin verano. Durante meses, en Europa apenas se vio el sol. Las cenizas de una de las erupciones volcánicas más formidables de la historia geológica, producida en la lejana Indonesia, recorrían los cielos de nuestro planeta. En uno de sus rincones, junto al lago al que se asoma la tranquila e ilustrada ciudad de Ginebra, en un palacete (Villa Diodati) que ya ocupaba un lugar en la historia de la cultura, el poeta inglés Byron, acompañado de su médico y secretario John Polidori, recibió a la joven pareja formada por Shelley, también poeta, y Mary, acompañados por la hermanastra de ésta Claire Clairmont.

Se trataba de pasar una temporada entre amables tertulias y excursiones por las montañas próximas, y navegando por el lago. Pero no fue posible. El mal tiempo, las lluvias incesantes, los obligó a encerrarse en la casa durante días. Uno de los entretenimientos era la lectura en voz alta. Y fue en una de aquellas tenebrosas noches de junio, tras leerse algunos de los relatos contenidos en Fantasmagorianas, historias de fantasmas de diversos autores alemanes, que surgió la ocurrencia, la propuesta, de Byron.

Aunque todos aceptaron la idea, solo dos la pusieron en práctica: Polidori, que concibió una historia que había de ser el germen del moderno vampirismo literario. Y Mary, de dieciocho años, que dio a luz al monstruo que, durante dos siglos, no ha cesado de acechar y atemorizar a la humanidad. Un monstruo sin nombre al que, con el tiempo, el sentir popular atribuiría el de su creador.

Victor Frankenstein es un joven estudiante, nacido en el seno de una familia acomodada y culta de Ginebra. El padre, viudo, ha acogido a una sobrina, Elizabeth, que enseguida congenia con Victor hasta el punto de que pronto más que primos se consideran prometidos.

Buen estudiante, Victor se siente interesado sobre todo por los secretos de la ciencia y la filosofía de la naturaleza y, muy pronto, fascinado por la posibilidad de crear vida artificialmente. Ya en la universidad, se pone al corriente de las investigaciones más recientes en la materia y se propone llevarlas adelante al máximo. Con este fin, instala en su propia habitación un laboratorio secreto donde reúne fragmentos de cuerpos humanos que va recogiendo en cementerios y otros lugares (práctica no infrecuente entonces entre los estudiosos de la medicina).

Somete el resultado de la extraña composición a unas fuerzas físico-químicas apenas conocida entonces y, cuando ya cree que ha fracasado en su empeño, aquello empieza a moverse. Parece que quiere levantarse, con movimientos torpes y gruñidos animales. Espantado, aterrorizado, Victor huye de la habitación. Cuando poco tiempo después regresa, el monstruo no está. ¿Qué ha sido de él? El mismo ser monstruoso lo cuenta en un posterior encuentro con su creador.

Vagando por la tierra como un animal salvaje, sin ninguna clase de conocimientos teóricos o prácticos, sin idioma, enseguida se da cuenta de que su sola presencia espanta y pone en fuga a cuantos le ven. Entonces decide merodear solo por sitios no habitados, hasta que se refugia en una especie de cabaña adherida a una modesta casita campesina, y ahí, a través de una hendidura de la pared, observa a sus habitantes (una pareja joven y un anciano) durante días y noches, aprende el idioma y finalmente, conmovido por la bondad aparente de aquella gente, decide presentarse para ser acogido. La reacción es fulminante. Tiene que huir para no morir a manos de aquellos seres humanos, horrorizados con su sola presencia.

Poseído por la rabia, el rencor y un odio infinito a la humanidad, decide vengarse, actuando como el ser horrendo que la gente ve en él. Primero de todo, contra su creador (por la libreta de notas que encontró en el bolsillo del sobretodo que se llevó al salir conoce los detalles de su creación).

Mientras tanto, Victor recibe la visita de su amigo Clerval, al que oculta todo lo sucedido, y juntos emprenden el regreso al hogar, donde puede abrazar al padre y resto de la familia, aunque difícilmente puede ocultar su enorme pesar y preocupación por el hecho de que el ser horrendo, que él ha creado, anda suelto por el mundo.

Y en efecto, el monstruo inicia su venganza: asesina al hermano pequeño de Victor y amenaza a toda la familia en un inesperado encuentro con su creador. Solo pueden salvarse, dice, si Victor acepta crear una mujer para él. A regañadientes, Victor finalmente acepta y parte con Clerval – ignorante de todo- hacia las Islas Británicas. Solo, en Escocia inicia su tarea, pero pronto se arrepiente y destruye lo iniciado. La venganza no se hace esperar: Clerval aparece muerto, asesinado.

De vuelta a Ginebra, se celebra el matrimonio con Elizabeth. Y la amenaza se sigue cumpliendo: la novia muere asesinada en la noche de bodas. Entonces Victor emprende una loca carrera tras los pasos de su criatura; carrera que lleva a ambos hasta el Ártico, donde finalmente, en un paisaje de hielo sin compasión, acaba la historia del modo que los que la han leído ya saben y los que la lean sabrán.

La fábula ha tenido y seguirá teniendo multitud de interpretaciones. Yo destacaría un aspecto que apenas se ha considerado: el ser creado por Victor Frankenstein es una criatura inocente y propensa a los buenos sentimientos, como se trasluce de sus reacciones cuando observa a los tres humanos desde la cabaña. Es el rechazo, el odio injustificado de los demás lo que le convierte en un ser sediento de venganza, pero sobre todo, la actitud de rechazo absoluto de su creador, incapaz de aceptar la propia obra con todos sus defectos. Y no hay remedio porque, como comprende y afirma el mismo “monstruo”, todos los hombres odian a los desgraciados.

Y él es el más desgraciado de todos.  

(Continúa)

(De Escritoras)    

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MARY SHELLEY. La vida monstruosa II

Si las características y circunstancias de los padres son decisivos en la formación de la personalidad del individuo, lo son de manera especial cuando ese padre y esa madre se destacan como contrarios o enfrentados a los usos mentales y sociales de la sociedad en que viven.

Este es el caso de Mary Wollstonecraft Godwin (Mary Shelley), nacida en Londres en 1797.

El padre, William Godwin, fue un radical intelectual toda la vida. Nacido y educado en el fundamentalismo calvinista, el conocimiento de los enciclopedistas franceses lo llevó al radicalismo revolucionario y, al modo de Rousseau, a proclamar la bondad natural del hombre y a negar la necesidad de las instituciones públicas y de las convenciones sociales (Investigación sobre la justicia política, 1793),  con lo que no siempre fue muy consecuente en la vida práctica.

La madre, Mary Wollstonecraft, había vivido en Francia la Revolución y, buena escritora, completó los “derechos del hombre” precisando los de la mujer en su Vindicación de los derechos de la mujer, publicada en 1790 y considerada como la obra fundacional del feminismo contemporáneo. Murió de fiebre puerperal a poco de nacer la hija Mary. El padre se volvió a casar poco después.

Mary siempre se sintió poco querida por el padre, quien además no se esforzó en aplicar a la educación de la hija sus novedosas ideas pedagógicas. Este sentimiento de desamparo paterno no la abandonó a lo largo de toda la vida y no es difícil advertir su resonancia en Frankenstein y, más claramente todavía, en Mathilda.

La época de mayor popularidad de William Godwin como figura destacada del radicalismo intelectual y político coincidió con la adolescencia de Mary. Fue por entonces cuando un joven poeta, de una familia de la aristocracia rural, famoso también por su radicalismo (había sido expulsado de la universidad de Oxford por publicar un folleto titulado La necesidad del ateísmo), Percy Shelley, se presentó a su venerado maestro… y se enamoró de la hija. El maestro-padre lo llevó muy mal, pero ellos se siguieron viendo, citándose junto a la tumba de la madre de Mary. Hasta que se fugaron.

Empieza entonces lo que se puede considerar la segunda etapa de la vida de Mary, caracterizada por los viajes por Europa, con largas estancias en Italia, los hijos – tres, los dos primeros muertos prematuramente – y la creación de sus dos principales obras literarias.

Y sobre todo, el gran amor por Percy, siempre correspondido, no obstante las infidelidades del poeta – y quizá también de ella – , consecuentes ambos con sus ideas “avanzadas”.

Lo cierto es que, salvo una breve crisis con motivo de la muerte de la hija Clara, la pareja estuvo perfectamente compenetrada no solo en lo sentimental sino también en lo intelectual y artístico. En este sentido, hay que destacar la colaboración de Percy en la gran obra de Mary. Él la convenció de que el relato breve originario se había de convertir en una novela, él prologó la primera edición (1818), anónima, y que el público conocedor le atribuyó. Él había corregido y aun reescrito algunas páginas. Y sin embargo, no cabe duda de que la autoría plena corresponde a ella.

La idea, la inspiración en el desarrollo, la intención, más bien soterrada, que ha originado interpretaciones contrapuestas, el estilo algo ingenuo y genuinamente romántico, con sus descripciones de paisajes, por ejemplo, que en momentos recuerdan ciertas pinturas de Caspar D. Friedrich, todo es fruto personalísimo de la gran escritora que fue Mary Shelley. Percy, con ser un gran poeta, no tuvo en esta función más papel que el de un editor ilustrado atento a conseguir una elegante factura para asegurar una buena recepción por parte del público culto.

Pero ocurrió que la obra atrajo en seguida al público popular: muy pronto se adaptó al teatro de barrio y, durante el siglo pasado, las adaptaciones cinematográficas fueron numerosas; muchas, efectistas, pero ninguna con la riqueza de significados posibles de la novela de Mary Shelley.

En esta época de gran creatividad, Mary escribió, además de la novela del monstruo, Mathilda, sobre las especiales y delicadas relaciones entre una hija y su padre, tan frecuentes en la vida real, y tan poco presentes en la literaria. La novela no se publicó hasta 1959 (no hay errata en la fecha). 

En julio de 1822 se produjo un hecho que dio inicio trágicamente a lo que se puede considerar tercera etapa de la vida de la escritora. Percy Shelley murió cuando el velero en que navegaba con unos amigos naufragó ante la costa de Viareggio. A partir de ese momento, la vida de Mary, a punto de cumplir 25 años, cambió drásticamente de orientación.

Los ideales radicales heredados del padre y avivados por el marido, cedieron el puesto a las necesidades prácticas, sobre todo de respetabilidad social. Así lo exigía el futuro de su hijo, Percy, el único que le sobrevivió y que entonces contaba tres años. Único descendiente del padre de Percy Shelley, Mary se había impuesto la tarea de conseguirle el reconocimiento, la fortuna y el título del abuelo. Y lo consiguió.

Durante esta etapa se fue consolidando la fama de Mary como escritora de valía. Publicó la novela Valperga, escrita antes de enviudar, y otras cuatro novelas más, todas ellas sobre las vicisitudes de los afectos familiares y del amor puro o desinteresado. También colaboró en proyectos editoriales, como la redacción de biografías para unas Vidas de hombres eminentes de Italia, España y Portugal (1835-38).

Pero su principal interés fue siempre conquistar y mantener la respetabilidad que, dadas las ideas y forma de vida de su etapa anterior, la “buena” sociedad le había negado. Y este esfuerzo se trasluce incluso en su intento de dar a la edición de Frankenstein de 1831 un toque más conservador, como en el detalle de convertir al personaje Elizabeth, originariamente prima de Victor, en una simple huérfana acogida, para evitar cualquier apariencia de incesto. O en el cambio de actitud en la cuestión del grado de autoría de la misma novela: al principio, cuando se publicó la primera edición, le tuvo sin cuidado que se atribuyese más bien a Percy; en la nueva situación, insistió en el hecho de que era ella la única autora (responsable, venía a decir) y que la intervención de Percy había sido irrelevante. Parece que quería evitar que una obra tan “popular” e ideológicamente sospechosa se relacionase con el apellido del aspirante a Lord que era su hijo.  

Mary recibió varias propuestas matrimoniales, entre ellas la del escritor Mérimée, que rechazó. En respuesta a una de ellas (y se supone que a todas en términos parecidos) manifestó que “Mary Shelley será el nombre que se escribirá en mi tumba”. Y así fue.

Y no solo en su tumba – murió en 1851, a los 54 años – , sino también, y en lugar destacado, en la historia de la literatura universal.

(De Escritoras)

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Pensamientos a pares VII

43

Exigente con uno mismo, tolerante con los demás.

Tolerante con uno mismo, exigente con los demás.

Tolerante con uno mismo, tolerante con los demás.

Exigente con uno mismo, exigente con los demás.

Estas son las distintas actitudes vitales. La primera es la más sabiamente humana. La última es, en mi opinión, la peor.

44

La idea del destino presidió la Antigüedad y se prolongó durante siglos bajo el nombre cristiano de Providencia. Hasta que llegó Napoleón y dijo: el destino es la política. Hoy existe la sospecha de que el destino es el mercado.

No es que los antiguos creyesen en el destino, es que lo veían ahí, como vemos el Sol.

45

El escritor no puede pensar en otros destinatarios de su obra más que en aquellos que se le parecen. Si escribe para convencer a extraños, será un vendedor, un político. El escritor auténtico escribe siempre to the happy few.

Preguntar a un escritor, de los de verdad, por qué escribe es como preguntar a un niño por qué juega.

46

Llamo escritor de verdad al que lleva dentro de sí la fuente de la creación, a diferencia del que husmea tendencias o consulta con el editor antes de ponerse a escribir.

El escritor de verdad adapta para sí la máxima de los antiguos navegantes (Navigare necesse est, vivere no est necesse): Escribir es necesario; vivir no es necesario.

47

Las artes viven todavía en la era romántica. Por lo que parece, la subjetividad ha acabado devorando a la objetividad.

El que escribe solo “para expresarse” será un buen “expresador”, no un artista. El arte es otra cosa, de la que forma parte aquella objetividad casi olvidada.

48

Una novela es un objeto verdadero; un relato histórico es, en su mayor parte, fantasía.

Es mucho más honrado, y más certero, escribir una novela que especular sobre las intimidades de personas reales.

49

La fuerza de la moda o de las tendencias dominantes es siempre más poderosa que la de los códigos vigentes.  

La razón nada puede contra el dictado de los tiempos. Es la lucha entre la pálida abstracción del pensamiento y la fuerza torrencial de la vida. 

( Ver anteriores)

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