Del deseo surge la competencia con los demás; de la competencia, el odio; del odio, la crueldad y las matanzas. Estas tristes murallas, reforzadas por sólidos torreones a breves intervalos, son un ejemplo de lo que digo. El miedo las ha levantado.
Hace más de cien año, cuando el Imperio vivía la época más sombría de su historia, bandas de bárbaros francos llegaron hasta aquí, y más al sur, expoliando y arrasando cuanto hallaban a su paso. La pequeña ciudad, delimitada por un débil cerco de la época de Octavio Augusto, fue saqueada. Cuando los bárbaros se retiraron y todo volvió al orden antiguo – aunque ya nada sería como antes en todo Occidente – los ciudadanos fueron presa de una fiebre constructora. Apenas fue necesario que llegasen de Roma los edictos ni que el curador diese las órdenes oportunas. Todo el pueblo se afanó en levantar los muros más altos y anchos posibles.
En el delirio constructor – cuentan los que lo oyeron contar a sus abuelos – todo servía para el reforzamiento de las murallas. Columnas, restos de edificios destruidos, fragmentos de monumentos funerarios, incluso imágenes de dioses, dicen, todo sirvió de relleno para la imponente muralla.
Ésta y muchas otras que por aquellos años se levantaron en tantos lugares de Occidente – la misma de Roma, edificada por Aureliano – son claros ejemplos de que el hombre mancha la tierra con los signos del temor y del odio. Esas murallas fueron levantadas para defenderse de los bárbaros. Los bárbaros, sí, esos hombres a los que, desde hace siglos, se ha perseguido y dado caza en los espesos bosques de Germania en nombre del senado y el pueblo de Roma.
Las murallas, las espadas, las máquinas de guerra: éstas son las obras de los hijos del pecado. Pero cuando vuelva Jesús y haya un nuevo Cielo sobre una nueva Tierra, no serán necesarias las defensas. Porque el hombre se habrá reconciliado con la naturaleza y con los otros hombres, y la Ciudad, rotas las murallas por el sonido de las trompetas que anunciarán la llegada del Salvador, será sustituida por el Reino de Dios, que no tendrá fin.
(De LA CIUDAD Y EL REINO)