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Enseñar a escribir. El artista como crítico. Oscar Wilde. (A.E.P. s.e. 2)

ALTER.- Estoy pensando en apuntarme en una escuela de escritura…

EGO.- ¿Y piensas pensarlo mucho?

ALTER. – Es que no lo tengo claro. ¿Tú crees que se puede enseñar a escribir?

EGO.- Todo se puede enseñar… menos lo que realmente importa.

ALTER.- Vaya, otra brillante paradoja, que espero que desarrolles de forma comprensible.

EGO.- Paradoja aparente que, como todas las del amigo Oscar, encierra una verdad irrefutable. Él la formula así: la educación es una cosa admirable, pero es bueno recordar de vez en cuando que nada que valga la pena saber se puede enseñar. Y yo te pongo estos ejemplos: no se enseña a ser padre, ni a ser amigo, ni amante, ni honrado, ni valiente. Estas cosas no se aprenden por trasmisión de conocimientos o técnicas sino, en todo caso, por contagio. Aunque la verdad es que yo creo que no se aprenden de ninguna manera: se es o no se es.

ALTER.- Bien, ya solo falta que coloques la escritura creativa, la literatura, en alguna de las dos categorías para que podamos concluir si es o no “enseñable”.

EGO.- Alter, procuremos no simplificar las cosas. Para eso ya están los medios de comunicación. Tú pretendes que me pronuncie de buenas a primeras sobre si la literatura es algo que vale la pena o no según el criterio oscariano, y por lo tanto si es “enseñable” o no. Pero yo pienso ir por otro camino. Veamos. Todas las artes requieren un aprendizaje. El dominio de la pintura, la escultura, la danza, la música no se conciben sin un largo proceso de apropiación de las técnicas existentes y desarrollo de las propias, siempre bajo la guía de unos maestros o expertos.

ALTER.- ¿Todas las artes, has dicho?

EGO.- Sí, hay una excepción.

ALTER.- La literatura… ¿Y se puede saber por qué? ¿Por qué esa excepción?

EGO.- Es lo que yo me pregunto. ¿Por qué cualquiera que sabe escribir, en el sentido material y mínimo, se cree capaz de escribir en el sentido artístico simplemente juntando palabras oídas y leídas y aplicando las normas de ortografía y sintaxis más o menos aprendidas en la escuela elemental?

ALTER.- Y por mucho que haya leído… Porque yo no creo que nadie, por el hecho solo de haber oído mucha música, esté capacitado para componer.

EGO.- Por supuesto que no. Pero, bueno…no es exactamente lo mismo.

ALTER.- Ah, ¿no es lo mismo? Entonces, ¿te parece normal que no se requiera ninguna formación técnica para ser escritor y que en cambio sea imprescindible para las otras artes?

EGO.- No sé que quieres decir con eso de “normal”. No se trata de normalizar o igualar todas las artes. Cada una tiene sus características propias. Y la literatura se caracteriza por poder desarrollarse sin necesidad de una formación técnica más o menos estandardizada. Es un hecho que se da… Bueno, en realidad, es un hecho que se ha dado siempre. Y es inútil negarlo o desautorizarlo.

ALTER.- Así que tú crees que las escuelas de escritura no sirven para nada, que no se puede enseñar a escribir,

EGO.- Yo no he dicho semejante cosa. Y no pongas en mi boca palabras que no he pronunciado, esto no es una entrevista periodística… A ver, yo no tengo ninguna experiencia en escuelas de escrituras, ni como enseñante ni como enseñado. Por lo tanto no te puedo decir, no puedo saber de primera mano si sirven o no para algo. Lo que te puedo decir es que casi todos, por no decir todos, los grandes escritores no las han conocido ni las han necesitado para crear sus obras.

ALTER.- Eso no es un argumento en contra. Quizá esos escritores que no las han conocido han tenido que esforzarse y sufrir lo suyo para dominar unas técnicas que, mediante un aprendizaje adecuado en una escuela de esas, hubiesen aprendido más fácil y cómodamente.

EGO. – Tienes razón. Pero, de todos modos, yo creo que la clave de la cuestión está en esa palabra que acabas de pronunciar: técnicas.

ALTER.- Soy todo oídos.

EGO.- Estoy convencido que en una buena escuela de escritura se enseñan técnicas incluso trucos, si quieres, que posibilitan que el alumno domine la expresión escrita con corrección y hasta con elegancia, pero…

ALTER.- Pero hay algo que no se puede enseñar, ¿no? ¿Y se puede saber qué es eso que en literatura no se puede enseñar?

EGO.- En literatura y en cualquier arte, lo que no se puede enseñar es el alma.

ALTER.- Metafísico estás.

EGO.- Una obra de arte, lo mismo que un ser humano, tiene un componente material y un componente espiritual. Y esto no tiene necesariamente que ver con ninguna concepción metafísica ni religiosa: es una manera de nombrar la realidad. Mediante una enseñanza adecuada puede uno aprender las técnicas que le permitan componer una obra, pero si esa obra no posee un alma no será después de todo más que un artefacto peor o mejor ajustado en todas sus partes, nada que merezca el nombre de obra de arte.

ALTER.- Y esa alma ¿dónde se adquiere?

EGO.- No se sabe dónde se adquiere. Pero sí dónde está…

ALTER.- ¿Dónde?

EGO.- Está, cuando está, en la totalidad de la obra. Una obra artística no es el resultado de la suma mecánica de los elementos que la componen. Tiene un alma, que solo se revela cuando se capta esa obra en su totalidad, de una manera, diría, intuitiva. Por eso, la labor de un profesor de escritura, como la de la mayoría de los críticos, es por completo irrelevante a los efectos de enseñar o analizar el verdadero arte. Y es que el alma no se revela en la mesa de operaciones.

ALTER.- Está bien pensado todo eso. Y creo recordar que en nuestra anterior época dijiste lo mismo con parecidas palabras, si no idénticas.

EGO.- ¿Qué quieres decir con eso? ¿Que me repito? Pues has de saber que repetirse es un privilegio de los viejos como yo. Y hacerlo notar, una grosería de los jóvenes como tú.

ALTER.- Bueno, bueno, no te pongas así… Y también recuerdo que dijiste algo de la crítica o de los eruditos profesionales de la literatura.

EGO.- Que esperas que repita literalmente…

ALTER.- No, no… y no seas tan susceptible. No le va bien a un maestro como tú.

EGO.- En eso tienes razón. Pero seguro que recuerdas también qué dije sobre los profesores y los críticos.

ALTER.- Pues no, es decir, solo creo recordar que no estuviste muy amable con ellos.

EGO.- ¿Sí? Es raro, porque suelo ser una persona muy educada…Pero ¿quieres que te diga una cosa? Después de leerlos bastante, te confieso que, salvo alguna rara excepción que ahora mismo no recuerdo, los profesores y críticos profesionales de la literatura no me interesan en absoluto, o sea, que me cargan absolutamente. Y eso que una de mis lecturas preferidas es el ensayo cultural, sobre todo el que trata de literatura.

ALTER.- Y eso, ¿cómo se compagina?

EGO.- Muy fácil. Leyendo solo a los literatos de verdad cuando tratan de sus cosas y de las de sus colegas de cualquier época.

ALTER.- A ver. Si lo entiendo bien, quieres decir que el mejor crítico o experto en literatura es el escritor, el creador.

EGO.- Eso mismo quiero decir.

ALTER.- Entonces la crítica y todos los teóricos de la literatura que no son también creadores no sirven para nada.

EGO.- Tú, como siempre, tergiversando mis palabras. Yo no he dicho que no sirvan para nada. Estoy hablando de mis gustos, de mis preferencias. Mira, prefiero una página de Thomas Mann tratando de Dostoyeski, o una de Pirandello tratando del humor que el mejor de los libros de George Steiner tratando de lo que sea.

ALTER.- Pues es raro…

EGO.- ¿Qué es lo raro?

ALTER.- Es que creo recordar que en cierta ocasión trazaste una distinción muy clara entre el creador, de espíritu sintético, y el crítico, de espíritu analítico. Y dijiste que el creador no sirve para crítico, igual que el crítico no sirve para creador. Incluso recuerdo que, con bastante mala uva, pusiste el ejemplo de Milan Kundera, teórico excelente y, por lo tanto, novelista…

EGO.- Vale, vale. De acuerdo. Te felicito por tu buena memoria. Pues te digo una cosa: que siempre he sido de esa opinión y que la mantengo. Lo que ocurre es que esos creadores que hablan de literatura, de la suya, de la ajena o del arte en general, no suelen hacerlo analíticamente, sino más bien descriptivamente. Te he puesto el ejemplo de Mann y Pirandello y puedo añadir otros, como Gombrowicz en sus diarios, Musil en sus ensayos, Stefan Zweig también en sus ensayos sobre algunos escritores y en cierta conferencia, muy interesante, sobre el misterio de la creación, y poetas como Octavio Paz, Luis Cernuda, T.S. Eliot… Sin olvidar al gran Oscar Wilde.

ALTER.- ¡El gran Oscar Wilde!…Ego, ¿quieres decir que no lo tienes sobrevalorado?

EGO.- No lo creo. Más bien creo que está subvalorado y, entre los admiradores, mal comprendido. Se le ensalza como maestro del ingenio y del humor y apenas se tiene en cuenta el hecho, que Borges destacó suficientemente, de que casi siempre tiene razón. Y conste que yo eliminaría el “casi”.

ALTER.- Pero reconocerás que algunas de sus paradojas no se sostienen.

EGO.- Me gustaría que pusieses un ejemplo… Y aún en el caso de que fuera cierto eso hay que tener en cuenta dos cosas: que a veces se toman como opiniones personales suyas las de algún personaje de sus obras y que el disparate ingenioso siempre es mejor que lo evidente vulgar y adocenado.

ALTER.- Así que Wilde también escribió sobre literatura…Pues yo creía que sólo era autor de obras de teatro y alguna novela.

EGO. – Sí, sobre literatura y el arte en general recuerdo dos obras: La decadencia de la mentira, certera, brillante, deliciosa, y El crítico como artista, no tan inspirada como la anterior, pero que le da cien vueltas a la mayoría de los sesudos ensayos literarios. Por cierto, las dos obras se desarrollan en forma de diálogos entre dos personajes.

ALTER.- ¡Genial! Como nosotros, ¿no?

EGO. – Eso quisiéramos…

(De Alter, Ego y el plan)

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Teilhard de Chardin, la materia divina I

Su mirada fue pura como la de un santo, aguda como la de un genio (M. Crusafont Pairó)  

Como es normal, en la facultad de derecho había una biblioteca. Como es normal, esa biblioteca contaba con libros sobre temas jurídicos, políticos y sociales. Ya no sé si es (o era) tan normal que, además, hubiese un proporción nada despreciable de libros de otras materias, en especial humanísticas (filosofía, literatura), y hasta de ciencia. Sospecho que esta especie de anomalía no se debió al exquisito criterio del organizador competente sino a una causa más pedestre. Y es que el edificio de la facultad se acababa de inaugurar y es posible que no hubiese suficiente materia adecuada para llenar los estantes de la biblioteca, de manera que se recurrió, imagino, a lo que se pudo encontrar aquí y allá. Pues bien, bendita anomalía.

En la biblioteca pasaba yo bastantes ratos. Unas veces, porque no tenía clase a esa hora; otras, porque la clase que tenía era perfectamente superflua (un señor que va explicando lo que con las mismas palabras se explica en el libro que tienes que estudiar). Lo que no solía hacer en la biblioteca, excepto en época de inminentes exámenes, era estudiar textos de derecho, sino que casi siempre mi atención se dirigía a libros sobre literatura y pensamiento.

Guardo un recuerdo muy especial de uno titulado Literatura del siglo XX y cristianismo, de Charles Moeller, sacerdote belga y teólogo de gran prestigio. Parece raro, sí, pero fue un cura quien me puso en conocimiento o me permitió entender mejor a autores como Sartre, Weil, Camus (del que ya había leído cosas), Graham y Julien Green (nada que ver entre sí), Gide, Martin de Gard y otros varios. Y no sólo la literatura. También la ciencia, o mejor dicho, la divulgación científica, fue objeto de mi interés.

Muy interesante era el libro que estaba un poco de moda y que tan gentilmente me ofrecía aquella biblioteca para pasar los ratos de otro modo perdidos por diferentes ámbitos de la facultad, a veces atractivos, no lo niego (césped al sol, bar, clases diversas). El libro tenía por título Tras las huellas de Adán, su autor era Herbert Wendt y, con un estilo muy ameno, trataba de los últimos descubrimientos en materia de zoo-antropología (no sé si me acabo de inventar el término), es decir, de la aparición del hombre en la tierra y de las más recientes hipótesis científicas sobre el fenómeno. No recuerdo cómo, pero fue a raíz de la lectura del libro en cuestión que tuve conocimiento de la existencia de Teilhard de Chardin y de sus teorías. Tampoco recuerdo si lo empecé a leer en un ejemplar existente en la misma biblioteca, o en el libro que me compré poco después (La aparición del hombre, fechado por mi mano el 23 abril de 1960). Está claro que escribir “memorias” cuando todo empieza a desmemorizarse tiene sus problemas.

El caso es que, además del mencionado, conservo tres libros del autor, todos editados por Taurus Ediciones: El fenómeno humano, El medio divino y La visión del pasado. Y en ellos me sumergí durante meses, mientras el mundo vulgar de los estudios legales, los debates estudiantiles, la incertidumbre del futuro personal (¿qué será de mi vida?) y las penas y alegrías del vivir a los veinte años alborotaban a mi alrededor.

In my beginning is my end, dice Eliot. Pues empecemos por lo que parece el principio.

En su aparente insensibilidad, la materia más bruta guarda en su seno el proyecto del fin. La materia no es algo fijo, estático – lo saben muy bien los físicos de hoy –, sino que es esencialmente duración, y evolución. Y evoluciona mediante un proceso continuado de complejización, cosa que resulta evidente si comparamos la estructura de una piedra con la del cerebro humano. Ese proceso alcanza uno de sus puntos críticos con la formación de la vida. Pero también las estructuras de la vida evolucionan, hasta que alcanzan otro punto crítico: la aparición de la conciencia.

La conciencia individual humana no es el final del camino. La complejización continúa, de manera que el proceso de interacción de las conciencias individuales dará origen a una conciencia global, que finalmente accederá – pero ya con todos los misterios desvelados – a la Fuerza que estaba en el principio, oculta en la materia inerte.

Es decir, que en el universo, o por lo menos en el planeta tierra, se mueven tres capas de diversa y creciente complejidad: la Geosfera, el mundo meramente material, único existente antes de la aparición de la vida; la Biosfera, el tejido de los seres vivos que pueblan la tierra, y la Noosfera, compuesta por la capa pensante, que ha tomado el poder en el planeta y que es ahora la encargada de dirigir las siguientes fases de la evolución.

Porque Theilard de Chardin no niega la evolución, simplemente la interpreta de modo muy distinto a como la pensaba Darwin. Y es que todo ese proceso, o progreso, que burdamente he sintetizado, no se produce de una manera puramente mecánica o por casualidad, de modo que hubiera podido no producirse. No, es un proceso necesario y su fin estaba ya en su principio.

La creciente complejización de la materia produce necesariamente la vida; la creciente complejización de la vida produce necesariamente la conciencia, y la creciente complejización, mediante interacción, de las conciencias individuales producirá necesariamente la Conciencia única y total, que se encontrá con el Dios-Hombre (Punto Omega), el cual ya estaba al principio (Punto Alfa), oculto en la materia, e impulsando las distintas fases de la evolución.

La distancia con el darwinismo mecanicista es inmensa. El hombre, la maravilla del cerebro humano, no es resultado casual del proceso evolutivo – hay que tener mucha fe para creer en tanta casualidad, imagino que apostillaría un Chesterton –, es el eje, la flecha de la evolución.

Admitido este proceso – y, salvo quizás en su etapa final, parece que hay que admitirlo -, surge la pregunta. ¿Todo eso sucede porque sí, es decir, por la fuerza propia de la misma naturaleza? ¿O hay algún poder externo que lo ha planeado y lo impulsa todo? La Fuerza, ¿es inmanente o trascendente?

Teilhard, como el católico y jesuita que nunca dejó de ser – aunque a veces se lo pusieran tan difícil –, opta por lo segundo. Es lícito preguntarse si se podría optar por lo primero. 

(CONTINÚA)

(De Los libros de mi vida

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