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El misterio de Ovidio II

augustusSe dice que unos amigos de Ovidio, que lo eran también de Germánico, organizaron en casa del poeta una sesión de adivinación esotérica para averiguar si su candidato sería finalmente el elegido. Alguien dio el soplo. Augusto, encolerizado por lo que consideró una conspiración, un atentado contra su poder absoluto, decidió cortar por lo sano. Pero ¿qué hacer? Si castigaba a los principales culpables, descubriendo el auténtico motivo del castigo, pondría de manifiesto la existencia de una importante oposición a sus designios, con el peligro de que, al airearse, esta se propagase como el fuego. Ovidio le dio la solución. Quiero decir que la presencia del poeta en el escenario del “delito” le sirvió para diseñar un plan de castigo realmente astuto.

Para él, el odiado poeta, cantor de amores libidinosos y denostador de hecho de su programa de regeneración moral, merecía la pena, cualquiera que hubiese sido su participación en el acto subversivo. Los otros también, por supuesto. Pero en este caso, más efectivo que un castigo, que podía sacar a la luz pública el motivo verdadero, cosa que Augusto temía por encima de todo, sería el escarmiento en cabeza ajena. En adelante sabrían muy bien a qué atenerse y además no podrían hablar ni una palabra del asunto sin de alguna manera inculparse. Oficiosamente se castigaba a Ovidio por la inmoralidad de sus poemas. Nadie tenía que buscar otra razón. No sabemos si la cosa coló o no entre la sociedad romana. Porque estaba el detalle, ciertamente extraño, de que aquellos poemas “inmorales” llevaban por lo menos ocho años circulando por salones y bibliotecas sin que nadie hubiese molestado para nada al célebre y admirado autor.

Tampoco el poeta castigado tenía opción alguna a la defensa, no ya jurídica, que era de hecho imposible, sino moral. Él mismo da entender en algún punto de su obra del exilio que, si revelase la realidad del error, Augusto se sentiría aún más ofendido. Así que, visto lo que se daba, se comprende muy bien el silencio del poeta.

La hipótesis que acabo de exponer no me ha venido de la nada. Está basada en una idea de Carcopino. Creo que es la más lógica y comprensible de cuantas he tenido noticia, incluyendo las que apuntan a supuestas relaciones con Julia, la hija disoluta de Augusto, o al conocimiento casual por parte del poeta de alguna intimidad inconfesable del César o de su esposa Livia, que son las más extendidas. También hay alguna un poco – o un mucho – extravagante, de esas que parecen lanzadas para llamar la atención sobre la persona del lanzador. La que, entre todas éstas, se lleva la palma es la formulada por J.J. Hartmann en 1923.

Según este erudito, el exilio de Ovidio nunca existió. Es pura ficción, que el poeta tramó para proporcionarse el tema de sus últimas obras (Tristes, Pónticas y Contra Ibis). O sea, que no hubo rayo jupiterino ni destierro al fin del mundo; que Ovidio seguía tan ricamente en su villa romana mientras imaginaba que se moría de frío y de terror en un inhóspito lugar de la costa del mar Negro. Es una lástima que el tal Hartmann fuese prácticamente contemporáneo de Oscar Wilde, porque, de no ser así, quizá nos hubiese regalado también la ingeniosa teoría de que la condena y la prisión de Wilde nunca existieron, de que fue todo pura ficción para justificar sus obras De profundis y Balada de la cárcel de Reading. Aunque también podría ser que el inexistente fuese el tal Hartmann, es decir, que este investigador hubiese sido imaginado en 1985 por el también investigador Fitton Brown para dar éste mayor autoridad a su propia teoría sobre la inexistencia del exilio ovidiano… Pero no sigamos por este camino y dejemos en paz a los eruditos con sus inocentes fantasías y querellas.

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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El misterio de Ovidio I

Corría el año 8 de nuestra era. Publio Ovidio Nasón tenía cincuenta; era un hombre feliz. Muy feliz. La fama le señalaba como el gran poeta de moda. Todos los salones estaban abiertos para él. Amaba a su tercera esposa y era fielmente correspondido. Cultivaba encantado las notables capacidades intelectuales de la hija que le diera su anterior esposa. Acababa de coronar su gran Metamorfosis y ya iba a someterla al juicio de su selecto círculo habitual, antes de publicarla. Fue en ese momento cuando le alcanzó el rayo de Júpiter, la orden de relegatio (destierro sin pérdida de bienes ni de ciudadanía) dictada por Augusto, que le obligaba a salir de Roma y a residir en Tomis, a orillas del mar Negro. ¿Por qué?

El intento de responder a esta pregunta ha generado ríos de tinta, que diría un escritor poco imaginativo, como quizá es el caso. Numerosos estudiosos de todas las latitudes han empleado tiempo, esfuerzo y a veces fantasía en el empeño de descifrar el enigma. Todo inútil. Y es que parece que la respuesta exacta se quedará oculta en una de tantas nubes oscuras e impenetrables que adornan el cielo de la historia, hasta que quizá, algún día, venga un poeta para alzarnos el telón de la escena verdadera. Algo así intentó Vintila Horia con su novela Dios ha nacido en el exilio, pero se quedó en un bello intento, anacrónicamente edulcorado con propaganda cristiana, por cierto.

No hay ningún documento o testimonio de la época que arroje un poco de luz sobre el asunto. Sólo las palabras que el propio Ovidio va dejando aquí y allá en su obra posterior al destierro, y que no aclaran lo fundamental. Las causas de su desgracia, nos dice en repetidas ocasiones, fueron carmen et error. Carmen es el poema, es decir, la obra poética licenciosa que le atrajo las iras de Augusto. Es verdad que, con solo esto, ya tenía el poeta preparada su sentencia. Pero faltaba la rúbrica. Y la rúbrica fue aquel hecho misterioso, quiero decir, desconocido tal vez para siempre, que el propio afectado designa con el nombre de error. Las hipótesis son variadas y, algunas, hasta disparatadas. Y dado que también tengo yo derecho a decir la mía e incluso a disparatar, ahí va mi propuesta.

Es evidente que el error debió de consistir en algo muy grave para que mereciese un castigo tan severo. Pero ¿de qué naturaleza? Respuesta fácil: política. Y es que, para un autócrata, lo único que reviste auténtica gravedad es lo que se relaciona con sus prerrogativas y su permanencia en el poder. Y adelantándome a ciertas objeciones que se me podrían oponer, he de recordar que Augusto no era un Nerón o un Calígula, para quienes la maldad no iba sólo asociada al mantenimiento del poder sino que era además expresión de unas mentes débiles y desequilibradas. Por el contrario, Augusto era un dechado de fortaleza y de equilibrio, así que, repito, lo único realmente grave para él era lo que podía atentar contra su poder. Pero esto nos lleva a una conclusión sorprendente: que Ovidio, el suave y risueño vate de las penas y alegrías del amor, el artista delicado y visceralmente apolítico, conspiraba contra el César. Más que sorprendente, es increíble.

Por aquellos años tenía lugar una sorda lucha en los aledaños del poder – frase manida, pero que se ajusta perfectamente al caso. Augusto no contaba con un sucesor claro. No tenía hijos varones propios, y tampoco existía en Roma ley o tradición alguna que impusiese una sucesión familiar. Los candidatos naturales eran dos: Germánico, de la familia Julia, casado con una nieta de Augusto y que se había de revelar como uno de los mayores genios militares de la historia romana (y padre de Calígula) y Tiberio, de la familia Claudia, hijo del anterior matrimonio de la esposa de Augusto, Livia. Naturalmente, la influencia de la esposa pesaba mucho, así que Tiberio se hallaba en mejor posición que el oponente. Tanto que parece que Augusto ya lo tenía designado in mente. Pero los del círculo de Germánico no perdían la esperanza. (continuará)

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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