Archivo mensual: junio 2018

JULIO CORTÁZAR. La alegría de escribir II

Julio Cortázar nació en Bruselas, Bélgica, en 1914. El padre, de ancestros vascos, era en aquel momento técnico comercial de la legación argentina; la madre, que ejercería pequeños empleos en la administración pública, también argentina, procedía de familias francesa y alemana. A ambos, y al recién nacido, los sorprendió en Bélgica el estallido de la guerra europea.

Hasta los casi cuatro años de Julio no pudieron regresar a su país. Se establecieron en Bánfield, población próxima a Buenos Aires luego integrada en la capital, en una casa con un gran jardín lleno de gatos, perros, tortugas y cotorras. Un paraíso que, si bien le proporcionó algunos motivos y detalles para sus futuros cuentos, fue también el escenario de ciertas angustias del niño sensible, enamoradizo y fantasioso, al que el padre abandonó (como a toda la familia) cuando contaba seis años.

La lectura fue, quizá, el principal de los consuelos. Y la escritura, pues él mismo confiesa que a los nueve años escribió una novela romántica y en exceso sentimental. Y sin embargo el autor preferido de sus años infantiles fue Allan Poe; una preferencia que nunca le abandonaría y que, además de influirle en muchos aspectos, fructificaría en unas traducciones excelentes al español muchos años después.

Cursa estudios en la Escuela Normal y en 1932 obtiene el título de maestro. Tres años después se gradúa como Profesor Normal en Letras e ingresa en la Facultad de Filosofía y Letras. Pero las penurias económicas de la familia le mueven a abandonar la carrera y dedicarse de pleno a la tarea de profesor en un colegio nacional.

Lee mucho. A los 19 años la lectura de Opio, de Cocteau, le descubre el surrealismo y muchas cosas más y le confirma en su propia vía literaria. En 1938 publica su primera colección de poemas, bajo el seudónimo de Julio Denis. En el 39 enseña en la Escuela Normal de Chivilcoy y en el 41 se traslada a Cuyo, donde da clases de literatura francesa en la universidad. Contrario a Perón, cuando éste gana las elecciones renuncia al puesto y vuelve a Buenos Aires, donde trabaja una temporada en la Cámara del Libro.

En 1946 (a los 32 años) publica el primer cuento propiamente cortazariano, Casa tomada, que pocos años después incluye en la primera colección de relatos: Bestiario (1951).

Tras obtener el título de traductor oficial de francés e inglés, consigue una beca de estudios del gobierno francés y se traslada a París con la intención de establecerse allí de manera permanente. En adelante, su principal actividad profesional, aparte la literaria, será la de traductor en la UNESCO. Pero, aunque tuvo la oportunidad, nunca quiso estar ligado por un contrato fijo. Quizá demasiado para un cronopio. 

En 1953 se casa con Aurora Bernárdez, también traductora y también colaboradora de la UNESCO, con quien vivió en París y viajó a Italia y a la India. Fue una pareja muy unida, además de por el amor, por similares intereses intelectuales, no obstante el distanciamiento y posterior separación a finales de la década de los 60, a lo que contribuyó sin duda la distinta impresión que causó en ellos el viaje que realizaron a Cuba a principios de la década. Pero, a pesar de las dos posteriores relaciones de Cortázar, la comunicación y el entendimiento intelectual y afectivo entre ambos no desapareció nunca. Aurora le acompañó en los últimos días y fue su heredera y albacea literaria. Murió en 2014.

A lo largo de las décadas de 1950-70, mientras se publicaban colecciones de cuentos que iban consolidando el oficio y el prestigio del escritor (Bestiario, en 1951; Final del juego, en 1956; Las armas secretas, en 1959, que incluye El perseguidor, hito esencial en su evolución artística y germen de Rayuela; la misma novela Rayuela, en 1963; La vuelta al día en ochenta mundos, etc.) proseguiría y culminaría la evolución de sus intereses artístico-intelectuales tal como él mismo la resumió (cito entre paréntesis alguna obra que me parece representativa de cada fase): La fase estética, juvenil, atenta a las formas y a la vestidura literaria por encima de todo (Casa tomada); la fase metafísica, atenta a los grandes e íntimos enigmas de la existencia (El perseguidor), y la fase histórica, en la que muestra sobre todo su preocupación por las condiciones de vida a que es reducida gran parte de la humanidad  (El Libro de Manuel).

En efecto, a partir del viaje que realizó a Cuba en 1961 apoyó públicamente la revolución cubana, si bien las relaciones con Fidel Castro se enfriarían notablemente con ocasión del caso Padilla (poeta cubano represaliado bajo la acusación de contrarrevolucionario); participó como jurado en el Tribunal Bertrand Russell (sin fuerza ejecutiva) sobre crímenes cometidos por los Estados contra la humanidad, y apoyó la revolución sandinista de Nicaragua, donde hizo amistad con el poeta, sacerdote y revolucionario Ernesto Cardenal. 

Julio Cortázar murió en París en 1984, víctima de la leucemia. A los setenta años. Prematuramente, como siempre ocurre con los grandes artistas.

Y él fue uno de los grandes, con una cualidades magnéticas que pocos han poseído. ¿Qué hace tan atractiva su lectura, aunque luego, en algunos casos – que no en éste – pueda tacharse su obra de insustancial, de pretenciosa?

Creo que el secreto de la magia de su escritura reside en el espíritu que la alienta, un espíritu juvenil, infantil incluso, humorístico, juguetón, libre e inspirado como la música de jazz que adoraba.

Creo que, a pesar de que en algunos casos Cortázar descienda a sacudir lo más trágico y misterioso de la condición humana, hay siempre en él una fuerza primordial liberadora, redentora, que recorre y anima toda su escritura: la alegría.

La alegría de descubrir y nombrar los mundos, jugando con las palabras como el travieso cronopio que era.

La alegría de escribir.

                     

                                                                                                                                                                                                                                        

                                                FIN     

                                                 de           

LOS LIBROS DE MI VIDA. LISTA B

Deja un comentario

Archivado bajo Opus meum

ALBERT CAMUS. Un verano invencible I

Recibe el nombre de existencialismo la línea de pensamiento filosófico que floreció en los años 40 y 50 del siglo pasado, si bien con ilustres precursores. Lo curioso del existencialismo es que algunos autores de los considerados sus más claros representantes no se identifican como existencialistas.

Para empezar, los precursores, como Kierkegaard y Unamuno. Pero esto es normal, porque por entonces ni siquiera se había acuñado el término. Tampoco Gabriel Marcel se consideraba existencialista. Y ni siquiera Albert Camus. Y esto sí que es llamativo, porque resulta que a Camus, junto con Sartre, se le tiene como el más alto representante de la literatura y la filosofía existencialista.

Pero antes de abordar el personaje estaría bien recordar qué era (o es), qué significaba (o significa) el existencialismo. Para unos fue solo una moda pasajera; para otros, una revolución del pensamiento de calibre kantiano, quiero decir, de esas que cambian el foco del pensar y dejan al que no se suma completamente descolocado y como fuera de su propio tiempo.

Comoquiera que no soy de los que se apuntan sin más a los unos o a los otros (a riesgo de que me tilden de equidistante o de relativista, cosas al parecer muy feas) he de reconocer que ambas posturas tienen razón.

Que el existencialismo fue una moda es evidente. Una moda que no solo afectó a la filosofía y a la literatura sino también a la música (en especial la canción), al cine, a la indumentaria y a la manera de vivir. Basta recordar los nombres de Édith Piaf y Juliette Gréco y los jerseys de cuello alto doblado y las cavas jazzísticas y humeantes de París.

Como filosofía, lo que no se puede decir es que el existencialismo constituya un sistema de pensamiento cerrado y coherente (cosa que, por otra parte, parece imposible después de Nietzsche). Más bien cabría calificarlo como un cambio de enfoque.

Tradicionalmente, la filosofía intentaba la explicación del mundo, en el que iba incluido el hombre. A finales del siglo XVIII,  Kant nos explicó que, además de incluirlo, el mundo está dentro del ser humano, porque resulta que la realidad externa la configuran las facultades de percepción del individuo.

La novedad del existencialismo es que, de hecho, niega al mundo como naturaleza determinante. Lo único que existe, afirma, es el individuo. Lo único que a cada cual importa y, por lo tanto, lo único que debe importar a la filosofía, viene a decir, es el hombre concreto, el individuo de carne y hueso que vive, goza, sufre y sabe que ha de morir. Lo único que de verdad conocemos es la experiencia de la vida, nuestra existencia concreta.

Además, esa existencia no procede de una esencia previa, sino que la precede. El ser humano se crea a sí mismo desde su libertad. En palabras un poco incomprensibles para mí, Sartre sitúa así la cuestión:

No hay naturaleza porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no solo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere y como se concibe desde la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo.

La existencia del individuo precede a la esencia. 

Camus comparte esta idea. No hay Dios ni orden alguno coherente creador o responsable del ser humano. Éste tiene que hacerse por sí mismo con lo único que posee: la libertad, la facultad terrible de decidir, de elegir el camino que ha de seguir. Y en este camino, enseguida se le muestran tres evidencias insoslayables.

La muerte. Si todo, absolutamente todo, acaba en una muerte absurda (y Camus no podía conocer el punto final de su biografía), ¿que valor tiene la vida? Consideración que lleva a la siguiente evidencia.

El suicidio. Y es que Camus piensa que la cuestión del suicido habría de ser el fundamento de toda la filosofía: establecer si vale la pena o no vivir esta vida y obrar en consecuencia. Una vida, la humana, que no puede soslayar lo absurdo de su realidad.

Lo absurdo es el acorde fundamental de la vivencia humana. Pero no es que el mundo sea en sí mismo absurdo, pues la naturaleza no es absurda; es lo que es y no hay criterio que nos permita corregirla. Tampoco está lo absurdo en el ser humano en sí, que no es más que uno de tantos seres vivos que pueblan la tierra, aunque con una característica especial.

Lo absurdo nace y se manifiesta en el choque entre el irreprimible deseo humano de hallarle una razón, un sentido a la existencia (característica que no poseen los otros animales), y la indiferencia total de la naturaleza ante esta (¿estúpida?) exigencia. Es decir, el mundo es irracional, pero el hombre se siente impelido a buscar un sentido, y ve que no puede hallarlo fuera de sí. En esta contradicción consiste el absurdo camusiano. 

La preocupación por el sentimiento de lo absurdo y su posible superación recorre la obra de Camus, principalmente relatos, teatro y ensayo, compartiéndola, en especial en el ensayo y en los artículos periodísticos, con la preocupación por las cuestiones sociales y políticas.

Es en el ensayo filosófico El mito de Sísifo (1942) donde Camús plantea nítidamente el tema del absurdo. Sísifo, personaje de la mitología griega, es castigado por los dioses a acarrear un piedra enorme hasta lo alto de un montículo; llegado a la cima, la piedra regresa rodando al punto de partida, y Sísifo regresa también para cargar de nuevo con la piedra cuesta arriba, en una operación que se repite eternamente. Es sobre todo en los viajes de regreso, cuando Sísifo se da cuenta plena de lo absurdo de su condición (como el obrero, condenado a perpetuidad a realizar trabajos maquinales y que solo en ciertos momentos es consciente de lo absurdo de su destino). Sísifo no puede escapar. ¿Qué hacer?

Responder con dignidad, es decir, con rebeldía. El hombre del absurdo no está atado por una esperanza del porvenir o de una eternidad feliz, como lo estaba el antiguo. Es consciente de su destino. Pero no hay destino que no se venza con el desprecio. Y concluye:

Il faut imaginer Sisyphe hereux  (Hay que imaginar a Sísifo feliz).

(CONTINÚA)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

2 comentarios

Archivado bajo Opus meum

ALBERT CAMUS. Un verano invencible II

En el ensayo El hombre en rebeldía (L’Homme révolté), publicado en 1951, Camus da un salto desde el absurdo hasta el umbral de un significado. A diferencia de la revolución, que pretende cambiar el sistema y los individuos a costa del sacrificio del propio ser humano, la rebeldía consiste en el rechazo de lo que atenta contra lo más íntimo de la humanidad, para preservar el núcleo de lo que somos. La dignidad. Y en esta actitud, que es un no pero también un sí, el filósofo existencialista (quizá entonces tenga razón en no considerarse como tal) vislumbra la sombra de una trascendencia. Si, en su rebeldía, el hombre acepta morir, afirma, es prueba de que “se sacrifica en beneficio de un bien del que juzga que rebasa su propio destino”. En todo caso, concluye, hay que salvar al hombre a través del amor y la razón.

Este aroma de trascendencia y las actitudes encontradas acerca del compromiso social (comunismo o no), determinaron el famoso enfrentamiento con Sartre. 

Albert Camus nace en 1913 en Mondovi, Argelia francesa. Al año siguiente muere el padre, trabajador de origen alsaciano, a consecuencia de las heridas sufridas en una de las primeras batallas de la guerra europea. La madre, de origen menorquín, tiene que sostener la familia (dos hijos) en condiciones de extrema pobreza: trabaja realizando tareas domésticas en domicilios. Viven en una casa pobre de un barrio pobre de Argel.

En estas condiciones, el niño Albert acaba tan brillantemente los estudios primarios que su maestro, Louis Germaine, le consigue una beca para estudiar el bachillerato. Muchos años después, en su discurso de aceptación del Premio Nobel, el premiado había de recordar a su antiguo maestro y agradecerle el gesto y las sabias enseñanzas recibidas.

Además de por los estudios, el joven Camus muestra entusiasmo por el deporte, en especial por el fútbol, y llega a jugar de portero en Racing Universitario de Argel. Pero el primer brote de la enfermedad que le tendría amenazado durante toda la vida (tuberculosis) trunca sus aspiraciones deportivas.

Cursa estudios superiores y se matricula en la facultad de filosofía de Argel. En 1933 se casa (el matrimonio dura un año) y empieza a realizar ocasionalmente trabajos administrativos para subsistir. En el 34 se afilia al partido comunista; en el 35 se da de baja del partido tras comprobar que los ideales más altos pueden ser objeto de trapicheos políticos. Participa en representaciones teatrales con la compañía Ràdio-Alger. En 1936 se licencia en estudios superiores con un trabajo sobre Relaciones entre helenismo y cristianismo a través de las obras de Plotino y San Agustín.

Periodista en Alger Républicain, en 1937 publica el ensayo El revés y el derecho. Y en 1939 Bodas (Noces), conjunto de breves artículos sobre lugares y viajes en los que manifiesta su sintonía con el misterio de la naturaleza y del corazón humano, ajeno a cualquier abstracción o ideología – Au milieu de l’hiver, j’apprenais enfin qu’il y avait en moi un été invincible, escribe.

En 1940 se traslada a París, donde trabaja en Paris-Soir. La ocupación alemana fuerza el traslado de la publicación fuera de la capital. En diciembre se casa con Francine Faure, matemática y pianista, con la que tendrá dos hijos y mantendrá una buena relación hasta el final, no obstante las infidelidades de él, en especial con la que se considera que fue su gran amor, Maria Casarès, famosa actriz del teatro francés, de origen español (hija de un ministro de la Segunda República).

En 1942, mientras colabora con la Resistencia, se publican el ensayo y la novela que cimentan su prestigio de pensador y literato: El mito de Sísifo y El extranjero, novela ésta que constituye un retrato impresionante del individuo ajeno al mundo y a sí mismo, hasta su repentino despertar ante el absurdo definitivo.

En el 43 pasa a dirigir la revista clandestina Combat, que abandona tras la liberación al cambiar la publicación su línea de izquierda independiente. Por entonces llegan sus dos grandes éxitos teatrales, EL Malentendido y Calígula, estrenada ésta en 1945 con un magnífico Gérard Philipe de veintidós años como protagonista.

En la novela La peste (1947), ambientada en una Orán amenazada por la epidemia, ofrece una parábola trasparente sobre la lucha cotidiana contra el mal que atenaza a la humanidad, y que no cuenta con más recompensa que la misma dignidad del esfuerzo y de la rebeldía.

El sentido de esta rebeldía, y su absoluta necesidad para una humanidad carente de valores y consuelos metafísicos, constituye el contenido del ensayo El hombre en rebeldía (L’Homme révolté), obra que recibió duros ataques de la izquierda marxista y culminó la ruptura entre Camus y Sartre, durante un tiempo aparentes compañeros de viaje.

No hace falta decir que la actitud, el talante, más que humanitario, humano, de Camus no encajaba en una sociedad bipolar como aquella – y como otras muchas -, dividida por un telón de acero físico y mental entre “los nuestros” y “los otros”, “los buenos” y “los malos”.

Su misma postura sobre la cuestión de Argelia, agitada entonces por el independentismo árabe y por la violenta respuesta de la metrópoli y de un sector de los colonos franceses, le valió las acusaciones de traición de unos y otros. Él soñaba con una conciliación entre la patria argelina a la que debía el calor de la tierra y del verano eterno que llevaba dentro y la patria francesa de la lengua y la cultura. No pudo ser. Y es que los espíritus conciliadores suelen tener sueños imposibles.

El 10 de diciembre de 1957 Albert Camus leyó el discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura. Dos años y un mes después, a los 46 de edad, y en el clímax de su carrera literaria y humana, moría en accidente automovilístico. 

¿Absurdo?

No hay respuesta. La naturaleza no habla, y los dioses parece que no existen.

Lo extraño es que, en lo más duro del invierno de la vida, el ser humano pueda sentir que en su interior habita un verano invencible.

Je continue à croire que ce monde n’a pas de sens supérieur. Mais je sais que quelque chose en lui a du sens et c’est l’homme, parce qu’il est le seul être à exiger d’en avoir.

(Sigo creyendo que este mundo no tiene un sentido superior. Pero sé que algo en él tiene sentido y es el hombre, porque es el único ser que exige que lo tenga.)

(De Los libros de mi vida. Lista B

  

1 comentario

Archivado bajo Opus meum