Pero no hay duda de que tendría su prestigio, pues fue propuesto y designado diputado de la Asamblea Nacional de Bolonia, ingenuo intento liberal que fue al momento abortado por la bota austriaca.
En 1831 se publican en Florencia los primeros Cantos, que reafirmarán y extenderán
En 1833 viaja con Ranieri a Nápoles, y desde entonces reside en casa del amigo. En el 34 se publica la segunda edición de los Diálogos. En el 36 escribe La ginestra o il fiore del deserto (La retama o la flor del desierto), que será su último poema.
Pero no es que haya decidido abandonar la poesía: es la vida la que ha decidido abandonar al poeta, siempre de salud débil y que nunca se ha hecho ilusiones sobre el valor de la existencia humana, al igual que la humilde flor del desierto que, “más sabia y mucho menos enferma que el hombre, nunca has creído que tus frágiles descendientes por el hado o por ti misma hayan de ser inmortales”.
El tema se lo había inspirado la visión de la retama que crece en la ladera del Vesubio y que podía contemplar desde Torre del Greco, donde se había trasladado con Ranieri y la hermana de éste huyendo del cólera que se había declarado en Nápoles.
Leopardi nos dejó una obra de rara coherencia. Los temas y la intención de su poesía son en parte los mismos que los de sus obras de pensamiento. Hay cantos dedicados a la patria, nostalgias de tiempos pasados y anhelo de un futuro luminoso (All’Italia, Sopra il monumento di Dante…); a la naturaleza (Alla Primavera, Alla Luna…); autobiográficos (A Silvia, Le Ricordanze…); amorosos (Il primo amore, Aspasia…), y los directamente filosóficos, desde una perspectiva existencial (Amore e Morte, A se stesso, La Ginestra, Canto notturno di un pastore errante dell’Asia…).
El amor, siempre como sentimiento a la vez dulcísimo y torturador, y ajeno a toda posibilidad de realización; los recuerdos de impresiones pasadas, la nostalgia; el tedio, nacido de la intuición de que todos los mundos visibles e invisibles no satisfacen los más profundos anhelos humanos; la nada infinita, descubierta por el tedio; la vanidad, que hace creer al ser humano que es alguien o que será algo, cuando en realidad se halla perdido, ignorado por una Naturaleza que seguirá moviéndose impertérrita cuando la ilusa humanidad haya desparecido. Estos son los temas de la poesía leopardiana.
Es cierto que, así enumerados, pueden producir la impresión de que estamos ante una obra oscura, deprimente. Pero no es menos cierto que la virtud catártica del arte suele producir – y en Leopardi produce sobradamente – la impresión contraria, es decir, la de una especie de augusta serenidad y aceptación. Esto es lo que sin duda advierte Unamuno cuando observa que el pesimismo de Leopardi es algo positivo, que se trata de un “pesimismo trascendente y poético, de un pesimismo creador”.
Como pensador, Leopardi no ha sido tan universalmente apreciado. Papini, por ejemplo, afirma que era “un grandísimo poeta, un artista excelente, pero un razonador mediocre”. Por supuesto que hay que tener en cuenta que el que así opina es un pensador convertido al catolicismo. Pero de todos modos algo hay de cierto en sus palabras. Y es que el pensamiento leopardiano no consiste en un sistema
Quizá el que mejor definió la virtud de la poesía leopardiana en el sentido de las palabras antes citadas de Unamuno fue el crítico e historiador de la literatura Francesco De Sanctis:
Leopardi produce el efecto contrario del que se propone. No cree en el progreso y te lo hace desear, no cree en la libertad y te la hace amar. Llama ilusiones al amor, la gloria y la virtud y enciende en tu pecho un deseo incontenible…
De Sanctis, por cierto, fue el primer escritor italiano que se interesó por Schopenhauer y, como no podía ser de otra manera, enseguida estableció una conexión entre el filósofo alemán y el poeta de Recanati, que desarrolló en el ensayo en forma de diálogo Schopenhauer y Leopardi, publicado de 1858.
Y es que el parentesco intelectual entre pensador y poeta es evidente. Solo hay que recordar estos versos
…il brutto
poter che, ascoso, a comun danno impera,
e l’infinita vanità del tutto
y pensar que todo el empeño del filósofo consistió precisamente en desenmascarar y dar nombre a ese horrible poder que, oculto, para común daño impera.