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NATALIA GINZBURG. La familia, los monstruos y el tiempo I

natalia gMi padre, siempre que oía de uno de nosotros que estaba decidido a casarse, montaba en una cólera espantosa, cualquiera que fuese la persona elegida. Siempre encontraba un pretexto. O bien decía que la persona elegida era de poca salud, o que no tenía dinero, o que tenía demasiado, y en todos los casos mi padre nos prohibía que nos casásemos. Sin conseguir nada. Porque todos igualmente nos casábamos.

Cinco hijos: Gino, Paola, Mario, Alberto, Natalia. Es la pequeña, Natalia, la que, muchos años después, describe la anatomía y fisiología de la familia en su Léxico familiar, relato verídico que, según la misma autora, debe leerse como una novela.

Solo el párrafo transcrito puede dar una idea del tono de la escritura. Un humor fino, casi invisible; un amor contenido, casi soterrado, por todos y cada uno de los miembros de la familia; una discreción absoluta por parte de la autora, quien, siendo parte de la misma familia, apenas se muestra más que como sujeto narrador, sin destacar del conjunto de los personajes, hasta superada la mitad del relato.

El relato tiene varios centros. Uno de ellos es el padre – primero omnipresente, luego diluyéndose en el tiempo -, Giuseppe Levi, científico relevante, hombre autoritario y enérgico, sujeto a manías fácilmente ridiculizables – ya se sabe que las manías son las costumbres de los otros – , cuya autoridad y energía suele írsele por los gestos y la voz atronadora, sin alcanzar el presunto objetivo, al menos en el ámbito familiar.

La madre, Lidia Tanzi, educada en ambiente culto y progresista – su padre era amigo de Turati, uno de los fundadores del partido socialista italiano -, lee a Proust, estudia ruso y practica el piano, además de lidiar con ejemplar templanza con los cinco hijos y el en apariencia prepotente marido.

El escenario es Italia entre los años veinte y cincuenta del pasado siglo, centrado sobre todo en las dos décadas largas de dictadura del fascismo mussoliniano. Hacia la mitad del texto leemos

el fascismo no tenía el aspecto de acabar pronto. Más bien parecía que no iba a acabar nunca,

palabras que provocan claras resonancias en la memoria del lector español de cierta edad.

A los hijos – los hermanos de la narradora – se les describe mediante breves trazos, en especial apuntado sus relaciones mutuas y los giros, a menudo sorprendentes, que van tomando las vidas respectivas. Sorprendentes sobre todo para el padre, quien no cesa de proclamar que no espera nada bueno o grande de ellos. El caso más destacado es el de Mario, meticuloso, reservado, esteticista, siempre enfrentado con su hermano Alberto, desde las peleas terribles de la infancia.

Pero un buen día, llega a los padres la noticia: Mario ha sido sorprendido por la policía en la frontera Suiza transportando en el coche gran cantidad de propaganda antifascista, pero se ha salvado saltando al río y nadando, vestido, hasta la orilla suiza.

La noticia causa sensación y preocupación en la familia. Sobre todo en el padre, que no puede ocultar su sorpresa, y su orgullo, por la actuación del hijo. Y es que tanto el padre, judío y liberal, como la madre, de tradición ilustrada y progresista, aunque antifascistas, nunca se han comprometido activamente.

Pero las consecuencias del hecho no se hacen esperar. El padre y Alberto son detenidos y pasan una breve temporada en la cárcel. No se habla de duros interrogatorios ni de torturas. Estamos todavía en la era de los monstruos menores.

Y el relato sigue avanzando por los eventos de la vida familiar y los sobresaltos propios de la situación política.

Entre los primeros, la boda de la hermana Paola con Adriano Olivetti y el ingreso del hermano ingeniero Gino en la potente empresa del cuñado. Entre los segundos, la huída del célebre Turati, oculto en casa de los Levi, que el mismo Adriano organiza.

Y es por entonces, al tiempo que la narradora cobra cierto protagonismo, cuando aparece Leone Ginzburg, joven sabio de origen ruso, profesor de literatura eslava y comprometido hasta las cejas en la lucha antifascista. Durante una de sus estancias en la cárcel (junto con uno de los hermanos Levi) se escribe con Natalia. A continuación, la narradora, o sea Natalia, lo presenta como partícipe junto con otros ex alumnos del Instituto D’Azeglio, Pavese entre ellos, en la creación de la que sería la famosa editorial Einaudi, nombre que no se menciona.

La objetividad y pretendida frialdad de la autora, narradora y narrada llega al extremo de lo siguiente: después de dedicar una página a levantar acta (podría decirse), de una manera neutra, de las características de la persona llamada Leone, empieza el siguiente párrafo: Ci sposiamo, Leone ed io.

Se casan, sí, con la previsible e inútil oposición del padre (quien, por cierto, conoce y admira a Leone). No tiene una posición segura, alega. Por supuesto que no: en cualquier momento puede volver a la cárcel, reconoce la narradora y ya esposa.

Pero al cabo de poco tiempo lo que toca es el confinamiento o destierro. Casi tres años en un pueblecito de los Abruzos, con toda la familia – Natalia ya tiene dos hijos y da a luz a un tercero. Con el cambo de la situación política (no de la militar), Leone se decide a abandonar el destierro, y reanuda en Roma la actividad clandestina. Poco después se le une la familia. Conviven pocas semanas:

lo detuvieron veinte días después de nuestra llegada, no lo volví a ver más.

Y prosigue el relato. Acabada la guerra con la derrota definitiva de los monstruos mayores, se abre un período extraño, lleno de esperanzas y de incertidumbre.

Era la posguerra un tiempo en el que todos creían ser poetas, todos creían ser políticos […] Pero ocurrió que la realidad se reveló compleja y secreta, indescifrable y oscura, no menos que el mundo de los sueños

En las últimas páginas vemos cómo se va adaptando la vida a la nueva normalidad: otras amistades, nuevo matrimonio de la narradora, intentos de ésta de participar activamente en la política. Y termina el relato con una breve conversación entre padre y madre en la que recuerdan detalles, en apariencia banales, de la vida familiar y de sus extensiones. Es decir, de la vida.

Natalia Ginzburg escribió varias novelas, ensayos y obras de teatro, pero creo que es en Léxico familiar (1963) – junto  con los breves ensayos íntimos que constituyen Las pequeñas virtudes (1962) -, donde mejor se puede captar la rara peculiaridad de su estilo: una escritura concisa, exacta, austera, neutra en apariencia, y con toda la carga poética que lleva en sí la contemplación distanciada – estoica – del devenir humano.

(CONTINÚA)

(De ESCRITORAS)   

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NATALIA GINZBURG. La familia, los monstruos y el tiempo II

Natalia Levi (más tarde, Ginzburg) nació en Palermo en 1916. El padre, Giuseppe, natural de Trieste y perteneciente a una familia judía ilustre e ilustrada, era un biólogo especializado en histología, que habría de alcanzar fama y prestigio por su labor y por haber sido maestro de tres premios Nobel. Cuando nació Natalia, ejercía como profesor contratado en Palermo. La madre, Lidia Tanzi, era cristiana, de educación católica y ambiente burgués y progresista. En 1919 la familia se trasladó a Turín donde había de transcurrir toda la infancia y adolescencia de los hijos.

Natalia era la más pequeña de cinco hermanos, condición que la mantenía siempre en la posición de espectadora más que en la de actora: dice que, cuando todos hablaban, ella nunca tenía ocasión de intervenir, e insinúa que esto, entre cosas, la impulsó a ir poniendo sus pensamientos e impresiones por escrito.

A los dieciocho años publica sus primeros cuentos en la revista Solaria, e inicia el estudio de humanidades clásicas en la Facultad de Letras, aunque no se gradúa. Inmersa en el mundo de la familia y de las amistades familiares, en gran parte judías, la hazaña del hermano Mario y sus consecuencias le abren  definitivamente a la dura realidad de la sociedad bajo el fascismo (suele acompañar a su madre a llevar la muda para el padre y el hermano Alberto a la cárcel). A través de los hermanos, conoce a Leone Ginzburg, con quien se casa en 1938, y también a varios colaboradores de la incipiente editorial Einaudi, de la que ella misma había de ser figura destacada.

Desterrado Leone con toda la familia (ya tienen dos hijos) a una pequeña localidad de los Abruzos (1940), Natalia escribe en la nueva “residencia” su primera novela, El camino que va a la ciudad, que se publica primero con seudónimo y en el 45 con su propio nombre.

El 25 de julio de 1943 cae Mussolini, y se firma el Armisticio. A pesar de que el nuevo gobierno y los aliados aún no controlan la zona, Leone da por terminada la condena y marcha a Roma, también en poder de los nazi-fascistas. Poco después le sigue Natalia con los hijos, que ya son tres (en el destierro ha tenido una hija). Pero la convivencia de la familia dura solo veinte días. El 20 de noviembre Leone es detenido por la policía fascista en su imprenta clandestina. Comprobada su condición de judío, se le pasa a la sección alemana de la cárcel Regina Coeli, donde es torturado hasta morir.

Tras la liberación de Roma producida unos meses después, Natalia decide permanecer en la ciudad y confía los hijos a su familia, en Florencia primero y luego en Turín. Es seguramente el período más triste de su vida. Supera la depresión realizando trabajos para la sede romana de la editorial Einaudi, hasta que, un año después, se traslada a Turín donde se reúne con los hijos y los padres.

En 1947 publica la novela Y esto es lo que pasó, en la que relata las duras experiencias de una mujer en la sociedad dominada por el fascismo. El mismo año recibe el premio Tempo de literatura e ingresa en el Partido Comunista con el que colabora con la mejor voluntad hasta que, aburrida de la cotidianidad de la política en democracia, confiesa, lo deja en 1952.

En 1950 se casa con Gabriele Baldini, profesor de literatura inglesa con el que tendrá dos hijos. En el 52 publica la novela Todos nuestros ayeres y recibe el premio Viareggio. En el 56 Baldini es nombrado director del Instituto Italiano de Cultura en Londres, donde ella lo acompaña hasta el regreso de ambos en el 61.

En 1962 publica Las pequeñas virtudes, colección de breves ensayos o semblanzas en la que se incluye un recuerdo emocionado (dentro de su estilo austero) de su amigo Cesare Pavese, muerto por suicidio doce años atrás, y escribe Léxico familiar, la gran obra en la que puede decirse que se contiene toda su vida hasta aquel momento. Se publica al año siguiente y es galardonada con el Premio Strega.

Colabora en Il Corriere della Sera y participa en diversas actividades culturales (interpreta el papel de María de Betania en la película de Pasolini El Evangelio según san Mateo).

Tras la muerte de Baldini, en 1969, aumenta su interés por la política activa, estimulada por la situación creada en Italia con la llamada “estrategia de la tensión” (atentado de piazza Fontana de Milán): sucesión de acciones terroristas urdidas por la extrema derecha para frenar el auge de los comunistas. 

En los años 70 y 80, además de escribir y publicar varias novelas traduce, entre otros, a Proust, sin abandonar el interés por la política activa: en 1983 es elegida diputada por el Partido Comunista en cuya lista se presenta como independiente. Muere en 1991.

Natalia Ginzburg es la escritora de los pequeños detalles que conforman la vida, que van marcando el paso de un tiempo que unas veces se encoge y otras se detiene o se alarga, como se advierte bien en Léxico familiar; es la novelista de la mujer víctima por partida doble de la sociedad y del régimen político; es un ejemplo perfecto de artista y de luchadora política, que sabe no confundir lo uno con lo otro. Una lucha que no tenía otro objetivo que posibilitar la plena realización del ser humano, librándolo de cadenas físicas y de mitos alienantes (¿qué objetivo suelen tener ahora las luchas políticas? cabe preguntarse hoy).

En este sentido, es significativo que algún comentarista le haya reprochado que, a diferencia de en El jardín de los Finzi-Contini, de Bassani, no se destaque en su obra su condición de judía, así como la injusticia que se cometía con los de su raza (que solo lo era por parte de padre). Y es cierto. Porque lo que hay en su obra es la aspiración, de raíz cristiana, a una liberación del ser humano sin distinción alguna de condición o de raza. O, si se quiere, una aspiración humanista; claro reflejo de la actitud del padre – judío y ateo – quien, habiendo sufrido física y moralmente bajo los monstruos, en la cima de su prestigio como científico, advertía en una entrevista con el presidente de la república, Sandro Pertini: 

              tenemos que acordarnos de no odiar a los alemanes

 (De ESCRITORAS)       

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PAVESE. El vicio absurdo II

Cesare Pavese nació en Santo Stefano Belbo, localidad del Piamonte italiano, en 1908. El padre, de familia campesina del lugar, era procurador de los tribunales en Turín; la madre pertenecía a una rica familia de comerciantes. Residentes en la ciudad, los Pavese solían pasar los veranos en Santo Stefano. Allí pasó Cesare parte de la infancia – debido a la enfermedad de la hermana, vivieron en el pueblo durante unos años –, allí inició los estudios primarios, conoció a Pinolo Scaglione, muchacho del pueblo con el que le unió una amistad de por vida (es el Nuto de La Luna y las hogueras), y se inició en su devoción particular por los misterios de la tierra.

En 1914 muere el padre, y la familia queda al cuidado único de la madre, mujer enérgica, adusta y autoritaria. Cesare prosigue los estudios primarios en Turín. Luego inicia los secundarios en los Jesuitas, pero enseguida ingresa en el instituto Massimo d’Azeglio.

Encontrarse en el período de formación con un maestro que merezca tal nombre es una suerte que pocos tienen. Pavese la tuvo. El “maestro” era Augusto Monti, latinista, humanista, antifascista, hombre de gran prestigio como pedagogo ilustrado, amigo de Gramsci y de Piero Gobetti. Más tarde, gracias a la amistad con su maestro, Pavese conoció y entabló amistad con algunos de los intelectuales más brillantes de Italia: Norberto Bobbio, Leone Ginzburg, Vittorio Foà, a los que luego se sumarían otras lumbreras del mundo de la cultura como Giulio Einaudi, Elio Vittorini, Davide Lajolo e Italo Calvino. Nunca le faltaron buenas compañías.

 

Le interesa la poesía, escribe e intenta publicar poemas. Le son rechazados. Tiene 18 años. Un año después, en 1927, ingresa en la facultad de letras de la Universidad de Turín y, antes de terminar la carrera, publica su primera traducción, Nuestro señor Warren, de Sinclair Lewis, con lo que da inicio a la que será su principal actividad profesional a lo largo de toda la vida: traductor de los modernos escritores norteamericanos.  

De hecho, Pavese hizo su aprendizaje de escritor mediante la traducción de obras de algunos de los grandes de la literatura inglesa y norteamericana. Melville, Sherwood Anderson, Joyce, Dos Passos, Steinbeck figuran entre ellos. Su misma tesis de graduación versó sobre la poesía de Walt Whitman.

Hacia los veinticinco años de edad, su vida sentimental pasa por una fase amable, aunque insegura, gracias a la compañía de Tina Pizzardo, “la voz ronca” evocada en algunos de sus poemas cuando ya es solo amargo recuerdo.

La vida profesional tiene su arranque seguro y fructífero en 1933, cuando Giulio Einaudi funda la editorial del mismo nombre, en la que colaborará, además de como autor, como trabajador esforzado a lo largo de toda su vida, en compañía de algunos antiguos condiscípulos del Massimo d’Azeglio, todos decididos antifascistas.

En 1935 es detenido al mismo tiempo que Einaudi y varios colaboradores y amigos y, tras pasar unos meses en la cárcel, se le destierra por tres años – luego reducidos a uno – a Brancaleone Calabro, en el extremo sur de la península. De hecho, aunque antifascista, Pavese nunca participó activamente en la oposición al régimen, y su detención se debió a una especie de malentendido. La pronta resolución de su caso e incluso del de sus amigos – estos sí, seriamente comprometidos – se debió quizá a la relativa suavidad con que el fascismo italiano trató a la disidencia intelectual, a diferencia de la mano dura, o durísima, que siempre aplicó a la oposición obrera.

En el destierro, Pavese empieza a escribir una especie de diario privado, que continúa hasta su muerte y que se publica póstumo con el título Il mestiere de vivere (El oficio de vivir). A poco de comenzarlo, registra en él una tragedia personal: de regreso a Turín tras el destierro, se encuentra con que ella se va a casar con otro. Es uno de esos fracasos concretos, acompañado en este caso por la sensación de haber sido traicionado, que simbolizan para él el fracaso general de la existencia. Y una vieja idea, que siempre le ha acompañado, unas veces viva, últimamente como adormecida, resurge en su interior con fuerza. Escribe en el Diario:

Sé que estoy condenado para siempre a pensar en el suicidio ante cualquier problema o dolor. Es esto lo que me aterra: mi principio es el suicidio…(10-4-36).

Es una costumbre instalada en la mente y en todos los miembros, es “el vicio absurdo”, como lo llama en otra ocasión.

Lo malo es que, de momento, no recibe consuelos de la otra parte: su primera colección de poemas, Laborare stanca (Trabajar cansa), publicada en el mismo año, pasa casi desapercibida.

Y es precisamente entonces cuando se vuelca en el trabajo con una dedicación absoluta. Pasa casi todas las horas del día enfrascado en las tareas más diversas de la editorial, continúa sin tregua con las traducciones y, en 1939, escribe sus dos primeras novelas cortas, La cárcel, basada en experiencias propias, y De tu tierra (Paesi tuoi), primera incursión en el mundo rural y su trasfondo mítico, que no se publicará hasta finales de 1941, con una buena acogida por parte de la crítica. 

En 1943, estando en Roma por asuntos de trabajo, es llamado a filas. Pero no se incorpora, debido al asma, y pasa unos meses hospitalizado. Es el momento en que la guerra, que hace años viene librándose en el exterior, irrumpe en Italia. Los aliados desembarcan en Sicilia y a continuación en la península. Se firma el armisticio con un gobierno del que ha sido eliminado Mussolini (detenido, fugado, capturado y finalmente “ejecutado”), y el fascismo junto con el ejército alemán, que ha pasado de aliado a invasor, crean la República Social Italiana, títere de Berlín. Surge la guerrilla, los partisanos actúan en amplias zonas y tienen en jaque a los nazi-fascistas. 

       

Cuando Pavese regresa a Turín, bombardeado y ocupado por los alemanes, no encuentra a los suyos: han marchado al monte, a unirse a la guerrilla. Él también se va, pero a Serralunga, a una casa de las colinas junto con su hermana y familia. Ahí medita en y sobre la soledad; el resultado será La casa en la colina, que escribirá unos años después. Y es que, si bien tiene sus convicciones o, mejor dicho, sus tendencias políticas, nunca ha sido un hombre de acción. Finalizada la guerra, regresa a Turín, entra en el partido comunista y colabora en L’Unitá y en otras publicaciones. En sus artículos se muestra siempre ajeno a cualquier sectarismo político o social: cuando, años después, publique en la revista Cultura e Realtà un artículo sobre el mito suscitará críticas e incomprensiones en la misma izquierda en la que milita. 

En los cinco años siguientes escribe y publica la mayoría de sus obras, entre ellas, quizá las mejores: Entre mujeres solas y La luna y las hogueras. Pero nada es suficiente para curarle de su “vicio absurdo”. Ni la obtención del premio literario más prestigioso de Italia (Strega, 1950), ni el éxito artístico y social, al que se ha acostumbrado sin darle mayor importancia.

De todo ello da cuenta en su Diario, a veces difícil de descifrar porque, cosa rara, está escrito en efecto para él mismo; y también en su segunda y última colección de poemas, Verrà la morte e avrà i tuoi occhi (Vendrá la muerte y tendrá tus ojos).

Y es que, en 1949 un amor llega del otro lado del océano, de la América de sus sueños literarios. Pero, apenas alcanzado, se desvanece. Y, cuando se está desvaneciendo, escribe:

Uno no se mata por el amor de una mujer. Se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra desnudez, miseria, indefensión, nada. (25-3-50).

Y el 28 de agosto de 1950, en una habitación de un hotel de Turín – como en el primer intento de la Rosetta de Entre mujeres solas -, Cesare Pavese da cumplimiento a su destino.

Diez días antes ha escrito las dos últimas líneas de su Diario:

Todo esto da asco.

No más palabras. Un gesto. No escribiré más.

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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