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El suicidio en Roma (sabiduría clásica VI)

No existía en latín clásico (ni siquiera en el medieval) una palabra determinada para significar lo que hoy entendemos por suicidio. Para ello se tenía que recurrir a paráfrasis como mortem sibi consciscere, sibi manu afferre o sui caedere, de la última de las cuales se formó, ya en época moderna, el término actual.lucrecia 3

Pero la gente se suicidaba, naturalmente, tampoco existía una palabra para significar lo que hoy entendemos por “homosexual” (cinaedus era una especie de insulto dirigido al pasivo vicioso), pero la gente hacía lo que podía, naturalmente.

Y el ciudadano romano, ¿qué pensaba del hecho de darse muerte uno mismo, por decirlo a su manera? Aquí, como en el caso de la religión, hay que distinguir entre el ámbito popular y el culto.

La gente común no veía con buenos ojos el suicidio, especialmente el producido por ahogamiento. De hecho, en el antiguo derecho pontifical se negaba la sepultura a los ahorcados. Se conserva una inscripción en que un personaje hace una donación de tierras para cementerio de sus conciudadanos con la condición de que sean excluidos los gladiadores y los que se hubiesen ahorcado. En todo caso estaba claro que, para el pueblo llano, el suicidio no podía ser del agrado de los dioses.

Entre las élites culturales la cosa era distinta. Cicerón se pronuncia de una manera en apariencia ambigua, pero en el fondo, creo yo, muy lógica. La creencia en un mundo coherente regido por la divinidad le lleva a pensar – como más tarde a los teólogos cristianos – que el hombre no es dueño de quitarse la vida; y sin embargo, a diferencia del cristianismo, Cicerón admite excepciones; afirma que hay ocasiones en que el mismo dios que hay en nosotros y que nos prohíbe salir de la vida sin permiso otorga la autorización necesaria.

aquel breve resto de vida que les queda ni han de apetecerlo los ancianos, ni han de renunciar a él sin motivo; y Pitágoras prohibe que sin permiso del general, o sea, de dios, nadie abandone la guardia y el puesto de la vida. (Sobre la vejez, XX, 73-74; trad. Eduardo Valentí Fiol).

¿Y cuándo, en qué casos, se produce esa autorización? Para Cicerón está muy claro: cuando está en juego la libertad o la dignidad de la persona. El ejemplo supremo es el de Catón de Útica, que se quita la vida para no vivir bajo el poder del liberticida Julio César, quien, sin duda, se la habría perdonado.

Séneca es más expeditivo: no es preciso que ningún dios nos autorice la salida. Si te place, vive; si no, puedes regresar al lugar de donde viniste. Pero el hecho de que no se precise un permiso divino, es decir, una razón moralmente admisible, no significa que todo suicidio merezca la aprobación del filósofo. Y es que si, para el estoico, el hombre ha de ser el artífice, el gobernante de su vida, también el suicidio habrá de responder a un acto de gobierno, no a la presión de una pasión enfermiza.

Aquí, como en todo el pensamiento de Séneca, la idea siempre presente es la dignidad. El varón fuerte y sabio de la vida no debe huir, sino salir, dice. Y nadie más indigno que el que no sabe salir. Y ni siquiera huir. A éste dedica Séneca todo su desprecio.

Viejos decrépitos que mendigan en sus plegarias un suplemento de pocos años, que se fingen jóvenes y que tan placenteramente se engañan como si también engañasen al destino. Pero cuando alguna enfermedad les advierte de su mortalidad, mueren aterrorizados, no como si saliesen de la vida, sino como si fuesen arrancados. (Sobre la brevedad de la vida, XI).

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Catón y los dictadores

La historia de Catón es mucho más política que la de Lucrecia. En realidad, es política de principio a fin. Siempre estuvo del lado de los optimates, que formaban la clase conservadora, reacia a cualquier novedad y, en especial, a cualquier intento de ampliación del poder de los populares, los cuales, como su nombre indica (porque entonces los nombres todavía se correspondían con las cosas), eran más favorable a los intereses del pueblo llano, aun traspasando a veces los límites de la legalidad.

En la guerra civil que enfrentó a César, apoyado por los populares, y Pompeyo, hombre de los optimates, Catón estuvo desde un principio con estos, sin vacilación alguna. Ya he dicho que era un hombre inflexible. No como Cicerón, intelectual dubitativo, que no tenía muy claro con qué carta quedarse y que al final siempre elegía la peor para él. Desde el principio, la guerra fue mal para los pompeyanos. Derrotados en Farsalia (Grecia), los restos de su ejército se reagruparon en el norte de África bajo el mando de Catón. Pero la cosa iba de mal en peor.

Aplastados en Tapsos, cerca de Útica, donde tenía Catón su cuartel general, el ilustre jefe vio más claro que nunca que un mundo gobernado por César le resultaría invivible. Y se quitó la vida. Plutarco explica los detalles del suicidio, pero comoquiera que, a diferencia de los de Lucrecia, resultan más bien repugnantes y nada eróticos, prescindo.

Y además, lo característico, lo original del suicidio de Catón no es el procedimiento, sino el motivo. Lo he situado, creo que acertadamente, entre los suicidios romanos cometidos por causa del honor y, sin embargo, alguien puede alegar que, tratándose de un jefe militar acorralado, como Aníbal en Zama, ¿no sería más bien el temor de verse encadenado, humillado y cruelmente ajusticiado el motivo de su artística decisión?                                              

Pues no. Porque resulta que César no era precisamente un caudillo cruel y vengativo, sino un líder político agudo, humano y clemente (aunque también sabía ser cruel e inclemente cuando le convenía), y tenía la costumbre de perdonar a sus enemigos vencidos; mala costumbre, dicen, que se volvió en su contra una trágica mañana de marzo.

Y es que, en cuanto a la actitud de los combatientes, aquella guerra civil en nada se parecía a otras posteriores, por ejemplo, a la española de los años treinta del pasado siglo, y el dictador Julio César, humano, humanista, generoso y clemente, en nada se parecía a los crueles, analfabetos y mezquinos dictadores que había de padecer Europa veinte siglos después. Hay que reconocer que en la categoría “dictadores” no ha habido ningún progreso visible.

                                                    

(De  Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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