Archivo mensual: septiembre 2014

Página en blanco. Idea y plan. Schopenhauer. (A.E.P.3)

página en AEP3.htm heminALTER.- ¿Y qué opinas del terror ante la página en blanco?

EGO.- ¿Qué es eso?

ALTER.- Vaya, ya has opinado. De todos modos, me gustaría oírte decir algo más explícito.

EGO.- Opino que es una mala señal, un mal presagio, un anuncio cierto de la esterilidad del presunto escritor.

ALTER.- ¿No eres demasiado duro? Dicen que es un fenómeno muy corriente.

EGO.- Por supuesto, yo también lo sufrocuando no sé qué escribir. Porque el problema es ése. Cuando uno tiene algo verdadero que decir, lo dice, y, si es artista, no le faltarán medios, y la hoja en blanco nunca será instrumento de terror sino el soporte necesario para el feliz desarrollo de la idea. Pero cuando uno no tiene nada verdadero que decir, la hoja en blanco es, en efecto, el espejo de la propia esterilidade intentar llenarla como sea es sin duda un crimen contra el arte.

ALTER.- ¿Qué entiendes por algo “verdadero”?

EGO.- Algo no buscado, sino hallado. El que busca suele equivocarse sobre el valor de lo que va encontrando; el que halla no se equivoca nunca. Hemingway decía que, para escribir, hay que empezar siempre por una frase verdadera.

ALTER.- O sea, que al principio ha de estar la idea y luego, la acción de escribir.

EGO.- Sí, aunque habría que matizar eso. Refiriéndose a los filósofos, Schopenhauer decía que hay dos clases de escritores: los que escriben porque han pensado y los que piensan para escribir. Por mi parte creo que hay dos clases de literatos: los que se vacían en la página en blanco y los que van vacíos a la página en blanco. Basta con leer una pocas páginas para saber a qué clase pertenece un autor.

ALTER.- Así que, según tú, cuando uno se pone a escribir ha de tener previamente una idea, quizá un plan.

EGO.- No, el plan no es necesario, y tampoco basta con una idea cualquiera. Lo que ha de tener es la idea, es decir, el principio seminal que ha de engendrar la obra. Luego, durante el desarrollo, se irá perfilando la estructura de la obra, la forma, que no podrá ser otra que la que corresponda a la idea. Forma y contenido son aspectos, indisociables entre sí, del desarrollo de la idea.

ALTER.- Dices que el plan previo no es necesario, pero sabes muy bien que hay muchos escritores que, antes de empezar, se trazan el plan detallado de la obra.

EGO.- Pues si así se sienten más cómodos, perfecto. Pero si son escritores de verdad, ese plan preconcebido no será diferente del que habría surgido del mismo proceso de desarrollo de la idea. Lo que quiero decir es que lo importante es la idea, hasta tal punto que, por determinadas circunstancias, el plan puede incluso no existir o no realizarse. En las novelas de Kafka hay una idea, fuerte, poderosa, pero es evidente que no hay ningún plan, y el hecho de que quedasen truncadas, excepto, tal vez, El proceso, nos impide conocer si el resultado final hubiese traslucido la existencia de algún plan.

ALTER.- Se me ocurre que eso que dices de Kafka podría entenderse también como metáfora del problema del ser.

EGO.- Explícate, te estás poniendo muy profundo.

ALTER.- Que quizá también en la naturaleza, en el universo, hay una idea, pero no un plan.

EGO.- No está mal eso. Y si a esa idea le damos un nombre más concreto, la llamamos, por ejemplo, “voluntad”, habremos caído de pleno en la filosofía de Schopenhauer.

ALTER.- Dichoso Schopenhauer, ¡cuántas veces lo has citado ya!

EGO.- No lo sé, pero lo seguiré citando cuantas veces haga falta o se me antoje, aunque sólo sea como pequeña reparación por los desprecios y olvidos que sufrió y sigue sufriendo.

ALTER.- Como muchos, ¿no?

EGO.- Sí, pero su caso es bastante especial.

ALTER.- ¿Por qué?

EGO.- Porque ejemplifica a la perfección cómo puede ser maltratado un creador, un genio, cuando comete el pecado de ser radicalmente libre, cuando no se adscribe ni de lejos a ningún grupo o capilla, ni está dispuesto a participar en los festejos oficiales de la cultura.

ALTER.- La cosa promete. Cuenta, cuenta

EGO.- Schopenhauer escribió su obra fundamental, El mundo como voluntad y representación, entre los 30 y los 34 años de edad. Se publicó casi inmediatamente, a finales de 1818. Sólo se vendieron ciento cincuenta ejemplares y no tuvo ningún eco en el mundo de la filosofía. Esta situación se prolongó a lo largo de más de treinta años, hasta que, gracias al “descubrimiento” que de él hizo un filósofo inglés, al éxito que tuvieron sus Parerga y Paralipómena, conjunto de obritas de tono divulgativo, y, sobre todo, a la labor de un pequeño grupo de admiradores, su obra empezó a ser conocida y apreciada (no precisamente entre los filósofos), hasta el extremo que, a su muerte, ocurrida en 1860, se había convertido en el filósofo alemán más popular del momento.

ALTER.- Pues la historia no acaba nada mal.

EGO.- No, porque aún no he entrado en los detalles del antes y el después de ese breve momento de gloria. Durante el largo tiempo en que su obra fundamental fue ignorada, Schopenhauer llegó a aceptar resignadamente que, en efecto, sus ideas no habían llegado a ninguna parte sin embargo, lo cuenta él mismo en La voluntad en la naturaleza, en cierta ocasión, leyendo una obra de un científico danés, quedó totalmente asombrado, y se dijo “gran verdad debe ser mi doctrina cuando un científico, que sin duda la desconoce en absoluto, llega, mediante la observación de la naturaleza, a las mismas conclusiones que yo he llegado con mi filosofía”. Cuál no sería su sorpresa cuando, poco después, tras la muerte del científico, transcendió que entre sus principales libros de consulta estabaEl mundo como voluntad y representación. Algo parecido le ocurrió con el científico vienés Rosas. Es decir, que al tiempo que se le ignoraba, silenciándose su nombre, se le saqueaba impunemente. Y esta situación no ha variado mucho hasta nuestros días.

ALTER.- ¿En nuestros días? ¡Pero si es un clásico de la filosofía!

EGO.- Te equivocas, es un clásico de la literatura aforística, y nada más. Para empezar, los filósofos nunca le han reconocido. Ni entonces, ni después, ni ahora. El desprecio que siempre manifestó hacia los filósofos “profesionales”, hacia los profesores y catedráticos que cobran del estado, ha sido ampliamente correspondido. Un ejemplo reciente: en la obra del “profesor” Gaarder, El mundo de Sofía, donde se supone que se da un repaso, en plan divulgativo, a las principales filosofías, el nombre de Schopenhauer simplemente no aparece. Para mí, es como si no se mencionase a Cervantes o a Shakespeare en una historia de la literatura.

ALTER.- Quizá el problema es tuyo, quiero decir, que quizá eres tú el que lo ha colocado demasiado alto.

EGO.- Quizá. Pero en esto no estoy sólo, ni mucho menos.

ALTER.- Pero yo me pregunto, si los filósofos nunca le han reconocido, ¿de dónde le viene su fama de filósofo?

EGO.- A eso iba. Del lector común, inteligente y sin prejuicios, que busca la verdad sin tener en cuenta modas ni sanciones oficiales, y sobre todo de los artistas.

ALTER.- ¿De los artistas?

EGO.- Sí, de los artistas, sobre todo músicos y escritores. Porque su obra, constituye entre otras cosas una apasionada historia de amor entre el pensamiento y el arte. Creo que es el único filósofo que ha dado con las claves de la naturaleza, el significado y la función del arte.

ALTER.- Y al menos los artistas le habrán reconocido

EGO.- Sí, y con generosidad en muchos casos. Ya en su tiempo, la lectura de su obra fue para Wagner un verdadero golpe de gracia, produciendo en él una especie de conversión espiritual. En su correspondencia se le manifestó siempre como seguidor devoto y llegó a dedicarle dos de sus óperas. Lamentablemente no fue correspondido: el filósofo de sus amores prefería Mozart y Rossini. Entre los escritores han sido bastantes los que han reconocido explícitamente la benéfica influencia de nuestro filósofo. Thomas Mann en muchas ocasiones; Borges, con su estilo oblicuo (“Schopenhauer, que acaso descifró el universo”), en no pocas; Gombrowicz, el escritor polaco-argentino-francés, llega a decir que no entiende cómo uno, después de haber leído a Schopenhauer, puede no estar de acuerdo con él, y seguro que, si me pusiese a buscar, obtendría un larguísimo etcétera, además de los que, sin mencionarloNo te sabría decir si Kafka lo menciona en algún momento, pero es evidente que nuestro filósofo alienta en toda la obra del praguense.

ALTER.- Lo de Wagner me ha llegado al alma. Es terrible no ser comprendido, correspondido, por la persona que amas, por el genio que admiras.

EGO.- Lo es, sin duda. Y lo curioso del caso es que el mismo Schopenhauer había padecido esta situación.

ALTER.- ¿Con quién?

EGO.- Con Goethe. (continuará)

(De Alter, Ego y el plan)

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Democracia. Progreso. Transgresión (A.E.P.2)

ALTER.- Pero, ¿de verdad hay individuos excepcionales? ¿No estamos hechos todos de la misma materia?

EGO.- Sí, la materia es la misma, pero los resultados pueden ser muy diferentes, tan diferentes como lo son entre sí un enano de jardín y el David de Miguel Angel.

ALTER.- Antes has hablado de jerarquías, ahora de individuos excepcionales. No sé creo advertir en tus posturas cierto tufillo antidemocrático.

EGO.- ¿No pensarás acusarme de semejante herejía? La democracia es el dogma de nuestra época, y no me entiendas mal. Lo que quiero decir es que ninguna persona civilizada puede manifestarse en contra, del mismo modo que en la Edad Media nadie podía manifestarse contra el dogma de la religión revelada. No, sinceramente, no estoy en contra de la democracia política.

ALTER.- En el adjetivo “política” creo advertir un pero.

EGO.- Por supuesto. Y es que hay una enorme confusión en todo esto, que convendría aclarar. Para empezar, hay que dejar claro que la igualdad no significa que todos seamos iguales, cosa que contradice la evidencia, sino que todos hemos de tener iguales oportunidades. Y la democracia no significa que todas las opiniones valgan lo mismo, cosa que también contradice la evidencia, sino que en los asuntos públicos, en la administración de las cosas comunes, ha de prevalecer el criterio de la mayoría, siempre controlada por las minorías. Ir más allá supondría, de hecho supone, un empobrecimiento espantoso del espíritu humano.

ALTER.- Quieres decir que la democracia no cabe en el arte, por ejemplo.

EGO.- Ni en el arte, ni en la ciencia, ni en la filosofía, ni en la religión ni en ninguna actividad que requiera formación, sensibilidad y un esfuerzo constante por ensanchar los límites del ser humano. La masa tiende a lo fácil y primario, por eso se le puede dejar la “administración de las cosas”, porque es una tarea de simple sentido común, aunque a veces no lo parezca. Pero si se le permite que decida en cuestiones de arte, nos conduce directa y rápidamente a la basura.

ALTER.- Pues si no la mayoría, ¿quién entonces ha de decidir en cuestiones de arte?

EGO.- La “inmensa minoría”, de que hablaba Juan Ramón Jiménez, y por supuesto, la posteridad.

ALTER.- De la posteridad ya hemos hablado, pero eso de la inmensa minoría, cómo hay que entenderlo.

EGO.- Yo lo entiendo como el conjunto de personas, de lectores en este caso, que tienen una sensibilidad y unos intereses afines a los del artista creador. Creo que el poeta pensaba en esto cuando acuñó la expresión. Claro que lo de “inmensa” se ha de entender en números absolutos, no relativos, porque ¿cuántas personas crees que hay interesadas en la poesía en todo el mundo? Algún millón, sin dudalo que representan menos del uno por mil de la población mundial. Pero son esas personas las que constituyen la auténtica aristocracia de la humanidad, los únicos jueces válidos en cuestiones artísticasLo que no impide que sus fallos sobre los contemporáneos sean con frecuencia erróneos, y tengan que ser corregidos por el tribunal supremo de la posteridad.

ALTER.- Pero tú hablas del fallo de la posteridad como de algo definitivo, inalterable, cuando lo cierto, o al menos me lo parece, es que, con el paso del tiempo, esos fallos se van modificando, a veces radicalmente.

EGO.- En efecto, y yo mismo te pondré un ejemplo. Para los dramaturgos franceses de los siglos XVII y XVIII Shakespeare era un bárbaro; uno o dos siglos después, para los dramaturgos románticos Shakespeare era un dios, mientras que los franceses mencionados eran considerados auténticos peñascos. Pero en estas variaciones, más que la calidad, interviene la moda, los gustos de la época. De todos modos, está claro que el fallo no puede darlo una sola generación, sino el conjunto de varias generaciones.

ALTER.- Si quieres que te diga la verdad, todo eso me parece bastante problemático y subjetivo.

EGO.- Y  lo es, naturalmente.

ALTER.- Así que, según tú, no existe un criterio objetivo para valorar el arte.

EGO.- Para detectarlo, para reconocerlo, sí. Está la prueba de la catarsis, de que antes hemos hablado. Pero la valoración propiamente dicha, es decir, la tarea de jerarquización será siempre subjetiva. La ciencia posee métodos objetivos para comprobar el acierto de sus investigaciones, y cada acierto constituye un progreso, que prepara el terreno para futuras investigaciones. Pero en el arte no hay progreso.

ALTER.- Dices que en el arte no hay progreso, pero un escritor ¿no aprende de sus antecesores? ¿No va mejorando con el tiempo sus modos de expresión? Yo entiendo que a eso se le puede llamar progreso.

EGO.- Lo que quiero decir es que, a diferencia del científico, el artista no necesita apoyarse en los logros de sus antecesores, otra cosa es que lo haga por razones de modas o tendencias. Cada obra de arte es autónoma y válida en sí misma. La astronomía moderna constituye un progreso frente a la astronomía de Tolomeo, pero El Castillo de Kafka no constituye un progreso frente a la Divina Comedia de Dante: ambas son obras cumbre de la literatura mundial, sin que el tiempo ni los “descubrimientos” que median entre una y otra tengan ninguna relevancia en sus respectivos méritos artísticos. Y entiendo que cada obra de arte es autónoma y válida en sí misma porque no ha de responder ante ninguna verdad o realidad ajena a ella misma. Su único deber es ser fiel a la verdad que ella crea.

ALTER.- Pero hay un arte realista que pretende

EGO.- No, no hay ningún arte realista stricto sensu. Todo arte inventa su propia realidad. La literatura que pretende describir la realidad “tal cual es” está creando otra realidad distinta de la que afirma describir. Ni siquiera el reportaje documental o periodístico es mera reproducción de la realidad. Esto los lectores de periódicos lo sabemos muy bien.

ALTER.- Pero no me negarás que una novela sobre personas de nuestro tiempo con problemas de nuestro tiempo ha de mantenerse en los límites del realismo y la verosimilitud.

EGO.- Ha de mantenerse en los límites de su propia verdad, ha de mantener la coherencia interna. Por otra parte, has de tener en cuenta que realidad y verosimilitud no suelen corresponderse. Por ejemplo, no hay nada más inverosímil que una carta de amor auténtica.

ALTER.- Nos hemos desviado.

EGO.- Como siempre.

ALTER.- Estábamos en que en el arte no hay progreso.

EGO.- En efecto. Y por eso, la manida frase “eso está superado” no tiene ningún sentido en cuestiones de arte.

ALTER.- Pero siempre hay quienes alardean de ser artistas de nuestro tiempo, de crear obras innovadoras, transgresoras.

EGO.- Todo artista lo es de nuestro tiempo, pero en ese “nuestro tiempo” están contenidos todos los tiempos, y esto es algo que suelen olvidar los apóstoles de la modernidad a ultranza. En cuanto a la “innovación”, la única que reconozco es la que, con menores medios, consigue un mayor efecto catártico. Pero con frecuencia, cuando se habla de innovación se piensa sólo en aspectos formales, mientras que habría que recordar, por ejemplo, que la gran innovación que representa la obra de Kafka se realiza con una prosa muy tradicional.

ALTER.- Y de los transgresores, qué dices.

EGO.- No debería decir nada.

ALTER.- ¿Por qué?

EGO.- Porque se me escapa la risa. Yo no he visto nada transgresor en los últimos tiempos, excepto la misma palabra repetida una y mil veces en las solapas de los libros, en los programas de mano y en los artículos de algunos críticos papanatas. ¿Qué es lo que supuestamente se pretende transgredir? ¿Los valores de nuestra sociedad? ¡Pero si nuestra sociedad no tiene valores! El único que queda es ese democratismo de que antes hemos hablado, y no sé de ninguna obra que lo ponga seriamente en solfa. No, para nuestros “transgresores” la transgresión tiene que ver únicamente con el sexo (sadismo, masoquismo, bestialismo, coprofilia), con la droga o con el mal gusto y los malos modos, pero en especial con el espectáculo y el lenguaje del sexo. Es el tipo de transgresión del niño de tres años que te espeta con descaro: caca, culo, pis. Yo no veo en todo eso nada verdaderamente transgresor.

ALTER.- Y, según tú, qué es lo que sería verdaderamente transgresor.

EGO.- No sé…quizá una obra… una obra de tales características que de ningún modo pudiese ser premiada o patrocinada por la Fundación del Banco Tal o por el Grupo de Empresas Cual. Ese es el tipo de transgresión que echo en faltaPero, en fin, todo esto no son más que cosas anecdóticas sugeridas por el uso actual de la palabreja, porque la verdad es queque

ALTER.- ¿Qué?

EGO.- Que todo arte verdadero es transgresor, en el sentido de que derriba los muros que nos cercan, de que rompe la cáscara que nos encierra y nos permite asomarnos a una realidad más alta…o más honda, como quieras llamarla. Mira, en la obra de teatro Nuestra ciudad, Thornton Wilder, con un estilo a la vez sencillo y poético, propina una tremenda sacudida al público, enfrentándole directa y casi brutalmente a esta cuestión: ¿Qué estáis haciendo con vuestras vidas? ¿No veis que estáis desperdiciando el don supremo que se os ha concedido? Eso es transgresor, eso es arte.

ALTER.- Wilder, el autor de El puente de San Luis Rey.

EGO.- El mismo.

ALTER.- Es una novela muy curiosa. La he leído dos veces en no mucho tiempo.

EGO.- ¿Por algún motivo especial?

ALTER.- Quería comprobar si se cumple lo que el narrador dice que se propone con el relato: que hay una especie de hilos mágicos que conectan personas y sucesos aparentemente ajenos, que todo está íntimamente relacionado, que nada ocurre por casualidad.

EGO.- ¿Y se cumple?

ALTER.- Aún no lo he descifrado.

EGO.- Mejor así. El arte no ha de probar nada; ha de limitarse a mostrar, y a mostrar de tal manera que conmueva y despierte las conciencias. Si esa conmoción provoca de súbito en el lector una fe determinada, no es culpa de la obra de arte, sino de su mala digestión. Por mi parte creo que lo que hace Wilder en esa novela es apuntar la misma idea que por aquellos años pergeñaba el psicólogo Jung: que la casualidad no existe, ni las coincidencias fortuitas, que todo está perfectamente tramado. Pero la verdad es que, como todo buen artista, Wilder no pretende darnos respuestas. Al contrario, en cierta ocasión manifestó explícitamente que, en esa novela, él sólo pretendía plantear la cuestión de la manera más clara y correcta posible, con la esperanza de que otros la condujesen a buen puerto. El gran mérito de Wilder consiste en su habilidad para despertarnos a la realidad más obvia y profunda del ser humano con la limpia poesía de su prosa. ¿Recuerdas el final de El puente de San Luis Rey? Es una frase preciosa que, además, condensa el sentido de toda la obra del autor: There is a land of the living and a land of the dead and the bridge is love, the only survival, the only meaning.

ALTER.- Sí, “hay un país de los vivos y un país de los muertos y el puente es el amor, lo único que permanece, lo único que importa.”

(De  Alter, Ego y el plan)

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Schopenhauer, un día como hoy hace 154 años

La mañana del viernes 21 de septiembre de 1860, la señora Schnepp llegó algo más tarde que de costumbre. Pensó que no le daría tiempo de ventilar la biblioteca antes de que el doctor saliese del dormitorio, pero lo intentó. Llamó con suavidad a la puerta y la abrió sólo un poco. Vio los pies del doctor enfundados en sus zapatillas junto a Butz, acostado sobre la alfombra. Se disculpó y cerró. En el dormitorio todo estaba en el orden de costumbre. Abrió la ventana, y una hoja seca entró con el aire otoñal. Retiró el orinal y vio que no se había utilizado. Entonces cayó en la cuenta de que no se había interesado por la salud del doctor. Volvió a la biblioteca, llamó con suavidad, no hubo respuesta. Entró. El doctor seguía sentado, levemente recostado sobre el brazo derecho del sofá. Parecía tranquilo. Le dio los buenos días, se acercó, y entonces comprendió. Se inclinó sobre él, le tocó la frente, luego le tomó la muñeca izquierda. Cuando la señora Schnepp alzó de nuevo el rostro vio que los ojos, grandes y negros, del hombre del cuadro la miraban, y le pareció que querían decir algo. Entonces pensó que el doctor tenía razón, que aquellos eran los ojos más hermosos que jamás se habían asomado al mundo.

Bajo un fuerte aguacero, el cuerpo sin vida de Arthur Schopenhauer fue conducido al cementerio municipal. El carruaje fúnebre precedía a la comitiva, formada por amigos, admiradores y una discreta representación oficial. Ningún sacerdote le acompañó.

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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Sale (o casi) LOS LIBROS DE MI VIDA. Entra ALTER, EGO Y EL PLAN.

La tarea que me impuse hace un año está llegando a su final. A un ritmo de entre dos y tres semanas han pasado por aquí veinte de aquellos escritores que de una u otra manera han marcado la evolución espiritual – no hay que tenerle miedo a la palabra – del lector que siempre he sido, del escritor que siempre he aspirado a ser. Falta uno, pero creo que con éste me he de tomar más tiempo.

Si dijese que estoy satisfecho, sentiría que falto a la verdad; si dijese que no lo estoy, también. En realidad, he hecho lo que he podido, como todo el mundo. Se trataba de rememorar obras y autores que, además de lo dicho, han aparecido y pasado entretejidos en los acontecimientos de mi vida, y a los que me inclino a dar más importancia que a estos “acontecimientos” personales. Sin ellos, sin esos dioses del cielo del arte y del pensamiento no me puedo imaginar mi existencia. Yo los he elegido porque ellos me eligieron. No podía ser de otra manera.

Y ahora se me ha ocurrido que, antes de terminar la obra iniciada hace justo un año, podría empezar a publicar otra que empecé hace más tiempo. Se trata de algo que escribí a ratos perdidos a lo largo de dos años (2003-04), una especie de ensayo literario dialogado, donde dos personajes que se me parecen bastante – uno mayor y otro joven – divagan sobre libros, escritores, arte y todo lo que se les ocurre relacionado o no con esas aficiones. Hace unas semanas publiqué un primer fragmento. Para probar. La respuesta que mereció por parte de un bloguero literario de primer orden como Jaime Fernández me ha decidido a sacar toda la serie, levemente corregida.

El título es Alter, Ego y el plan. Lo del “plan”, todavía no lo he averiguado.

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Hoffmann, el espanto y la música II

En Bamberg, la realidad no es tan bella como se anunciaba. El trabajo tiene poco que ver con su vocación. Pero las nuevas amistades serán providenciales : Carl Friedrich Kunz, negociante de vinos y editor, decisivo para el nuevo rumbo hoffmaniano, el doctor Marcus y su tio el doctor Speyer, que avivan e ilustran el interés de Hoffmann por los misterios y patologías de la mente.

Y Julia Mark, niña de trece años, de quien nuestro músico se enamora como un loco. Durante el día le da clases de música y canto, como a otras hijas de las familias principales, y mantiene, en lo posible, largas conversaciones con ella. Por la noche, la obsesión llena de garabatos su diario íntimo, y de frases como gritos, algunas escritas con caracteres griegos para evitar los celos de la esposa. El idilio – unidireccional, pues ella no se entera de nada hasta el estallido final – dura hasta aquel día de tres años después en que se presenta el pretendiente oficial de la joven. Hoffmann reacciona como un demente, protagoniza una escena deplorable y se despide de Bamberg. Pero siempre conservará a Julia. En el corazón y en las notas cifradas del diario secreto. La sombra de la amada también estará presente en algunos de sus relatos.

Y mientras sigue persiguiendo la gloria musical, además de reseñas de conciertos empieza a escribir relatos que enseguida publica Kunz y alcanzan el favor inmediato del público: El caballero Gluck, el primero, al que sigue un volumen de cuentos fantásticos (Fantasías a la manera de Callot), prologados nada menos que por Jean-Paul.

Pero él es músico – insiste – y aquellas historias son puro entretenimiento para sacar a pasear a sus fantasmas y para allegarse ingresos que por otro lado no llegan. Y como músico, pasa dos años entre Dresde y Leipzig, componiendo, dirigiendo y estrenando cuando puede y sufriendo los desastres de la guerra, que le alcanzan de pleno en Dresde, donde en mayo de 1813 presencia la llegada de Napoleón. Precisamente en esta ciudad y mientras silban las granadas a su alrededor concibe y escribe una de sus obras más brillantes y originales: El caldero de oro, donde realidad y fantasía se combinan con la misma naturalidad que las personalidades de algunos de sus personajes, como Lindhorst, archivero y salamandra al mismo tiempo.

En 1814 consigue establecerse en Berlín, donde la vida empieza a adquirir los vivos colores con que siempre la había soñado. Pero con otros matices. Resulta que ya se ha convertido en un célebre… escritor. Conoce a los grandes hombres de letras del momento: Tieck, Fouqué, Chamiso, Contessa, Brentano; participa en todas las tertulias y visita asiduamente ciertas tabernas donde también se encuentra con actores y otros personajes de la bohemia, y bebe, bebe mucho. Mucho vino y mucho ponche. Nunca cerveza, pues Hoffmann pertenece al selecto círculo de alemanes odiadores de la cerveza (como, por los mismos años, Schopenhauer). Escribe sin parar. Y además, reingresa en la judicatura y desempeña su trabajo de manera más que correcta. Magistrado de día, músico de noche. Archivero y salamandra.

Las tertulias que mantiene con los amigos le sugieren una nueva forma de presentar sus cuentos. Varios de ellos, agrupados bajo el título Los hermanos de Serapión, aparecen narrados y comentados por unos tertulianos ficticios cuyos nombres encubren a los de sus amigos. El contenido de los diálogos es de lo más sustancioso y, sin embargo, hasta hace relativamente poco los editores en español los han ignorado.

La cumbre de su carrera musical – no tan alta como él había soñado – se sitúa en agosto de 1816 con el estreno de la ópera Ondina, sobre un cuento de la Motte-Fouqué, con libreto de este mismo.

                https://www.youtube.com/watch?v=iz8ZwPOjkFU

En cuanto a la carrera jurídica, otra contrariedad se produce hacia el final de su vida. De nuevo la lealtad, pero no solo al estado prusiano sino a la propia conciencia, lo enfrenta esta vez a los que quieren convertirlo en un simple peón de la lucha del poder contra los “demagogos”, como son llamados los que se oponen a la política reaccionaria implantada por la Santa Alianza. Hasta que su mayor enemigo, el jefe de policía Kamptz, ridiculizado como el personaje Knarrpanti del relato Maese Pulga, consigue que se la abra un expediente… que la muerte se encargará de cerrar.

Consumido por las enfermedades, ósea, hepática y otras, pasa los últimos días escribiendo o dictando sin descanso, visitado por los amigos y contemplando la vida desde la ventana de su casa del centro de Berlín tal como lo explica en La ventana de mi primo, uno de sus últimos relatos.

La mañana del 25 de junio de 1822, su mujer, la siempre fiel Mischa, le oye decir estas palabras: “También hay que pensar en Dios” (Man muss doch auch an Gott denken). Poco después muere.

Y yo me pregunto: ¿puede alguien ser a la vez músico excelente, escritor fascinante, pintor, caricaturista chispeante y jurista honrado y competente, además de bebedor impenitente? Y me respondo: sí, pero solo si se llama Ernst Theodor Wilhelm (o Amadeus) Hoffmann y ha nacido en Königsberg en 1776.

 

           https://www.youtube.com/watch?v=zak283twYgc

(De Los libros de mi vida)

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Hoffmann, el espanto y la música I

(Mantén fija la mirada en los ojos de este autorretrato…y quizá te llegue algo del alma del artista)

Al establecer la lista de los escritores de mi vida anuncié que irían ordenados por orden de aparición ante mis ojos de lector o de repentina asunción de importancia. Hoffmann es un ejemplo perfecto de este segundo caso.

Ya en la lejana juventud leí algunos de sus relatos, entre los que no faltaron El magnetizador y El hombre de la arena, ejemplos máximos de lo siniestro en literatura. Y con eso me había quedado, con la idea de un escritor que, como Poe, con todas las diferencias, sabía sembrar el espanto en el corazón del lector.

Pero, muchos años después, me dio por leer más. Y, además de algunos relatos del tipo de los mencionados, busqué y leí las novelas Los elixires del Diablo y Las opiniones del gato Murr (en ejemplares que conservo fechados por mi mano en el verano del año 2000). Es entonces cuando se produce la revelación de que Hoffmann no es un escritor más; sobre todo, que no es solo un escritor.

Su alter ego ocasional, el músico Kreisler, divide a las personas en dos grupos: los músicos y la buena gente. La buena gente, que a veces son también malos músicos, van por el mundo enamorándose de algunos objetos para apropiárselos y completar así su coja existencia; los músicos saben que esos objetos no son el cielo de la vida, por mucho que se los apropien y les pongan un anillo en el dedo, sino el símbolo de la luz que arde siempre en el corazón del artista donde, a la vista del objeto-símbolo, se puede desencadenar una íntima conflagración total. Esto, que puede parecer confuso y mal explicado, y que en efecto lo es, aparece magistralmente expuesto en el diálogo que mantiene Kreisler con la princesa Hedwiga en cierto pasaje de Opiniones del gato Murr, en mi opinión la novela más fascinante de la historia de la literatura.

Murr es un gato delicado, instruido y algo pedante que convive con el profesor Abraham, maestro en artes extrañas y amigo del músico Kreisler; está escribiendo sus propias experiencias al estilo de la típica Bildungsroman (novela de formación), que se desarrollan en el escenario formado por la propia casa y las azoteas vecinas, donde sopla el viento de la auténtica vida, con sus gatitas encantadoras y sus patrullas perrunas de represión. No se sabe cómo, hace que se imprima su obra, pero, comoquiera que la envía a la imprenta mezclada con otras hojas que contienen momentos de la vida de Kreisler, el resultado es el extraño libro que tiene en sus manos el lector, donde se van intercalando la autobiografía de Murr con la historia del músico Kreisler, la cual, además, no aparece en riguroso orden cronológico.

Kreisler es un músico un poco loco, maestro de capilla en la corte de un príncipe, cuyo principado, como tantos minúsculos estados alemanes de principios del siglo XIX, había dejado de existir (era tan pequeño que “se dice que el príncipe Irenäus había perdido su país en un paseo por la frontera”). Todos los personajes que se mueven por esa corte particular aparentan tener extraños pasados, a veces interrelacionados, que el lector no llega a descifrar, con lo que se mantiene siempre la intriga: el príncipe, que ha reproducido en su residencia la corte del principado perdido por un descuido; su hijo, el débil mental Ignaz; el maestro Abraham, con un pasado que también afecta a alguno de los otros personajes; la intrigante consejera Benzon, probable antigua amante de alguno de los mencionados; la joven princesa Hedwiga, con brotes histéricos, que quizá no es hija de quien se supone; su amiga íntima Julia, de juvenil encanto; el maestro de capilla Kreisler, a quien todos admiran pero también temen porque desde su posición de artista, pero sobre todo cuando se abandona a sus locuras y a su sarcástico humor, pone en evidencia la falsedad y vaciedad de aquella sociedad… La novela es complicada y confusa, sí, pero posee un encanto que lamento no poder trasmitir. Convertida en literatura, se contiene en ella el alma musical del autor.

El alma atormentada, siempre al borde de la locura, presa del espanto y del terror se contiene en Los elixires del Diablo, novela gótica donde la posesión diabólica o enajenación mental presiden un relato delirante y, por momentos, incomprensible, con la aparición, quizá por primera vez en la literatura, del inquietante doble de uno mismo (Doppelgänger). En mi opinión, ambas novelas (junto con El caldero de oro) ejemplifican a la perfección la dualidad esencial del escritor… Pero Hoffmann no quería ser escritor.

Ernest Theodor Wilhelm Hoffmann nació en Königsberg, Prusia, en 1776. Más tarde se cambió el Wilhelm por Amadeus, manifestando así su preferencia por Mozart frente a Shakespeare. Pero al destino no se le engaña tan fácilmente.

Educado entre mujeres – el padre había abandonado a la madre – convivía también con un tío que practicaba la música, aunque no pasaba de ser buena gente. De las dos tradiciones familiares, la musical y la jurídica, se vio empujado a seguir la “seria”, y así, aunque también estudió música e incluso empezó a componer muy joven, se formó en leyes con resultados brillantes. En la literatura, ni pensaba.

También se dedicó desde joven a la pintura y al dibujo. Precisamente esta afición, unida a su temperamento inquieto, humorístico y burlón, le procuró la primera contrariedad de su vida profesional. Y es que, en Posen, ciudad polaca donde ejerce, el juez Hoffmann se dedica a caricaturizar los rostros y figuras de aquella gente tan seria que le rodea, es decir, a poner de manifiesto en cuatro trazos la fealdad y vulgaridad de las fuerzas vivas del lugar. Descubierto, se le destina a un villorrio polaco sin más compañía que su reciente esposa Mischa (también polaca, y católica; no alemana y protestante como mandan los cánones) y los extraños personajes que empiezan a poblar su imaginación. Expiada la culpa, ocupa plaza en Varsovia, donde puede llevar una vida más acorde con sus aficiones artísticas: participa en tertulias, escribe reseñas musicales, compone e incluso dirige conciertos.

La segunda contrariedad tiene una causa tan ajena a su voluntad como es la guerra. En noviembre de 1806 las tropas francesas entran en Varsovia. Polonia ha sido ocupada por los vencedores del país ocupante. Todos los funcionarios prusianos son destituidos. Hoffmann marcha a Berlín, sin nada a la vista. Pocos meses después se le presenta una oportunidad: las autoridades francesas han decidido recuperar a los ex funcionarios prusianos siempre que juren fidelidad al nuevo régimen napoleónico. No se lo piensa dos veces. La lealtad está en él por encima de las preferencias políticas (si es que tiene alguna) e incluso de las necesidades vitales. Rechaza la oferta y permanece en Berlín, donde vivirá el año más duro y amargo de su existencia.

Gracias a la ayuda de algún amigo fiel, y a su propia e incesante búsqueda de una ocupación acorde con su vocación y experiencia, va superando el trance. A mediados de 1808 recibe una oferta para dirigir el teatro de Bamberg, ciudad católica y barroca del sur de Alemania.(continúa)

                    (De Los libros de mi vida)

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Arte, fama, posteridad

                                                              ………………………….

EGO. – … ¿sabes que es un buen tema para empezar? ¿Existe un plan o es todo azar? Tú te inclinas por lo primero, ¿no?

ALTER.- Me inclino, esa es la palabra. Pero, a decir verdad, no lo tengo nada claro. Y tú, ¿qué crees?

EGO.- Los escritores, los creadores no creemos; creamos.

ALTER.- Pero lo que creáis se basará en unas creencias…

EGO.- No, se basa en unas realidades: el mundo-objeto y el autor-sujeto. Si el autor sabe aplicar con la técnica adecuada todo su ser al mundo-objeto, del que él como persona también forma parte, surgirá la obra de arte, sin necesidad de ninguna creencia explícita.

ALTER.- ¿Piensas entonces que las creencias, la ideología, es perjudicial para la creación?

EGO.- Más que perjudicial, es superflua. Todos conocemos casos de auténticos genios, que han hecho gala de unas ideas políticas, sociales o filosóficas de lo más pintoresco, de lo más aberrante, si se las compara con su obra artística. ¿Qué sentido tiene decir que Goethe era un reaccionario (que, por cierto, no lo era tanto como dicen)? ¿O que Neruda era un comunista estalinista? Ambos son cimas de la poesía universal. Es como si la ideología surgiera de una pequeñita zona de la corteza cerebral, ajena por completo al profundo centro creador. Por eso digo que, para el auténtico artista, las creencias son superfluas.

ALTER.- Tengo la impresión de que reservas para el artista un estatuto especial, que no lo consideras una persona como las demás, que lo sitúas, por así decirlo, por encima del bien y del mal.

EGO.- En cuanto artista, sí; en cuanto persona, no.

ALTER.- Explícate. ¿Cómo se puede distinguir en un mismo individuo la persona del artista?

EGO.- Fácil. La persona es ese individuo, sujeto de deberes y derechos, que, como todo el mundo, debe someterse al imperio de la ley. El artista es ese mismo individuo, que, en cuanto productor de obras de arte, no debe estar sometido a ninguna ley externa; de sus obras sólo es responsable ante sí mismo y ante la posteridad.

ALTER,- ¿Sólo ante la posteridad? ¿Y sus contemporáneos?

EGO.- El juicio de los contemporáneos es siempre aproximado y provisional, cuando no francamente erróneo. El contemporáneo carece de los elementos necesarios para juzgar su propia época, sobre todo el arte de su época. No hace falta que te ponga ejemplos.

ALTER.- Sí, sí hace falta.

EGO.- ¿Te suenan los nombres de Pedro Mata, Vargas Vila o Blasco Ibáñez?

ALTER.- Este último sí.

EGO.- Es el que mejor ha aguantado. Pero ten en cuenta que, en su época, Blasco Ibáñez era considerado el número uno de la novelística hispánica y uno de los primeros de la mundial y, ahora, ya ves… Sí, Alter, créeme, el paso del tiempo acaba por colocar todo en su lugar.

ALTER.- Quieres decir que, de los grandes escritores de hoy…

EGO.- Sí, quiero decir que a la inmensa mayoría de esos “grandes escritores” de hoy les aguarda el mismo destino de los antes mencionados. Puedes estar seguro que, de aquí a unas décadas, nombres que ahora suenan como el no va más de la literatura resultarán tan exóticos como hoy los de Pedro Mata o Vargas Vila.

ALTER. – Y que, en cambio, otros hoy apenas conocidos empezarán a cotizar alto.

EGO.- Puedes estar seguro.

ALTER.- ¿Te atreverías a apostar por alguien?

EGO.- No, no olvides que yo también soy contemporáneo.

ALTER.- No sé…creo que exageras.

EGO.- ¿Que exagero?

ALTER.- Sí, en eso de la incapacidad de los contemporáneos para valorar las obras de su tiempo. Piensa que ha habido casos de escritores que alcanzaron el favor popular en su tiempo y que, luego, la posteridad los ha confirmado como auténticos genios.

EGO.- Sí, ha habido casos, seguramente. Quizás Cervantes…el Quijote fue en su tiempo un auténtico best-seller…Pero no, ese caso no cuenta.

ALTER.- ¿Cómo que no cuenta? Eso es hacer trampa.

EGO.- No cuenta, porque lo de Cervantes y el Quijote es la historia de un malentendido. El lector de la época se equivocó, como siempre, pero de otra manera. Tomó el Quijote como una novela cómica y se rió de lo lindo…eso es todo. Tuvieron que llegar los románticos alemanes para que se descubriera lo que de verdad es el Quijote, es decir, tuvo que llegar la posteridad para que la obra quedara situada en el lugar debido.

ALTER.- ¿Y Goethe? ¿Qué me dices de Goethe? ¿Tampoco cuenta?

EGO.- De acuerdo, ése sí es un caso, y un caso excepcional o, si quieres, el más significativo de los casos excepcionales que pueda haber. Pero el mérito no estuvo en el público, sino en el autor. Con su Werther, que es la obra que le dio fama inmediata en toda Europa, el genio de Goethe consiguió conectar de una manera tan profunda y eficaz con las tendencias apenas expresadas de la época que forzosamente el público contemporáneo se le tuvo que rendir, el mismo público, por cierto, que, borrado el nombre del autor, no hubiera sabido apreciar el noventa por ciento del resto de la obra de Goethe, incluida, por supuesto, la segunda parte de Fausto.

ALTER.- De todos modos, yo creo que los escritores, incluidos los grandes, han escrito siempre para su tiempo. Lo de la posteridad lo verían, sobre todo los románticos, como un último recurso: “si no me comprende el presente, ya me comprenderá y glorificará el futuro”, o algo así.

EGO.- Por supuesto. Todo escritor escribe para sus contemporáneos y aspira a ser reconocido por ellos. Y, como muy bien dices, lo de la gloria del futuro es una especie de consuelo que está al alcance de cualquiera.

ALTER.- Pero estábamos en que, según tú, el artista en cuanto tal se sitúa sobre el común de los mortales, porque su obra no debe someterse a ninguna ley. Pero yo me pregunto ¿por qué este privilegio? Todos los profesionales han de ajustar su actividad a unas normas, ¿por qué no el escritor? ¿Acaso no hay lecturas que destilan veneno y lecturas que pueden hacer que se desmorone todo el edificio de una personalidad?

EGO.- Gran poder otorgas a la literatura…Pero la verdad es que has tocado un tema muy delicado ¿Es el artista responsable del bien o el mal, individual o social, que pueden seguirse de sus obras? Primero de todo hay que aclarar que el arte, al menos en literatura, es sustancialmente ficción. De manera que la persona que no sepa distinguir la ficción de la realidad está totalmente incapacitada para el disfrute del arte. Una persona normal, desde los seis o siete años de edad, sabe distinguir la realidad de la ficción…aunque te sorprenderías de la cantidad de personas anormales que circulan por ahí: es frecuente el caso de que el actor intérprete del “malo” en una serie televisiva sea insultado y hasta agredido por la calle. Ante esto, el arte no tiene nada que hacer ni que decir. Ya no se trata de si una obra puede o no dañar a esas personas. Están dañadas del todo; no vale la pena tenerlas en cuenta.

ALTER.- Siempre ha existido esa clase de gente, no sé si primaria o enferma mental. Son como el loco don Quijote, cuando arremete contra los muñecos de un guiñol porque los toma por personas reales. Pero yo me refería…

EGO.- A la responsabilidad del escritor por la influencia que pueda ejercer en sus lectores, digamos, normales. Para empezar has de tener en cuenta que esa presunta responsabilidad se da en todas las personas y en todos los ámbitos, y con frecuencia de forma más directa e inequívoca que en la literatura. Piensa en el amigo que aconseja a un amigo, en el juez que sentencia sobre tu vida y tus bienes, el político, el jefe de una secta o iglesia, el militar…Cuenta Goethe que un obispo le preguntó si no tenía remordimientos por los suicidios que había provocado la lectura de Werther, y que él le contestó que se sentía con el mismo derecho que el general que manda a tantos hombres a la muerte. Esto no era más que una boutade, por supuesto. En realidad Goethe pensaba, y así lo expresó en otro momento, que el que se suicidaba tras la lectura de Werther no era más que un enfermo que de todos modos se habría suicidado. Pero volvamos a los “normales” y prescindamos de una vez de paranoicos, suicidas vocacionales, etcétera. Una obra de arte siempre tiene efectos beneficiosos, y cuando digo siempre quiero decir siempre, y cuando digo obra de arte quiero decir obra de arte. No importa que el asunto sea triste, terrible o “negativo”; el efecto siempre será enriquecedor, ennoblecedor. Aún hoy no me explico la honda y agradable impresión que me produjo la lectura de La Cartuja de Parma, novela más bien melancólica y de final infeliz.

ALTER.- Eso mismo me ocurre con el cine. En ocasiones, muy raras por cierto, he visto alguna película de contenido francamente triste, desesperanzado y sin ningún mensaje positivo manifiesto, y sin embargo he salido de la sala emocionado, confortado y con un estado de ánimo rayano en la euforia.

EGO.- En esos casos, puedes estar seguro de que has contemplado una obra de arte. Porque la clave de la solución del problema consistente en saber qué es y qué no es una obra de arte nos la da la cita evangélica: “por sus frutos los conoceréis”. No importa lo que pontifiquen los críticos o lo que imponga la moda. Si no se produce la catarsis, que es ese efecto de purificación espiritual que hemos apuntado, no hay obra de arte.

   (De Alter, Ego y el plan)

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Thomas Mann, el arte y la vida II

De las obras de Thomas Mann, unas me han gustado menos que otras, pero ninguna me ha decepcionado. Citadas por el orden con que se presentan en la memoria están, además de la que acabo de comentar, La muerte en Venecia, Doctor Faustus, El elegido, Los Buddenbrook, Carlota en Weimar, Confesiones del estafador Félix Krull, además de muchos de sus siempre certeros ensayos, entre los que – como parte interesada – recuerdo perfectamente el dedicado a Schopenhauer. Y hace cuatro años, gracias a una edición española de sus cuentos y novelas cortas, tuve ocasión de conocer algunas joyas que no había leído. Su lectura me reveló un aspecto que no conocía del autor, y es la habilidad y casi diría que complacencia en tratar la crueldad mental. Me refiero a relatos como El pequeño señor Friedmann, Luisita y algún otro. También me permitió descubrir la que considero su mejor novela corta, La engañada, historia que pone de relieve la extrema crueldad con que en ocasiones la ilusión de vivir es tratada por la realidad de la vida. Y no es que la recomiende, porque he de confesar que me parece el relato más triste que nunca he leído.

Thomas Mann nació en Lübeck, Alemania, en 1875, en el seno de una familia de la alta burguesía mercantil. Fue el segundo de cinco hermanos – el mayor, Heinrich, también sería escritor famoso- y tuvo una educación esmerada aunque sin un objetivo claro. Sus vacilaciones en este aspecto recuerdan las del joven Stefan Zweig y quizás la de todo creador con vocación de totalidad. El padre murió siendo él todavía adolescente, y la madre liquidó la empresa familiar y se trasladó con toda la familia a Munich.

(Entre paréntesis, resulta sorprendente el paralelismo entre las vivencias de Mann y las de Schopenhauer en el primer tramo de sus existencias respectivas: familia de alta burguesía mercantil de ciudad hanseática; diferencia de caracteres entre padre y madre, en el mismo sentido; muerte prematura del padre, a casi la misma edad del hijo; liquidación del negocio familiar y traslado a otra ciudad…).

Muy joven, empezó a escribir relatos. Trabajó breve tiempo en una compañía de seguros y participó en la redacción de la revista Simplicissimus. La fama le llegó pronto. En 1901, a los veinticinco años, se publicó su primera novela, Los Buddenbrook, historia de una familia muy parecida a la suya, que fue un éxito de público casi inmediato y cimentó su prestigio de escritor que, en adelante, siempre iría en aumento.

En 1905 se casó con Katja Pringsheim, hija de una acaudalada familia de origen judío, con la que tendría seis hijos. Se establecieron en Munich, donde Thomas se dedicó sin descanso – siempre que las circunstancias se lo permitieron – a la creación literaria. La peor de las circunstancias de entonces fue, por supuesto, la Gran Guerra, que enfrentó a media Europa contra la otra media e incluso a miembros de la misma familia entre sí. Fue el caso de los dos hermanos mayores Mann. Heinrich, demócrata, proocidental, antibelicista, frente a Thomas, conservador, tradicional, germanista, cuya amistad no se restauraría hasta 1922 y gracias a la deriva ideológica de Thomas.

En su largo y concienzudo ensayo Consideraciones de un apolítico, publicado en 1918, Thomas había defendido los valores de la “cultura” tradicional alemana frente al superficial democratismo de la “civilización” occidental. A partir de ahí, la evolución de su pensamiento – favorecida por el espectáculo del brutal reaccionarismo de la derecha en la posguerra – tuvo una orientación rápida y clara: defendió la democracia, la república de Weimar y se opuso al naciente nazismo. Quizá para que no se relacionara directamente con esta evolución ideológica, en la concesión del Premio Nobel de 1929 la Academia mencionó solo de entre sus obras Los Buddenbrook, publicada hacía casi treinta años.

En 1933 Mann se exilia en Suiza. En 1936 Hitler le retira la nacionalidad alemana. Dos años después se traslada a los Estados Unidos y se nacionaliza norteamericano. Durante la segunda guerra mundial, lanza mensajes por radio desde América para “despertar” a sus compatriotas ante el nazismo. Pero, pocos años después de concluida la guerra, la persecución desencadenada en su país de adopción contra todo presunto comunista, de la que son víctimas algunos de sus amigos intelectuales, le mueve a abandonar Estados Unidos y regresar a Europa. Muere en Suiza en 1955.

Pese a estos datos biográficos, Thomas Mann no fue un hombre especialmente interesado por la política. Se podría decir que los tiempos le forzaron a interesarse. Fue sobre todo un artista, y de aquella clase de artistas que contemplan el mundo como materia para su obra de arte, con un modo de mirar objetivo, distanciado y teñido de un leve humor. Para el común de los mortales, las emociones e incluso las tragedias de la vida solo son emociones y tragedias, para el artista como Mann son, también, los datos que fríamente ha de tratar para crear una obra artística con cierto sentido. Esta actitud suele corresponderse con la apariencia de una personalidad distante, carente de empatía, egoísta, porque parece – y no solo parece – que el individuo en cuestión vive por encima de los acontecimientos. Mann lo sabía, y lo asumía. También sabía, y lo proclamaba muy alto, que él no era de la clase de artista que sobreactúa como tal, que se mueve, habla, viste – se disfraza – de artista. Tonio Kröger, protagonista de una de sus primeras novelas, y alter ego del autor, lo deja bien claro:

Como artista, uno tiene suficiente con las aventuras interiores. Por fuera, hay que vestirse bien, ¡qué diablo!

(En cuanto al criptohomosexualismo de Thomas Mann, dejo el tema a los muy enterados de estas cosas)

(De Los libros de mi vida)

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Thomas Mann, el arte y la vida I

Repasando la lista de los escritores de mi vida, he observado algo curioso. Y es que algunos solo pertenecen a la infancia y adolescencia, como De Amicis o Verne, sin que de ningún modo me los pueda imaginar en otro período de la vida; otros, solo a la juventud, como Unamuno, o Marx, o Miller; otros cubren amplio períodos centrales de la vida, como Borges, Schopenhauer, Kafka; uno (Goethe) aparece en la primera juventud para mantenerse en pie para siempre. Pero hay dos, muy diferentes entre sí, que surgen en plena adolescencia y conservan todo el interés y la admiración que concitaron en mí el primer día. Uno tiene reservado el último lugar de la lista. El otro es Thomas Mann.

No hay duda de que hubo una relación causa-efecto entre la muerte de Thomas Mann, ocurrida el 12 de agosto de 1955 y la aparición de La montaña mágica en muchos hogares españoles o, por lo menos, barceloneses. Supongo que en casa la introdujo mi padre, aliadófilo, para quien el nombre del autor debería tener claras resonancias democráticas y antinazis. El caso es que, en cuanto cayó en mis manos, di cuenta de ella sin respiro.

Decir que, a mis dieciséis años, comprendí y agoté el contenido de la novela con todos sus significados sería presuntuoso por mi parte, además de falso. Pero sí es cierto que la leí con enorme interés y que las lagunas que mi ignorancia iba encontrando las sorteaba con la misma naturalidad y resignación con que sorteaba las que directamente me presentaba la vida. Hay que tener en cuenta que todavía estaba en la época de las lecturas adolescentes (Verne, Dumas, etc.), aunque también es cierto que, como efecto colateral de los estudios de bachillerato, por entonces ya se había introducido algo de cierto peso, como El escándalo, de Pedro Antonio de Alarcón. En fin, lo que quiero decir es que Papini aún no se había presentado (faltaba un año) ni, con él, mi mayoría de edad como lector y como aspirante a pensador.

Volví a leer La montaña mágica en 2003, un año antes de mi jubilación. Y he de decir que no hubo sorpresas, que se me confirmaron todas las sensaciones que guardaba de aquella primera lectura adolescente, y que ahora me propongo resumir como buenamente pueda.

Hans Castorp, joven burgués de 23 años, recién licenciado en ingeniería naval, antes de incorporarse a la vida laboral decide ir a visitar a su primo Joachim al sanatorio de Davos (Suiza) donde está en tratamiento de una afección pulmonar. La idea de Hans es permanecer allá tres semanas, a modo de vacaciones. Pero empieza a conocer el curioso paisaje humano que lo puebla y enseguida comprueba la realidad de la advertencia de su primo de que “aquí arriba” las cosas son muy diferentes de “allá abajo”, donde habita la gente sana; lo más diferente, la sensación del tiempo. Cuando Hans decide partir, el médico le recomienda que permanezca un tiempo más, pues le ha detectado un pequeño problema pulmonar. Al joven le parece bien, tanto que cuando, meses después, el médico le da el alta, decide permanecer en el Sanatorio. Y entre una cosa y otra, por diversos motivos que en algunos casos él mismo no se puede explicar, las tres semanas se convierten en siete años.

En efecto, el Sanatorio es un mundo que tiene la propiedad de abducir a los que se le aproximan. El inocente, el ingenuo burguesito que era Hans, hace allí el aprendizaje del lado oscuro de la vida: la muerte siempre vecina, la enfermedad y el dolor como pasos necesarios para alcanzar una conciencia superior, el amor como resumen inescrutable de todos los misterios. Y es que los ojos rasgados, asiáticos, de la interna rusa Clawdia Chauchat remueven en él viejas emociones de una pasión casi olvidada: la que en su infancia sintiera por un compañero de escuela de ojos achinados. Es a él, al mismo tiempo que ella, a quien dedica una declaración de amor alucinante, en una larga conversación en francés que, finalmente merece el comentario de ella: “sabes requerir de una manera profunda, a la alemana”.


No solo las emociones, también las ideas se agitan en la montaña de una manera diferente que “allá abajo”. El italiano Settembrini es un hombre de ideas claras: demócrata, progresista, clasicista (admirador de Vigilio y Carducci), francmasón, convencido de que las luces han de derrotar a las tinieblas de la religión y la superstición; se convierte en mentor de Hans, a quien pretende apartar de la morbosa influencia del Sanatorio – en el que él mismo reside pero pronto abandona – y en especial de la tentación “asiática”, opuesta por definición a los valores europeos de acción y progreso. Naphta es un extraño personaje que reside en la población cercana. Judío, se convirtió al catolicismo y se hizo jesuita. Cree que el destino de la humanidad es la unión mística con Dios y que todos los caminos de la civilización son errados. Antidemócrata, anuncia un futuro próximo de terror, como paso indispensable al paraíso igualitario. Los duelos dialécticos entre Settembrini y Naphta – que tienen por testigo a un Hans Castorp entre interesado y desconcertado – acaban en un amago de duelo real y finalmente en tragedia.

Solo el inicio de la guerra (1914) consigue arrancar a Hans de la montaña. En el llano, se empieza a dirimir por las armas el combate representado por Settembrini y Naphta, (y que pocas décadas después volverá a librarse). El lector pierde de vista a Hans Castorp al principio de las hostilidades. Su futuro está anunciado.

En realidad, La montaña mágica es una novela tan plena de realismo, psicologismo, filosofía, alusiones culturales, simbolismos… que lo único que se puede hacer con ella es leerla. Y disfrutarla. Como yo la he leído y disfrutado a los dieciséis y a los sesenta y cuatro años. (continúa)

(De Los libros de mi vida)

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