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Caro Diario. Último cuaderno

cuaderno enri

Hace casi cuatro años se me ocurrió poner en el Blog, y como reclamo en Facebook, algunos fragmentos de mi Diario de adolescencia y juventud (de los 18 a los 25 años aproximadamente). El interés del asunto era el de observar desde la lejanía del tiempo lo que bullía en aquella mente, que sigue siendo esta que utilizo para pensar y escribir. Interés para mí. Para el lector, o más propiamente lectora, también hubo o creí percibir ciertos gestos de interés. O de curiosidad.

Ahora, se me ha ocurrido transcribir algunos fragmentos o pensamientos del Diario de ancianidad. El interés, para mí, consiste en comparar el joven con el viejo, los sueños de futuro con con lo realmente vivido, las emociones y reflexiones de los primeros pasos, con las emociones (si es que quedan) y reflexiones de los últimos. El interés para la lectora…está por ver.

Porque es evidente que se trata de los últimos pasos. Y es que teniendo en cuenta, el número de páginas del cuaderno en el que escribo, que lo inicié en febrero de 2013, que ya solo anoto de vez en cuando y el dato de mi edad, está claro que éste será el ÚLTIMO CUADERNO.

[Mejor leer antes: Caro Diario. Las citas]

 

8-II-13

Buena fecha para empezar un nuevo cuaderno. Hoy se cumplen 55 años de que inicié el primero.

¡55 años! ¡Y cuántos muertos por en medio! El último, MA. Pero, en fin, es lo normal. “Sabía que era mortal”, dijo Cicerón. Una perogrullada que necesitaba el refrendo de un clásico.

16-II-13

Como varias veces desde que he vuelto a vivir aquí, he pasado por delante de los Maristas. Me he detenido un momento para contemplar el edificio, y he vuelto a sentir ese golpe de nostalgia que me da en tales ocasiones.

¿Soy el mismo? Sí, pero tan lejano… Solo en esos breves instantes siento la extraña emoción de ser todavía y no ser aquel niño. Un “yo” que abarca desde entonces hasta ahora ¿quién es capaz de decir que no existe?

20-VII-13

El abismo que nos sostiene. Buen tema de reflexión para el blog. Buenísimo, si sé desarrollarlo felizmente.

La frase alude a lo siguiente. Por mucha racionalidad que haya en nuestra vida y en nuestros pensamientos, en última instancia todo se apoya en algo irracional e inexplicable. Y esto es aplicable tanto al individuo humano como a la sociedad en su conjunto. Este segundo aspecto está perfectamente ilustrado por el “sueño de nieve” de Hans Castorp de La montaña mágica.

Parece como si toda la luz y claridad del mundo se basase en la siniestra oscuridad del caos. Y a veces, con un paso equivocado, con una mirada de más ¡es tan fácil volver allá!

9-X-13

Memorias literarias, sí, pero de otra manera. Se llamará Los libros de mi vida, y será un repaso, algo melancólico, de mis lecturas – las que más me han influido -, con breves referencias al momento biográfico en que las leí.

Ya he escrito Edmondo De Amicis y Charles Dickens.

20-III-14

Siguiendo con Los libros de mi vida, empiezo el capítulo dedicado a H. Miller. Y, es inevitable, dejo un apunte de cómo lo conocí, a través de R, una de aquellas noches de ajedrez y divagaciones cuando tenía 25 años.

¡Qué perdido estaba entonces! Y sin embargo, tenía muy claro lo único que de verdad me importaba: escribir. Pero también tenía bastante claro que era incapaz de hacerlo como soñaba, y que siempre sería incapaz.

Ahora estoy en mi estudio-habitación de la recuperada vivienda de Roger de Flor. Mientras escribo esto tengo delante una librería-vitrina y, en ella, en un lugar destacado, varios ejemplares de los cinco libros ESCRITOS POR MÍ que se han publicado. Si aquel joven casi desesperado de 25 años pudiese verlo, no se lo creería.

¡Solo han pasado 49 años!

9-V-14

Acepto mi posición social y personal actual como consecuencia necesaria de mi debilidad. Hay cosas buenas. Y de las malas – que las hay – no hay otro responsable que yo mismo.

16-VI-16

No sé dónde buscar una lectura estimulante. Como las de antes. Lo malo de ser viejo es que tienes la sensación de haberlo ya visto y leído todo. Supongo que no es así. Pero cuesta encontrar algo “nuevo”.

20-I-18

Últimamente tengo a veces la impresión de que viejas partes de mí mismo van desprendiéndose de mí como costras que se caen por sí solas, sin dolor, sin apenas advertirlo. Costumbres, vicios antes muy activos van perdiendo fuerza y se me van cayendo a trozos. Es el aspecto bueno, supongo, de la inevitable pérdida de fuerza vital.

3-II-18

Esto de Los libros de mi vida me está convirtiendo en algo muy especial, en un íntimo de los genios literarios de todos los tiempos. Como en mis novelas, pero de manera diferente, siento como ellos, pienso como ellos, soy ellos. Es una gran suerte, la más grande que me ha deparado la fortuna: ir siempre acompañado, ilustrado, aleccionado por ciertos seres humanos de categoría superior. Estoy atesorando lo más selecto de la humanidad, haciéndolo mío de alguna manera. ¿Qué más se puede pedir?

18-III-18

Estoy muy satisfecho de cómo me ha salido la primera parte de Pavese. De lo mejor de esta serie. Y el motivo de mi satisfacción radica sobre todo en la sensación de haber superado, vencido, la dificultad del asunto.

Pavese es bastante inaprensible y considero un mérito haber conseguido dar una idea aproximadamente verdadera de él. Y el mérito es mayor si se tiene en cuenta que, para mí, sigue siendo muy difícil de explicármelo.

25-X-18

Ayer saqué la primera de la lista de Escritoras: Sor Juana Inés de la Cruz. No me ha quedado mal.

Una de las exigencias que me he impuesto en esta serie es prescindir de las palabras: feminismo, género, patriarcado, etc., aunque no siempre de los conceptos correspondientes. Quiero decir, aplicar mi videncia, mi sentido común de siempre evitando el actual enmarañamiento de la cuestión.

1-I-19

Primer día del año. Apenas me lo creo. El otro día imaginaba que, en cualquier momento, podía despertar con 19 años, y que todo lo que aparentemente ha seguido no ha sido más que un sueño.

Y en efecto, todo ha sido un sueño. Un sueño que no se repetirá; que, bueno o malo, está concluido, acabado.

¿Qué significa todo esto? Eterna pregunta. La cita de Mathilda, de Mary Shelley, es la respuesta más certera posible. No hay más.

[No sabemos lo que todo este vasto mundo significa; esa extraña mezcla del bien y del mal. Pero fuimos colocados aquí y se nos ordena vivir y esperar. No sé lo que tenemos que esperar; pero hay un bien que no alcanzamos a ver y debemos buscarlo; esa es nuestra tarea en la tierra.]

3-V-19

Siempre ha sido así; mi debilidad de carácter me ha impulsado a someterme a las fuerzas que escoltan y determinan mi vida. Solo en mi imaginación he sido independiente y libre…pero es ahí donde se edifica todo lo que realmente me interesa.

16-VI-19

Me pregunto cuál ha sido el sentido de mi vida. Y me respondo que no ha sido otro que realizar mis sueños. Pero estos sueños apenas se han realizado, es decir, se han cumplido solo en una parte pequeña y casi ridícula. Y además, solo en su aspecto formal: ser escritor. Pero no en su contenido: develar el misterio y la esencia del mundo, llegar a comprenderlo todo. Demasiado ambicioso, se dirá. Además, los que han llegado al cumplimiento de algo parecido pocas veces parecen razonablemente felices. ¿Entonces? ¿Es tan importante eso? ¿Para qué sirve?

3-IX-19

Ayer tarde, en la soledad de un sillón encarado al exterior de la Biblioteca SF, me sorprendí pensando esto: ¿qué pretende esa inquietud interior, subterránea, que nunca cesa? ¿A qué obedece? ¿Puede apaciguarse con algo? Difícil saberlo. Por lo general, ni siquiera soy consciente de que esa inquietud no cesa de agitarse en mi interior. Pienso que todo lo que necesito para alcanzar la paz perfecta es acallarla. O satisfacerla. ¿Pero con qué?

22-XI-19

Otra decepción. Creía que CJ aceptaría Ovidio y Wilde para la filial de H en Madrid. Y resulta que no. ¿Es mi destino?

Es como funciona el mundo. Aquí no entra el destino. O sí. Cuando aquél dijo “el destino es el carácter” lo dijo todo. Si mi carácter fuese como el de los que saben venderse, las cosas serían muy distintas.

¿Y el valor objetivo de las obras? Sí, esto suele determinarse más o menos acertadamente tras el paso de décadas o siglos. Y mientras, los que por su carácter no supieron acceder al nivel de selección de los buenos ¿qué pasa con ellos? Nada, que no existen. Eso es todo.

Y ahora pienso en Enoch Soames, de Beerbohm. El ingenio más agudo aplicado a la literatura.

En la vida y en el arte – dijo – todo cuanto importa tiene un final inevitable.

29-II-20

Después de semanas investigando sobre Sylvia Plath parece que voy a llegar a la conclusión de que no, de que no es un personaje que me motive lo suficiente. Quizá no la entiendo bien; quizá sí entiendo que se trata de una persona supersensible y bastante desequilibrada, que tiene la habilidad de escribir versos para dar un atisbo de sus temblores inexplicables. Pero todo eso no constituye una escritora que me motive lo suficiente. La dificultad de entrar en sus poemas, por mi parte, no se debe solo al problema del idioma, pues esta dificultad debiera darse igualmente en Dickinson, y no se da. Total, que ya veremos. Pero estoy a punto de sacarla de la lista.

Observo además por mi parte una especie de cansancio. Alarmante. Pues es el tipo de cansancio que me sobrevino hace un tiempo a propósito de las novelas y que amenaza ahora con extenderse a toda la creación literaria. ¿Qué sería de mí entonces?

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Charles Dickens o el prodigio de escribir II

…lo más importante era la religión, por supuesto. Aunque, si hubiese de hacer una lista de las prioridades de aquellos benditos hermanos, situaría en primer lugar a la Virgen María, sin duda alguna, con lo que representaba de pureza (sexual, claro está), amor a la madre y todo eso que a los psicoanalistas les encanta descifrar; después vendría la religión católica, tal como la entendía el integrismo de gente como aquel cura llamado Sardà i Salvany que, décadas atrás, había escrito un libelo titulado El liberalismo es pecado; después, el acatamiento (sincero o no) de los principios de la Falange Española y el ensalzamiento del caudillo Franco; después, el orden y la disciplina, de aire vagamente militar, y finalmente la enseñanza de las materias escolares, dentro de las cuales la literatura y las artes en general ocupaban un lugar casi inexistente. También se decía que algún hermano profesaba una afición desmedida a los pequeños escolares, pero esto es algo que, no habiendo sido yo ni víctima ni testigo, no debo mencionar.

Lo que sí debo mencionar, y casi se me olvida, es el libro de texto de Literatura Universal, de Guillermo Díaz-Plaja, de quinto o sexto de bachillerato (15 o 16 años), no recuerdo bien, auténtico oasis en aquel desierto, libro que yo no solo estudiaba, sino que releía una y otra vez. Sobre todo los breves fragmentos intercalados de las obras de los autores, como aquel de un tal Goethe en que el protagonista, un tal Werther, expresaba por escrito sus sentimientos a la amada imposible.

Me asomo a la ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes unos luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Vosotros no desapareceréis, astros inmortales! El eterno os lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación predilecta, porque de noche, cuando salía de tu casa, la tenía siempre enfrente. ¡Con qué delicia la he visto tantas veces! ¡Cuántas veces he levantado mis manos hacia ella para tomarla por testigo de la felicidad que entonces disfrutaba!

Pero aún faltaban seis años para que Goethe se me apareciese en persona. Años contados desde mis doce, que es donde más o menos estábamos ante el niño que yo era leyendo a Dickens. Y no solo leyendo, sino además entablando conocimiento directo con él. Y es que David Copperfield está tan impregnada de la vida y personalidad del autor que, tiempo después, cuando leí su biografía, tuve la impresión de que a la persona en cuestión la conocía ya desde la infancia.

Y sin embargo, poco más he leído de Dickens. Entre lo poco, recuerdo sobre todo una especie de novela corta o cuento largo titulado La voz de las campanas (The Chimes). Quizá fuese por el hecho de leerla en el momento adecuado (la víspera de Año Nuevo, que es cuando sucede la acción), pocos años después de David Copperfield, o porque en aquella edad ya era especialmente sensible a la aparente intención social del relato, o simplemente por su evidente impacto poético, el caso es que, como digo, la tengo mucho más presente que otras obras más renombradas de Dickens, leídas en diferentes momentos.

Un anciano mensajero, pobre, muy pobre, corre por todo Londres cumpliendo recados, trabajo que apenas le da para subsistir. También la hija, bella pero pobre, muy pobre, y su novio, noble y forzudo pero tan pobre como los otros, se pasan la vida sin más esperanza que la de poder trabajar para alimentarse lo indispensable para no morir. Del otro lado, unos señores burgueses, ricos, que hablan como sabios y alguno de los cuales se dice filántropo, convencen al anciano – si no estuviese ya convencido – de que los pobres lo son por su propia culpa y que constituyen una anomalía peligrosa, una afrenta a las leyes de la economía, una pesada carga que impide el buen funcionamiento de la sociedad. La tarde del último día del año, el anciano se adormece en el interior de una iglesia de antiguas y potentes campanas. En su sueño, tan real como la misma vida que sufre, los espíritus de las campanas le van mostrando el futuro, terrible, que aguarda a la pobre gente si hace suya la sentencia de los ricos que hablan como sabios. Cuando ya todo está perdido, despierta y contempla a la hija, al yerno y a todos cuantos ama, pletóricos de felicidad y de esperanza.

Reconozco que el tiempo se levantará un día como un océano ante el cual todos los que nos oprimen o nos insultan serán barridos como hojas, se atreve a pensar el anciano en el culmen de su desesperación. Y sin embargo, Dickens no es en absoluto un revolucionario. Simplemente, en su retrato de las condiciones de vida de la gente más pobre de Londres no se aparta de la verdad. Y alguien ya dejó dicho que la verdad es revolucionaria.

De todos modos, por importante que haya sido La voz de las campanas en la formación de mi sensibilidad poética y social (aspectos que en adelante se empeñarían en presentárseme como inconciliables o enfrentados), insisto en lo dicho, que de las pocas obras que he leído de Dickens David Copperfield ha sido la más provechosa para mí. Significó la apertura a los mundos nuevos que, sin apartarse mucho de la realidad, la imaginación puede crear; el descubrimiento de la selva social, donde no siempre imperan los buenos sentimientos (adiós, De Amicis), sino también la maldad, sobre todo contra los más débiles, que puede convertir la vida en un infierno (que el autor quiere siempre provisional). También significó el hallazgo de un peculiar sentido del humor, que transforma en poesía la más amarga realidad, y sobre todo la revelación de la magia de la creación literaria, el gran prodigio, el gran regalo por el que siempre estaré agradecido al bueno de Charles. 

(De Los libros de mi vida)

 

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Charles Dickens o el prodigio de escribir I

En mayo de 1949, con motivo de mi primera comunión, una niña de doce años – asesorada, supongo, por sus padres, amigos de los míos – me regaló un libro. Un ejemplar precioso editado por Ediciones Peuser, de Buenos Aires (sí, en la España de la posguerra había poco para elegir, y lo poco bueno venía de fuera). El título, David Copperfield; el autor, Charles Dickens.

No lo empecé a leer enseguida. Sería por la letra, más pequeña y espesa que la de Corazón, o por las ilustraciones, oscuras e inquietantes, o por otros motivos que no recuerdo – quizás estaba entretenido con un libro de Louisa May Alcott -, el caso es que lo dejé aparte y lo olvidé durante un buen tiempo.

Tres años después, a mis doce años, me encontré de nuevo con el libro. Una tarde de los días vacacionales de Navidad, solo, en un despacho que casi nunca se utilizaba de la empresa familiar, empecé la lectura.

Y apareció un mundo nuevo. Y ese mundo se iba desplegando a medida que yo iba leyendo. Un mundo con personajes y situaciones curiosas, extravagantes, inconcebibles en la vida cotidiana, perfectamente pautada, del niño que yo era y, sin embargo, tan reales… Había que ser un mago para crear todo aquello. Por primera vez tuve conciencia de la importancia del escritor y de la escritura. Así que acabé de leer David Copperfield, empecé a escribir.

Naturalmente, intenté escribir tal como lo hacía el narrador de la novela quien, no entendía yo por qué, tenía un nombre diferente del del autor que figuraba en la portada. Ahora que lo pienso, aquella era la primera vez que me ponía a escribir intentando suplantar la personalidad de un escritor. Entonces no lo sabía, pero ese recurso, brotado espontáneamente en mi interior como fruto de la admiración o de la envidia, me había de dar magníficos resultados – hablando sin modestia – muchas décadas después.

Creo recordar que no llené más de media página de inmadura letra infantil. Pero fue suficiente. Había probado la pócima y nunca más podría pasar sin ella.

Y no es que el ambiente familiar y escolar fuese muy propicio al desarrollo de la vocación literaria de un niño. Aunque he de reconocer que el familiar lo era más que el escolar (o el escolar menos que el familiar) .

La familia de mi madre era de origen andaluz y casi todos sus numerosos miembros eran aficionados a la canción popular, al teatro – organizaban representaciones de vez en cuando – y a la poesía, si bien he de aclarar que sus gustos se circunscribían a autores tales como Zorrilla, Villaespesa, Campoamor, Gabriel y Galán y así.

Mi padre había nacido en Barcelona, en el seno una familia aragonesa de origen italiano por línea paterna. Auténtico self-made-man, supo ganarse una holgada posición económica que nos permitió, a los hijos, crecer en un ambiente de relativo bienestar.

Quizá fuera esa necesidad de esfuerzo y superación lo que le llevó a preferir, sobre todas las demás, la lectura de las biografías de grandes personajes, de esos que se habían hecho a sí mismos, desde Napoleón y Goethe hasta Henry Ford y Mussolini. Incluso un ejemplar de Mi lucha, de Hitler, andaba por casa, lo que da una clara idea de su obsesión por las personalidades fuertes, ya que él nunca tuvo inclinaciones fascistas ni nazis; por el contrario, en pleno régimen de Franco no dejó nunca de declararse demócrata (en la intimidad, claro está). También gustaba de la novela policíaca, la de personajes como, Nick Carter, Sherlock Holmes, Raffles, etc. Y el teatro de salón, tipo Jacinto Benavente.

El Colegio era otro asunto. Para empezar, la literatura era una asignatura, es decir, algo que había que aprender con esfuerzo y para sumar puntos. Aunque creo recordar que, hasta los dos últimos cursos del bachillerato (que duraba seis), era casi inexistente. Más importancia tenían las ciencias, la historia (desde el punto de vista de una supuesta España imperial) y la gramática. En este último caso he de agradecer a un hermano-profesor que, debido a su claridad de exposición y buen método, a los catorce años ya dominase con seguridad la ortografía y la sintaxis, materias que, por lo que veo, no suelen ser de dominio generalizado aquí y ahora.

Pero lo más importante era la religión, por supuesto… (Continúa)

(De Los libros de mi vida)

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