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Henry Miller o la pasión de escribir II

 

Pero lo que sigue – La crucifixión rosada, formada por Sexus, Plexus y Nexus – es la tragedia cotidiana del protagonista, debatiéndose entre las venturas y desventuras de las relaciones personales y el íntimo deseo de autorrealización: el amor, los engaños, los celos, los intentos denodados de escribir y de publicar, la galería de personajes que entran y salen de escena, cada cual con su carga de oscuridad y frustración. Pero aquí el gran protagonista no aparece ya como el gigante del sexo de sus obras anteriores, sino más bien como víctima ingenua de la mujer – mundana, práctica, evasiva – y de otros aspectos de la llamada “realidad de la vida”, impermeable a toda visión o empeño poético. Y al convertir el sufrimiento en escritura descubre, asombrado, que ese sufrimiento no es tal, que es un poco fingido, un poco en broma, una crucifixión sí, pero una crucifixión rosada. Materia literaria. “Con una mujer solo se pueden hacer tres cosas: amarla, sufrirla o convertirla en literatura,” escribe.

Después de esta trilogía novelística en busca de su particular tiempo perdido, Miller se decanta por algo parecido al ensayo, literario, ideológico y vital, con elementos en algunos casos de ficción en una proporción que sólo él podría explicarnos. Ahí están El coloso de Marusi, impresiones sobre su breve estancia en Grecia, Pesadilla de aire acondicionado, visión demoledora de los Estados Unidos a su regreso (1940), Los libros en mi vida, La sabiduría del corazón, El ojo cosmológico, Big Sur y las naranjas de Hierónymus Bosch, leídas todas, como las antes comentadas, durante aquel año vigésimoquinto de mi vida, siempre en ediciones argentinas (excepto El coloso), además de Primavera Negra, que pertenece al período anterior.

Henry Valentine Miller nace en Nueva York en 1891, hijo de una familia de origen alemán.brooklyn Asiste a la escuela solo unos meses, hace todo tipo de trabajos para subsistir, incluido el de empleado de la sastrería de su padre. Lee mucho, sobre todo en bibliotecas públicas, escribe, escribe sin parar e intenta publicar algunos de sus relatos sin éxito. Sus relaciones amorosas no son nada tranquilas. En 1930, tras la prolongada pasión que, trasfigurada literariamente, nos describe en La crucifixión rosada, rompe con todo y marcha a Europa con la intención de ir a España. Pero se queda en París, donde permanecerá nueve años.

Los principios del escritor pobre y desconocido son muy duros. Pronto, gracias a ciertas almas capaces de ver lo que hay en él, entre ellas Anaïs Nin (hay una ilustrativa correspondencia entre ambos), consigue publicar, en inglés y y francés, Trópico de Cáncer, novela que merece los elogios de Jean Giono y de Lawrence Durrell, entre otros. La publicación de Primavera Negra y Trópico de Capricornio consolidan su prestigio de escritor.

No en su país, donde sus primeras obras son prohibidas por obscenas. Para levantar esa prohibición, hecho que no tuvo lugar hasta 1961, influyó la circunstancia de que, acabada la segunda guerra mundial, muchos de los soldados americanos que volvían a casa desde Europa llevasen en sus mochilas libros del compatriota proscrito, propiciando de ese modo que el público en general tuviese acceso a sus obras.

En 1939 pasa unos meses en Grecia invitado por Durrell, hasta que el estallido de la guerra le mueve a volver a América. Ahí, antes de fijar residencia, recorre todo el país en automóvil, viaje que le proporciona una visión amarga y profundamente negativa del auténtico “modo de vida” americano (Pesadilla de aire acondicionado). Finalmente, a los cincuenta años cumplidos, se establece en la costa de California, en la zona que había de ser considerada el principal foco originario de la cultura beatnik y hippy, en la que él mismo tuvo gran influencia.

Se casa alguna vez más, tiene por lo menos un hijo, y pinta, sobre todo acuarelas, frente al océano infinito. Muere a los 88 años.

Hay escritores en los que vida y obra corren paralelas, como es inevitable, pero apenas intercomunicadas. Pensemos en Balzac o Dumas, o en otros tantos ocupados en vidas totalmente ajenas. Y otros en los que la obra viene a ser la forma artística que adopta la vida propia, de manera que ambas se presentan como inseparables. Es el caso de Goethe, por ejemplo. Y de Henry Miller. Situar juntos a Goethe y Miller puede parecer absurdo y hasta disparatado. Sus biografías discurren por galaxias muy apartadas entre sí, y sus obras respectivas apenas muestran algún punto de contacto. Y sin embargo, para mí, algo tienen en común. Ambos son astros luminosos – uno más que otro -, pero lejanos, muy lejanos… Aunque, pensándolo bien, no hay tanta diferencia entre los dos. O entre los tres. Dice Miller:

Al simplificar nuestra vida todo adquiere un significado hasta entonces desconocido. Cuando estamos de acuerdo con nosotros mismos la brizna de hierba más insignificante asume su lugar adecuado en el universo.

Diría que esto lo suscriben también los otros dos.

(De Los libros de mi vida)

 

			

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