Archivo mensual: junio 2013

Ovidio, poeta de la mujer

[Heroídas] es una obra compuesta por veintiuna cartas, en verso elegíaco, supuestamente escritas en su mayoría por diversas mujeres de la mitología (heroínas), una de la historia (Safo) y tres por personajes masculinos, también mitológicos.

Aunque había precedentes, sobre todo en el teatro, corresponde a Ovidio el mérito de haber profundizado y perfeccionado aquel recurso consistente en que el personaje se presente, sienta y hable por sí mismo. Desde él mismo. La mayoría de las protagonistas-autoras de esas cartas poéticas son mujeres y el tema es siempre el amor. Pero no el amor algo frívolo y más bien mecánico de Amores o Ars amatoria, sino aquel sentimiento profundo e invencible que han cantado, con distinto acento, todos los poetas de todos los tiempos y lugares: el amor-pasión. Cierto que algunos sabios pensadores decidieron que ese tipo de amor sólo se da en Europa y en determinados siglos como resultado de la represión cristiana del instinto sexual; pero no es menos cierto que, como ya he observado en alguna ocasión, el fluir natural de las cosas no siempre obedece a los esquemas dibujados por los sabios pensadores.

ariadnaAriadna ha sido abandonada en una isla desierta por Teseo, que le había jurado amor eterno. Desde lo alto de una roca, su mirada busca en el horizonte marino la silueta de la nave que se lleva al traidor que la ha dejado sola, sin patria, sin familia. Y llora no sólo por todo lo que ha de sufrir, sino también por todo lo que puede padecer cualquier mujer abandonada (sed quaecumque potest ulla relicta pati). Y así, la primera persona del singular del texto de Ovidio llora por el inmenso plural de todas las mujeres engañadas y maltratadas. Algo parecido expresaba Catulo en un poema sobre el mismo tema -que sin duda Ovidio conocía- aunque en aquél se adivina además una curiosa transmutación: la desesperación de la mujer engañada y abandonada es en realidad la del mismo Catulo, víctima del juego perverso de la amante.

También es una carta de amor y de reproches, como la mayoría, la que Dido, reina de Cartago, dirige a Eneas, su enamorado ferviente hasta que un dios le recuerda su misión política (nada menos que fundar un reino que dará origen a la futura Roma). El episodio lo trata también Virgilio en la Eneida – y está claro que Ovidio lo tiene en cuenta –, pero lo curioso es que en ambos poetas (el “oficial” y el luego maldito por el poder), la visión de la historia es casi idéntica. El idilio perfecto se rompe porque, de pronto, el enamorado recibe el aviso divino que le recuerda su destino. El hombre ha de partir, olvidando promesas y ternuras. La mujer, incrédula (más en La Eneida), pone en duda que los dioses se ocupen de esas cosas. Pero el hombre tiene que construir la historia. Y la mujer, ante el hundimiento de aquel amor que ella creía sabiamente construido, dirige al traidor sus últimas palabras, que no dejan de ser de amor.

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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Cansancio del escritor

Los escritores son como las personas. A partir del momento en que conoces a una persona puede ocurrir alguna de estas cosas : que no te caiga nada bien y en adelante procures evitarla; que te caiga estupendamente y se inicie una buena amistad; que te interese conocerla a fondo ¡te han hablado tanto de ella! y se inicie por tu parte un proceso de final incierto. Esto es lo que me ha ocurrido con el escritor.

Todo lo que había oído de él era positivo, o sea, bueno. Y sin embargo, no había leído ninguna de sus obras, salvo algunos artículos periodísticos. Ni pensaba hacerlo, por cierto; intención que no respondía a nada premeditado contra el escritor, sino a un doble prejuicio que hace tiempo que arrastro: sobre las novelas y sobre los autores contemporáneos. Pero la recomendación de un lector de confianza y ciertas coincidencias o sincronicidades que se dieron entre el escritor y yo  (y que el lector curioso podría rastrear en este mismo blog) me llevaron a acometer la lectura sin más tardanza. Un ensayo y cuatro novelas en el espacio de unos meses.

Del ensayo no voy a decir nada. A un escritor rebosante de erudición literaria, como es el caso, esas páginas le salen casi solas, solo hay que meterlo todo en la coctelera, agitarlo un poco y decantarlo con no demasiado cuidado.

Diferente las novelas. Y conste que acepto la precisión del escritor de que no son novelas al estilo clásico,  de que ya no valen los viejos parámetros de narrador omnisciente,  tiempo lineal, separación de planos y tantas cosas hoy en día impresentables. Pero el escritor también habrá de aceptar – en el caso improbable de que lea esto –  que no me dedique yo a tales florituras teóricas, sino que vaya al grano, o sea, a los efectos de la lectura. 

Lo primero que se advierte es una insistencia o repetición de temas que, se supone, deben de obedecer a las obsesiones que el escritor, como todo artista que se precie, ha de tener siempre a punto para dar consistencia a su obra. Personas que desean desaparecer o que de hecho desaparecen, individuos que ansían no ser nada, escritores que preferirían no haber escrito ninguna de sus obras (tómese nota), criaturas vagas  que aspiran al fracaso, y otras perversiones impostadas, ajenas por completo a las que suelen padecer los seres vivos, además de unas relaciones especialmente secas entre esposa y narrador principal, que siempre parece el mismo, y unas oscuras o extravagantes relaciones entre el mismo y su hijo.

La trama es lo suficientemente confusa como para que la obra pueda considerarse dignamente alejada de la novela tradicional. Lo malo es que esa trama, la historia, no atrapa; carece no solo de verosimilitud, sino de interés vital. Todo es intelecto, todo es juego más o menos erudito, todo es cerebral. Tanto es así que, cuando uno de los personajes habla de amor o enamoramiento la cosa suena como un pistoletazo en medio de un concierto. Pero en fin, cada cual es dueño de su arte. Y el lector, de su crítica.

Pero hay una cosa imperdonable en un escritor, y más si es un escritor tan famoso como el escritor. Que no escriba bien. No quiero decir que nuestro escritor no tenga su voz propia, su estilo característico, su gracia a veces, e incluso que en algún momento llegue a enganchar, como a mí mismo me ha ocurrido, más que nada por la esperanza, finalmente frustrada, de que detrás de todo eso haya una revelación genial… Lo que quiero decir es que no escribe bien.

…arrastrado tal vez por mi temprana decisión de escribir y por el no menos temprano descubrimiento de que a mí no parecía que fuera a ocurrirme nunca nada lo suficientemente interesante para que valiera la pena poder contarlo.

Lo menos que se puede decir de frases como ésta, que se arrastran, renqueando, de manera tan lamentable, es que son antipáticas de leer. Y sin embargo se leen. Y no solo se leen, sino que su autor se convierte en uno de los escritores serios más aplaudidos de su generación, cumbre de la modernidad literaria (posmodernidad incluida), ensalzado por críticos de distintos colores.

Esto del ensalzamiento de los críticos no tiene nada de raro, pues es sabido que, si un autor ha alcanzado cierto nivel de fama, la crítica responde siempre de modo unánime, como a toque de corneta. Lo he comprobado dando un repaso – rápido y ligero, lo reconozco – a lo que la crítica ha dicho del escritor. Solo he encontrado una voz discordante, la de un lector malherido con el que sin embargo no siempre estoy de acuerdo.

En fin, ya me perdonaréis, yo cierro el libro y me apeo definitivamente. Por cansancio.

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Constance, esposa de Wilde

He mencionado a Constance, la esposa, y debía haberlo hecho con mayor frecuencia, porque en esta historia tiene un papel fundamental, incluso por sus ausencias y silencios. Y es que se ha de reconocer que el destino la situó en una posición imposible. Un biógrafo escribe: “Constance no fue capaz de entender a su marido, pero siempre se había mostrado bondadosa con él…” ¿Que Constance no fue capaz de entender a Oscar? Vayamos por partes.

Constance no pertenecía al tipo clásico de señora burguesa de la sociedad victoriana. Irlandesa como el marido, estaba más próxima a la suegra que a él en su sentimiento nacionalista; escribió cuentos infantiles – dicen que El gigante egoísta le debe tanto a ella como al famoso escritor -, participó en cierto movimiento estético para la renovación del gusto en la decoración y en el vestido; se interesó por los primeros movimientos feministas y por el incipiente socialismo fabiano, incluso es posible que influyera en la redacción del célebre ensayo de Wilde sobre el asunto… Quizá el biógrafo aludido estuviese pensando precisamente en esta actitud abierta y poco convencional de Constance para reprocharle que no entendiera, además, la particular deriva del marido. Pero es que la vida no funciona como las matemáticas, quiero decir, que en ella los mismos factores no siempre dan el mismo producto.

Se trata, como casi siempre, de imaginar. Una mujer – todo lo abierta y cultivada que se quiera – se enamora de un hombre maravilloso, apuesto, brillante, artista admirado por todos los públicos y estrella de la mejor sociedad; se casa con ese hombre, que además la ama y la obsequia con toda clase de atenciones; juntos fundan un hogar que es un modelo de elegancia y felicidad para todo Londres; tiene dos hijos, a los que él adora por encima de todo. Algo cambia después del nacimiento del segundo, es cierto, pero nada importante; él está cada vez más ausente, siempre con amigos – casi todos jóvenes – arriba y abajo. Pasa temporadas fuera del hogar; la pasión conyugal remite, suele ocurrir, pero el amor verdadero se mantiene, piensa… Y de pronto, ese hombre maravilloso es detenido, juzgado, esposado, expuesto a la vergüenza pública, encarcelado y proscrito para siempre de la sociedad, culpable de un “delito” que ni ella, ni probablemente ninguna mujer de aquella época y sociedad, podía entender. ¿Cómo pretender entonces que entienda al “delincuente”? Lo normal era que pensase que aquel hombre la había estado engañando toda la vida o que, de repente, se había convertido en un monstruo, y que cortase toda relación. Y, sin embargo, tal como reconoce el biógrafo, no dejó de mostrarse bondadosa con él.

Lo visitó en la cárcel para comunicarle personalmente la muerte de su madre, y así evitar que recibiese la triste noticia por los carceleros; instalada en Génova con sus hijos, le envió dinero periódica y puntualmente con la condición de que no volviese a ver a Bosie, y cuando se enteró del incumplimiento de la condición… siguió con los envíos, pero a través de Robert Ross, previo el compromiso de éste de no delatar la procedencia.

Constance murió al poco tiempo, a los cuarenta años, en Génova. Nadie es quién para juzgar su conducta, ni su capacidad de comprensión. Ahí están los hechos. 

 (De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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La extraña metamorfosis de un padre de familia o cómo convertirse en otro permaneciendo inmóvil

Esta historia se la debo al escritor austriaco Robert Musil. La narra en su novela El hombre sin atributos al efecto caracterizar a algunos de los personajes. La leí hace tiempo, pero no voy a buscarla ahora para releerla y comprobar detalles. Así que mi versión puede ser algo diferente del original. Pero no importa. Doy fe de que el sentido es el mismo.

Érase una vez un buen padre de familia que llevaba una vida tranquila y acomodada en la Viena de 1913. Tenía  esposa, y una hija de poco más de veinte años. Profesionalmente, era muy valorado como alto empleado de banca.  También era judío, judío de toda la vida, cosa que su esposa, germana de pura sangre, y su hija, necesariamente híbrida, conocían desde el primer día. Y no es que la aceptasen, es que ni siquiera la veían, porque nunca la habían considerado como algo especial o conflictivo. Pero los vientos que hacía unas décadas se habían levantado en tierras germánicas iban cobrando cada vez mayor fuerza, aunque todavía no eran tempestad.

La hija, como natural representante de las jóvenes generaciones y tendencias, fue la encargada de introducir en el ámbito familiar lo nuevos vientos. La madre aprendió la buena nueva de labios de la hija y la hizo suya con naturalidad. Hay una tradición – decía la joven -, un espíritu germano-cristiano, que conduce a nuestro pueblo desde los siglos oscuros de su formación hasta un próximo futuro de plenitud. Debemos preservarlo y mantenerlo, rechazando cuanto de espurio pretenda corromperlo, como todo lo judaico que se ha ido infiltrando.

Cuando madre e hija hablaban del asunto, si por casualidad se acercaba el padre, bajaban la voz o cambiaban de tema. El padre pronto se dio cuenta de que algo extraño se había introducido en el hogar, algo que le estaba convirtiendo, a él, al buen padre de siempre, en un ser diferente.

Un día, conversando los tres durante el almuerzo,  soltó la hija: «Tú no puedes entender esto, papá, no perteneces a la tradición germano-cristiana», y mamá asintió.

Pero fue precisamente entonces cuando el padre entendió. Entendió que, siendo absolutamente el mismo, se había convertido en un ser extraño, en un monstruo que crecía dentro de las paredes de su propia casa. Sin hacer nada, sin opinar siquiera, manteniéndose como siempre había sido.

Si se la considera bien, la historia es estremecedora. Pero no inusual. De vez en cuando se repite en distintos ámbitos y países, según los vientos que levanta la historia, o la simple moda. Los factores serán diferentes, quiero decir que en lugar de judíos y germanos  jugarán otros elementos. Pero el desenlace, terrorífico, será siempre el mismo: sin comerlo ni beberlo un ser humano se ve convertido de la noche a la mañana en un insecto asqueroso, como le ocurriera a Gegorio Samsa en la historia soñada por Kafka en la Praga de 1912.

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Schopenhauer, el arte, Wagner y Goethe

−El arte, los artistas… ¿Qué me dice usted de los artistas en relación con mi obra?

−¿Los artistas? No veo nada de particular en que acojan con entusiasmo su filosofía. Al contrario, si parece que está pensada para ellos…

−A eso precisamente me refiero, August. A la relación especial que hay entre mi filosofía y los artistas. Esto también es nuevo. Hasta ahora ningún artista, ningún creador auténtico se había preocupado por la filosofía, y es que hasta ahora ningún filósofo se había ocupado en serio del arte y los artistas. Platón es una excepción, pero mejor que la pasemos por alto, pues sólo se acuerda de ellos para proscribir a los poetas, y no se le ocurra mencionar a Hegel, porque estoy hablando de filósofos de verdad. En mi pensamiento el arte encuentra su explicación, su lugar y su sentido. Es una forma de conocimiento distinta de la de la ciencia. La ciencia se dirige al fenómeno y utiliza el principio de razón; el arte se dirige a la Idea y utiliza la intuición, la aprehensión directa del objeto.

−Sí, pero hay algo más. Para arrancar exclamaciones de entusiasmo de un poeta, como tan a menudo ocurre con su obra, no basta con una explicación racional y verdadera del mundo. Lo que entusiasma a los artistas es el arte, y creo yo que el secreto del entusiasmo que su obra despierta en ellos no está principalmente en el contenido, sino en la forma, quiero decir que El mundo como voluntad y representación constituye por sí misma una obra de arte, un monumento de la literatura universal, comparable en muchos aspectos a la Commedia del Dante. Usted lo sabe, y alguna vez lo ha apuntado. En esa obra no hay nada de la sequedad del doctrinario que penosamente va desgranando conceptos; es una pieza de arte, es una sinfonía de ideas genialmente articulada, desarrollada a partir de un pensamiento central que está presente en cada momento, y dotada con todo el encanto y el poder de sugestión del arte. Si la belleza y la verdad son, en sus más altos grados, inseparables, creo yo que la mejor prueba de la verdad de su doctrina está en la belleza de la forma en que necesariamente ha debido expresarse.

−No crea que no he pensado en todo eso, naturalmente que lo he pensado. Es cierto, no sólo en el contenido, es en la forma principalmente donde se manifiesta la relación especial que hay entre mi obra y el arte en general, o entre mi obra y la música en particular. El impacto que al parecer he causado en un músico como Richard Wagner es por lo menos revelador. Otra cosa son los resultados prácticos.

−Usted no aprecia la música de Wagner…

−No, es cierto. Mire, para mí la música es Mozart y Rossini. He visto dos óperas de Wagner y he leído el libreto de El anillo del Nibelungo, que él mismo me envió dedicado y, qué quiere que le diga, tiene talento, sin duda, pero más como poeta que como músico.

−¿Sabe que ha estado aquí, en Frankfurt?

−Ah, no, no lo sabía, creía que seguía en Suiza, expiando su culpa por haber acompañado a la canalla revolucionaria. ¿Seguro que ha estado en Frankfurt? Es raro que no me haya visitado. En sus cartas se muestra siempre tan devoto, tan enamorado.

−Quizá no se ha atrevido, quizá ha preferido evitar la amargura de una decepción. Usted no se ha mostrado muy amable con él, quiero decir que no ha intentado corresponder de alguna manera a la devoción que él le profesa.

−Tonterías, August, tonterías. Cada cual ha de seguir su propio camino, sin importarle los palos que pueda recibir. ¿Cuántos años tiene Wagner ahora? ¿cuarenta y cinco? ¿cincuenta? Yo tenía veinticinco cuando intenté la aproximación a uno de los genios más grandes de todos los tiempos, y al principio me fue bien, luego, a veces, no tanto, pero en las duras y en las maduras dejé constancia de mi carácter, de mi valor y de mi talento, y esto es algo que el «maestro» siempre reconoce y agradece.

−Se refiere a Goethe, naturalmente. Permítame que le haga una pregunta, es algo que a pesar de sus comentarios al respecto nunca he acabado de ver claro. Como gran artista que era, ¿apreció también Goethe su filosofía? A veces tengo la impresión de que él ha sido una excepción para usted, una dolorosa excepción.

−Le confieso que éste es un tema delicado para mí. Pero, no importa, voy a hablarle con toda sinceridad. Goethe comprendió y apreció mi teoría sobre el papel de la intuición en el conocimiento y sobre el arte y el artista, hasta el extremo de que en las conversaciones recogidas por su secretario utilizó conceptos e incluso frases tomadas directamente de mi obra. En cuanto al conjunto de la doctrina, debo confesarle que eso ha sido y sigue siendo un enigma para mí. Que la leyó, seguro; pero sobre su opinión, no sabría qué decirle.

−Y eso le preocupa.

−Me preocupa, sí, siempre me ha preocupado. Es como si me faltase la otra cara de la moneda. Que un oficial prusiano o una mujer se entusiasmen por mi obra me encanta, pero que Goethe no dejase dicho nada, me preocupa. Que el artista que, a través de la poesía, mejor ha expresado la realidad del hombre y del mundo permanezca mudo ante mi explicación filosófica de esa misma realidad me preocupa, sí, me inquieta, qué quiere que le diga. El silencio de Goethe es como una losa que he tenido que soportar a lo largo de mi vida, una losa que toda la fama y la popularidad de estos últimos años no han logrado mover una pulgada, esa es la verdad…

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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La importancia de ser yo

No hay ejercicio mental y emocional más difícil que el de ponerse en el lugar del otro. Y se comprende, porque lo primero necesario para que se pueda realizar es reconocer que el otro existe, y que su existencia tiene la misma o parecida entidad que la tuya propia.

Que existe, parece cierto. Basta salir a la calle para observar sus movimientos. Camina como tú, habla, gesticula, se indigna como tú. Y si le observas en ámbitos más íntimos, verás que come como tú, y que prácticamente hace todas las cosas que haces tú mismo.

Pero, si lo piensas bien, comprenderás que todo eso no es suficiente. O que, en todo caso, la entidad de su existencia no es en absoluto comparable con la tuya. Un ejemplo lo muestra claramente. Tú puedes admirar o envidiar la fortuna del otro, su belleza, juventud, riqueza, prestigio, etc. Y a la pregunta de si te cambiarías por él, puedes estar a punto de responder que sí. Pero entonces reflexionas un poco y te dices: no, no,  lo que yo quiero es su belleza, su riqueza, su prestigio, todo lo que él posee, pero para mí, sin dejar de ser yo, que es lo que realmente existe. Porque si me cambiase por él perdería mi yo para hundirme en las tinieblas exteriores de la otredad. Ni hablar.

Además, en la gran mayoría de los casos, el otro no cumple con su función, es decir, no justifica debidamente su existencia, su razón de ser.

La razón de ser del otro consiste básicamente en ejercer de espejo amable de ti mismo. En sus palabras y su actitud ha de verse reflejada la estupenda persona que tú eres. Incluso cuando actúa como adversario, ha de darte generoso pie para que despliegues todo tu ingenio y agudeza en la respuesta.

Si eres escritor, por ejemplo, el otro ha de leer tus escritos, alabarlos, promocionarlos, estar siempre pendiente de tus progresos, dudas, sueños y caprichos. Y, si te contradice, lo ha de hacer con la poca gracia adecuada para que brille fulgurante el rayo de tu réplica.

Puede ocurrir, y con demasiada frecuencia ocurre, que el otro también sea escritor. Y que se imagine que tiene derecho a esperar de ti la actitud propia de todo «otro» . Pues que imagine. Es su problema.

Y para acabar, una aclaración. Como  el lector inteligente ya habrá comprendido, todo lo que acabo de decir es pura fantasía. La verdad es muy diferente. La verdad la formula el siempre lúcido y elegante Thomas Mann :

Todo el mundo está demasiado ocupado consigo mismo como para estar en situación de formarse en serio una opinión sobre los demás.

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