No hay ejercicio mental y emocional más difícil que el de ponerse en el lugar del otro. Y se comprende, porque lo primero necesario para que se pueda realizar es reconocer que el otro existe, y que su existencia tiene la misma o parecida entidad que la tuya propia.
Pero, si lo piensas bien, comprenderás que todo eso no es suficiente. O que, en todo caso, la entidad de su existencia no es en absoluto comparable con la tuya. Un ejemplo lo muestra claramente. Tú puedes admirar o envidiar la fortuna del otro, su belleza, juventud, riqueza, prestigio, etc. Y a la pregunta de si te cambiarías por él, puedes estar a punto de responder que sí. Pero entonces reflexionas un poco y te dices: no, no, lo que yo quiero es su belleza, su riqueza, su prestigio, todo lo que él posee, pero para mí, sin dejar de ser yo, que es lo que realmente existe. Porque si me cambiase por él perdería mi yo para hundirme en las tinieblas exteriores de la otredad. Ni hablar.
Además, en la gran mayoría de los casos, el otro no cumple con su función, es decir, no justifica debidamente su existencia, su razón de ser.
La razón de ser del otro consiste básicamente en ejercer de espejo amable de ti mismo. En sus palabras y su actitud ha de verse reflejada la estupenda persona que tú eres. Incluso cuando actúa como adversario, ha de darte generoso pie para que despliegues todo tu ingenio y agudeza en la respuesta.
Si eres escritor, por ejemplo, el otro ha de leer tus escritos, alabarlos, promocionarlos, estar siempre pendiente de tus progresos, dudas, sueños y caprichos. Y, si te contradice, lo ha de hacer con la poca gracia adecuada para que brille fulgurante el rayo de tu réplica.
Y para acabar, una aclaración. Como el lector inteligente ya habrá comprendido, todo lo que acabo de decir es pura fantasía. La verdad es muy diferente. La verdad la formula el siempre lúcido y elegante Thomas Mann :
Todo el mundo está demasiado ocupado consigo mismo como para estar en situación de formarse en serio una opinión sobre los demás.