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Schopenhauer, la mujer y los judíos.

[SCHOPENHAUER]… Las mujeres, ¿qué me dice de las mujeres? ¿cómo se explica que reciba tantas cartas de mujeres que se confiesan admiradoras de mi obra? Y no se preocupe, esta vez le plantearé la pregunta ya vuelta del revés: ¿qué hay en las mujeres que hace que se sientan atraídas por mi doctrina?

[AUGUST]−Nada, nada hay en las mujeres en este aspecto. Todo está en usted mismo.

−Explíquese, por favor. Sospecho que pretende sorprenderme con algo paradójico y quizá delicado para mí. Espero que sabrá guardar el respeto debido a su maestro.

−Naturalmente, por nada del mundo me permitiría ofenderle. Sólo trato de destacar un hecho que, por mi condición de espectador, quizá estoy en mejores condiciones de observar que usted mismo.

−Adelante, señor juez.

−En realidad, no hay muchas mujeres interesadas por su filosofía. Piénselo bien, Arthur, según sus propios datos ¿cuál es la proporción de mujeres respecto al total de admiradores? Ínfima, debe reconocerlo. Lo que a usted le sorprende no es que haya muchas mujeres atraídas por su filosofía, lo que en realidad le sorprende es que haya alguna, que una sola mujer haya podido leer y entender su obra, eso es lo sorprendente para usted.

−Humm… Quizá tenga razón, August. A veces pienso que sabe usted de mí más que yo mismo, y le confieso que esto me da un poco de miedo. Dígame una cosa, ¿cree usted que la opinión que sobre las mujeres he expresado en algunos pasajes de mi obra es incorrecta, que no responde a la realidad?

−Sí, en algunos casos creo que es incorrecta.

−Está usted muy duro conmigo, August. Pero no crea que no voy a defenderme. Mire, cuando en mis escritos hablo de las mujeres, como cuando hablo de los franceses, o de los italianos, o de los judíos, colectivos que parece que tampoco gozan de mis simpatías, hablo precisamente de eso, del colectivo, del grupo.[…] Y así, cuando yo he hablado de las mujeres como colectividad he tenido necesariamente que incidir en sus defectos, en sus carencias, que es lo que las define como grupo. Lo mismo que cuando me he referido a los italianos o a los franceses. ¿Quiere esto decir que no soy capaz de reconocer la grandeza de un Voltaire o la profundidad de un Leopardi? No, por favor, sería ridículo. Igual que puedo apreciar el carácter noble de un francés o de un italiano que conozca personalmente. Con los judíos pasa algo parecido, pero no idéntico. En realidad, nunca me he referido a los judíos en términos negativos. Mi rechazo va siempre dirigido a su religión, ejemplo espeluznante de credo ordenancista, represivo, nacionalista, caprichoso y despiadado con los hombres, cruel con los animales y sin esperanza alguna para el individuo, tan diferente de las religiones que yo llamo de salvación o redención, como la hindú, la budista o la misma cristiana en cuanto no está en deuda con el judaísmo. Pero personalmente siempre he tenido y tengo amigos judíos, ya desde mis tiempos de estudiante. Usted ha conocido al abogado Emden, judío y uno de mis mejores amigos… Pero volvamos al tema de las mujeres. Voy a hacerle una concesión. Le concedo que la forma en que he expresado mis opiniones puede inducir a confusión sobre lo que realmente pienso del asunto. Pero eso he de subsanarlo. Todavía no lo he escrito todo sobre las mujeres. Además, no hace mucho tuve una experiencia muy interesante, ya le comenté algo. Fue el conocimiento de la joven escultora Elisabet Ney, de Berlín, y el trato diario con ella. Hace cosa de un año pasó aquí muchas horas esculpiendo aquel busto mío que tantos elogios le mereció a usted. Cada día, después del tiempo de trabajo que ella consideraba oportuno, nos sentábamos aquí mismo y, mientras tomábamos un café, charlábamos de cualquier cosa con la franqueza y la naturalidad de un matrimonio comme il faut. Sí, era como si estuviésemos casados, en el sentido más noble y positivo que usted pueda imaginar. Y aún le diré más, August, voy a decirle algo que quizá le sorprenda: que el trato que estos últimos años he tenido con ciertas mujeres excepcionales, entre las que naturalmente incluyo a Elisabet, me ha llevado a la conclusión de que, cuando una mujer consigue sustraerse a la masa, cuando logra destacarse del grupo, es capaz de crecer ilimitadamente, más incluso que los hombres…

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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