Los carnavales están hechos para divertirse, dicen. Pues yo he de confesarte que, desde que se restauraron en todo su esplendor, no he encontrado en ellos otra cosa que un fácil motivo literario (¿quién puede sustraerse a la transparente simbología que los usos y abusos de esas fiestas ofrecen al escritor de costumbres?), pero divertirme, lo que se dice divertirme, si es que alguna vez he pensado seriamente en ello, nunca se me ha ocurrido asociarlo con el Carnaval…
“¿Me conoces?” “Te conozco”, dícense sin cesar las máscaras como pronunciando la fórmula precisa de un misterioso ritual. Este es el eje central de toda la ceremonia…y, ahora que lo pienso, también de toda la vida social, porque, en el fondo, toda comunicación humana no consiste en otra cosa que en escenificaciones varias de ese mismo ritual. Uno se pone la máscara más respetable y le dice con palabras cifradas al otro “¿me conoces? ¿sabes en realidad lo que pretendo y lo que espero de ti?” Y el otro estudia, comprende y responde con palabras cifradas “te conozco, no tienes por qué preocuparte, ya he entendido lo que a los dos nos conviene”.
¿Me conoces?, me pregunta con cifradas y rudas palabras el marido digno pero prudente; te conozco, le respondo con mis propias palabras cifradas. ¿Me conoces?, me pregunta con cifradas y suaves palabras el manso y fiel guardián del honor familiar; te conozco, le respondo con mis propias palabras cifradas. ¿Me conoces?, me pregunta con leyes y decretos y programas (que son las palabras más cifradas que existen) Don Juan Álvarez Mendizábal; te conozco, le respondo con mi nada cifrado artículo Dios nos asista, que es como para darse por muy bien conocido y no estar encantado de ello precisamente.
La escena se divide en dos partes, una principal, que ocupa la mayor parte del escenario, y otra reducida, que ocupa el espacio del ángulo derecho anterior.
La zona principal, un poco elevada, reproduce un despacho o gabinete de estudio decorado con buen gusto. En el primer término, un poco a la derecha, un velador sobre el que se halla dispuesto un servicio de café y un libro abierto; junto al velador, dos sillas forradas de rojo. En la pared del fondo, una chimenea en cuya repisa descansan varios objetos; sobre la chimenea cuelga un espejo lujosamente enmarcado. A la derecha, doble puerta de cristal esmerilado (se ha visto pasar la sombra de Pedro). A la izquierda, bufete-escritorio; sobre la parte superior de este mueble, un estuche de madera amarilla y un quinqué; sobre el escritorio, un montón de hojas escritas, dos libros cerrados y utensilios de escribir, y ante él, un sillón forrado de verde.
Desde detrás de la puerta de cristales biselados, por la derecha, tres escalones descienden a la zona que ocupa el ángulo derecho anterior del escenario: Es el zaguán del edificio; sin decoración; en su extremo derecho anterior está el portal que da a la calle.
Pedro desciende los escalones, cruza el zaguán, abre el portal; entran dos mujeres, cubiertas con amplios mantones; suben las escaleras, precedidas de Pedro que porta en la mano izquierda un candil. En el despacho, Larra se ha levantado del sillón, da unos pasos del escritorio a la puerta y de la puerta al escritorio, se vuelve a sentar. Pedro abre la puerta del despacho y anuncia la visita mientras se hace a un lado.
PEDRO: Las señoras están aquí.
LARRA: (se levanta y se queda de pie en medio de la escena) Pasa, Dolores. (entraDolores seguida de su acompañante, a quien Larra corta el paso). No, usted, no. Haga el favor de esperar ahí.
M.MANUELA: Señor, he venido a acompañarla.
LARRA: Muy bien, señora, pues ya la ha acompañado, ya ha cumplido usted, ahora haga el favor de esperar ahí fuera, en la salita.
DOLORES: Mariano, por favor, qué más da.
LARRA: Sí que da.
M.MANUELA: ¿Qué hago, Dolores?
DOLORES: Espera ahí fuera, no te preocupes.
M.MANUELA: Como quieras. Dejo la puerta un poco abierta.
Sale, dejando la puerta entornada. Larra se acerca, la cierra de un golpe y pasa el pestillo.
LARRA: Mal principio. Siéntate, Dolores.
DOLORES: No voy a estar mucho rato.
LARRA: (violento) ¡Siéntate, he dicho! (Dolores, por un momento asustada, se sientaen una de las sillas que hay junto al velador, en la otra se sienta Larra,que ahora habla en tono humilde y tierno) Perdona, amor mío, estoy nervioso, muy nervioso, y debería estar feliz, es como un milagro, que hayas venido aquí, a mi casa, no puedo creerlo, y después de lo de anoche, es increíble, increíble.
DOLORES: Anoche… precisamente quería que me disculpases por lo de anoche… aunque has de reconocer que no estuviste nada oportuno.
LARRA: ¿Disculparte? ¿Oportuno? ¿De qué estamos hablando, amor mío? Has venido, has venido y yo te quiero, ¿qué importa lo demás? ¿Me quieres tú?
DOLORES: He venido porque pienso que hay que acabar de una vez con esta situación.
LARRA: Eso mismo pienso yo.
DOLORES: Hay que dejar las cosas claras.
LARRA: Eso creo yo. Pero no me has contestado. ¿Me quieres, Dolores?
DOLORES: Mariano, escúchame bien, escúchame bien lo que voy a decirte: no nos veremos más, nunca más, ¿lo entiendes? nunca más.
LARRA: Espera, espera, habla despacio, más despacio, repite lo que acabas de decir.
DOLORES: He dicho que no nos veremos nunca más…
LARRA: No, creo que no oigo bien, o que no entiendo, porque si fuese verdad lo que por un momento me ha parecido oír…
DOLORES: Mariano, por favor, ¿no puedes aceptar la realidad?
LARRA: ¿La realidad?
DOLORES: La realidad de que lo nuestro se acabó.
LARRA: ¿Se acabó? ¿Qué es eso nuestro que se acabó? Habla más claro, amor.
DOLORES: Por favor, no lo pongas más difícil todavía. Ha sido todo tan duro desde el principio…los dos, casados; los disimulos, las mentiras, las murmuraciones, los sobresaltos, el escándalo…
LARRA: Te recuerdo, mi amor, que hace pocos meses no había sobresaltos, ni apenas mentiras, y nadie se preocupaba del escándalo. Sólo pensábamos en amarnos.
DOLORES: Hablas por ti, sólo por ti, porque no tienes idea de lo que yo he pasado. Mariano, yo no puedo seguir viviendo así.
LARRA: Así, ¿cómo?
DOLORES: Fingiendo, engañando, no pudiendo ser quien de verdad soy, siendo la comidilla de todos, y sin dignidad, sin ninguna dignidad, hasta el nombre me han quitado. Tú tienes un nombre. Yo no, yo sólo soy “la querida de Larra”.
LARRA: Reconozco que es horrible, y además de pésimo gusto. ¿A quién se le ocurre ser “la querida de Larra” pudiendo ser “la señora de Cambronero”?
DOLORES: Esa amargura no te hace ningún bien. Tendrías que aceptar las cosas como son. Nos guste o no, soy la señora de Cambronero.
LARRA: Un título muy honorable, no lo niego. Pero yo no hablaba de títulos ni de honorabilidades; hablaba de sentimientos, y te preguntaba ¿me quieres? ¿me quieres todavía? No me has contestado.
DOLORES: Ya he dicho lo que tenía que decir. No me atormentes ni te atormentes más. Lo nuestro ha terminado, ¿lo entiendes? terminado.
LARRA: No, no lo entiendo. ¿Puede el sol terminar? ¿Puede el cielo terminar? ¿Puede la savia que alimenta a los árboles terminar? ¿Puede la naturaleza entera, la vida entera terminar? No, no lo entiendo.
DOLORES: Pues lo siento, lo siento mucho. Mira, si he venido aquí ha sido porque anoche me dejaste muy preocupada. Me pareció que era mi deber tratar de que comprendieras la situación y de que la aceptaras. Por eso estoy aquí. Pero veo que ha sido inútil. Mariano, tú no estás bien.
LARRA: De ti depende, Dolores, sólo de ti depende que esté bien o que esté muy mal.
DOLORES: ¡No, no, de ninguna manera! No puedes cargar sobre mí ese peso. Yo no soy responsable de lo que pueda pasar por tu cabeza.
LARRA: ¿No? ¿No eres responsable? Todos somos responsables de nuestros actos, amor, y de nuestras palabras. ¿Cuántas veces has dicho que me amas? ¿En cuántas ocasiones me has jurado amor eterno? Y yo me lo creía, ¿sabes? soy tan ingenuo que me lo creía, y no veo por qué ahora he de dejar de creerlo. ¿Mentías entonces? ¿O mientes ahora? Me gustaría saberlo, amor, cuándo dices la verdad, cuándo dices la mentira.
DOLORES: Ni mentía entonces, ni miento ahora. Y si no entiendes esto, es inútil que me esfuerce. Quería despedirme de ti intentando borrar todo lo que hay en tu corazón de amargura, de odio, de rencor hacia mí. Pero no ha sido posible. Lo siento.
LARRA: Oyeme una cosa. Si de ti dependiera que moviendo un dedo, un solo dedo de tu mano me salvase yo del abismo, ¿lo harías? ¿lo moverías?…No, no lo harías, de hecho, es ésta la situación…Sólo te pido una cosa, Dolores, que no te vayas a Filipinas, nada más, no te pediré nada más, te lo juro.
DOLORES: ¿Quién te ha dicho que me voy a Filipinas?
LARRA: Tus ojos me lo dicen, que huyen de los míos; tu voz, áspera y decidida, como de quien cumple un deber o transmite una orden; tu pose, afectada y distante, como de señora esposa del señor Secretario…
DOLORES: Sí, ¿y qué? Es mi vida, puedo disponer de ella como me plazca. Tengo ganas de vivir tranquila, no sé si lo puedes entender, sin miedos, sin sobresaltos, sin tapujos…ya he pasado bastante…
LARRA: Bien, ya lo entiendo, tú eres capaz de marchar y dejarme; eres capaz de renegar de tu amor y de vender tu cuerpo por un poco de tranquilidad y unas cuantas joyas exóticas…(alza la voz) ¡como las rameras, igual que las rameras!
DOLORES: (se levanta, indignada) No voy a permitir que me insultes.
LARRA: (también se levanta, cada vez habla más exaltado) Tú eres capaz de dejarme, pero ¿y yo? ¿Sabes de lo que yo soy capaz?
DOLORES: No, no lo sé. Pero sea lo que sea, no vale la pena.
LARRA (con violencia y alzando aún más la voz) ¿Sabes de lo que yo soy capaz?
Tras el cristal traslúcido de la puerta se ha visto durante toda la escena la sombra de Maria Manuela, que ahora golpea la puerta con los nudillos
VOZ DE M.MANUELA: ¿Qué pasa, Dolores? ¿Me necesitas? ¿Pido ayuda?
DOLORES: ¿De matarme? ¿De matarme, quieres decir? No me asustas, Mariano.
LARRA: De matarte, sí de matarte. Pero no te preocupes, no lo haré. No cometeré ese error. Ante el mundo tú serías la víctima, y sabes muy bien que no es el papel que te corresponde en esta historia. No te preocupes, si he de matar a alguien, no será a ti, puedes estar tranquila.
DOLORES: Me alegra saberlo.
LARRA: No me olvidarás fácilmente, Dolores. Siempre te acordarás de mí, te lo juro.
DOLORES: Supongo que no tendrás ningún inconveniente en devolverme las cartas.
LARRA: ¿Las cartas?
DOLORES: Sí, las cartas, todas las cartas que te he escrito, incluidos los billetes, todo.
LARRA: ¿Hasta eso me arrebatas? Sin tus cartas, sin tus palabras de amor escritas por tu propia mano, ¿cómo podré saber que todo esto no ha sido un sueño? ¿Cómo podré convencerme de que no estoy loco?
DOLORES: No es asunto mío. Dámelas.
LARRA: ¿Y si no te las doy?
DOLORES: No me iré de aquí hasta que no me las devuelvas.
LARRA: Perfecto, quédate conmigo, para siempre.
DOLORES: Estás loco, Mariano, estás completamente loco. No he venido aquí para irme sin mis cartas.
LARRA: ¿Qué has dicho, Dolores? ¿Qué es eso que acabas de decir? “No he venido aquí para irme sin mis cartas” ¡Qué estúpido! Ahora lo entiendo, ahora lo comprendo todo. Tú no has venido aquí porque me quieras, no, eso ya lo he entendido, y también he entendido que nunca me has amado. Pero tampoco has venido porque estuvieras preocupada por mí. No, ni siquiera por compasión, ni siquiera por ese pobre sentimiento que no negamos a los animales. ¡Has venido por tus cartas! ¡Pérfida, traidora! Ojalá ya estuviese muerto, ojalá me hubiese ahorrado esta cruel estocada final.
Larra va hacia el mueble-escritorio, abre un cajón y saca un paquetito de cartas atadas con una cinta. Las echa con rabia sobre el escritorio, en medio de las hojas escritas.
LARRA: Tómalas.
Dolores se acerca al escritorio, coge el paquete y mira las hojas escritas.
DOLORES: ¿Y esto?
LARRA: Son cartas a un amigo.
DOLORES: Dámelas.
LARRA: Tómalas
Dolores recoge las hojas escritas, las guarda con sus cartas y, sin mirar a Larra, va hacia la puerta, descorre el pestillo y sale.
LARRA (con voz estentórea) ¡Pedro, acompaña a las señoras!
Tras la cristalera se ve las siluetas de las mujeres, que esperan, y la de Pedro que aparece en seguida y enciende el candil. Los tres descienden las escaleras, Pedro el primero, con el candil…
En el despacho, Larra está de pie junto al mueble escritorio, con la cabeza apoyada en la pared. De pronto, da una patada contra el mueble, y otra y otra; luego se golpea la cabeza contra la pared, con fuerza, varias veces; coge el estuche amarillo de encima del mueble, lo abre, saca una pistola, apoya el cañón en la mejilla derecha y dispara…
En el momento en que Pedro abre el portal, se oye un fuerte ruido, confuso, por ir acompañado del que produce la caída como de vidrios…
M.MANUELA : ¡Jesús, qué ha sido eso!
PEDRO: EL señor, seguro, que a veces tiene un humor de perros, pero ustedes no se preocupen. Las acompaño hasta Santiago.
DOLORES: No, vuélvase usted, Pedro, puede necesitarle…
Las mujeres se van. Pedro sube las escaleras, entra en la casa y pasa ante la puerta del despacho sin mirar. Larra está tendido en el suelo; el velador, caído sobre su cuerpo, el servicio de café por el suelo; hay una ventana con el cristal roto. Adelita empuja la puerta, que ha quedado ajustada, entra y mira.
ADELITA: ¡Papá! ¡Papá!… ¡Papá está debajo de la mesa! ¡Papá está debajo de la mesa!
Adelita sale corriendo, mientras cae rápidamente el
LARRA: (se levanta y se queda de pie en medio de la escena) Pasa, Dolores. (entraDolores seguida de su acompañante, a quien Larra corta el paso). No, usted, no. Haga el favor de esperar ahí.
M.MANUELA: Señor, he venido a acompañarla.
LARRA: Muy bien, señora, pues ya la ha acompañado, ya ha cumplido usted, ahora haga el favor de esperar ahí fuera, en la salita.
DOLORES: Mariano, por favor, qué más da.
LARRA: Sí que da.
M.MANUELA: ¿Qué hago, Dolores?
DOLORES: Espera ahí fuera, no te preocupes.
M.MANUELA: Como quieras. Dejo la puerta un poco abierta.
Sale, dejando la puerta entornada. Larra se acerca, la cierra de un golpe y pasa el pestillo.
LARRA: Mal principio. Siéntate, Dolores.
DOLORES: No voy a estar mucho rato.
LARRA: (violento) ¡Siéntate, he dicho! (Dolores, por un momento asustada, se sientaen una de las sillas que hay junto al velador, en la otra se sienta Larra,que ahora habla en tono humilde y tierno) Perdona, amor mío, estoy nervioso, muy nervioso, y debería estar feliz, es como un milagro, que hayas venido aquí, a mi casa, no puedo creerlo, y después de lo de anoche, es increíble, increíble.
DOLORES: Anoche…precisamente quería que me disculpases por lo de anoche…aunque has de reconocer que no estuviste nada oportuno.
LARRA: ¿Disculparte? ¿oportuno? ¿De qué estamos hablando, amor mío? Has venido, has venido y yo te quiero, ¿qué importa lo demás? ¿Me quieres tú?
DOLORES: He venido porque pienso que hay que acabar de una vez con esta situación.
LARRA: Eso mismo pienso yo.
DOLORES: Hay que dejar las cosas claras.
LARRA: Eso creo yo. Pero no me has contestado. ¿Me quieres, Dolores?
DOLORES: Mariano, escúchame bien, escúchame bien lo que voy a decirte: no nos veremos más, nunca más, ¿lo entiendes? nunca más.
LARRA: Espera, espera, habla despacio, más despacio, repite lo que acabas de decir.
DOLORES: He dicho que no nos veremos nunca más…
LARRA: No, creo que no oigo bien, o que no entiendo, porque si fuese verdad lo que por un momento me ha parecido oír…
DOLORES: Mariano, por favor, ¿no puedes aceptar la realidad?
LARRA: ¿La realidad?
DOLORES: La realidad de que lo nuestro se acabó.
LARRA: ¿Se acabó? ¿Qué es eso nuestro que se acabó? Habla más claro, amor.
DOLORES: Por favor, no lo pongas más difícil todavía. Ha sido todo tan duro desde el principio…los dos, casados; los disimulos, las mentiras, las murmuraciones, los sobresaltos, el escándalo…
LARRA: Te recuerdo, mi amor, que hace pocos meses no había sobresaltos, ni apenas mentiras, y nadie se preocupaba del escándalo. Sólo pensábamos en amarnos.
DOLORES: Hablas por ti, sólo por ti, porque no tienes idea de lo que yo he pasado. Mariano, yo no puedo seguir viviendo así.
LARRA: Así, ¿cómo?
DOLORES: Fingiendo, engañando, no pudiendo ser quien de verdad soy, siendo la comidilla de todos, y sin dignidad, sin ninguna dignidad, hasta el nombre me han quitado. Tú tienes un nombre. Yo no, yo sólo soy “la querida de Larra”.
LARRA: Reconozco que es horrible, y además de pésimo gusto. ¿A quién se le ocurre ser “la querida de Larra” pudiendo ser “la señora de Cambronero”?
DOLORES: Esa amargura no te hace ningún bien. Tendrías que aceptar las cosas como son. Nos guste o no, soy la señora de Cambronero.
LARRA: Un título muy honorable, no lo niego. Pero yo no hablaba de títulos ni de honorabilidades; hablaba de sentimientos, y te preguntaba ¿me quieres? ¿me quieres todavía? No me has contestado.
DOLORES: Ya he dicho lo que tenía que decir. No me atormentes ni te atormentes más. Lo nuestro ha terminado, ¿lo entiendes? terminado.
LARRA: No, no lo entiendo. ¿Puede el sol terminar? ¿puede el cielo terminar? ¿puede la savia que alimenta a los árboles terminar? ¿puede la naturaleza entera, la vida entera terminar? No, no lo entiendo.
DOLORES: Pues lo siento, lo siento mucho. Mira, si he venido aquí ha sido porque anoche me dejaste muy preocupada. Me pareció que era mi deber tratar de que comprendieras la situación y de que la aceptaras. Por eso estoy aquí. Pero veo que ha sido inútil. Mariano, tú no estás bien.
LARRA: De ti depende, Dolores, sólo de ti depende que esté bien o que esté muy mal.
DOLORES: ¡No, no, de ninguna manera! No puedes cargar sobre mí ese peso. Yo no soy responsable de lo que pueda pasar por tu cabeza.
LARRA: ¿No? ¿No eres responsable? Todos somos responsables de nuestros actos, amor, y de nuestras palabras. ¿Cuántas veces has dicho que me amas? ¿En cuántas ocasiones me has jurado amor eterno? Y yo me lo creía, ¿sabes? soy tan ingenuo que me lo creía, y no veo por qué ahora he de dejar de creerlo. ¿Mentías entonces? ¿o mientes ahora? Me gustaría saberlo, amor, cuándo dices la verdad, cuándo dices la mentira.
DOLORES: Ni mentía entonces, ni miento ahora. Y si no entiendes esto, es inútil que me esfuerce. Quería despedirme de ti intentando borrar todo lo que hay en tu corazón de amargura, de odio, de rencor hacia mí. Pero no ha sido posible. Lo siento.
LARRA: Oyeme una cosa. Si de ti dependiera que moviendo un dedo, un solo dedo de tu mano me salvase yo del abismo, ¿lo harías? ¿lo moverías?…No, no lo harías, de hecho, es ésta la situación…Sólo te pido una cosa, Dolores, que no te vayas a Filipinas, nada más, no te pediré nada más, te lo juro.
DOLORES: ¿Quién te ha dicho que me voy a Filipinas?
LARRA: Tus ojos me lo dicen, que huyen de los míos; tu voz, áspera y decidida, como de quien cumple un deber o transmite una orden; tu pose, afectada y distante, como de señora esposa del señor Secretario…
DOLORES: Sí, ¿y qué? Es mi vida, puedo disponer de ella como me plazca. Tengo ganas de vivir tranquila, no sé si lo puedes entender, sin miedos, sin sobresaltos, sin tapujos…ya he pasado bastante…
LARRA: Bien, ya lo entiendo, tú eres capaz de marchar y dejarme; eres capaz de renegar de tu amor y de vender tu cuerpo por un poco de tranquilidad y unas cuantas joyas exóticas…(alza la voz) ¡como las rameras, igual que las rameras!
DOLORES: (se levanta, indignada) No voy a permitir que me insultes.
LARRA: (también se levanta, cada vez habla más exaltado) Tú eres capaz de dejarme, pero ¿y yo? ¿Sabes de lo que yo soy capaz?
DOLORES: No, no lo sé. Pero sea lo que sea, no vale la pena.
LARRA (con violencia y alzando aún más la voz) ¿Sabes de lo que yo soy capaz?
Tras el cristal traslúcido de la puerta se ha visto durante toda la escena la sombra de Maria Manuela, que ahora golpea la puerta con los nudillos
VOZ DE M.MANUELA: ¿Qué pasa, Dolores? ¿Me necesitas? ¿Pido ayuda?
DOLORES: ¿De matarme? ¿De matarme, quieres decir? No me asustas, Mariano.
LARRA: De matarte, sí de matarte. Pero no te preocupes, no lo haré. No cometeré ese error. Ante el mundo tú serías la víctima, y sabes muy bien que no es el papel que te corresponde en esta historia. No te preocupes, si he de matar a alguien, no será a ti, puedes estar tranquila.
DOLORES: Me alegra saberlo.
LARRA: No me olvidarás fácilmente, Dolores. Siempre te acordarás de mí, te lo juro.
DOLORES: Supongo que no tendrás ningún inconveniente en devolverme las cartas.
LARRA: ¿Las cartas?
DOLORES: Sí, las cartas, todas las cartas que te he escrito, incluidos los billetes, todo.
LARRA: ¿Hasta eso me arrebatas? Sin tus cartas, sin tus palabras de amor escritas por tu propia mano, ¿cómo podré saber que todo esto no ha sido un sueño? ¿cómo podré convencerme de que no estoy loco?
DOLORES: No es asunto mío. Dámelas.
LARRA: ¿Y si no te las doy?
DOLORES: No me iré de aquí hasta que no me las devuelvas.
LARRA: Perfecto, quédate conmigo, para siempre.
DOLORES: Estás loco, Mariano, estás completamente loco. No he venido aquí para irme sin mis cartas.
LARRA: ¿Qué has dicho, Dolores? ¿qué es eso que acabas de decir? “No he venido aquí para irme sin mis cartas” ¡Qué estúpido! Ahora lo entiendo, ahora lo comprendo todo. Tú no has venido aquí porque me quieras, no, eso ya lo he entendido, y también he entendido que nunca me has amado. Pero tampoco has venido porque estuvieras preocupada por mí. No, ni siquiera por compasión, ni siquiera por ese pobre sentimiento que no negamos a los animales. ¡Has venido por tus cartas! ¡Pérfida, traidora! Ojalá ya estuviese muerto, ojalá me hubiese ahorrado esta cruel estocada final.
Larra va hacia el mueble-escritorio, abre un cajón y saca un paquetito de cartas atadas con una cinta. Las echa con rabia sobre el escritorio, en medio de las hojas escritas.
LARRA: Tómalas.
Dolores se acerca al escritorio, coge el paquete y mira las hojas escritas.
DOLORES: ¿Y esto?
LARRA: Son cartas a un amigo.
DOLORES: ¿Hablan de mí?… Dámelas.
LARRA: Tómalas
Dolores recoge las hojas escritas, las guarda con sus cartas y, sin mirar a Larra, va hacia la puerta, descorre el pestillo y sale.
LARRA (con voz estentórea) ¡Pedro, acompaña a las señoras!
Tras la cristalera se ve las siluetas de las mujeres, que esperan, y la de Pedro que aparece en seguida y enciende el candil. Los tres descienden las escaleras, Pedro el primero, con el candil…
En el despacho, Larra está de pie junto al mueble escritorio, con la cabeza apoyada en la pared. De pronto, da una patada contra el mueble, y otra y otra; luego se golpea la cabeza contra la pared, con fuerza, varias veces; coge el estuche amarillo de encima del mueble, lo abre, saca una pistola, apoya el cañón en la mejilla derecha y dispara…
En el momento en que Pedro abre el portal, se oye un fuerte ruido, confuso, por ir acompañado del que produce la caída como de vidrios…
M.MANUELA : ¡Jesús, qué ha sido eso!
PEDRO: EL señor, seguro, que a veces tiene un humor de perros, pero ustedes no se preocupen. Las acompaño hasta Santiago.
DOLORES: No, vuélvase usted, Pedro, puede necesitarle…
Las mujeres se van. Pedro sube las escaleras, entra en la casa y pasa ante la puerta del despacho sin mirar. Larra está tendido en el suelo; el velador, caído sobre su cuerpo, el servicio de café por el suelo; hay una ventana con el cristal roto. Adelita empuja la puerta, que ha quedado ajustada, entra y mira.
ADELITA: ¡Papá! ¡Papá!… ¡Papá está debajo de la mesa! ¡Papá está debajo de la mesa!
Adelita sale corriendo, mientras cae rápidamente el
EGO.- Mira, quizá será cosa de la edad, pero yo tengo la impresión de que todo lo bueno que puede dar la literatura… lo ha dado ya. De hecho, hace tiempo que no leo nada actual, y últimamente me dedico a releer libros que leí hace muchos años.
ALTER.- ¿No te interesa nada de lo actual, de lo contemporáneo?
EGO.- Apenas nada.
ALTER.- Perdona que te lo diga, pero ese desinterés, ese desprecio por los escritores de hoy no habla muy bien de ti.
EGO.- ¿Por qué?
ALTER.- Para empezar, esa actitud es reveladora… de una falta de fe en el progreso.
EGO.- En el arte no hay progreso. Lo vimos en la primera lección.
ALTER.- De miedo a equivocarte al juzgar nuevos valores.
EGO.- Miedo a perder el tiempo, más bien.
ALTER.- De insolidaridad con los colegas de tu generación.
EGO.- A ningún creador verdadero le interesa la obra de sus contemporáneos más próximos. Lo descubrió Gombrowicz.
ALTER.- Supongo que fue otro gran insolidario.
EGO.- Supones bien. Y has de tener en cuenta que la palabra “solidaridad” no pertenece al léxico del arte…. Aunque a otro nivel, mucho más profundo, nadie hay más solidario que el verdadero artista. Todas las noches, en su humilde habitación de escritor, Kafka realizaba una labor infinitamente más solidaria que la del más diligente agitador de masas.
ALTER.- ¿Pero de verdad no te interesa nada de lo que se escribe aquí y ahora?
EGO.- Esa es la palabra: no me interesa. Lo cual no supone ningún juicio de valor sobre las obras, sino, en todo caso, algún defecto de mi aparato receptor. Puede haber cosas magníficas…en ese caso, ya me llegarán. No he de ir yo a buscarlas. Siempre ha sido así: todo lo bueno que me ha dado la literatura me “ha llegado”, de una u otra manera. Quiero decir que, del mismo modo que en ningún momento me dije “voy a ponerme a leer literatura germánica”, literatura que, no sé por qué, ha resultado ser la que más he leído y la que más satisfacciones me ha proporcionado, tampoco pienso decirme “voy a leer literatura de aquí y ahora”. Si algo me ha de llegar, ya me llegará.
ALTER.- No me creo que, a tu edad, no te haya “llegado” nada de nuestros contemporáneos. Porque, si eso fuese cierto, significaría, una de dos, o que hay un fuerte prejuicio por tu parte o que la literatura española actual no vale una mierda.
EGO.- No hay que irse a los extremos, ni en los planteamientos ni en el lenguaje. Yo no he dicho que no me haya llegado nada en absoluto de nuestros contemporáneos…
ALTER.- Un nombre, por favor…
EGO.- Imposible. Va contra las normas.
ALTER.- ¿Se puede saber en qué consiste exactamente esa norma?
EGO.- No nombrarás autores españoles vivos.
ALTER.- ¿Latinoamericanos tampoco?
EGO.- Bueno…se podría hacer alguna excepción. De hecho ya he nombrado a Sábato más de una vez. Y hubiese sentido mucho no poder hacerlo. Para mí, Sábato es todo un clásico.
(Téngase en cuenta que este fragmento se escribió en 2004)
ALTER.- Me vienen ahora a la cabeza los nombres de dos autores españoles fallecidos hace poco, los dos nacidos en Barcelona. ¿Tienes algo que decir de ellos?
EGO.- Nada. Aquí hablamos de literatura en mayúsculas.
ALTER.- Pues dame un nombre de entre los fallecidos en los últimos cincuenta años. Mira que te lo pongo fácil…
EGO.- Sí, la pregunta es fácil…lo difícil es la respuesta. Y es que la inmensa mayoría de las obras de esos autores no me ha “llegado”. Y seguro que algo bueno me he perdido…problemas de mi aparato receptor, ya te lo decía…El único que puedo mencionar con pleno conocimiento de causa es Ramón J. Sender. Su Crónica del alba, especialmente la primera parte, es una obra absolutamente deliciosa, ah, y Teresa Chacel, por las Memorias de Leticia Valle…y La familia de Pascual Duarte, de Cela.
ALTER.- Y…
EGO.- Y para de contar.
ALTER.- Es un balance bastante pobre, ¿no?
EGO.- Es lo que hay. Pero quiero que quede bien claro lo que antes ya he apuntado: que mis opiniones son sólo mis opiniones, y que, si no hay manera de que me llegue nada de la literatura actual, el problema debe de estar en mí.
ALTER.- En tu aparato receptor.
EGO.- Sí, en mi aparato receptor…Y que sólo me pronuncio sobre las cosas que conozco y que, por lo tanto, es imposible que me pronuncie sobre la literatura actual. ¿Está claro? Reconozco mi ignorancia y asumo la responsabilidad. Y nadie tiene que darse por ofendido. Después de todo, yo no soy nadie.
ALTER.- Eso es una gran verdad.
EGO.- Y tú, menos que nadie.
ALTER.- Touché…Pero entonces, ¿qué somos?
EGO.- Meros pretextos para que tomen forma estos diálogos, supongo.
ALTER.- Yo también lo supongo. Pero es muy triste oir que uno es un mero pretexto para…
EGO.- Quién sabe si toda la humanidad no lo es.
ALTER.- Los seres humanos meros pretextos, simples medios, quieres decir…¿para qué?
EGO.- Ahí puedes poner lo que quieras: la sociedad comunista, el progreso infinito, la utopía perfecta, el superhombre…porque, desde el momento en que el individuo concreto que nace, vive y muere no puede gozar personalmente de alguna de esas dichosas culminaciones, queda reducido a la condición de simple escalón para el ascenso de las generaciones futuras. Y eso, considerando sólo las filosofías optimistas, porque, si nos atenemos a las otras, el individuo ya ni siquiera es escalón, sino un rápido destello que se agota en sí mismo, cuando no una pieza absurda, condenada con el todo a la eterna e inmisericorde repetición de los ciclos. Para mí, la única visión realmente optimista, y además concreta, es la que ofrece el cristianismo: la salvación al mismo tiempo personal y colectiva.
ALTER.- ¿Cristiano, pues?
EGO.- He dicho que es la mejor oferta, no que responda a una realidad.
ALTER.- Y alguna de las otras, ¿sí responde?
EGO.- Lo ignoro. Como lo ignora el más sabio de los filósofos…por muchos libros que escriba.
ALTER.- ¡Qué panorama tan sombrío! ¿Cómo hemos venido a para aquí?
EGO.- La literatura actual nos ha traído, y mi crasa ignorancia sobre el tema. Pero podemos corregir el derrotero.
ALTER.- Estupendo. El otro día leí esta frase: “El tema de la literatura es el sufrimiento humano”. ¿Qué opinas?
EGO.- Que es cierto. El tema de la literatura es el sufrimiento humano. Y el gozo y el dolor y el placer y el amor y el odio y la esperanza y la desesperación. Todo lo que afecta al ser humano constituye el tema de la literatura. Así que el que escribió esa frase dijo una gran verdad, pero se olvidó de otras verdades no menos grandes. Es lo malo de las sentencias rotundas: que dejan muchas cosas fuera. Y sin embargo…en cierto sentido…
ALTER.- En cierto sentido ¿qué?
EGO.- Estaba pensando que, según se mire, sí que hay una relación muy especial entre literatura y sufrimiento humano.
ALTER.- ¿Más que entre literatura y felicidad, por ejemplo?
EGO.- Sí, más, mucho más. Si lo piensas bien, todo relato literario, incluidos el cuento de hadas y la novela rosa, trata de las dificultades, los sinsabores, los sufrimientos de unas personas que, explícitamente o no, buscan la felicidad. Cuando el sufrimiento se acaba, el relato termina. A partir del momento en que se escribe “y se casaron y fueron felices” ya no hay literatura posible.
ALTER.- Podría funcionarles mal el matrimonio…
EGO.- Sí, pero entonces ya no serían felices, con lo que volvería a haber materia literaria.
ALTER.- Es curioso…¿Y a qué crees que se debe eso?
EGO.- La respuesta, como en tantas otras cuestiones, nos la da el Filósofo. Para él, sólo el dolor es real, positivo, mientras que la dicha no tiene entidad propia, es un concepto negativo, que se define por la ausencia de dolor. En coincidencia plena con esta idea Larra escribe “Lo malo es lo cierto. Sólo los bienes son ilusión”.
ALTER.- ¡Larra, influido por Schopenhauer!
EGO.- Imposible. Aunque son contemporáneos, en los años en que Larra escribe, el Filósofo (por cierto, te has saltado el pacto) es un perfecto desconocido, incluso en su país. En cambio, éste sí que lee a Larra, y hasta cita una frase suya, sacada de El doncel de don Enrique el Doliente.
ALTER.- Una frase muy profunda, supongo.
EGO.- Juzga tú mismo: “El que no ha tenido un perro no sabe lo que es querer y ser querido”
ALTER.- No sé si profunda o no, pero, desde luego, de lo más pesimista que he oído en mi vida.
EGO.- Esa es una visión antropocéntrica. Piensa que, para el perro, la frase es muy gratificante.
ALTER.- Por supuesto…Pero estábamos en que… ¿de verdad crees que no hay ninguna obra literaria que trate directamente de la felicidad?
EGO.- Ninguna, ni siquiera la novela rosa, como antes hemos visto. Bueno, todas tratan de la felicidad, pero en cuanto aspiración o meta, no en cuanto materia de descripción. Porque, como razonaba el de Danzig e intuía el de Madrid, sólo el sufrimiento tiene existencia real, susceptible de convertirse en materia literaria, mientras que la dicha, que no es más que ausencia de sufrimiento, carece de contenido narrable.
ALTER.- No sé…Yo creo que, si nos pusiésemos a pensar, daríamos con alguna obra que trata directamente de la felicidad.
EGO.- Pues pongámonos a pensar.
ALTER.-…
EGO.- ¿Qué?
ALTER.- Estoy pensando. Y tú, ¿no piensas?
EGO.- Sí, estoy pensando.
ALTER.-…
EGO.- ¿Qué?
ALTER.- Bueno, ya sabes que mi cultura literaria no es muy amplia. Pero estoy seguro que tú, si obras de buena fe, puedas dar con lo que buscamos.
EGO.- Pues yo creo que no, que no hay manera. No hay literatura que tenga por tema la descripción de la felicidad…y sin embargo…sí hay algo…
ALTER.- En qué quedamos. ¿Sí o no?
EGO.- Sí hay algo, pero no en la narrativa, sino en la poesía y en la literatura mística. Son pequeños fragmentos que aluden a instantes únicos. Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, San Juan de la Cruz, son los nombres que se me ocurren ahora.
ALTER.- Luego la felicidad sí puede ser objeto de la literatura.
EGO.- Sí, pero no de la narrativa, no de la novela. La novela consiste en el desarrollo de una historia, y la felicidad no tiene desarrollo, no tiene historia, por eso sólo puede ser captada por la mirada instantánea de la poesía…o de la mística, que a estos efectos son lo mismo.
ALTER.- Y además, se me ocurre ahora que una historia feliz de principio a fin carece de todo interés, excepto si es la tuya propia.
EGO.- Sí, ocurre como en las relaciones humanas: es más fácil compartir las penas de los amigos que sus alegrías.
ALTER.- ¿Oscar Wilde?
EGO.- Seguro. De todos modos, aún prescindiendo del componente cínico de la frase, es cierto que en la ostentación de la propia felicidad hay siempre algo de impudicia…y de trampa. El que se empeña en vendernos su felicidad nos produce la misma impresión que el que pretende vendernos su crecepelo milagroso. Goethe capta perfectamente ese sentimiento cuando dice “una persona que se estima feliz y exige a los demás que también lo sean, siempre nos sume en cierto malestar”.
ALTER.- Viniendo de quien viene, la observación es doblemente valiosa, ¿no?
EGO.- Sí, porque el poeta no habla desde el otro extremo, ni mucho menos, ya que, con mayor contundencia, abomina de los que pretenden convencernos de que este mundo no es más que un valle de lágrimas.
ALTER.- Resumiendo, que la felicidad no es materia de la literatura.
EGO.- Resumen mal formulado. Porque la felicidad tiene mucho, muchísimo que ver con la literatura, como tiene que ver con cualquier otra actividad humana, nadie actúa para ser más desgraciado, al menos conscientemente. Nuestra conclusión deberías formularla así: La descripción de la felicidad no es materia propia de la narrativa literaria.
EGO.- Larra, el primero de los periodistas españoles, y no sólo en el tiempo.
ALTER.- Desde luego. La mayoría de sus artículos se leen hoy con un interés enorme, algo que parece increíble después de casi dos siglos y en un campo como el periodismo, donde prima la más rabiosa actualidad.
EGO.- Lo bueno permanece, déjate de historias, sea periodismo, sea lo que sea. Lo que ocurre es que, para que la obra periodística permanezca ha de ser algo más que buena, y eso sólo lo ha conseguido Larra y pocos más, como Julio Camba, Josep Pla…y alguno que otro que ahora no se me ocurre. Pero seguro que, en total, se pueden contar con los dedos de una mano.
ALTER.- ¿Y qué me dices de la obra no periodística de Larra?
EGO.- Que si no fuese por sus artículos, no hubiese pasado a la historia de la literatura, puedes estar seguro.
ALTER.- ¿Tan mala es?
EGO.- Tiene un problema, y grave: la falta de distanciamiento, la evidente implicación del autor en la historia. El Doncel de Don Enrique el Doliente, por ejemplo, es una novela histórica a la moda de entonces, con una clara influencia de Walter Scott, pero mientras en las novelas del escocés el autor guarda silencio, en la de Larra está siempre presente, imponiéndonos abusivamente su pathos y su visión del mundo, y lo mismo ocurre en su tragedia Macías. Y eso es algo imperdonable, sobre todo en teatro, que es el género literario con mayor vocación de objetividad. Dicho de otra manera: en un artículo periodístico se puede adoctrinar; en una novela, en un drama, no.
ALTER.- ¿Y tú crees que adoctrinaba en sus artículos? A mí me da la impresión de que se reía de todo.
EGO.- Es la misma impresión, falsa, que tenían la mayoría de sus contemporáneos. Lo tachaban de gracioso, lo que es cierto. Pero, además de gracia, en sus artículos hay agudeza, ironía, sarcasmo y una buena dosis de amargura. Como para quitarse de encima el sambenito de “gracioso” que le habían colgado, escribió: “En este país, en sabiendo contar lo que pasa, cualquiera tiene gracia, cualquiera hará reir”.
ALTER.- ¡Genial!
EGO.- Pero está claro que su intención no era sólo hacer reir. Larra no es sólo un humorista, ni sólo un costumbrista, como Mesonero Romanos; en sus escritos hay siempre una voluntad moral, una intención de reforma de las costumbres y de progreso de la sociedad.
ALTER.- ¿En qué sentido?
EGO.- En el sentido que hoy calificaríamos de avanzado y democrático. Pone como ejemplos a países como Francia e Inglaterra, y se muestra convencido de que, con el tiempo, España los alcanzará.
ALTER.- Partiendo de donde partía, hay que reconocer que era bastante optimista.
EGO.- Lo era. Casi tanto como pesimista.
ALTER.- ¿Las dos cosas al mismo tiempo?
EGO.- Es que hay dos Larras: el constructivo de la mayoría de sus artículos y el destructivo de algunos de ellos; el ilustrado que propugna una sociedad racional y ordenada, basada en la libertad, en el progreso material y en la cultura, y el romántico que vislumbra el caos y la nada por doquier, incluso en el corazón de esa sociedad racional y ordenada. “Libertad para recorrer un camino que no lleva a ninguna parte”, llega a escribir.
ALTER.- Clásico y romántico al mismo tiempo, ¿no?
EGO.- Bueno, en eso no se distinguiría de la mayoría de las personas. Pero lo que yo advierto en Larra es una personalidad gravemente descompensada, desequilibrada: poderoso en el análisis, raquítico en la síntesis; ve los males como nadie, los estudia, los analiza, los reprueba; en todo este proceso camina sobre tierra firme. ¿Cuál es la respuesta a esos males, a esas carencias? Una España en paz, libre, próspera, “europea”. Sí, en lo social tiene una referencia, un modelo, algo que proponer y hacia donde ir, pero…
ALTER.- En lo personal…
EGO.- Ahí está el gran déficit de Larra; su incapacidad para sintetizar un modelo personal, que sirva para el individuo y no sólo para la sociedad.
ALTER.- O sea, cero en inteligencia emocional.
EGO.- Evidente. La descompensación, el desequilibrio de la personalidad de Larra la veo de esta manera: por una parte, una inteligencia poderosa, penetrante, que aplica a la crítica corrosiva y sin embargo constructiva de la sociedad; por otra parte, una incapacidad radical de esa inteligencia para proporcionarle una visión del mundo, no sólo política, en el que se pueda sentir mínimamente cómodo. Claridad meridiana sobre la sociedad: sus defectos, sus remedios; oscuridad absoluta sobre el individuo, “mi corazón no es más que otro sepulcro”, escribió. Y es esta zona de oscuridad la que más me interesa.
ALTER.- Oscuridad que le llevaría a la muerte, ¿no? Una muerte tremendamente romántica, como la de Werther, o sea, como la del amigo aquél de Goethe…Muerto por el amor de una mujer, qué cosas…
EGO.- Bueno, decir que lo mató el amor de una mujer es tanto como decir que lo mató la acción de la pistola. No aclara gran cosa.
ALTER.- Pero la causa inmediata fue el desengaño amoroso…
EGO.- No, la causa inmediata fue la presión del dedo sobre el gatillo.
ALTER.- Pero…¿a qué juegas?…Ah, ya…Atención: se anuncia una teoría, una teoría “bastante curiosa”, formulada por no se sabe quién…
EGO.- No, no… la formulo yo, directamente…aunque a la sombra de ya sabes quién.
ALTER.- Adelante.
EGO.- Desde el día siguiente de su muerte se empezaron a formular teorías sobre cuáles habrían podido ser las razones que le empujaron al suicidio, La más antigua, y hoy la menos aceptada, es la que ve en la desesperación amorosa el motivo claro de su decisión, sin necesidad de más averiguaciones. Esta teoría sería irrefutable si, de todo el encadenamiento de las causas y efectos, pudiésemos separar el tramo final, porque efectivamente el suicidio se produjo inmediatamente después de la negativa de la amante a reanudar las relaciones. Pero ocurre que el tramo final es sólo el tramo final, y separarlo del resto para considerarlo de manera exclusiva supone dejar fuera…casi todo. Otra tendencia, defendida sobre todo por escritores muy preocupados por lo político y social, minimiza el hecho amoroso y busca los motivos en la frustración de Larra ante la España de la época: no fue comprendido, sus escritos no produjeron el resultado que buscaba, su voluntad reformista se estrellaba contra la zafiedad y holgazanería de la sociedad, su intento de participar en política resultó abortado por obra de un pronunciamiento militar (aunque de color progresista). En definitiva, a Larra “le dolía España”, como más tarde diría Unamuno, y por eso se suicidó.
ALTER.- ¿Por eso?
EGO.- Es lo que yo me pregunto. Quizá sea ésta una cuestión muy personal, muy ligada al temperamento de cada cual, pero a mí me resulta muy difícil concebir que una persona, por patriota que sea, se suicide porque el país no anda como él quisiera. Francamente, esta teoría me parece menos creíble que la anterior.
ALTER.- Y a mí.
EGO.- Finalmente, la teoría más ponderada es la que admite todos los factores, desde el fracaso amoroso hasta el fracaso personal, social y político, como determinantes de un estado de ánimo que finalmente le empujó al suicidio. Piensa que el que había sido, desde su adolescencia, uno de los escritores más famosos y aclamados de España, en los últimos meses, tras el fracaso político, se había convertido en una especie de apestado, a cuya casa llegaban diariamente anónimos insultantes.
ALTER.- Bueno, los partidarios de esta teoría seguro que aciertan. Tienen todos los números.
EGO.- Menos el ganador.
ALTER.- ¿Cómo dices?…Ah, ya…Ahora es cuando se despliega la brillante teoría.
EGO.- Brillante, no, elemental. Yo creo que Larra se suicidó porque había nacido con vocación de suicida, como había nacido con vocación de escritor, vocaciones ambas tan claras como irreprimibles, aunque por suerte no tienen por qué ir juntas. Si examinamos sus escritos, sobre todo aquellos pasajes en que se expresa de manera más personal, advertimos siempre un profundo pesimismo, un sentimiento radical de vacío, una atracción fatal por la nada del sueño y de la muerte. Y no sólo en los últimos escritos, donde pudieran actuar los factores antes citados, sino también en los primeros, es decir, antes de toda experiencia. En el artículo El Café, que escribió a los dieciocho años, dice que todo es ilusión, que la única verdad está en el sueño (en el dormir). El sueño, imagen de la muerte, añado yo.
ALTER.- Pero eso es determinismo absoluto…
EGO.- Absoluto no, pero casi. Lo cierto es que en el carácter de Larra estaba esbozado su destino.
ALTER.- El carácter en el sentido que antes…
EGO.- Por supuesto. Como tú y yo sabemos, las vicisitudes no marcan el carácter; es el carácter el que se expresa a través de las vicisitudes. Más claro: en Larra, el sentimiento de vacío no es consecuencia de ciertas experiencias vitales; por el contrario, el modo en que experimenta la vida es consecuencia de su sentimiento de vacío. Sí, en el carácter de Larra -como nos ocurre a todos- estaba esbozado su destino. Sólo unas circunstancias extremadamente favorables hubieran podido dar a ese destino una forma menos trágica.
ALTER.- ¿Y tú crees que él era consciente de ese destino?
EGO.- Por lo menos semiconsciente, como todos los suicidas vocacionales, como Pavese, que a través de un personaje femenino de uno de sus relatos prefigura su propio suicidio en un hotel de Turín.
ALTER.- ¿Y hay alguna “prefiguración” en la obra de Larra?
EGO.- En cierto modo sí, al menos de la causa de su muerte, y de la peculiar venganza que imagina para la “causante”. Tres años antes del trágico 13 de febrero, en su tragedia Macías, escribe estas palabras, que el despechado amante dirige a su amada:
Definitivamente establecido en la capital, empezó a escribir para el público, a traducir a autores franceses y a frecuentar las tertulias literarias. Publicó algunas poesías en el más rancio estilo neoclásico, A la Exposición de la Industria Española, por ejemplo, pero el pistoletazo de salida de su brillante carrera literaria lo dio con la fundación de “El Duende Satírico del Día”, publicación que él mismo escribía de arriba abajo y donde aparecieron artículos tan maduros como El Café, escrito a sus diecinueve años. Se publicaron cinco números. Fundó después “El Pobrecito Hablador”, del que salieron catorce números, algunos con artículos que se harían tan célebres como El castellano viejo, Vuelva usted mañana o Casarse pronto y mal. A partir de ahí, y pronto con el seudónimo de Fígaro, publicó en varios diarios y revistas (“La Revista Española”, “El Correo de las Damas”, “El Español”, “El Observador”), que se disputaban su firma. Hacia el final de su corta vida llegó a ser el periodista mejor pagado de España y sin duda el más leído.
De su producción literaria no periodística lo más relevante es sin duda el drama Macías y la novela El Doncel de Don Enrique el Doliente, ambos sobre el mismo personaje histórico, el trovador Macías, con el que sin duda el autor se sintió identificado en algún aspecto.
EL articulista Larra toma el costumbrismo que entonces estaba en boga y le cambia el alma. No se trata solo de describir los usos y costumbres de la sociedad, sino de ponerlos bajo el lente luminoso de la razón mediante el humor, la ironía y el sarcasmo. Un ejemplo perfecto de esa ironía lo tenemos cuando minimiza su tarea de crítico gracioso al afirmar “En sabiendo decir lo que pasa, cualquiera tiene gracias, cualquiera hará reír”.
Lo que Larra fustiga de la sociedad española es todo aquello que le impide ser como la francesa o la británica. Y sin embargo no es el mimetismo de la moda ni el desprecio sistemático de lo propio – cosas que ridiculiza en artículos como En este país – lo que le mueve, sino un acendrado patriotismo ilustrado, de un género que apenas ha existido en este país antes ni después de él.
Larra es un ilustrado, un progresista de la mejor especie. Pero no es solo eso.
Porque hay dos Larras, el positivo de la mayoría de sus artículos y el nihilista y destructivo de algunos de ellos (La Sociedad, Día de Difuntos, Nochebuena de 1836…); el clásico que propugna una sociedad racional y ordenada, basada en la libertad y en la cultura, y el romántico que vislumbra el caos y la nada por doquier, incluso al final de esa sociedad racional y ordenada (“libertad para recorrer ese camino que no conduce a ninguna parte“). Larra posee una personalidad descompensada, desequilibrada: poderoso en el análisis, raquítico en la síntesis. Ve los males como nadie, los estudia, los analiza, los reprueba; en todo este proceso camina sobre tierra firme. ¿Pero cuál es la alternativa de esos males, de esas carencias? Una España en paz, libre, próspera, europea… Sí, en lo social tiene una referencia, un modelo, algo que proponer y hacia donde tender. Pero ¿y en lo personal? Aquí está el gran déficit de Larra: su incapacidad para sintetizar un modelo personal, que sirva al individuo y no sólo a la sociedad.
El individuo Larra no se metió directamente en política hasta el penúltimo año de su vida. Lo hizo tarde y mal, es decir, quizá en el momento y de la manera menos oportunos. Tan mal, que consiguió que sus hasta entonces afines políticos lo considerasen un traidor, un moderado reaccionario, él precisamente, que se había expuesto con su pluma en los años más oscuros del absolutismo, mientras muchos de sus futuros detractores callaban como p…rudentes. Larra es un ejemplo entre tantos de cómo al intelectual de ningún modo le sienta bien la política activa.
Tampoco en lo personal e íntimo le fueron muy bien las cosas. A los veinte años se casó. Tan pronto y tan mal que cinco años después ya se había separado. Parece que tuvo algunos amoríos intrascendentes. Pero el amor de su vida surgió una tarde del año 1832 en la tertulia de casa del famoso abogado Cambronero. Era Dolores Armijo, la esposa del hijo del anfitrión. Las relaciones tuvieron sus altibajos, hasta que ella decidió romper. Larra no lo entendió; con su lógica casteliana, es decir,irreal, pensaba que el amor que se jura eterno ha de ser eterno; ella, no se sabe qué pensaba, pero sí que actuaba como cualquier ser vivo normal.
Larra era un hombre tan inteligente y lúcido como apasionado. “Juntar la inteligencia con la pasión es como juntar la pólvora con la mecha”, dice él mismo o el autor de la novela, ya no recuerdo. Y al final se produjo la explosión.
Fue la detonación de un disparo de pistola, a última hora de la tarde del 13 de febrero de 1837, lunes de carnaval, instantes después de que saliese de la casa Dolores, tras certificar la ruptura, huyendo con las cartas comprometedoras en busca de la anhelada comodidad conyugal.
Lo explica él mismo, avant la lettre, en palabras del personaje ficticio de uno de sus artículos. Éste cuenta que mantenía relaciones con una mujer casada hasta que “hubieron de llegar a oídos de su marido, que empezó a darla mala vida; entonces mi apasionada me dijo que empezaba el peligro y que debía concluirse el amor; su tranquilidad era lo primero. Es decir, que amaba más a su comodidad que a mí. Esa es la sociedad.”
Podría escribir mucho sobre Larra. Pero creo que con esto basta para dar una idea de cómo entró en mi vida de lector, y a continuación en la de escritor. Lo que sí quiero es agradecer a la escritora aludida al principio la oportunidad que me dio de conocer y transformarme en tan fascinante personaje y, no obstante mis prejuicios iniciales, reconocer que ella no iba tan desencaminada en los suyos.
Como cualquier español semiculto, todo lo que sabía de Larra era que fue un gran periodista, que en sus artículos fustigaba los vicios políticos y sociales del país – por supuesto, había leído “Vuelva usted mañana” – y que, muy joven, se pegó un tiro por el amor de una mujer. Lo cual era a todas luces incompleto y sobre todo inexacto. Pero no me interesaba saber más. En realidad no me interesaba nada de la época y del ambiente. Y es que las épocas históricas son como las personas: o te caen simpáticas o no.
Mi fascinación por la Roma clásica data de los primeros cursos del bachillerato. Mi fascinación por la España romántica…no ha existido nunca. ¿Cómo entonces me dio por entrar en el mundo de Larra hasta el extremo de escribir sobre él una novela? Una detractora suya lo consiguió. Una mujer, y paisana suya. Sí, nacida en Madrid siglo y medio después que el personaje.
En una serie de retratos de parejas célebres, con los intríngulis de sus relaciones íntimas – esas cosas que conocen tan bien los que no han tenido ninguna intimidad con los retratados -, la periodista y novelista aludida da una semblanza de Larra más bien triste. Viene a decir que era una especie de enano egoísta, un acosador, que se dedicó a martirizar a su pareja cuando ésta se había cansado de él y que finalmente se levantó la tapa de los sesos solo para fastidiarla.
Aún no sabiendo casi nada del personaje, como antes he apuntado, algo había ahí que no me cuadraba. ¿Por qué? ¿Sería mío el prejuicio? Entonces decidí investigar un poco, como por entretenimiento.
“El carácter moral de este escritor consiste en ser excesivamente generoso,desprendido de todo interés, ambicioso de gloria, muy amante de su patria, cariñoso con sus padres, buen amigo, bastante enamorado, algo orgulloso, noble en sus maneras y porte, aficionado a la alta sociedad y muy estudioso”.
Es posible que no haya descripción más ajustada y verdadera del carácter de Larra que la contenida en estas líneas escritas por su tío Eugenio. El joven Larra tenía en el hermano de su padre a un amigo y un confidente. Hubo entre los dos una especial relación de cariño, y el tío pudo escribir tan acertadamente del sobrino porque le quería, y querer bien a una persona es la única manera segura de conocerla.
Pero yo no tenía otra manera de conocer a Larra que leyendo sus escritos. Y a eso me dediqué. Artículos periodísticos, críticas teatrales, cartas, novelas, dramas, todo (o casi) lo escrito por el enano egoísta pasó ante mis ojos. Total que, como me ocurriera con Schopenhauer, pero esta vez sin proponérmelo al principio, me convertí en Larra y, naturalmente, empecé a escribir como él. El resultado fueEl corzo herido de muerte, publicado en 2007, también por Editorial Cahoba.
Mariano José de Larra nació en Madrid en 1809, es decir, en días de ocupación francesa y luchas por la independencia. El padre, Mariano, era ya entonces un médico de prestigio. Al principio el matrimonio y el niño vivieron junto con el abuelo y más familia. Pero no se entendían. Espejo de la España de entonces, y tal vez de siempre, no se entendían. El abuelo y otros parientes eran patriotas antifranceses. El padre era, quizá por ilustrado, afrancesado. Y para colmo, ejercía de médico en el ejército francés. Todo lo cual supuso que, terminada la guerra con la expulsión del invasor, se tuviera que exiliar con su familia y con la primera media España que tuvo que hacerlo, si no contamos a judíos y moriscos, que también eran España.
Primero en Burdeos y luego en París, entre los cuatro y nueve años el pequeño Mariano José aprendió las primeras letras – francesas, por supuesto – y quizá también aquella manera ilustrada de ver el mundo que, poco después, había de trasladar a los papeles de la España ominosa, entre divertidos juegos verbales que no ocultaban sino que potenciaban su asombro e indignación.
En 1818, gracias a una amnistía y a sus contactos personales, la familia regresó a Madrid, donde nuestro Mariano pasó cuatro años como alumno interno en la Escuela Pía. En el 22 estuvo unos meses en Corella (Navarra), de donde siempre guardó gratos recuerdos. Un año de nuevo en Madrid, estudiando con los jesuitas, y en el 24, a los quince o dieciséis años, lo tenemos ya en Valladolid iniciándose en la carrera de derecho. Pero de los inicios no pasó, porque parece que ahí tuvo lugar el primer desengaño o bofetada, de esas que suele dar la vida, en especial a los románticos que se creen ilustrados.
Huyó del padre – relacionado directamente con su “desengaño” – y fue a Madrid a refugiarse junto a tío Eugenio. Sabemos que a continuación estuvo unos meses en la universidad de Valencia iniciándose en medicina, carrera en la que tampoco pasaría de los inicios. Y es que su verdadera carrera, la que le había de dar nombre y gloria en las letras castellanas le aguardaba en Madrid. (continúa)
No sabemos si Mariano José de Larra (Madrid, 1809-37) leyó algo de Goethe. Es verdad que en algún momento de sus escritos lo cita entre otros ejemplos de la gran literatura europea del momento, pero, en un periodista – y Larra lo era, y muy bueno –, citar a un autor no significa en absoluto haberlo leído. La cultura de Larra no era muy amplia ni muy profunda, aunque comparada con la de la mayoría de escritores de su época y país pueda parecer vastísima y de profundidades insondables. En cambio, él sí era profundo. Lo que significa que esta profundidad no provenía de arduos estudios filosóficos, sino de la clarividencia con que le dotaba su alma siempre herida y desencantada. A veces, entre las gracias y sarcasmos de sus artículos de costumbres, asoma el profundo clarividente con reflexiones que muy bien podía haber firmado Schopenhauer (lector de Larra, por cierto, mientras que éste no pudo saber nada del filósofo alemán, desconocido hasta en su patria por aquellos años). Véanse éstas, asomadas al principio de su artículo “La vida de Madrid”:
“… cuando contemplo que la vida es un análisis de contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y de arrepentimientos, me admiro de varias cosas. Primera, del gran poder del Ser Supremo, que haciendo marchar el mundo de un modo dado, ha podido hacer que todos tengan deseos diferentes y encontrados, que no suceda más que una sola cosa a la vez, y que todos queden descontentos. Segunda, de su gran sabiduría de hacer corta la vida. Y tercera, en fin, y de ésta me asombro más que de las otras todavía, de ese apego que todos tienen, sin embargo, a esta vida tan mala. Esto último bastaría a confundir a un ateo, si un ateo, al serlo, no diese ya claras muestras de no tener el cerebro organizado para el convencimiento; porque sólo un Dios y un Dios Todopoderoso podía hacer amar una cosa como la vida.”
Como se puede apreciar, aquí, además de cierta profundidad filosófica, hay una ironía sutilísima, casi siempre presente en sus artículos, que no es extraño que llevase de cabeza a los pobres censores de la época. Y no sólo a aquellos censores sino también a cierto comentarista de nuestros días, cuyo nombre sincera y afortunadamente no recuerdo, que pone el párrafo que he transcrito como prueba de la fe de Larra en la existencia de Dios, (que Él le conserve la vista).
Lo que está claro es que un hombre que pensaba de esta manera, tan lúcida no obstante los juguetones velos de la ironía, no necesitaba muchos estímulos ni razones para prescindir de la vida. Y si además los tuvo, como es el caso, el final ya estaba cantado. Su existencia fue, en el plano intelectual y profesional, una constante lucha entre el ilustrado racionalista que deseaba un futuro de progreso y libertad para su país y el romántico sin fronteras que sabía que, en las cumbres de ese progreso, tampoco había nada (“libertad para recorrer ese camino que no conduce a ninguna parte“). En el plano personal fue una inútil búsqueda de una pasión trasfiguradora que diese sentido a esa cosa que es la vida.
A los dieciocho años ya escribía en los periódicos de Madrid. A los veintiséis – con varias novelas y obras de teatro en su haber además de su producción periodística – era uno de los escritores más famosos de España. Poco antes de cumplir los veintiocho, se pegó un tiro.
Hubo una mujer por en medio, naturalmente; eso que en el suicidio clásico sería impensable. Un gran amor, con la consiguiente decepción al comprobarse que no era tan grande, y que ni siquiera era amor. Era más bien el desahogo sentimental de una señora burguesa que, en cuanto sopesó seriamente las implicaciones reales de la aventura, corrió compungida a reconciliarse con el marido. Y es que, como suele pasar en estas historias, uno y otra se movían en esferas distintas; él, en la de las pasiones absolutas que pintaba en sus dramas y novelas románticas; ella, en la de los amores prohibidos soñados al calor del hogar y que un día tendría que probar, como tantas mujeres casadas de su sociedad.
Y estaban también las amarguras de la vida cotidiana y profesional: su sentimiento de culpabilidad por la situación de sus hijos y esposa, a los que nunca dejó desasistidos; su frustración por el rumbo de la política española, en uno de cuyos bandazos se perdió su acta de diputado en las Cortes que, a base de renuncias y esfuerzos, había conseguido. Todo iba contribuyendo, poniendo su granito de arena (o su piedra marmórea) para llegar a aquel sonoro final. Era como si un guionista malévolo y retorcido fuese preparando el camino para poder desarrollar al cabo la grandiosa última escena que, desde el principio, tenía in mente.
Y llegó el día. Fue la tarde de un lunes de carnaval. Él la recibió en su casa a petición de ella misma. Y pensó – quiso pensar con todas sus fuerzas – que era la ocasión de aclarar malentendidos y dar por terminada una ruptura que hacía meses le tenía el alma en vilo. Pero no. Ella estaba ahí para recuperar sus cartas y para confirmar que se iba con su marido. Muy lejos. A Filipinas. Fue entonces cuando el universo entero se desplomó sobre el pobre romántico. Y en cuanto ella salió, abrió el estuche con el precioso juego de pistolas, que siempre tenía a su alcance.
No sabemos si Larra había leído a Goethe. Pero es evidente que en algún lugar de su alma aguardaban, cargadas, las pistolas de Werther.
[DOLORES] – Le han prometido la Secretaría de la Capitanía General de Filipinas.
[LARRA] – ¡Qué dices, mi amor! Esa es una buena noticia. Cambronero a Filipinas, ahí es nada. ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
-No creo que tenga tanta importancia; piensa que, aunque me quede, mi situación seguirá siendo la misma, seguiré siendo una mujer casada.
-¿Aunque te quedes? ¿Qué significan esas palabras? ¿Quieres decir que se te ha pasado por la cabeza acompañarle?
-Él me lo ha propuesto; me ha escrito que, si finalmente le dan la plaza y yo acepto acompañarle, lo olvidará todo y será como empezar de nuevo.
-¿Y tú qué le has dicho?
-Nada, no le he contestado.
-Pero, cuando le contestes, ¿qué le dirás?
-¿Tú qué crees, amor mío?
.
Eso, yo qué creo. Buena pregunta. ¿Qué se puede creer cuando juegan a la vez sentimientos, intereses, mujer, palabras? Y sin embargo, se cree; se cree porque hay que tener fe y esperanza y caridad y todas las virtudes teologales o cardinales o como sea que se llamen, si se quiere mantener en pie la vida, y me refiero a la vida verdadera, que la otra, la que mantienen la mayoría de los llamados seres humanos no es vida propiamente, sino un conjunto de funciones vegetales y animales que no necesitan más virtud para mantenerse que la de saber procurarse el bocado a tiempo.
Y durante aquellos meses creí…quizá demasiado y en demasiadas cosas. Creí en el amor, creí en la amistad, creí en la política, creí en los españoles, hasta en el matrimonio creí, ahí tienes mi doble artículo sobre el Antony de Dumas, donde por cierto, desde mi extraño papel de moralista estricto fallé la sentencia sobre mi propio caso: “cuando un hombre y una mujer se ponen en lucha con las leyes recibidas en la sociedad, perece el más débil, es decir, el hombre y la mujer, no la sociedad”.
Pero aquella cantidad ingente de fe no alcanzaba a cubrir la acción política de Don Juan Álvarez Mendizábal, y es que la capacidad de la fe para obrar milagros tiene su límite, como todo en este mundo. Tampoco la Reina Gobernadora creía en su ministro, aunque por diferentes razones, de manera que aprovechó el enfrentamiento surgido entre el ministro y el Presidente del Estamento de Procuradores, Istúriz, para obtener la dimisión de aquél y poner a éste al frente del gobierno. Y hete aquí que el 22 de mayo Istúriz disuelve las Cortes y convoca elecciones, y hete aquí que el flamante ministro de Gobernación, Don Ángel Saavedra, Duque de Rivas, me convoca a mí y me propone que me presente a diputado en la lista del gobierno, y hete aquí que yo, que estoy rebosante de fe, de esperanza y casi de caridad, digo que sí y convoco a mi vez a Carrero y Ceruti, y hete aquí que Carrero y Ceruti convocan a Acilú, Balboa y otros diablos menores, a quienes yo vendo parte de mi alma creyente y esperanzada a cambio de que mi candidatura vaya libre y expedita…¿Te das cuenta, amigo Ventura, de la cantidad de fe que se requiere para todo eso? Pues bien, yo la tenía.
-¿Tú qué crees, amor mío?
Todo, lo creo todo, absolutamente todo. ¿Que no se puede ser tan ingenuo? Debes comprenderlo: yo estaba muy enamorado y quería vivir. A propósito, ¿se puede vivir sin estar enamorado? ¿Se puede amar sin tener fe? ¿Conoces tú las respuestas? Yo sí, y todas apuntan al mismo final.
El primer ejemplo moderno de intelectual devorado por la política que se me ocurre es el madrileño Mariano José de Larra. Practicante desde muy joven de la literatura de actualidad, es decir, del periodismo, el tema central de de sus preocupaciones fue la situación política y social de España y la manera de superarla. Su modelo eran los países más avanzados de Europa, y su método consistía en la exposición descarnada – con un humor ácido y hasta cruel – de los vicios y miserias nacionales. También escribió una novela y varias obras de teatro, pero no es por esto por lo que ha pasado a la historia.
Convertido, a su temprana edad de 27 años, en uno de los personajes más celebres de España, no supo resistir la tentación de intentar llevar a la práctica sus ideas políticas, y a la primera oportunidad de una convocatoria electoral mínimamente correcta, se presentó para diputado a Cortes. Pero, recién elegido, un pronunciamiento militar (de carácter “progresista”, cosa no infrecuente en la España de entonces) se le adelantó por la izquierda, de manera que, habiendo querido seguir el camino legal, fue declarado traidor y tratado como un apestado por la compagnia malvagia e scempia de sus, hasta entonces, afines políticos. Seis meses después se pegó un tiro. Pero en esto intervinieron otras causas de más hondo calado personal.
Y la verdad es que en este momento no se me ocurren otros ejemplos de intelectuales fatalmente atraídos por la acción política, pero que los hay, seguro. O sea, que el problema está en mi ignorancia, no en los datos de la realidad. Cierto que me suenan los nombres de André Malraux y Jorge Semprún. Pero a estos no les fue muy mal, lo cual parece contradecir mi tesis. En mi descargo he de decir que, tanto el uno como el otro, más que políticos fueron gestores de la política cultural de unos partidos muy sólidamente asentados en el poder. O sea, que más bien habrían de ser considerados como funcionarios, condición ésta que nunca le ha venido mal al intelectual.
Y de pronto, pienso en el escritor Vargas Llosa, que sí se lanzó con brío a la arena política. Pero tuvo la inmensa suerte de ser derrotado en las elecciones presidenciales de su país, con lo que no sabe él, o quizá sí, la magnitud de los sinsabores que se ahorró.
Y cierro la lista con un ejemplo que creo indiscutible: el del ex papa Benedicto XVI. Hecho para los libros y las argumentaciones teológicas y filosóficas, nunca supo estar a la altura – o la bajura – de las exigencias políticas. Como botón de muestra recuerdo aquella ocasión en que “metió la pata” ante representantes de otra religión o cultura al expresarse según su propio universo intelectual, sin molestarse en consultar el Manual Internacional de lo Políticamente Correcto antes de abrir la boca. No es difícil, pues, imaginarlo en el laberinto de intereses e intrigasdel Vaticano, a punto, como quien dice, de perder la cabeza.
No me cabe la menor duda de que Joseph Ratzinger constituye el ejemplo moderno más preclaro de intelectual devorado por la política.