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Charles Dickens o el prodigio de escribir II

images (62)…lo más importante era la religión, por supuesto. Aunque, si hubiese de hacer una lista de las prioridades de aquellos benditos hermanos, situaría en primer lugar a la Virgen María, sin duda alguna, con lo que representaba de pureza (sexual, claro está), amor a la madre y todo eso que a los psicoanalistas les encanta descifrar; después vendría la religión católica, tal como la entendía el integrismo de gente como aquel cura llamado Sardà i Salvany que, décadas atrás, había escrito un libelo titulado El liberalismo es pecado; después, el acatamiento (sincero o no) de los principios de la Falange Española y el ensalzamiento del caudillo Franco; después, el orden y la disciplina, de aire vagamente militar, y finalmente la enseñanza de las materias escolares, dentro de las cuales la literatura y las artes en general ocupaban un lugar casi inexistente. También se decía que algún hermano profesaba una afición desmedida a los pequeños escolares, pero esto es algo que, no habiendo sido yo ni víctima ni testigo, no debo mencionar.

Lo que sí debo mencionar, y casi se me olvida, es el libro de texto de Literatura Universal, de Guillermo Díaz-Plaja, de quinto o sexto de bachillerato (15 o 16 años), no recuerdo bien, auténtico oasis en aquel desierto, libro que yo no solo estudiaba, sino que releía una y otra vez. Sobre todo los breves fragmentos intercalados de las obras de los autores, como aquel de un tal Goethe en que el protagonista, un tal Werther, expresaba por escrito sus sentimientos a la amada imposible.

Me asomo a la ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes unos luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Vosotros no desapareceréis, astros inmortales! El eterno os lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación predilecta, porque de noche, cuando salía de tu casa, la tenía siempre enfrente. ¡Con qué delicia la he visto tantas veces! ¡Cuántas veces he levantado mis manos hacia ella para tomarla por testigo de la felicidad que entonces disfrutaba!

Pero aún faltaban seis años para que Goethe se me apareciese en persona. Años contados desde mis doce, que es donde más o menos estábamos ante el niño que yo era leyendo a Dickens. Y no solo leyendo, sino además entablando conocimiento directo con él. Y es que David Copperfield está tan impregnada de la vida y personalidad del autor que, tiempo después, cuando leí su biografía, tuve la impresión de que a la persona en cuestión la conocía ya desde la infancia.

Y sin embargo, poco más he leído de Dickens. Entre lo poco, recuerdo sobre todo una especie de novela corta o cuento largo titulado La voz de las campanas (The Chimes). Quizá fuese por el hecho de leerla en el momento adecuado (la víspera de Año Nuevo, que es cuando sucede la acción), pocos años después de David Copperfield, o porque en aquella edad ya era especialmente sensible a la aparente intención social del relato, o simplemente por su evidente impacto poético, el caso es que, como digo, la tengo mucho más presente que otras obras más renombradas de Dickens, leídas en diferentes momentos.

Un anciano mensajero, pobre, muy pobre, corre por todo Londres cumpliendo recados, trabajo que apenas le da para subsistir. También la hija, bella pero pobre, muy pobre, y su novio, noble y forzudo pero tan pobre como los otros, se pasan la vida sin más esperanza que la de poder trabajar para alimentarse lo indispensable para no morir. Del otro lado, unos señores burgueses, ricos, que hablan como sabios y alguno de los cuales se dice filántropo, convencen al anciano – si no estuviese ya convencido – de que los pobres lo son por su propia culpa y que constituyen una anomalía peligrosa, una afrenta a las leyes de la economía, una pesada carga que impide el buen funcionamiento de la sociedad. La tarde del último día del año, el anciano se adormece en el interior de una iglesia de antiguas y potentes campanas. En su sueño, tan real como la misma vida que sufre, los espíritus de las campanas le van mostrando el futuro, terrible, que aguarda a la pobre gente si hace suya la sentencia de los ricos que hablan como sabios. Cuando ya todo está perdido, despierta y contempla a la hija, al yerno y a todos cuantos ama, pletóricos de felicidad y de esperanza.

Reconozco que el tiempo se levantará un día como un océano ante el cual todos los que nos oprimen o nos insultan serán barridos como hojas, se atreve a pensar el anciano en el culmen de su desesperación. Y sin embargo, Dickens no es en absoluto un revolucionario. Simplemente, en su retrato de las condiciones de vida de la gente más pobre de Londres no se aparta de la verdad. Y alguien ya dejó dicho que la verdad es revolucionaria.

De todos modos, por importante que haya sido La voz de las campanas en la formación de mi sensibilidad poética y social (aspectos que en adelante se empeñarían en presentárseme como inconciliables o enfrentados), insisto en lo dicho, que de las pocas obras que he leído de Dickens David Copperfield ha sido la más provechosa para mí. Significó la apertura a los mundos nuevos que, sin apartarse mucho de la realidad, la imaginación puede crear; el descubrimiento de la selva social, donde no siempre imperan los buenos sentimientos (adiós, De Amicis), sino también la maldad, sobre todo contra los más débiles, que puede convertir la vida en un infierno (que el autor quiere siempre provisional). También significó el hallazgo de un peculiar sentido del humor, que transforma en poesía la más amarga realidad, y sobre todo la revelación de la magia de la creación literaria, el gran prodigio, el gran regalo por el que siempre estaré agradecido al bueno de Charles. 

(De Los libros de mi vida)

 

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Charles Dickens o el prodigio de escribir I

En mayo de 1949, con motivo de mi primera comunión, una niña de doce años – asesorada, supongo, por sus padres, amigos de los míos – me regaló un libro. Un ejemplar precioso editado por Ediciones Peuser, de Buenos Aires (sí, en la España de la posguerra había poco para elegir, y lo poco bueno venía de fuera). El título, David Copperfield; el autor, Charles Dickens.

No lo empecé a leer enseguida. Sería por la letra, más pequeña y espesa que la de Corazón, o por las ilustraciones, oscuras e inquietantes, o por otros motivos que no recuerdo – quizás estaba entretenido con un libro de Louisa May Alcott -, el caso es que lo dejé aparte y lo olvidé durante un buen tiempo.

Tres años después, a mis doce años, me encontré de nuevo con el libro. Una tarde de los días vacacionales de Navidad, solo, en un despacho que casi nunca se utilizaba de la empresa familiar, empecé la lectura.

Y apareció un mundo nuevo. Y ese mundo se iba desplegando a medida que yo iba leyendo. Un mundo con personajes y situaciones curiosas, extravagantes, inconcebibles en la vida cotidiana, perfectamente pautada, del niño que yo era y, sin embargo, tan reales… Había que ser un mago para crear todo aquello. Por primera vez tuve conciencia de la importancia del escritor y de la escritura. Así que acabé de leer David Copperfield, empecé a escribir.

Naturalmente, intenté escribir tal como lo hacía el narrador de la novela quien, no entendía yo por qué, tenía un nombre diferente del del autor que figuraba en la portada. Ahora que lo pienso, aquella era la primera vez que me ponía a escribir intentando suplantar la personalidad de un escritor. Entonces no lo sabía, pero ese recurso, brotado espontáneamente en mi interior como fruto de la admiración o de la envidia, me había de dar magníficos resultados – hablando sin modestia – muchas décadas después.

Creo recordar que no llené más de media página de inmadura letra infantil. Pero fue suficiente. Había probado la pócima y nunca más podría pasar sin ella.

Y no es que el ambiente familiar y escolar fuese muy propicio al desarrollo de la vocación literaria de un niño. Aunque he de reconocer que el familiar lo era más que el escolar (o el escolar menos que el familiar) .

La familia de mi madre era de origen andaluz y casi todos sus numerosos miembros eran aficionados a la canción popular, al teatro – organizaban representaciones de vez en cuando – y a la poesía, si bien he de aclarar que sus gustos se circunscribían a autores tales como Zorrilla, Villaespesa, Campoamor, Gabriel y Galán y así.

Mi padre había nacido en Barcelona, en el seno una familia aragonesa de origen italiano por línea paterna. Auténtico self-made-man, supo ganarse una holgada posición económica que nos permitió, a los hijos, crecer en un ambiente de relativo bienestar.

Quizá fuera esa necesidad de esfuerzo y superación lo que le llevó a preferir, sobre todas las demás, la lectura de las biografías de grandes personajes, de esos que se habían hecho a sí mismos, desde Napoleón y Goethe hasta Henry Ford y Mussolini. Incluso un ejemplar de Mi lucha, de Hitler, andaba por casa, lo que da una clara idea de su obsesión por las personalidades fuertes, ya que él nunca tuvo inclinaciones fascistas ni nazis; por el contrario, en pleno régimen de Franco no dejó nunca de declararse demócrata (en la intimidad, claro está). También gustaba de la novela policíaca, la de personajes como, Nick Carter, Sherlock Holmes, Raffles, etc. Y el teatro de salón, tipo Jacinto Benavente.

El Colegio era otro asunto. Para empezar, la literatura era una asignatura, es decir, algo que había que aprender con esfuerzo y para sumar puntos. Aunque creo recordar que, hasta los dos últimos cursos del bachillerato (que duraba seis), era casi inexistente. Más importancia tenían las ciencias, la historia (desde el punto de vista de una supuesta España imperial) y la gramática. En este último caso he de agradecer a un hermano-profesor que, debido a su claridad de exposición y buen método, a los catorce años ya dominase con seguridad la ortografía y la sintaxis, materias que, por lo que veo, no suelen ser de dominio generalizado aquí y ahora.

Pero lo más importante era la religión, por supuesto… (Continúa)

(De Los libros de mi vida)

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