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CONVERSACIONES CON PETRONIO XI

Al día siguiente me presenté en casa de Petronio a la hora convenida. Durante el trayecto, que hicimos en un lujoso y cómodo carruaje, me aclaró algunos aspectos del ilustre personaje que íbamos a visitar.

-Uno de los primeros favores que obtuvo Agripina de su imperial esposo Claudio fue el perdón de Séneca y su regreso del destierro. En cuanto llegó a Roma, el prestigio del ex desterrado no hizo sino aumentar. Su obra se había difundido más allá de los ambientes intelectuales y pronto fue considerado como el más grande de los filósofos vivos y la personalidad de mayor respeto de la ciudad. Para seguir apuntándose todo este prestigio a su cuenta particular, Agripina lo nombró preceptor del joven Nerón. Y así, entre el maestro-filósofo y el discípulo-príncipe se inició una relación que auguraba lo mejor para Roma. A la muerte de Claudio, Nerón subió al poder y dio sus primeros pasos a la sombra del severo maestro, severidad que, como ya has visto, no le impedía permitirse alguna broma de mal gusto. En adelante, la influencia que Séneca ejercería sobre el nuevo César no se limitaría ya a su formación intelectual y humana, sino que se ampliaría con las competencias propias de un ministro con plenos poderes. Él le redactaba los discursos, él le dictaba los nombramientos, él le inspiraba toda la línea política, sobre todo en cuanto al modo de relacionarse con los grupos que cercaban el poder. Pero el joven Nerón empezó muy pronto a manifestar tendencias que no encajaban en los supuestos valores morales del maestro. Séneca intentó al principio eliminarlas, pero no pudo; luego trató de controlarlas, y tampoco pudo; finalmente se limitó a procurar encauzarlas para no salir él mismo mal parado. Y en ese proceso acelerado de dejación el severo filósofo llegó a verse tan implicado en las maldades del César que algunas ya no se sabe si tuvieron su origen en el discípulo o en el mismo maestro. Finalmente, quizá porque su conciencia moral ya no le permitía más, o quizá porque comprendió que había perdido toda influencia sobre su antiguo alumno, hace tres años Séneca decidió abandonar. Habló con Nerón y le comunicó su decisión inapelable. Nerón no lo aceptó, pero él abandonó. Y desde entonces vive en su finca de la Campania dedicado exclusivamente a sus estudios. Hace unos días recibí carta suya en la que me decía que había venido a pasar una corta temporada en su villa de la vía Apia y que tenía especial interés en hablar conmigo.

-Pero serán cuestiones reservadas, personales vuestras. Yo sólo seré un intruso.

-No te preocupes, habrá tiempo para todo.

Ya en la casa, nos recibió la esposa de Séneca, Pompeya Paulina, mujer de unos cuarenta años, de trato afable y familiar.

-Hoy se ha sentido muy mal -dijo-. Por la mañana ha sufrido un fuerte ataque de asma. Creía que se quedaba, pobrecillo. Luego se ha recuperado. Pero al mediodía ha tenido una visita inoportuna, los mismos que vinieron a verle en cuanto llegamos aquí. Yo he insistido para que no los recibiese, pero ha sido inútil. Todavía están ahí.

-Puedo volver otro día -dijo Petronio.

-No, no -replicó Paulina-. Es a ti a quien esperaba. Tiene mucho interés en verte. Hace días que no habla de otra cosa: «¿No ha venido Petronio? ¿No ha enviado ningún mensaje? ¿Estás segura que recibió el mío?» Y así una y otra vez. Estoy preocupada. Se había recuperado bien del ataque. Y cuando le han anunciado a ésos he visto cómo se alteraba. Por eso he intentado que no los recibiese. Pero ha sido inútil. Tengo un mal presentimiento. Los dos son militares. Uno es el prefecto del pretorio, no recuerdo el nombre.

-¿Tigelino? -preguntó Petronio.

-No, el otro -contestó Paulina.

-Fenio Rufo.

-Ése, ése. Soy fatal para los nombres. Y al otro no lo había visto nunca. Te pido un favor, Petronio, a ti y a tu amigo. No sé cuál es el motivo de vuestra visita, no sé qué se trae ahora en la cabeza, con lo felices que hemos sido estos años en Cumas, lejos de las miserias de la ciudad, y ahora, hace unos días, esa prisa repentina por venir aquí y luego, por hablar contigo, y esa gente siempre por en medio. Te pido sobre todo que procures que no se altere. Sea lo que sea lo que quiera de ti no le digas nada que pueda afectar su tranquilidad, y por favor, no le contradigas, miéntele si es preciso. Quiero que viva feliz el resto de sus días, se lo merece, pobrecillo.

-No te preocupes, Paulina -dijo Petronio-. No sé qué interés puede tener en hablar conmigo, pero no te preocupes. Nunca hemos sido enemigos, ni tampoco grandes amigos. Así, que entre nosotros no puede haber nada conflictivo. Y si tiene que ver con algo de la vida pública, tampoco te preocupes. No seré yo quien le incite a volver.

Justo acababa de hablar Petronio cuando por el otro lado del atrio -la puerta de la salita estaba abierta- pasaron dos hombres. Pompeya se disculpó un momento y salió a despedirlos.

-El otro es Subrio Flavo -me dijo entonces Petronio-. Es tribuno militar y de fama intachable.

-¿Crees que Séneca estará en condiciones de recibirnos? -pregunté, expresando lo que más me preocupaba en aquel momento.

-Por lo que ha dicho Paulina, creo que sí. De todos modos será mejor que aguardes aquí, ya te avisaré en cuanto pueda. No creo que tengas que esperar mucho rato.

Al momento vino Paulina a comunicar a Petronio que Séneca le esperaba. Yo permanecí en la salita, solo, no sé si mucho o poco rato, pero me pareció una eternidad.

Cuando entré en el gabinete, creí que Petronio estaba solo. Pero enseguida advertí en la penumbra la figura de un hombre muy viejo, de cabello y barba canosos, delgadísimo, que mantenía el tronco erguido con firmeza sobre la silla de tijera en que estaba sentado.

-Ven, muchacho, siéntate -dijo con voz entera pero algo opaca-. Me ha dicho Petronio que estás muy interesado en todas las cuestiones del arte y de la vida. Si es así, te conviene escuchar. Si lo que oyes te parece muy delicado, manténlo tú oculto. Mira por tu interés y aprende. A mí ya nada puede perjudicarme. Mis intereses se han reducido a lo esencial: salir de aquí de la forma más digna posible…Por eso he querido hablar contigo, Petronio, para impedir que un crimen más se cometa a mi sombra; por eso te ruego que adviertas a Pisón de lo que te he dicho.

-Te agradezco la confianza que pones en mí. Pero, sinceramente, ¿no crees que sería mejor dejar que todo siguiese su curso? Además, la conjura no tiene ninguna posibilidad de éxito.

-Sí, la tiene, sí. Cuando se trataba solo de cuatro senadores disipados y resentidos era cosa de risa, lo reconozco. Pero ahora es distinto. Hay muchos militares implicados. Al menos, una tercera parte de los altos mandos. El problema es que no tienen candidato para la sucesión. A Pisón no lo quieren de ningún modo. Dicen que, con él, lo único que se conseguiría es sustituir un cantante por otro. Por eso se han fijado en mí. Piensan que, como soberano, puedo ofrecer una imagen de dignidad y honradez que no resulta fácil encontrar. Y también piensan -aunque esto no me lo han dicho- que esa imagen de dignidad y honradez no impedirá cobijar a su sombra todos los crímenes que consideren necesario cometer… como suponen que venía ocurriendo cuando Nerón y yo compartíamos de hecho el poder. Y el primer crimen sería ése: acabar al mismo tiempo con el tirano y con el jefe de los conspiradores civiles. Luego, me instalarían en el poder supremo y se repartirían a mi sombra los beneficios…o tal vez correría yo entonces la misma suerte que Pisón.

-Todo esto es muy desagradable -dijo Petronio-, pero, si lo deseas, cumpliré lo que me pides. Sea por nuestra amistad, por esa amistad que apenas hemos tenido tiempo de cultivar.

-Es cierto lo que dices -afirmó Séneca-, y lamentable. Pero has de reconocer que tu género de vida no ofrecía muchas oportunidades para el encuentro.

-No creo que mi género de vida sea muy diferente del tuyo. Hasta hace poco solo se distinguían en el par de horas que solías llevarme de ventaja en retirarte a dormir.

-Sabes que no es verdad, Petronio. Y permíteme que te diga una cosa: lo que menos soporto de ti es esa debilidad por la frase ingeniosa. Siempre has preferido una frase brillante a la verdad.

-En sociedad sí, porque en sociedad una frase brillante es un valor seguro, mientras que la verdad…no se sabe lo que es. 

-Siempre me has caído bien, Petronio, no lo puedo negar. Pero nunca he creído que seas en realidad lo que aparentas ser. Tengo la impresión de que llevas una máscara de felicidad que oculta una realidad secreta y terrible.

-No lo creas, amigo. Es verdad que todos los días, cuando me levanto, me compongo lo mejor que puedo mi máscara de felicidad. Pero detrás no hay nada terrible, sino más bien vulgar y cotidiano, te lo aseguro.

-Si toda la energía que malgastas en los placeres la dedicases al ejercicio de la virtud, no tendrías necesidad de máscaras. La virtud es la más natural de las bellezas.

-Yo he visto rostros de virtud que no tienen nada de bellos -replicó Petronio-. Más bien dan la impresión de sufrir algún problema físico, como de estreñimiento.

-No serán auténticos. La virtud es siempre sana y amable.

-Quizá no hablamos de lo mismo, pero me extrañaría. Yo me guío por lo que tú mismo has escrito y por el concepto de virtud tal como siempre se ha entendido entre nosotros, esa especie de fortaleza varonil exenta de vicios y de debilidades. Y te digo una cosa: con todas las excepciones que quieras, entre las cuales naturalmente te incluyo, para mí un hombre virtuoso es un hombre insoportable. Para empezar, siempre estará convencido de que es superior a los demás, y esto le hará comportarse desde la autosuficiencia y el desprecio de lo ajeno. Además, desterrados los placeres, el campo de sus intereses será tan limitado como fúnebre. ¿Cómo entenderse con un tipo así? ¿De qué hablar? ¿Sabes lo que creo? Que Catón debió de ser un tipo insoportable. Estoy encantado de no haberle conocido.

-¿Prefieres un Quinciano o un Escevino, que de hombres sólo tienen el nombre?

-Quizá son menos hombres que Catón, pero mucho más humanos, te lo aseguro.

De repente Séneca sufrió un ataque de tos. Fue breve, pero al parecer doloroso. Tomó un pequeño frasco de la mesita que tenía al lado, lo destapó, se lo acercó a las fosas nasales y aspiró profundamente tres veces seguidas. Volvió a depositar el frasco en la mesita y dirigió hacia mí la mirada.

-Ya ves, entre estas miserias acaban los hombres. Aunque todo esto te parezca lejano y casi increíble, piensa que llegará, y que llegará muy pronto. La existencia humana es un suspiro.

-Estoy convencido. El problema para mí es cómo llenar ese tiempo que corre sin cesar hasta el final anunciado: saboreando la vida o preparando la muerte.

-La vida no tiene más sabor que el que le da la virtud, y la virtud es la mejor preparación para la muerte. Además, nadie saborea la vida en el sentido vulgar de la palabra. Los hombres consumen su existencia preparando un mañana de felicidad que continuamente se aleja en el horizonte. Pierden la vida en los preparativos de la vida. Todos. Salvo, tal vez, Petronio.

-Te agradezco el cumplido -dijo Petronio-, y te ruego que me disculpes por el tono de mis palabras de antes. Es absurdo que, habiendo tantas cosas que nos unen, tengamos que discutir sobre lo que nos separa.

-Tienes razón -afirmó Séneca-. Creo que los dos coincidimos en el diagnóstico de la enfermedad, sólo discrepamos en cuanto al remedio. Pero sobre esto no trataré de convencerte ahora, ni a ti ni a nadie. En mis obras he dejado el fruto de mis reflexiones; allí están las medicinas que quien desee de verdad sanar se podrá aplicar…Mi vida se extingue, pero mi obra permanecerá, y dentro de siglos, de muchos siglos, cualquier ser humano de cualquier país o civilización podrá encontrar en ella el remedio de los males que le aquejen. Porque todos los males del hombre han sido, son y serán los mismos, y han tenido, tienen y tendrán el mismo origen: no saber estarse quieto entre las paredes de una habitación. La concupiscencia, el deseo nos empuja a luchar por conseguir cosas, pero no sabemos que, por mucho que consigamos, siempre será menos que lo que ya teníamos. Porque todo está en nosotros, desde el principio de los tiempos.

Hubo unos instantes de silencio, un extraño silencio impregnado de serenidad y misterio. Finalmente me armé de valor y dije:

-Maestro, si todo está en nosotros desde el principio, ¿por qué albergamos en nuestro interior esa fuerza, ese deseo incontenible que nos empuja hacia afuera para alcanzar objetivos ilusorios?

-Existe un plan divino, que debemos acatar. Y dentro de ese plan está el desarrollo de la vida, y para que la vida se desarrolle la divinidad ha sembrado la naturaleza de semillas e instintos y las mentes de ilusiones. Pero el verdadero sabio ha de remontar los instintos y las ilusiones para aproximarse a la razón divina, para comprender que para ella el principio es el final y el final es el principio.

-Me hace muy feliz oirte hablar así -dijo Petronio-. Veo que los años no han perjudicado en nada tu profundidad ni tu agudeza.

-Si la mente no deja de ejercitarse, los años no pueden nada contra ella. Quizá al final, al final de todo la memoria empieza a resquebrajarse y las ideas a confundirse. Hay que estar muy atento para prevenir ese momento, y hay que tomar una decisión valiente antes de que llegue. El hombre, el verdadero hombre ha de estar siempre al gobierno de su existencia, ha de ser el artífice, no el esclavo de su vida, desde que empieza a razonar hasta que muere. Y si la muerte que le prepara la fortuna no le agrada, es muy libre de procurarse otra.

-Ése sí que es un territorio que compartimos -dijo Petronio-, el hombre, artífice de su propia vida. Pero has de reconocer que es una tarea muy difícil. ¿Cuántos crees que lo logran? Yo creía haberlo conseguido hasta que me he visto en una situación que me supera y que no sé cómo desenredar. Y tú, ¿consideras que has sido el artífice de tu propia vida?

-No confundas mis palabras con mi vida. Mis palabras proclaman la verdad; mi vida es una constante lucha entre mis debilidades y el esfuerzo por la virtud. Y en esa lucha he vencido muchas veces y he sido derrotado algunas. Pero es verdad que, viviendo en sociedad y sobre todo en las cercanías del poder, resulta imposible erigirse en único artífice de la propia vida. Una red, cada vez más espesa, te va envolviendo por todas partes hasta que te ves tan atrapado que sólo puedes decir ¡basta! y romper y escapar. Puedes hacerlo en cualquier momento. Yo lo he hecho.

-Y con bastante suerte -dijo Petronio-. Todo el mundo auguraba lo peor.

-Lo peor no es eso. Lo peor no es que el monstruo de ingratitud que creció a mi sombra decida acabar conmigo. Lo peor sería permanecer en la esclavitud, aunque fuese para volver arriba de todo. Porque no hay mayor esclavitud que el ejercicio del poder.

-¿Eso les has dicho a Rufo y Flavo como respuesta a su magnífica proposición? ¡Vaya chasco! No es cosa de todos los días que a uno le ofrezcan el poder supremo.

-Sí, les he dicho que pienso seguir en mi retiro; pero también, que sigo deseando lo mejor para Roma.

-¿Buscarán entonces otro candidato?

-Creo que no. Creo que han entendido lo que han querido entender. No me importa, ¿sabes? no me importa nada. Visto desde mi altura, todo eso son juegos de niños…juegos sangrientos, es cierto. Y lo único que me interesa de ese juego es lavar mi responsabilidad por lo que le pueda ocurrir a Pisón. Así que te lo recuerdo de nuevo, no te olvides de advertirle.

 

En el camino de vuelta pregunté a Petronio:

-¿Sabes si Pisón querrá recibirte? ¿si te creerá?

-No he de ver a Pisón para nada, no tengo nada que decirle.

-¿No piensas cumplir tu promesa? -pregunté, sorprendido.

-Al contrario, la he cumplido al pie de la letra. Recuerda lo que me pidió Paulina, «miéntele si es preciso», y se lo prometí…A propósito, ¿qué te ha parecido el personaje, visto en carne y hueso? ¿Tienes ya clara la jerarquía de tus dioses?

-Sí. Primero está Petronio y luego viene Séneca.

-Y eso, ¿por qué?

-Porque Petronio contiene a Séneca, pero Séneca no contiene a Petronio.

           (CONTINÚA)

 

 

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CONVERSACIONES CON PETRONIO X


¿En qué piensas?- dijo Petronio.

-En Pola -, respondí.

-¡Vaya, por Hércules! Me lo temía. Toda la literatura, toda la filosofía no valen nada ante una mujer hermosa.

-No, no es lo que crees. Estaba pensando en algo que Pola me dijo de ti, y pensaba que es verdad, que eres desconcertante.

-¿Eso te dijo? ¿Que soy desconcertante? ¿En qué sentido?

-Vino a decir que nadie conoce tu rostro verdadero, que quizá sólo a mí…

-¡Mi rostro verdadero! -me interrumpió- ¡Qué expresión tan enfática! Un rostro es una máscara.

-¿Y si quitamos la máscara?

-Queda otra máscara, y si quitas ésa, otra, y luego otra y otra. Nadie tiene un rostro verdadero.

-El otro día, en casa de Escevino tuve una sensación extraña, desagradable. Vi que la opinión que él tiene de ti, un amigo de toda la vida, no se parece en nada a la que yo me he formado. Vi que, para Escevino, tú eres como él, un simple gozador de placeres sin mayor peso ni enjundia, un ser frívolo y sin sustancia.

-Ésa es la máscara que Escevino ve en mí.

-Días antes, en cambio, vi que para Tigelino eres un astuto intrigante, alguien muy digno de ser tenido en cuenta.

-Ésa es la máscara que Tigelino ve en mí.

-Y aún antes vi que para Mela eres una persona prudente y digna de toda confianza.

-Ésa es la máscara que Mela ve en mí. Y tú, ¿cómo me ves?

-Como alguien que, aun sabiendo gozar del mundo y de la vida, está muy por encima de las cosas del mundo, un auténtico filósofo sin proponértelo.

-Ésa es la máscara que tú ves en mí.

-¿Pero cuál es la verdadera?

-Todas y ninguna. Y esto no es una particularidad mía, a todos les ocurre. Uno suele tener una imagen de sí mismo, pero, por poca atención que preste a las opiniones y reacciones de los demás, advertirá que esa imagen no se corresponde con la que los otros tiene de él. El hombre que vive en sociedad no es más que lo que los otros deciden que es. Así, es posible que yo para ti sea un filósofo, para Mela un hombre prudente y de confianza, para Tigelino un taimado intrigante y para Escevino un vulgar vicioso. ¿Quién soy en realidad? Nadie. Es decir, para mí puedo ser algo más o menos definido y concreto, pero en el exterior, como objeto social, hay tantos Petronios como representaciones mías existen en las mentes de los demás. Uno no es nadie y es a la vez cien mil.

-Como fábula literaria me parece sugerente.

-Me encanta que te haya gustado. Además, es posible que hayas observado que, hasta cierto punto, me complazco en cultivar esa diversidad de imagen, siempre que no se pierda de vista la que he elegido como tema de referencia central: la del refinado árbitro de la elegancia de nuestra sociedad más selecta.

-Sí, lo he observado. Y he observado también que con ciertas personas utilizas la ambigüedad, la ironía, incluso el sarcasmo más que con otras, que conmigo, por ejemplo. Pola también dijo que eres especialista en frases ambiguas y que nada significan. Entonces no le di la razón, pero pensándolo bien…

-Lo que ocurre es que cada persona requiere, exige, un trato distinto. Y esto es algo que en mi caso surge espontáneamente. Sin proponérmelo, cada interlocutor despierta en mí un grado determinado de ironía, de causticidad incluso. Tú representas el grado mínimo. Por eso nuestras conversaciones están rozando siempre la peligrosa zona del aburrimiento. Tigelino podría representar el grado máximo. En teoría es el blanco perfecto de toda clase de ironías y sarcasmos. El problema es que, en muchas ocasiones, la espesura de su piel impide alcanzar los efectos deseados. Es como clavar agujas a un paquidermo.

-De todos modos, pienso que es una lástima.

-¿Una lástima?

-Ya sé que esto es algo personal tuyo y que no tengo derecho a entrometerme, pero lo he de decir. Pienso que es una lástima que no te muestres a todos del mismo modo que te muestras a mí: como un hombre sabio, como un ser que, aun disfrutándolas, está por encima de todas las cosas.

-No exageres, Lucio. Y aunque fuese cierto, ¿has pensado si los otros merecen que me muestre así? ¿Has pensado que en la mayoría de los casos no me entenderían? Imagínate que hablase con Tigelino, o con Nerón, como hablo contigo. No entenderían nada. Pensarían que soy un loco, un filósofo chiflado que no merece ser tenido en cuenta.

-No creo que ni Nerón ni Tigelino tengan a Séneca por un filósofo chiflado.

-Por supuesto que no. ¿Y sabes por qué? Porque el comportamiento de Séneca ante el poder no se distingue en nada del mío. Séneca es un cortesano perfecto. ¿O crees que anda por los salones hablando de la felicidad del sabio y de la vaciedad de la vida?

-Me cuesta hacerme a la idea de que eso sea cierto, de la duplicidad de Séneca de que hablabas el otro día.

-Si te molesta, no pienses en ello. Quizá sólo sea la máscara que yo veo en él. Lo admiras mucho, ¿verdad?

-Sí, y aún lo admiraba más. Hace años, en plena adolescencia, la lectura de algunos de sus Diálogos me despertó a la realidad de la vida. Gracias a él comprendí que la existencia humana no es más que un tramado de ilusiones, que no hay que buscar la felicidad afuera, que todo está dentro de uno mismo.

-Es un programa un poco triste para un joven de tu edad, ¿no te parece? En la vida hay goces y alegrías que, no por ser externos, son menos ciertos. Piensa que lo que ahora desprecias no lo podrás recuperar jamás. El tiempo pasa, amigo Lucio, y pasa muy deprisa, y a medida que vas cumpliendo años su marcha se acelera. Lo que no goces ahora no podrás gozarlo jamás. Porque cada edad tienen sus propias calidades e intensidades de goce. En la adolescencia, todo se presenta como recién nacido, y el goce de cada placer nuevo, desconocido en la infancia, nos hace estremecer de arriba abajo, nos sacude violentamente sin que podamos dominarlo de ningún modo. Aún recuerdo la emoción indescriptible del primer contacto, de repente erótico, con una piel ajena. Luego, a partir de tu edad, se empieza a ejercer cierto dominio sobre el placer. Se abre entonces la época, no muy larga, no creas, no pasa de veinte años, en que el ser humano puede disfrutar con plenitud de los placeres. Y cuando se pasan de los cuarenta, como es mi caso, hay que ir supliendo con ciencia y sabiduría, lo que se va perdiendo de instinto y fuerza natural. Quiero decir con esto que todo lo que no disfrutas en su momento lo pierdes para siempre… Lo que ocurre es que muchos confunden el placer con el vicio, y no tienen nada que ver. El verdadero placer se disfruta desde la libertad; el vicio es una adicción insuperable a algo que ha dejado ya de ser el placer que fue al principio. Piensa que, aparte de los que podamos montar con el arte y la imaginación, que también son placeres y nada desdeñables, lo único que obtenemos de la vida es el goce de cada uno de los momentos vividos. Así que volvamos a Horacio y digamos:

mientras hablamos huye

la envidiada edad,

aprovecha el hoy,

desconfía del mañana.

-No creas que no estoy de acuerdo contigo. Incluso antes de conocerte, tu obra ya me había hecho cambiar mi inicial radicalismo «senequista». Por eso te he dicho que antes aún lo admiraba más. De todos modos sigo pensando que, en lo moral, Séneca representa la cima de la humanidad… Y me refiero a su obra, naturalmente, no a su conducta, que no conozco y que, a decir verdad, ni siquiera me interesa.

-Como debe ser -afirmó Petronio-. A todo escritor se le ha de juzgar sólo por su obra. Lo que ocurre es que de un moralista se suele esperar que sea coherente. Ésta es la ventaja que tenemos los artistas, los creadores: nuestra vida no tiene por qué guardar relación con nuestra obra. Y aún te diré más, que con los creadores sucede con frecuencia lo contrario que con los moralistas: su vida suele ser más «moral» que su obra,

pues el poeta bueno ha de ser casto,

mas no tienen por qué serlo sus versos.

Esto es lo que replicaba Catulo a los que, basándose en su obra, le acusaban de indecencia. Y para que quedase bien claro lo decía en un epigrama que empieza así:

Os daré por el culo y por la boca,

Aurelio mamón y Furio marica

En mí mismo tienes un ejemplo. Desde que se difundió Satiricón algunos imaginan que mi conducta y mis intereses son los mismos que los de los personajes de la obra. Y es falso, naturalmente. Lo cierto es que mis intereses son lo que se suele decir más elevados, y mi conducta bastante más aburrida. Pero esta disociación, que es normal e incluso necesaria en un creador, resulta por lo menos chocante en un filósofo moralista. Aunque no olvidemos que Séneca también es creador. ¿Has leído sus tragedias?

– Sólo Fedra y Medea… y me parecen de una contundencia y una fuerza grandiosas. Y sin embargo, cuesta mucho imaginarlas representadas.

-Porque no están escritas para la escena. Nadie escribe hoy para la escena. El teatro es un género muerto. Nació del pueblo y para el pueblo, pero desde que el pueblo, convertido en masa, gustó de los espectáculos del circo, ya nada puede hacer que vuelva al teatro. La multitud, la masa, tiende siempre a lo más fácil. Nada se abarata, se degrada tanto como el gusto de la masa. Es un proceso imparable.

-Pero hubo un tiempo en que grandes autores, como Sófocles, llenaban los teatros de ciudadanos.

-Tú lo has dicho, ciudadanos. Pero ya no hay ciudadanos. Lo que ves en el circo es una masa informe hecha de instintos bestiales y de una sola voz, sin espíritu ni cerebro.

-Desde luego, cuesta mucho imaginar a Séneca escribiendo para ese tipo de público. La profunda moralidad de su pensamiento exige un receptor especialmente preparado.

-Tampoco hay que exagerar con eso de «la profunda moralidad de su pensamiento». Seguramente no conoces el antipanegírico que compuso a la muerte del César Claudio.

-¿Antipanegírico? No, ¿a qué te refieres?

-A la Apocolocyntosis, o sea, transformación en calabaza, del Divino Claudio. Los orígenes y características de esa obra son muy curiosos. Claudio se lo había hecho pasar muy mal a nuestro filósofo. Nada menos que ocho años lo tuvo desterrado en la isla de Córcega. Cuando murió, Séneca decidió vengarse a su manera. Escribió su «Calabaceosis» y la declamó ante un público reducido, formado por Nerón y unos cuantos cortesanos, que le rieron de buena gana todas las gracias. Aquí tienes un ejemplo supremo de la hipocresía de nuestra vida pública. Mientras el cuerpo del anterior César está aún caliente y todavía no se han apagado los ecos de los fastos oficiales, el severo preceptor del nuevo príncipe declama para él y sus compinches, entre los que sólo por una cuestión de tiempo no estoy también yo, una sátira maledicente y corrosiva sobre el ilustre difunto…¿Sorpresa?

-Sí, lo reconozco. Y esa sátira ¿vale la pena?

olimpo de dioses

-Desde luego. La trama es muy sencilla. Un narrador chusco e insolente cuenta la historia que dice le han contado sobre la muerte del César Claudio. Empieza por transmitirnos las últimas palabras que, como todo gran personaje, no puede dejar de pronunciar, y que en este caso son: «Ay, me parece que me he cagado». El alma del difunto contempla su propio funeral y es trasladada luego al cielo donde, al principio, ningún dios puede entender nada de aquel su lenguaje farfullante e incoherente. Con los mismos procedimientos formales del Senado, la asamblea de los dioses debate sobre el destino de tan peculiar personaje. Octavio Augusto ejerce la acusación, recordando todos los crímenes y torpezas del candidato a dios. Finalmente, la asamblea decide precipitarlo a los infiernos, donde acaba de secretario del secretario de su sobrino Calígula. Toda la obra es un ejemplo insuperable de humor, ingenio…y rencor. Ya ves, éste también es tu Séneca…Por cierto, ¿te gustaría conocerlo personalmente?

-¿Es posible?

-Quizá. Mañana ven a primera hora de la tarde…Sí, creo que es lo mejor. Creo que es el mejor sistema para que ese personaje deje de ser el centro, directo o indirecto, de nuestras conversaciones. Te lo presento, hablas con él, sacas tus conclusiones definitivas y cerramos de una maldita vez este enojoso capítulo.

-Diría que estás celoso -observé, siguiendo el tono de buen humor que traslucían sus palabras-. Y no sé por qué. Tú puedes ser un dios para mí, y él otro. En el Olimpo caben muchos dioses.

-En el Olimpo de los dioses, sí. Pero el Parnaso de los escritores es muy diferente, no lo olvides.

(CONTINÚA )

 

 

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CONVERSACIONES CON PETRONIO IX

Pasé dos largos días sin ver a Petronio. Al tercero, la impaciencia me consumía. Al mediodía me acerqué a su casa con la esperanza de encontrarle ya levantado y con el deseo de que las especiales circunstancias del último día no hubiesen de influir negativamente en nuestras relaciones. Al principio no pudo ser peor.

El nuevo portero, que no me conocía, me negó la entrada. Dijo que su señor descansaba todavía y que no estaba prevista ninguna visita a aquella hora. Yo insistí, alegando que era persona de la máxima confianza de su amo y que, en situaciones como aquella, solía esperarle en el atrio, en el jardín o leyendo en la biblioteca. No hubo manera. Iba ya a abandonar cuando apareció Eutimio, y todo se arregló al momento. Entonces comprobé lo que ya suponía: que a pesar de su juventud el muchacho era la persona de mayor influencia en la casa.

Me acompañó al interior y me dijo que podía esperar a Petronio donde quisiera salvo, tal vez, en la biblioteca. Le agradecí la amabilidad, atribuyendo el detalle a su conocimiento de mi indisposición de días atrás, y me dirigí al jardín.

La tarde era desapacible. El cielo amenazaba lluvia. Pensé que sería mejor ponerme a cubierto. Entonces oí una voz. Era una voz clara, perfectamente modulada que venía de los ventanales de la biblioteca; una voz de mujer joven, muy joven quizá, pero firme y de una sonoridad cristalina. Me situé debajo de uno de los ventanales y escuché con atención.

Pero que arranquen de mi corazón tus labios

este fiero dolor, y la misma medicina expulse

de mi alma la enfermedad

para que tanto furor no rompa mis nervios lacerados

y no muera por el crimen de haberte conocido.

Mas si esto consideras excesivo

suplico que al menos me concedas

que, agotado mi tiempo, en tus brazos de nieve me cobijes

y, cumplido el destino, me vuelvas a la vida.

Reconocí aquellos versos: eran de Petronio. Pero nunca imaginé que se pudiesen recitar de aquella manera. La voz cesó. No se oía nada. Una enorme curiosidad se me impuso por encima de cualquiera otra consideración. Me dirigí a la puerta que desde el jardín daba a la biblioteca y entré.

La mujer estaba allí, de pie, frente a un volumen desplegado sobre un pupitre. Tuve un sólo instante para apreciar el perfecto dibujo del perfil de su rostro. Se volvió hacia mí y me observó de arriba abajo.

-¿He de esperar mucho? -preguntó, fijando en los míos sus ojos claros, transparentes.

-No lo sé. No soy de la casa.

-Entonces debes ser Lucio, ¿no?

Aquella mujer me conocía, había oído hablar de mí.

-Sí, soy Lucio, y perdona la intromisión. Te he oído leer y no he podido resistir la curiosidad. Nunca había oído recitar de esa manera, te lo aseguro.

-¿Tan mal lo hago?

-Al contrario, al contrario…

Me quedé sin palabras. De pronto, noté que mi rostro enrojecía y que no podía hacer nada por evitarlo.

-A ver, acércate -dijo con naturalidad- ¿Cómo lo leerías tú?

Me acerqué. Dirigí la mirada al volumen abierto, pero ni siquiera fui capaz de localizar los versos que acababa de escuchar. La proximidad de la mujer aumentaba mi turbación. Todo mi cuerpo era un incendio. Me separé un poco y dije como pude:

-Soy un lector pésimo, y no creo que haya nadie que pueda leerlo mejor que tú.

-No exageres, Lucio. ¿Qué edad tienes?

-Veintiún años.

-Como yo. Pero permíteme que te diga que pareces más joven.

-Lo dices por mi timidez, supongo. No puedo evitarlo.

-Ni tienes por qué. No te cae mal. Oye, supongo que eres un experto en la obra de Petronio.

-Nadie más experto que él mismo, y estamos en su casa -dije, mientras trataba de serenarme.

-No me interesa la opinión de Petronio. Si lo conoces bien, habrás observado que lo que habla apenas tiene que ver con lo que escribe. Aquí, en estos versos, hay un misterio que no logro entender. Si se lo pregunto, seguro que me contestará con una de sus frases ambiguas y brillantes que nada significan. Me interesa tu opinión.

La posibilidad de un juego dialéctico, por insignificante que fuese, acabó por devolverme todo el aplomo posible dadas las circunstancias.

-Perdona que te contradiga, pero nunca he oído pronunciar a Petronio frases ambiguas o que nada signifiquen. Por el contrario, no ha habido pregunta mía que no tuviese por su parte la respuesta más justa y acertada.

-No sé si hablamos de la misma persona -dijo-, o quizá eres tan afortunado que se te ha permitido conocer el verdadero rostro del dios….Bien, es igual, ¿quieres ayudarme o no?

Sin esperar respuesta, se acercó al volumen y leyó:

Mas si esto consideras excesivo

suplico que al menos me concedas

que, agotado mi tiempo, en tus brazos de nieve me cobijes

y, cumplido el destino, me vuelvas a la vida.

-¿Qué significa esto?

-No es fácil comentar unos versos aislados. Eso que has leído es el final de un precioso poema que habría que examinar desde el principio -dije, adoptando un tono profesoral que a mí mismo me sorprendió.

-Pues volvamos al principio -, propuso ella.

-Bueno, en este caso no es necesario. Lo conozco muy bien. En el poema, el amante se dirige a su amada, y a través de una serie de encendidos elogios cuajados de metáforas, ensalza cada uno de los aspectos de la belleza de la amada: los ojos como estrellas, el cuello como rosas, el cabello como oro, etcétera, una belleza tal que ni siquiera necesita el adorno de las joyas. Y también su voz merece el elogio del amante, una voz

que sus dulces mieles propaga

y contra el indefenso lanza

el dardo del amor.

A continuación expone los efectos que esa belleza causa en él: languidece, pena, se abrasa, arde, suspira, muere, lucha; su corazón tiene una grave herida que ningún remedio puede sanar, salvo… y aquí llegamos a nuestros versos, salvo «que arranquen de mi corazón tus labios este fiero dolor», es decir, que una palabra de la amada, una sola palabra afirmativa sería suficiente para expulsar del alma del amante la enfermedad y evitar que muera por el crimen de haberse enamorado…¿me explico?

Sus ojos, como en el poema, parecían arder con fuego de estrellas.

-Todo eso está muy bien -dijo-, hasta un niño puede entenderlo…siempre que se acepte como licencia poética que se puede morir por amor. Pero mi pregunta se refiere a los tres últimos versos, ya sabes.

-Sí, sí…Finalmente, el amante piensa que, si ni siquiera la palabra salvadora ha de concederle la amada, por lo menos que le otorgue una gracia: que, una vez muerto, le rodee con sus brazos y así le devuelva a la vida.

-¡Es eso lo que no entiendo¡ «Agotado mi tiempo», es decir, muerto; «cumplido mi destino», es decir, sin más vida por delante…»me vuelvas a la vida». ¿Pero cómo se puede volver a la vida después de muerto? ¿O qué poder tiene el abrazo de una mujer para resucitar a un muerto? ¿O a qué clase de vida se refiere?

-¿Sabes de verdad qué es la poesía? -me atreví a preguntarle.

-¿No lo voy a saber? Soy hija y esposa de poetas, de poetas de verdad, y ellos me han enseñado que la poesía puede ser ficción, pero nunca mentira. Y aquí el autor miente.

-Yo no lo veo así. Yo creo que aquí no miente nadie, ni el autor, que se limita a recoger los lamentos de un amante, ni…

Entonces se abrió la puerta principal de la biblioteca y apareció Petronio.

-Siento interrumpir una conversación tan animada. Aquí lo tienes -dijo, entregando a la mujer un pequeño volumen-, y puedes decirle a tu marido que ya no queda ni un sólo papel suyo en esta casa. Y dile también que nada me gustaría tanto como que nos volviésemos a ver en paz y armonía, como en los buenos tiempos. Pero no te vayas. Me encantaría que me dejaseis participar en vuestra conversación.

-Te lo agradezco, Petronio -dijo la mujer-, pero he de marchar enseguida…Y esta conversación es un poco particular entre Lucio yo…La continuaremos en otra ocasión ¿no es eso? -dijo, dirigiéndome una mirada de complicidad envuelta en una sonrisa celestial.

En cuanto quedamos solos, pregunté quién era.

-Es Pola -respondió Petronio-, la mujer de Lucano. ¿Qué te ha parecido?

-Me ha impresionado, me ha impresionado mucho, lo confieso. No sólo su belleza, que es deslumbrante sin ser aparatosa, sino sobre todo su…su estilo, la música de su voz, las maneras, a la vez sencillas y elegantes, y esa naturalidad distinguida que invita a la confianza al mismo tiempo que infunde respeto.

-Estoy de acuerdo en todo lo que has dicho. Y aún posee más virtudes que no conoces. Sí, es una mujer excepcional y, como tal, muy peligrosa.

-¿Peligrosa? No lo creo, no puedo creerlo, ni aunque me lo jures por todos los dioses nunca lo creeré.

-Veo que es verdad que te ha impresionado -dijo Petronio riendo-, pero no es lo que te imaginas. Lo que quiero decir es que la existencia de mujeres como Pola constituyen un peligro, porque pueden inducirnos a creer que la mujer es tal y como algunos poetas han imaginado, interpretando el sentir de muchos hombres. Y no es verdad. La mujer, y sobre todo la mujer amada, es sólo una ficción en la mente del hombre, una ficción que puede ser tan absurda y poderosa como para llevar a creer que el abrazo de la amada puede vencer a la muerte. Lo que de verdad vislumbramos en la mujer, sobre todo en la fase inicial del enamoramiento, es una especie de recuerdo de aquella edad de oro en que los seres humanos eran completos, es una llamada para recuperar la parte perdida de nuestro ser. Y es entonces principalmente cuando la mujer se nos aparece como la fuente de nuestras emociones más singulares, de nuestros sentimientos más tiernos y profundos. Y sin embargo, con frecuencia, quizá con demasiada frecuencia, parece como si las aguas de esa fuente estuviesen envenenadas y nos fuesen dando, sin nosotros advertirlo, exactamente lo contrario de lo que prometen, y cuando lo advertimos suele ser demasiado tarde. Y es eso lo que la existencia de mujeres como Pola nos puede hacer olvidar.

-Parece que tus relaciones con las mujeres no han sido muy felices -aventuré.

-Más de lo que se podría deducir de mis palabras -replicó Petronio.

-Pero no estás casado.

-Lo estuve. Y la cosa fue muy bien, hasta que un oportuno divorcio salvó el buen recuerdo de nuestro matrimonio. He tenido también otros amores, de intensidades varias, que a veces me complazco en recordar rastreando sus huellas en mis poemas. Pero desde que cumplí los cuarenta mantengo una prudente distancia con la mujer. Sólo la observo. Y he de confesar que es una materia apasionante.

-Y confusa y extraña y contradictoria -dije-, porque, para empezar, hablamos de la mujer como si de algo único se tratase, y sin embargo, qué sentimientos tan distintos despiertan en nosotros palabras como madre, hermana, hija, esposa, amante, prostituta.

-Sí, y te dejas amiga y, sobre todo, enemiga.

-¿Enemiga?

-Sí, la mujer puede ser una enemiga poderosa, terrible. Y cuando se dedica a la intriga, los hombres más astutos son a su lado simples aprendices.

-¿Te refieres a la influencia que la mujer ha tenido en nuestra historia política?

-Entre otras cosas. Pero en política, desde luego, su influencia ha sido y es infinitamente superior a la que cabría esperar de una lectura de nuestra leyes.

-¿Quieres decir que ejercen un poder que nadie les ha reconocido?

-Eso es. Y como no pueden actuar directamente, lo ejercen a través de los hombres, a veces sin que ellos se den cuenta. Piensa que hasta un hombre tan equilibrado, enérgico y seguro como Octavio Augusto se vio muy influido por la fuerte personalidad de su esposa Livia; que Nerón nunca ha logrado desprenderse de la influencia de su madre, ni aun matándola, y ya no hablemos de Claudio, esclavo no solo de Mesalina y de Agripina sino de cualquier mujerzuela que le hiciera olvidar su condición de tarado. Y estos son sólo algunos ejemplo de nuestra historia reciente, pero si quieres podemos remontarnos hasta Tanaquil. Y es que la presencia decisiva de la mujer en todos los ámbitos es una de las características más peculiares de nuestro pueblo.

-Y en los otros pueblos ¿no es así?

-Por lo que yo sé, no. En Grecia, por ejemplo, fuera de la época mítica de las diosas y heroínas, la mujer nunca ha contado para nada, diría que ni siquiera para el amor, sólo para la procreación y el cuidado de los hijos. Entre nosotros, en cambio, la mujer, y en especial la madre, siempre ha tenido una importancia fundamental.

-¿Y a qué crees que se debe ese poder que la mujer, o al menos la mujer romana, ejerce sobre el hombre?

-No lo sé. Es decir, ignoro el origen, pero el método está muy claro. A todo el mundo se le vence atacando sus partes débiles, y nadie como la mujer conoce las debilidades del hombre.

Permanecimos en silencio unos breves instantes. Entonces decidí plantearle una cuestión que venía meditando desde el día de la visita a Escevino.

-Quisiera hacerte una pregunta que no está directamente relacionada con este tema, aunque algo tiene que ver.

-Adelante. Ya habrás observado que nuestras lecciones carecen de método y de programa.

-¿Qué opinas del amor entre hombres?

-Esa es otra historia. El amor entre hombres es una de tantas posibilidades de placer que ofrece la naturaleza y sería de necios despreciarla. Pero, en efecto, no tiene nada que ver con lo que hablábamos. El hombre no es ningún misterio para el hombre, al menos en el aspecto amoroso; la mujer sí es un misterio.

-¿Pero no crees que hay algo en la naturaleza que repugna ese tipo de amor homogéneo?

-En absoluto. En la naturaleza cabe todo. Claro que algunas vías parecen contradictorias con un supuesto plan natural. Pero eso no es más que una ilusión de la mente humana. No creo que la naturaleza tenga ningún plan. Y si lo tiene, seguro que no le afectan nuestras preferencias individuales. Mediante el instinto sexual se procrea y la especie humana sobrevive, eso es cierto, pero nadie ha dicho que la práctica de ese instinto deba limitarse a la procreación. Somos libres, libres en el sentido en que los animales no lo son, y por lo tanto podemos utilizar nuestras facultades como se nos antoje. Por otra parte el amor entre hombres ha estado siempre presente en todos los pueblos, unas veces a escondidas y otras a la luz del día. Grecia nos ha dado el mejor ejemplo de lo segundo, y hace ya siglos que los romanos dejamos de ser pudibundos en este aspecto. La verdad es que tu pregunta casi me asombra. ¿Quién entre nosotros no ha gozado del amor de algún jovencito?

-Yo, por ejemplo.

-Eso te pierdes.

-Me permitirás que en este punto no esté de acuerdo contigo. No creo que el amor entre hombres sea tan natural e inocente como pretendes. Si fuese así, no produciría ciertos efectos… desagradables. Estoy pensando en Escevino. ¿Crees de verdad que la imagen que ofrece ese personaje es la de un ser humano «normal»? Porque a mí no me recuerda en nada ni a un hombre ni a una mujer. No es más que una especie de fantoche de voz atiplada y ademanes increíbles.

-No confundamos las cosas, Lucio. Estábamos hablando de la posibilidad del amor con hombres, además de con mujeres, es decir de la elección de objeto sexual. El caso de Escevino, y de tantos como él, es muy diferente. Ahí no hay una elección, es decir, un enriquecimiento, sino una adicción, es decir, un empobrecimiento.

-No acabo de entenderte.

-Quiero decir que el hombre que practica el amor con mujeres y con hombres no deja de ser un hombre completo, más incluso que el que se limita a las mujeres, y perdona la alusión, pero el que sólo puede hacer el amor con hombres, hasta el extremo de sentir repugnancia por el sexo opuesto, es un ser limitado, incompleto, amputado, y esa deformidad termina a la larga trasluciéndose en el talante, y eso es lo que tú has advertido en Escevino.

-Y sin embargo, también esas personas negarán su condición de deformes y, al igual que tú cuando defiendes el amor bisexual, dirán que hacen uso de su libertad de elegir.

-Lo dirán, pero no es cierto. Pocas cosas podemos elegir en la vida. De hecho, yo creo que ninguna. Pero si algo hay claramente incompatible con la libertad de elección es precisamente el amor y todo lo que se refiere a nuestros instintos básicos. Y así como nadie se enamora libremente, tampoco hay nadie que libremente decida excluir a las mujeres de su vida amorosa.

-¿He de entender que existe un destino inexorable, un hado fatal que determina todas nuestras acciones?

-Entiéndelo como quieras. Todo son opiniones y ninguna tiene la garantía de la verdad. La mía es ésta: que la libertad de elección es una de las muchas ilusiones de la raza humana. Pero éste ya es tema para otra charla.

 

(CONTINÚA)

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CONVERSACIONES CON PETRONIO V

-He estado pensando en lo que hablamos ayer -dije a Petronio el día siguiente-, eso de que las personas mienten sobre sí mismas, que se engañan y engañan sobre su pasado. ¿A qué crees que obedece esa conducta?

-No lo sé con certeza -respondió Petronio-. Pero lo imagino. Toda persona desea ofrecer una imagen de sí misma lo más favorable posible. Y si en esa tarea se encuentra con dificultades, procura evitarlas. Ocurre como con el aspecto físico: se utilizan cosméticos para ocultar las huellas que el tiempo deja en el cuerpo. Y me parece bien. El triunfo del arte sobre la naturaleza es el triunfo del espíritu humano…siempre que los resultados sean correctos. Porque, si no, la situación no sólo no mejora sino que empeora. De una persona que abusa ostensiblemente de los cosméticos llegamos a pensar que es más vieja y ajada de lo que en realidad es. De la misma manera, de alguien que miente sobre sí mismo con descaro, es decir, sin tacto ni prudencia, llegamos a pensar que no merece ningún crédito ni consideración.

-¿Y por qué crees que todo el mundo desea ofrecer la imagen más favorable posible? ¿Tan importante es el juicio de los demás?

-Excepto para el sabio, es lo más importante. Pero no el juicio precisamente, sino algo más esencial. ¿Cuál crees tú que es la fuerza que mantiene unido el universo?

-No sé…desde el punto de vista de la filosofía platónica, diría que el amor.

-El amor, sí, tanto si recurrimos a Platón como si no. El amor es el motor del universo. Las mutuas atracciones de los astros y de todos los cuerpos han formado este mundo y lo mantienen vivo. Otro asunto es el porqué y el para qué, preguntas que no tienen respuesta, a no ser que también nos engañemos sobre esto. Lo confesemos o no, todos aspiramos a amar y, sobre todo, a ser amados. Sí, queremos ser amados, o por lo menos, apreciados, elogiados, ensalzados, incluso temidos, y somos capaces de cualquier cosa por conseguirlo. Pero no siempre se consigue. A veces, ni siquiera los amores más próximos y que parecen más obvios. Y entonces las consecuencias pueden ser desastrosas. Piensa que la madre que niega el amor a su hijo está creando un monstruo. Siempre. Yo sé algo de eso.

-¿Piensas en alguien en concreto?

-Sí -respondió Petronio-, y tú también.

Era inevitable. Hacía unos años que las tormentosas relaciones entre Nerón y su madre habían concluido con la muerte de Agripina, ordenada por su propio hijo bajo la acusación de conspiración. Desde entonces, las extravagancias, arbitrariedades y crueldades de Nerón no habían dejado de crecer, al menos en boca del pueblo, que no tenía otra materia de opinión que lo que le llegaba de las altas esferas de la sociedad, círculo exclusivo en que se movía la crueldad del príncipe. Hasta que esa crueldad se hizo patente a los ojos de todos con ocasión de la persecución y castigo de los supuestos incendiarios. Porque es el caso que unos hombres tan odiados y odiosos como los seguidores del judío Cristo habían sido castigados con una crueldad tan gratuita, excesiva y sanguinaria que llegaron a ganarse la compasión de muchos, al mismo tiempo que el bestial castigo despertó en el pueblo el recelo ante la larga mano criminal del tirano, que no se contentaba ya con víctimas senatoriales o ecuestres. ¿Cómo no ver en las palabras de Petronio una alusión a la extraña relación que siempre había existido entre la Agripina insensible, ambiciosa e intrigante y su hijo Nerón, despreciado peón de la ambición materna hasta que con sus propios excesos logró superar los peores excesos de la madre? Pero sabía que no podía hablar de ello. Petronio no me lo permitiría. Buscaba la manera de sortear el escollo, cuando él mismo acudió en mi ayuda:

-Sí, amigo, todos queremos ser amados, pero pocos saben cómo conseguirlo.

-No hay ninguna receta mágica, supongo.

-Mágica no, pero alguna receta sí que hay. Claro está que lo que con ella se obtiene es sólo un sucedáneo del amor, pero en las relaciones sociales funciona de maravilla.

-Te refieres a…

-La amabilidad.

-¿Quieres decir la cortesía, la urbanidad?

-No. He dicho la amabilidad. La cortesía consiste en la aplicación de unas normas comúnmente admitidas para vivir en sociedad. Pero esa aplicación puede ser fría, distante, incluso hostil. O algunas de esas normas pueden ser absurdas. Piensa en la que dictó el César Claudio admitiendo la emisión de ventosidades en sociedad. Es un ejemplo, por reducción al absurdo, de cómo algo aceptado por las reglas de urbanidad puede resultar nada amable.

-¿En qué consiste entonces la amabilidad?

-La amabilidad consiste en tratar a las personas como te gustaría que te tratasen a ti. En este precepto se resumen todos los demás.

-Ya entiendo. Pero me gustaría, si no te importa, que lo desarrollases. En otras palabras: qué he de hacer y qué no he de hacer para ser amable.

-Lo primero es escuchar. Esto es lo fundamental y lo más difícil. Sólo los niños prendados por relatos maravillosos o los mayores encandilados por obra del arte escuchan de verdad. Pero en general no escuchamos, no sabemos escuchar. Mientras el otro habla, pensamos ya en lo que vamos a decir o vagamos con la mente por lejanas regiones. Y esa concentración o esa lejanía se reflejan en la mirada, y el otro sabe que no le escuchamos, que no nos importa. Lo segundo consiste precisamente en otorgar al otro toda la importancia que cree merecer o incluso más, si se trata de alguien que se infravalora, y darle a entender que los asuntos que le importan a nosotros también nos interesan, al menos en cuanto a él le importan. Uno ha de acordarse siempre de hacer alguna pregunta relacionada con el tema que más interesa al otro…

-Perdona, pero esto ¿no puede dar pie a que los pelmazos de que hablabas el otro día aprovechen la ocasión para martirizarnos a placer?

-Naturalmente, pero es que en todo momento hay que mantener el dominio de la situación. Los posibles inconvenientes de la amabilidad y sus antídotos…eso ya sería materia de otra charla.

-Imagino que todo eso es muy adecuado para tratar con personas de igual o superior categoría, pero que con los inferiores no debe de ser tan importante.

-No lo creas. Con los inferiores también, en la debida proporción. Piensa que la amabilidad de que te hablo es más que nada una disposición del ánimo, que ni se puede ni se debe variar a cada instante, y que si con la amabilidad puedes obtener una gracia o un favor de una persona distinguida, con la amabilidad adecuada al caso puedes lograr de un inferior que te haga de buen grado, o sea bien, lo que de otra manera te haría de mala gana, o sea mal. La amabilidad consiste en saber transmitir al otro que él es muy importante para nosotros, que lo valoramos como se merece, que de alguna manera le amamos. Y es esa chispa de amor la que enciende la buena disposición del otro, y puede incluso obrar maravillas.

-Nunca había pensado que las personas fuesen tan…como lo diría…tan influenciables, tan susceptibles de ser conducidas, de ser manipuladas.

-Tan deseosas de ser engañadas, puedes decir -concluyó Petronio-, esa es la palabra. Los hombres quieren ser engañados, sí, quieren, a cualquier precio, que les digan lo que desean oír. Y cuando esto ocurre ni por un instante suelen considerar la posibilidad de que su interlocutor esté fingiendo. Piensa que la adulación es un arma infalible. Sólo el muy sabio puede defenderse de ella.

-Se me ocurre ahora -dije, sin meditar la conveniencia o no de comunicar aquel hallazgo repentino- que el hombre que como tú conoce y domina el arte de la amabilidad o, visto en su aspecto menos noble, de la adulación está en condiciones de dominar el mundo. Nada se le puede resistir.

-No lo creas. No sólo yo conozco ese arte. En ciertos ambientes muchas personas lo conocen tan bien o mejor que yo. Y ocurre entonces que el poderoso al que se pretende influir se ve sometido a la presión de fuerzas contrarias, con el resultado de que su reacción será casi siempre imprevisible.

-Pero si el poderoso al que se pretende influir -dije, adentrándome decididamente por un terreno que sabía prohibido- tiene ante sí un hombre como Petronio, difícilmente podrá seguir otra influencia o consejo.

-Te equivocas -respondió Petronio-. ¿Has oído hablar de Tigelino?

-Naturalmente. Te refieres al jefe de la guardia pretoriana. De él depende la seguridad de Nerón, ¿no es eso?

– Sí, y no sólo la seguridad. Tigelino practica una adulación que yo no sabría nunca practicar. Mi amabilidad, o adulación, va siempre por el lado estético. Si Nerón se cree un gran artista, ¿por qué habría de contradecirle? Después de todo, como cantante no lo hace tan mal. Como poeta ya es otro asunto. ¿Pero crees que vale la pena arriesgar la felicidad del que tutela nuestra felicidad por un supuesto juicio honrado, que a la postre será tan relativo como todo juicio estético? No, por Hércules. Si vieses la expresión del rostro de Nerón cuando se le aclama como al más grande de los artistas, comprenderías que de ese estado de ánimo sólo pueden resultar beneficios para el pueblo. ¿Por qué entonces negarse a algo que ha de ser beneficioso para todos, excepto para sus competidores artísticos, claro está?

No salía de mi asombro. Finalmente Petronio me había admitido en el territorio hasta entonces reservado de sus relaciones con el poder. No cabía de felicidad. No sólo por la curiosidad satisfecha, sino sobre todo porque, a partir de aquél momento, podía considerarme su confidente, es decir, sin lugar a dudas, su amigo. Pero no quería que aquel inicio de confesión se quedase en un simple cabo suelto.

-¿Y qué clase de adulación practica Tigelino? -aventuré, como quien pregunta lo más natural del mundo.

-La más baja que te puedas imaginar. Por un lado, le imbuye la idea de que, como César, es un dios todopoderoso, un dios viviente al que todo le está permitido.

-¿Hasta el crimen?

-Hasta el crimen. Ésa es según Tigelino la característica principal de la divinidad. Pero, por otra parte, no deja de atemorizarle con la supuesta existencia de fantásticos o quizás reales enemigos que se proponen acabar con él, y de intentar demostrarle que sólo él, Ofonio Tigelino, está en condiciones de protegerle de las asechanzas de sus enemigos.

-Pero eso es contradictorio -observé-. ¿Cómo un dios todopoderoso puede vivir continuamente atemorizado por sus supuestos enemigos y, sobre todo, cómo puede depender su seguridad de un simple adulador?

-Todo lo contradictorio que quieras -dijo Petronio-, pero es así. Tigelino halaga la soberbia de Nerón al mismo tiempo que cultiva su miedo. Es su manera de hacerse imprescindible. Como comprenderás, mis armas y las suyas nada tienen que ver. Los campos en que nos movemos son también distintos…Pero un día podemos coincidir, y entonces…

-¿Y entonces?

-Entonces todo habrá acabado.

Fue como si una nube pasase por un instante sobre el rostro de Petronio.

-Pero quién sabe lo que nos reserva el futuro -dijo, iluminado de nuevo el rostro por una sonrisa radiante-. Sólo el presente importa; la lucha de todos los días, la inútil lucha de cada día.

-Quizá sea cosa de tu amabilidad innata -no pude menos que decir ante su cara de felicidad-, pero no deja de sorprenderme esa capacidad tuya de enunciar las sentencias más terribles con la alegría que suele reservarse para las buenas noticias. ¿Crees realmente que es inútil la lucha de cada día?

-La que se dedica a la intriga por el poder, sí. Porque siempre acaba mal.

-La verdad es que no te imagino intrigando por el poder.

-Yo tampoco. Pero a veces la vida te coloca en situaciones que no tienes más remedio que aceptar y sobrellevar, con todas sus consecuencias.

-¿No se puede abandonar?

-No, no se puede. Pregúntaselo a Séneca. Él ha decidido abandonar y en este momento nadie da un as por su vida.

-Disculpa, Petronio, pero imagino que, después de todo lo que me has dicho, no te extrañará que te haga esta pregunta: ¿es realmente Nerón un monstruo?

-En cierto modo sí, pero no es culpa suya. Una persona joven, débil, inmadura, que tiene todo el poder, forzosamente ha de ser un monstruo. Quiero decir que el monstruo no lo ha creado él mismo, sino el sistema.

-¿El sistema?

-Sí, el régimen político inaugurado por Julio César, que permite que todo el poder se concentre en un sólo hombre.

-Pero el mismo Julio no fue un monstruo, ni Octavio Augusto tampoco.

-Eran personas maduras, equilibradas. Pero no se puede cimentar la bondad de un régimen político en algo tan azaroso como el temperamento del soberano de turno.

-¿Debo entender que eres partidario de la antigua república de libertad?

-Cualquier persona razonable lo es. Pero su restauración es ahora mismo imposible. No es ésta una época razonable.

-¿Y no hay ninguna posibilidad de que, cualquier día, un grupo de personas «razonables» unan sus fuerzas para asaltar el poder y restaurar la república?

-No, ninguna. Algunos sí lo creen. Pero se equivocan. De hecho, es el ejército el que tiene el poder, y el ejército quiere siempre una sola cabeza, un sólo jefe a quien poder amedrentar y exigir. De manera que, hoy por hoy, el triunfo de una conspiración sólo significaría la sustitución de un tirano por otro, si es que lograse triunfar, que no lo creo. El tiempo me dará la razón.

-¿El tiempo? ¿Quieres decir que esa conspiración es posible, que existe quizá?

Petronio se llevó el dedo índice a los labios sonrientes:

-Amigo mío… -dijo.

-Sí, ya sé: Horacio.

(CONTINÚA)

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Séneca o la dignidad II

El libro en cuestión reúne los pequeños tratados que tradicionalmente han recibido el nombre de Diálogos, aunque en realidad son monólogos en los que el autor reflexiona sobre asuntos como la providencia, la brevedad de la vida, la tranquilidad del ánimo, la consolación… y donde yo encontraba gran parte de lo que necesitaba en aquellos momentos.

El ánimo recto jamás se altera.

Sabré que todo el mundo es mi patria.

Niego que las riquezas son un bien, porque si lo fueran, harían buenos.

Cada cual precipita su vida, trabajando con el deseo de lo futuro y el hastío de lo presente.

Sepamos que todas las cosas son igualmente caducas y que aunque en lo exterior tienen diferentes visos, son en lo interior igualmente vanas.

Toda la literatura de Séneca desprende un aroma de excelsitud, de superioridad moral, de dignidad. Creo que ésta es la palabra clave, dignidad. Una dignidad que exige que el hombre se mantenga por encima de los acontecimientos y no a rastras de ellos. La clave de esa actitud es la aceptación del orden de la naturaleza como algo divino a lo que no nos podemos resistir, pero que debemos entender rectamente, colaborando con sus dictados. Esto está claro en su posición ante el suicidio.

El hombre ha de ser el artífice de su vida, afirma, no el esclavo. Y si su vida no le gusta, es muy libre de prescindir de ella, porque la naturaleza, que nos dio una sola puerta de entrada a la vida, nos ha dado muchas de salida.

Por otra parte, su amplitud de miras en lo intelectual es tan notable como poco frecuente en los pensadores de cualquier tiempo y lugar. Y es que el de Séneca no es un estoicismo sectario o de manual, pues incluso llega a defender el epicureismo frente ciertas interpretaciones erróneas, y en ningún caso se adscribe a una línea o a un maestro determinado, porque el que se arrima siempre a la doctrina de uno mira más a los bandos que a la vida.

Lucio Anneo Séneca nació el año 4 a.C., quizá en la Corduba hispano-romana, de donde su familia era sin duda originaria. Hijo de otro literato y tío del poeta Lucano, destacó por su altura intelectual en la Roma del siglo I. No se sabe si fue por alguno de los riesgos que siempre comporta la altura intelectual o por otra debilidad más humana por cierta dama del entorno imperial, el caso es que, a instancias de Mesalina, esposa del emperador Claudio, fue condenado a un largo destierro en la isla de Córcega, donde vivió forzosamente retirado hasta que la sustitución de Mesalina por Agripina en el lecho imperial cambió la situación.

Y es que uno de los primeros favores que obtuvo Agripina de su esposo Claudio fue el perdón de Séneca y su regreso del destierro. En cuanto llegó a Roma, el prestigio del desterrado no hizo sino aumentar. Para seguir apuntándose este prestigio a su cuenta particular, Agripina lo nombró preceptor de su hijo Nerón. Y así, entre el maestro-filósofo y el discípulo-príncipe se inició una relación que auguraba lo mejor para Roma.

A la muerte de Claudio, Nerón subió al poder y dio sus primeros pasos a la sombra del severo maestro (severidad, por cierto, que no le impedía permitirse alguna broma de mal gusto, como el envenenado opúsculo que dedicó al difunto Claudio, titulado Transformación en calabaza del divino Claudio). En adelante, la influencia que Séneca ejercería sobre el nuevo César no se limitaría a su formación intelectual y humana, sino que se ampliaría con las competencias propias de un ministro con plenos poderes, contando para ello con la colaboración de otro consejero de gran autoridad y respeto, Afranio Burro.

Pero el joven Nerón empezó a manifestar tendencias que no encajaban en los supuestos valores morales del maestro, y digo “supuestos” porque se dice que, al tiempo que escribía tratados ejemplares sobre la pobreza y la bondad, se dedicaba a la usura en gran escala, amasando grandes fortunas.

El caso es que Séneca al principio intentó eliminar aquellas tendencias desviadas del discípulo Nerón, pero no pudo; luego trató de controlarlas, pero tampoco pudo; finalmente se limitó a procurar encauzarlas para no salir él mismo mal parado. Y en este proceso acelerado de dejación el severo filósofo llegó a verse tan implicado en las maldades del César que algunas ya no se sabe si tuvieron su origen en el discípulo o en el mismo maestro. Finalmente, decidió abandonar. Nerón se lo prohibió, pero él abandonó igualmente y se retiró a su finca de la Campania para dedicarse en la soledad a sus estudios, y quizá a sus negocios.

Pero un tirano nunca olvida. Y así, tres años después, en plena limpieza desencadenada por el descubrimiento de la conjuración de Pisón, Nerón se acordó de su severo y díscolo maestro y, metiéndole en el mismo saco de los supuestos conjurados (al parecer, sin ningún fundamento), le mandó recado para que se quitase de en medio.

Y el filósofo acató la orden. Un mandato que, para él, no venía en último término del odio o del capricho del déspota, sino de la ley inapelable del destino, porque un irrevocable curso lleva por igual las cosas humanas y las divinas.

Y no hay escapatoria. Así lo afirma la antigua sentencia, que Séneca había hecho suya: el destino conduce al que quiere, y arrastra al que no quiere,

          DUCUNT  VOLENTEM FATA NOLENTEM TRAHUNT

                            

(De Los libros de mi vida)

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