La idea era proseguir la obra en la misma línea de la anterior – Los libros de mi vida. Lista B-, donde presentaba a los autores por riguroso orden cronológico, procurando no olvidar los canónicamente aceptados, aunque con las salvedades – que a algunos debieron parecerles inaceptables – de aquellos que me son inaccesibles por el veto particular de mi gusto o el de mi ignorancia. Y así, empecé por el romano Ovidio y concluí con el argentino Cortázar (la actualidad más rabiosa nunca he llegado a dominarla).
Pero este esquema se me ha roto solo al empezar la nueva serie. Y es que esta se inicia con Juana Inés de la Cruz, escritora que vivió y escribió en la segunda mitad del siglo XVII. Y resulta que las hay más antiguas; el problema es que de ellas apenas conozco poco más que el nombre. Y no quiere ser este un trabajo de indagación literaria sino de simple divulgación, es decir, de ofrecer al público – y en cierto modo a mí mismo – algunas divagaciones sobre aquello que conozco o que puedo conocer mediante el mismo ejercicio de recopilación de datos e impresiones que he dado en llamar “semblanzas”.
El caso es que, de un salto, pasé de la poeta novohispana y barroca a las románticas de finales del siglo XVIII y principios del XIX, como la franco-suiza Madame de Staël y las inglesas Mary Shelley, Jane Austen (poco romántica, por cierto), Charlotte Brontë, hasta dar con la inclasificable norteamericana Emily Dickinson.
Con Pardo Bazán y más con Alfonsina Storni me he adentrado en el siglo XX; con Anaïs Nin y Natalia Ginzburg me he situado de pleno en él. Y tengo claro que de ahí no pasaré.
O sea, que la manía cronológica queda superada: nada antes del Barroco y nada después del único fin du siècle que he vivido. Y asumo también las pequeñas irregularidades cometidas en la ordenación cronológica de las escritoras mencionadas.
Y aquí me encuentro, después de Natalia Ginzburg: dispuesto a elegir y presentar las once autoras que faltan (han de ser veintiuna, como todo el mundo sabe).
Y aquí aparece el problema principal: ¿cómo, con qué criterios elegir? Problema que ya se me presentó en la segunda serie de escritores (no en la primera ya que, al consistir esta en una rememoración de los autores y obras que más me han influido desde la infancia, no admitía impugnación alguna), y que resolví mediante un tácito compromiso entre lo canónico y lo subjetivo.
Ahora, son varias las voces que desde mi propio interior de escritor viejo me susurran consejos correctísimos: “habrías de dar cabida a más escritoras de nuestra lengua”, “y también a algunas de tu segunda lengua”, “tratándose de mujeres, no podrán faltar los grandes iconos del feminismo combativo”…Un momento, un momento.
Los escritores son como las personas. Con sus simpatías, sus antipatías, sus filias y sus fobias. Cierto que en el caso de las personas, esta actitud tan primitiva debe reprimirse en lo posible en aras de la paz social. Pero no ocurre así con los escritores, que tienen la facultad de volar siempre en libertad, y me refiero a los de verdad, por supuesto, no a los que se dedican a husmear tendencias o a consultar con el editor antes de ponerse a escribir.
Así, que nada de consejos correctísimos ni de estrategias para quedar bien. Once amigas me están esperando. Todas de la talla artística y humana por lo menos de las ya publicadas. Aparece primero aquella que se dio a conocer muy joven con una novela perfecta, cuyo relato se inicia con la llegada, a medianoche, a la estación central de una gran ciudad, de una jovencita que viaja sola por primera vez y que no encuentra a nadie esperándola.
Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadie.
La precisión y la elegancia de un principio de novela de antología. A los veintidós años. Así son ellas. Las elegidas.
(De ESCRITORAS)