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Fantasías a la manera de Hoffmann I

Invierno de 2008. Un viejo café de la vieja Europa. Reunidos: Teodoro, escritor y músico; Lotario, poeta, autor de libretos de ópera; Cipriano, científico naturalista y escritor; Otomar, abogado, y Silvestre, escritor, autor de comedias.

TEODORO.- Estaréis de acuerdo en que el invento ha funcionado. Aquí estamos los cinco, casi doscientos años después, con toda nuestra personalidad intacta y con la conciencia añadida de todo lo ocurrido a la humanidad en estos dos siglos.

OTOMAR.- Sí, parece un milagro. Yo mismo, que siempre he sido contrario a cualquier atentado contra el pensamiento científico, no tengo más remedio que reconocerlo. Claro que aquí hay trampa. Y bastante evidente.

CIPRIANO.- No nos corresponde a nosotros determinar si aquí hay trampa y en qué consiste. Eso es de competencia exclusiva del lector…

OTOMAR.- Tienes razón, porque el lector es en realidad coautor, o copropietario, del texto que lee. Y debemos respetar sus derechos.

LOTARIO.- Ya que no puedes dejar de hablar como el abogado que eres, dinos Otomar, ¿cuáles son esos derechos del lector?

OTOMAR.- El primero de todo, la presunción de inteligencia. En un texto, no se le debe ir explicando los intríngulis del montaje, ni la intención, a veces oculta, del autor. Un texto literario no debe ser al mismo tiempo su comentario y su crítica…

CIPRIANO.- ¿Estás seguro de esto último, Otomar? ¿Te das cuenta de lo que nosotros intentamos cometer en este momento?

OTOMAR.- Sí, y por eso lo he dicho, porque pienso que podemos estar lesionando uno de los derechos del lector.

TEODORO.- No estoy de acuerdo, Otomar. Es verdad que se han de respetar los derechos del lector, pero yo no creo que con nuestra actitud los estemos “lesionando”, como tú dices. Al contrario, creo que damos una versión nueva, una perspectiva inédita de cómo se puede llevar acabo el acto narrativo.

SILVESTRE.- ¿Nueva? ¿Inédita? ¿Olvidas que es lo mismo que hacíamos hace doscientos años?

TEODORO. No, no es lo mismo. Nunca es lo mismo. Nosotros podemos ser los mismos, aunque en el fondo sabemos que no lo somos, pero el lector es por completo diferente. Piensa que el lector de entonces había recién salido de las guerras napoleónicas y que en Europa se trataba de edificar un orden nuevo, y que a través de innumerables guerras y cambios se vino a parar a la situación actual, tan distinta de aquella como diferentes son los lectores de hoy de los de aquella época.

LOTARIO.- Bueno, no nos desviemos. Quedamos en que la presunción de inteligencia es uno de los derechos del lector. ¿Cuáles son los otros, si es que hay más?

OTOMAR.- Sí, hay varios, pero todos se resumen en ése. Está, por ejemplo, el derecho del lector a que no se le tome el pelo.

CIPRIANO.- ¿Quieres decir que hemos de desterrar la burla, el juego irónico, cuando parezca que el destinatario es el lector?

SILVESTRE. – Yo creo que lo que quiere decir es que no se ha de pretender engañar al lector prometiéndole una cosa y dándole otra.

OTOMAR.- Más o menos. Y también está el derecho a ser sorprendido.

LOTARIO.- O sea, que un relato no sea previsible, ni en las palabras ni en las acciones, sino que sorprenda al lector como la vida nos sorprende continuamente.

TEODORO.- ¿Estás seguro de que la vida nos sorprende? Yo diría que la vida es bastante previsible. Es en el arte donde se fabrican las sorpresas.

CIPRIANO.- Me extraña que digas eso, Teodoro, precisamente tú. La vida siempre nos sorprende. Siempre que uno se halla ante una disyuntiva que imagina inevitable (o será A o será B, se dice, no hay más alternativa), resulta que sí, que la hay, y es que lo más fácil es que sea Z.

OTOMAR.- Bueno, recopilemos los derechos del lector o, visto desde el otro lado, los deberes del autor: respetarás la presunción de inteligencia, no intentarás tomar el pelo, no caerás en lo previsible. ¿Alguno más?

TEODORO.- Creo que de momento ya vale. Quizá más adelante surja otro.

OTOMAR.- Entonces no tendremos más remedio que incorporarlo a nuestro código.

TEODORO.- Así se hará. Yo os quiero proponer ahora un relato. Me gustaría saber si es de vuestro agrado y, también, si respeta nuestro código del lector, teniendo en cuenta que lo escribí antes de que lo promulgásemos.

OTOMAR.- Creo que no tienes que preocuparte, Teodoro. El derecho va siempre por detrás de la vida. Y unas normas como ésas las tiene todo artista en su interior sin necesidad de que se formulen expresamente.

TEODORO.- Gracias, Otomar. Con vuestro permiso, empiezo.  [clicar AQUÍ ]

                               EL ESPÍRITU ALFREDO

LOTARIO.- Creo que el silencio que ha seguido a tu relato, y que yo me permito romper, ha sido muy expresivo.

TEODORO.- Sí, pero ¿cuál ha sido el motivo, la razón de ese silencio?

CIPRIANO.- La sorpresa, no hay duda. Nadie podía esperar ese desenlace, que presta a la historia una estructura circular, infinita.

SILVESTRE.- Sí, como algo situado entre dos espejos, que se reproduce infinitamente. Muy original.

OTOMAR.- No tan original. La idea puede sorprender, aplicada cuando no se espera. Pero no es nueva.

LOTARIO.- No hay nada nuevo, por supuesto, todo está inventado…tecnologías aparte. ¿Pero se te ocurre algún ejemplo de relato de estructura circular infinita como éste?

OTOMAR.- Sí, enseguida me ha venido a la memoria un cuento de Cortázar: Continuidad de los parques.

TEODORO.- Lo recuerdo, pero no es lo mismo. Permíteme que, como autor, defienda la originalidad de mi relato, al menos, frente al de Cortázar. En Continuidad de los parques un hombre está leyendo en un libro que otro hombre empuña un cuchillo y va en busca de su víctima; el que tiene el cuchillo llega finalmente hasta el que lee el libro, que es precisamente su víctima. Aquí hay, es cierto, una estructura circular (lector-asesino-lector), pero no infinita: con el asesinato, se cierra el círculo y la historia. En cambio, en mi relato la historia nunca se cierra. El narrador cuenta la historia del espíritu Alfredo, en la cual aparece un hombre que resulta ser el narrador que cuenta la historia del espíritu Alfredo, en la cual aparece un hombre que resulta ser el narrador que cuenta la historia del espíritu Alfredo, en la cual…¿Os dais cuenta?

LOTARIO.- De todos modos, ése es un efecto que, como todo efecto, es básicamente “tecnológico”. Lo interesante está, o podría estar, creo yo, en el contenido, en esa voluntad de desentrañar el misterio de nuestra existencia desde lo más inmediato.

CIPRIANO.- O sea, que no hay que buscar monstruos ni en la tierra ni en los cielos, ni siquiera en la imaginación. Porque los monstruos somos nosotros.

SILVESTRE.- A mí, lo que especialmente me ha encantado, Teodoro, es esa sensación de extrañeza del espíritu Alfredo al verse huésped forzoso del cuerpo humano. Y es que esa extrañeza la tenemos todos, sin necesidad de ser espíritus puros. Y no sólo la de estar encerrados en un cuerpo, sino la de la propia identidad, la de ser algo o alguien concreto no se sabe por qué razón. Esta extrañeza es la que expresa admirablemente García Lorca en sus versos

entre los juncos y la baja tarde

qué raro que me llame Federico.

TEODORO.- Bueno, yo ya he puesto mi grano de arena. Seguro que alguien de vosotros tiene preparado algo más. Lotario, claro, que ya pone sus papeles sobre la mesa.

(CONTINÚA)

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Extrañeza

Entre los juncos y la baja tarde,
¡qué raro que me llame Federico!

 

Aún no tengo veinte años. Estoy en una fiesta de jóvenes, más bien tranquila y burguesa. La gente habla, ríe, bebe, baila. Yo también, a ratos. Descanso. Me siento en una silla solitaria. Contemplo el espectáculo. De pronto, una sensación desconocida hasta entonces se apodera de mí. ¿Qué es todo esto? ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué hacemos todos? ¿Qué significa todo eso que gira a mi alrededor? ¿Qué es el mundo? ¿Quién me ha metido en él? ¿Por qué? ¿Para qué? No sé quién soy, qué soy. No entiendo nada.

Esta sensación, acompañada de las mismas o similares reflexiones, la he experimentado con frecuencia a lo largo de la vida, pero no con la intensidad de aquella ocasión. Por eso es imborrable. Y hablo de sensación física, no de discurso mental. Porque una cosa es meditar sobre los enigmas de la existencia y otra muy distinta sentirlos en el estómago y en los nervios. Quiero decir que no es lo mismo describir el fuego que quemarse.

Dice el Filósofo que el sentimiento de extrañeza ante el mundo y la vida es requisito imprescindible para empezar a filosofar. También, creo yo, para crear poesía. Que nadie que no lo haya experimentado pretenda llamarse filósofo o poeta. Cierto que igual podrá publicar extensos tratados filosóficos (con la poesía es más difícil), pero eso es otra historia.

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El destino es una línea recta (refundido)

El destino es una línea recta, oculta a veces por falsas líneas curvas. Se ha escrito tanto y de tantas maneras sobre el destino de los individuos (si existe, si no existe, si es el nombre que damos a esto o a lo otro) que me da vértigo solo pensar si habría de introducir ahora una larga nota aclaratoria sobre lo que para mí significa el destino. Así, que no la voy a introducir. Y del mismo discurso se desprenderá, o no, lo que quizá debería de aclarar ahora.

Por una parte, están los testimonios de la gente de la calle. Y llamo “de la calle”, sin intención alguna peyorativa, a los mortales todavía vivos cuyos nombres no figuran en ninguna enciclopedia. La opinión de estos, sobre todo si se autodenominan liberales, es que el destino no existe. “Mi destino me la hago yo”, dicen.

Bravo, bonita sentencia. Y verdadera, si nos vamos al plano metafísico. Pero, comoquiera que éste queda muy alejado y resulta muy complicada su exploración, la consideraremos en el plano empírico, que es en el que, sin duda, se mueve su autor. Y en este nivel, la sentencia resulta absolutamente falsa.

¿O acaso alguien decide dónde nace, quiénes serán sus padres, qué educación recibirá en la infancia, con quién coincidirá en sus viajes de adolescencia, qué libros le llegarán a las manos sin buscarlos, qué amor derribará su puerta…? Pues todo eso son los pasos que atraviesa la línea del destino, y no tenemos ningún poder para evitarlos.

Sin contar con lo principal de todo. El carácter. El carácter como fuerza configuradora de la personalidad, que nos viene ya dado en el momento del nacimiento.

Considerado todo esto, ¿quién puede afirmar “mi destino me lo hago yo” o “yo soy el único dueño de mi destino”? Algunas personas ingenuas y entusiastas, por supuesto, liberales o no.

También están, y en gran abundancia, los testimonios de las personas dedicadas a meditar sobre esas cosas, filósofos, científicos, pensadores y gente así. Y ahí hay de todo, desde los que piensan como el opinante a que me he referido antes (el destino no existe) hasta los que opinan que las vidas humanas están tan predeterminadas como los movimientos de los astros.

El tema, íntimamente enlazado con aquél de si existe o no el libre albedrío, ha dado materia para infinidad de tratados, que lo han visto desde todas las perspectivas. Pero, como es de suponer, mi intención no es referirme a ellos, ni siquiera enumerarlos. Y sin embargo, hay una perla tan curiosa y significativa que no puedo resistirme a compartirla con el lector.

Se trata de un opúsculo (obrita) de Schopenhauer, incluido en su obra Parerga y paralipómena, con el título Especulación transcendente sobre los visos de intencionalidad en el destino del individuo, pero que con frecuencia se ha publicado por separado; en castellano, por ejemplo, con el título Los designios del destino, en traducción de R.R. Aramayo, donde se trata de “ese poder secreto que guía el destino del individuo”.

La hipótesis del filósofo alemán (porque él la concibe como tal, no como teoría demostrable) es tan profunda, aguda y novedosa (sí, todavía hoy) que forzosamente ha de conmover – o impactar o alucinar, para decirlo con términos más actuales – a quien se adentre en ella y la comprenda. El problema, importante pero superable, es que solo se puede entender cabalmente si se tiene una idea de la filosofía del autor. De todos modos, aun para los que no cumplen este requisito, recomiendo vivamente su lectura. Pero el ejercicio más provechoso para elucidar este tema consiste en que cada cual investigue en su propia trayectoria vital.

Hace unos días, hojeando el diario que llevaba en mi adolescencia y juventud, di con una líneas en las que expresaba el inmenso gozo que me acababa de proporcionar el descubrimiento del gran poeta García Lorca. Y concluía así: “Es el genio, como siempre, lo que me cautiva. Nunca busco la obra, sino a su autor. ¡Y qué emoción reconocerme en él!”.

Treinta años después, sin recuerdo perceptible de aquel fervor adolescente, empezaba a escribir novelas por el procedimiento de ponerme en la piel de ciertos escritores sin duda alguna geniales.

Y es que el destino es una línea recta, oculta a veces por falsas líneas curvas.

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El destino es una línea recta II

También están, y en gran abundancia, los testimonios de las personas dedicadas a meditar sobre esas cosas, filósofos, científicos, pensadores y gente así. Y ahí hay de todo, desde los que piensan como el joven a que me he referido antes (el destino no existe) hasta los opinan que las vidas humanas están tan predeterminadas como los movimientos de los astros.

El tema, íntimamente enlazado con aquél de si existe o no el libre albedrío, ha dado materia para infinidad de tratados, que lo han visto desde todas las perspectivas. Pero, como es de suponer, mi intención no es referirme a ellos, ni siquiera enumerarlos. Y sin embargo, hay una perla tan curiosa y significativa que no puedo resistirme a compartirla con el lector.

Se trata de un opúsculo (obrita) de Schopenhauer, incluido en su obra Parerga y paralipómena, con el título Especulación transcendente sobre los visos de intencionalidad en el destino del individuo, pero que con frecuencia se ha publicado por separado; en castellano, por ejemplo, con el título Los designios del destino, en traducción de R.R. Aramayo, donde se trata de “ese poder secreto que guía el destino del individuo”.

La hipótesis del filósofo alemán (porque él la concibe como tal, no como teoría demostrable) es tan profunda, aguda y novedosa (sí, todavía hoy) que forzosamente ha de conmover – o impactar o alucinar, para decirlo con términos más actuales – a quien se adentre en ella y la comprenda. El problema, importante pero superable, es que solo se puede entender cabalmente si se tiene una idea de la filosofía del autor. De todos modos, aun para los que no cumplen este requisito, recomiendo vivamente su lectura. Y también la consulta del hilo correspondiente del siempre interesante Foro Schopenhauer. viewtopic.php?id=1417

Pero el ejercicio más provechoso para elucidar este tema consiste en que cada cual investigue en su propia trayectoria vital. Hace unos días,  hojeando el diario que llevaba en mi adolescencia y juventud, di con una líneas en las que expresaba el inmenso gozo que me acababa de proporcionar el descubrimiento del gran poeta García Lorca. Y concluía así: “Es el genio, como siempre, lo que me cautiva. Nunca busco la obra, sino a su autor. ¡Y qué emoción reconocerme en él!”.

 Treinta años después, sin recuerdo perceptible de aquel fervor adolescente, empezaba a escribir novelas por el procedimiento de ponerme en la piel de ciertos escritores sin duda alguna geniales.

Y es que el destino es una línea recta, oculta a veces por falsas líneas curvas.

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