CONVERSACIONES CON PETRONIO VI

satiriconPor diversas circunstancias pasaron varios días entre aquella entrevista y la posibilidad de la siguiente. Dada la naturaleza de las confidencias de que había sido depositario, había sobradas razones para pensar que quizá Petronio se había arrepentido de su inesperada franqueza. Pero yo no lo creía. El modo en que empezó a desarrollarse la conversación siguiente me dio la razón. Como le hubiera manifestado el deseo de que comentase alguna de sus obras, me preguntó:

-¿Qué has leído?

-Toda la poesía que he podido: los poemas a Marcia, los de Nealce y algunos otros que circulan dispersos. De los relatos, Albucia y…

-Y Satiricón, supongo.

-Sí, Satiricón también -dije con forzada naturalidad.

-Te debo una explicación -dijo Petronio-. Pero primero de todo has de saber que esa obra ni siquiera está terminada. Cuando aún no había decidido acabarla, la di a leer a algunos amigos. Alguien hizo una copia, que otros reprodujeron y que rápidamente se multiplicaron. Como sabes, tuvo bastante éxito. Alguien le comentó a Nerón que la obra era una sátira de su persona, enmascarada bajo el personaje de Trimalción. Nerón, que la había leído, juró por los dioses que condenaría al autor por lesa majestad. Dado que en algunas copias aparecía el nombre del supuesto autor, me pidió explicaciones. Yo tenía dos caminos para defenderme: negar que la obra fuese mía o negar que Trimalción representase al César. Para mayor seguridad seguí los dos. Apelando a la inteligencia crítica de Nerón, que previamente me encargué de valorar y ensalzar, le conduje por una serie de análisis lingüísticos, sintácticos y semánticos del texto hasta llegar a la conclusión necesaria de que el autor de Euscio, de Albucia y de tantos poemas exquisitos que él muy bien conocía no podía ser de ningún modo el grosero autor de Satiricón. Mucho más fácil fue convencerle de que sólo un cretino buscador de querellas podía ver alguna relación entre el burdo liberto Trimalción y el refinado César Nerón. No obstante, antes de mostrar su total convencimiento, me pidió que le jurase por Júpiter que yo no había escrito aquel engendro. Naturalmente que lo juré. Entre un Júpiter problemático y un César de carne y hueso la elección es muy sencilla.

-No sé cómo expresarte mi agradecimiento por la confianza…

-No hay nada que agradecer -me interrumpió, tajante-. Tú ya estabas convencido de que el autor era yo. Pero ¿no pensaste ni por un momento que podía tratarse de una obra apócrifa, de una falsificación? Por una parte, desde que zanjé el asunto con Nerón, hace de eso más de dos años, ha aparecido algún estudio que trata de demostrar la falsedad de la autoría atribuida, y por cierto con métodos parecidos a los que yo había utilizado ante el mismo Nerón. Por otra parte, no me negarás que Satiricón apenas tiene nada que ver con el resto de mi obra.

-Nunca dudé de que tú eras el autor. A pesar de las diferencias de forma y de contenido, para mí está muy claro que todas tus obras tienen un rasgo común, inconfundible.

-¿Y cuál es, si puede saberse?

-El sello de un genio profundamente libre.

-Es muy halagador eso que dices, muy amable por tu parte, sí, muy amable. Siempre pensé que habías de ser un alumno muy aprovechado.

Estas palabras me hirieron en lo más hondo. No tuve más remedio que expresar mi protesta:

-Me duele eso que has dicho. Sabes que soy totalmente sincero.

-Lo sé, y que eres totalmente ingenuo también. ¿No entiendes una broma?

-Lo siento -dije, algo avergonzado.

-Pero vayamos a lo nuestro -prosiguió Petronio-. ¿Cuál es la principal diferencia que ves entre Satiricón y las demás obras?

-El tema, es decir, la falta de tema, de un argumento definido. En Euscio vemos cómo un joven sin recursos va superando todas las dificultades que le presenta la vida hasta convertirse en un auténtico sabio; es la historia de un aprendizaje. En Albucia es una mujer la que ha de luchar contra falsos amigos y pícaros abogados y jueces para defender su situación de viuda, es decir, su libertad. Pero en Satiricón

Dudé unos instantes.

-Sí, en Satiricón ¿qué vemos? -preguntó Petronio.

-No sé…una serie de escenas a través de las cuales unos jóvenes van avanzando a trompicones, aparentemente perseguidos por una maldición, pero avanzando hacia ninguna parte.

-Deduzco que no te ha gustado.

-No, al contrario. Te lo dije el primer día. El perfecto dibujo de las situaciones, la calidad del lenguaje, tan genialmente adaptado a cada personaje, la gracia de las historias intercaladas, todo en conjunto me parece genial…y quizá superior al resto de tu obra. Pero…

-Pero echas a faltar una dirección, un sentido ¿no es eso?

-Sí, eso es. Quizá se deba al hecho de que no esté terminada. Seguramente el final había de traer alguna luz.

-No lo creas. Ignoro el final tanto como tú. Es más, estoy convencido que no tiene más final que el que conoces.

-¡Pero es que no acaba de ninguna manera!

-¿Y cómo crees que acaban las historias de la vida? Aparte de la muerte, no existe nunca un final. ¿O crees que la vida es como aquellas fábulas griegas que indefectiblemente acaban en boda? Para empezar, el matrimonio no es nunca un final, sino un principio. Y como el matrimonio, todo: el hallazgo de un tesoro, el rencuentro de padre e hijo, la conquista de un reino, todo eso son principios, no finales, por más que ciertos fabulistas intenten convencernos de lo contrario.

-En eso estoy de acuerdo, en la vida real es tal como dices: excepto el nacimiento y la muerte no hay principios ni finales. ¿Pero en el arte también? Creo recordar que dijiste que la misión del arte consiste en poner orden en la materia caótica de la realidad.

-No exactamente. Quizá me expresé mal. La misión del arte, como tu dices, consiste en crear un orden distinto del caos de la realidad. Pero, como ha de tomar sus materiales de la misma realidad, ese orden distinto podrá también tener la apariencia de caos. Pero sólo la apariencia. Mira, la diferencia esencial entre el arte y la vida no está en el contenido, que puede ser el mismo. La diferencia está en que la obra de arte ya tiene por sí misma unos límites, es algo definido, objetivo y, en algunos casos, imperecedero, inmortal, mientras que la vida es inapresable, indefinible, subjetiva y siempre perecedera, mortal.

-Según eso, las andanzas de Encolpio y Ascilto y todos los demás podrían verse como una serie de cuadros o escenas de la vida cotidiana, sin que necesariamente exista una relación lógica entre ellas.

-Sí y no. Alguna relación sí que existe. Pero es evidente que lo que importa no es el hilo de la historia, sino los caracteres de los personajes y de las situaciones.

-¿Tiene algo de ti el personaje de Encolpio?

-Encolpio y Ascilto y Eumolpo, todos tienen algo de mí. En el tipo de literatura que yo cultivo cada personaje habla desde el fondo del autor o, dicho de otra manera, si el autor no se imagina, no cree ser el personaje que habla, difícilmente logrará plasmar algo creíble. Pero he de confesar que Encolpio sí tiene mucho de mí. Sí, yo fui una especie de Encolpio en una época de mi juventud, desorientado, vacilante, con una instrucción muy superior a la normal y sin embargo braceando estúpidamente en medio de un mundo zafio y sin sentido.

-¿Y perseguido también por una maldición?

-Perseguido también por una maldición…Pero no la impotencia física precisamente, sino otra más grave…Hasta los treinta años fui incapaz de escribir, de crear algo convincente para mí mismo.

-Esa edad deberías tener cuando escribiste Euscio.

-En efecto, y la historia de Euscio guarda también algunas semejanzas con la mía…excepto, quizá, en el final feliz.

De nuevo la nube oscura pasó rápidamente sobre el rostro de Petronio.

-A veces hablas como si tuvieses el presentimiento de que algo grave te puede ocurrir en cualquier momento. ¿Tiene eso que ver con lo que contabas el otro día de tu lucha con Tigelino?

De pronto un gran alboroto de voces y pasos llegó desde algún lugar de la casa. Petronio pareció no enterarse.

-De Tigelino mejor no hablar -dijo-. ¿Sabes qué es lo peor de todo eso?

Las voces y las firmes pisadas de un grupo de hombre se hicieron ensordecedoras, hasta que las puertas del gabinete se abrieron de un brusco golpe. Cuatro soldados armados con lanzas entraron, dejando paso a un quinto hombre. Éste, de coraza reluciente y espada al cinto, arrastraba de la oreja al portero.

-Petronio -dijo el individuo-, debes enseñar a esta basura a reconocer y respetar a la autoridad. Si fuera mío, ya se le habrían caído las orejas. ¡Fuera! – y soltó al portero, que desapareció al instante.

-Tigelino -dijo Petronio- ¿cómo podía imaginar que ibas a honrar mi casa sin anunciar tu visita?

-No era necesario. Vengo a verte como amigo.

-Nunca pensé que pudieras hacerlo como enemigo.

-Ya me entiendes. Como jefe de la guardia podía haber requerido tu presencia por medio de unos soldados. Pero somos amigos, ¿no es eso? Vamos en el mismo barco, tenemos intereses comunes, ¿no es eso?

-Será mejor que nos sentemos -dijo Petronio, señalando el banco del que nos acabábamos de levantar.

-No, gracias -dijo Tigelino, suavizando un poco el tono imperioso de voz-. Voy al grano. Se ha abierto una investigación sobre un asunto muy grave y he de hacerte unas preguntas.

-¿Quieres decir que el caso tiene que ver conmigo? ¡Por Hércules, ya lo imagino! El César está descontento con el decorado que le recomendé para la representación del otro día…¿No? -prosiguió Petronio ante el rostro impasible de Tigelino-. La estatuilla griega que le regalé ha resultado falsa…¿Tampoco?…Vamos a ver, vamos a ver. ¡Ya está!…

-No estoy para bromas -dijo finalmente Tigelino-. Voy a hacerte una pregunta y espero que me digas la verdad. Hace unos días se detuvo a Epícaris. Pues bien, sé con toda seguridad que inmediatamente después de su detención un esclavo de su casa vino corriendo hasta aquí. La pregunta es ¿para qué vino? ¿qué relaciones tienes tú con Epícaris?

-Ninguna, te lo aseguro. Aunque reconozco que Epícaris es bella, no responde en absoluto a mi tipo de mujer…Sí, ya sé, ya sé que éste no es el tema que te interesa.

-En efecto -dijo Tigelino, que llevaba un tiempo increíble sin pestañear-. Te he hecho una pregunta. ¿Y?

-Y muy bien por cierto. La verdad es que estoy admirado de tu arte interrogatoria. Porque en este momento no sé si preguntas lo que no sabes o si sabes lo que no preguntas. Aunque creo que en realidad sabes más de lo que preguntas. Para concretar, estoy seguro que el mismo individuo que te informó de la visita de ese emisario a esta casa te informó también de que en esta casa estaba otra persona íntimamente relacionada con Epícaris. Y sabes también que el esclavo en cuestión no vino directamente aquí, sino que primero fue a casa de aquella otra persona, donde le informaron que se hallaba aquí.

-Eso no responde a mi pregunta.

-Bien. Procuraré ser tan directo como tú. No tengo ni he tenido ninguna relación con Epícaris, no conozco ni me importa el motivo de su detención, pero tú sí conoces y te debe importar que el César ve con muy malos ojos a quienes molestan a sus amigos íntimos. Y yo soy, recuérdalo, el amigo más íntimo de Nerón… Y me estás molestando.

El tono de voz de Petronio había adquirido una dureza desconocida hasta entonces para mí.

-Yo también soy su amigo -dijo Tigelino, súbitamente descabalgado de su soberbia.

-Te equivocas, Tigelino, no eres su amigo ni lo serás nunca. Sólo eres su guardián, su perro guardián, para decirlo con una metáfora bastante inocente. El César es un hombre delicado, culto, sensible, exquisito, y como tal, ama sólo el lado bueno y amable de la vida, y ése es el lado que yo le muestro siempre. Tú, en cambio, por obligación y también por vocación, le muestras siempre el lado feo, el lado horroroso de las intrigas, las traiciones y los crímenes. Te tolera porque cree que tiene necesidad de ti. Pero, por favor, no le insultes llamándote su amigo.

En un instante el rostro de Tigelino pasó del blanco cerúleo al rojo encendido.

-Te crees muy listo -dijo finalmente-, pero no te confíes. Algún día alguien le abrirá los ojos a Nerón y entonces toda tu listeza no te servirá de nada. Y eso está al caer. Los traidores tienen los días contados.

-No sólo los traidores. Todos tenemos los días contados. Y nadie puede decir cuántos le quedan. Ni siquiera tú. Hazme un favor, Tigelino, vete a buscar traidores a otra parte. Y cuida de que el César no caiga en la cuenta de quién es el principal de los traidores. ¿Quieres que yo te lo diga? El que le impide gozar de la vida placentera que él tanto ama, el que le atemoriza día y noche con inventos de fantasmas y conjuras, el que continuamente le amarga la existencia, ése es el más grande de todos los traidores. No te confíes, Tigelino. Algún día alguien le abrirá los ojos a Nerón y entonces todas tus habilidades de sabueso no te servirán de nada. Y eso está al caer.

Cuando, tras este intercambio de amenazas, Tigelino y sus hombres nos dejaron solos, a Petronio le faltó tiempo para decir:

-Ya ves. Al fin ha habido una declaración formal de guerra. A partir de ahora, los acontecimientos se precipitarán. Ya nada será como antes. Aquí tienes un ejemplo de la suma importancia de las formas en las relaciones humanas. Antes de esta escena yo pensaba de Tigelino lo mismo que le he dicho, y él lo sabía, y él pensaba de mí lo mismo que me ha dicho, y yo lo sabía. Y sin embargo nuestras relaciones eran correctas. A partir de los excesos verbales de hoy, nuestras relaciones ya no podrán ser las mismas.

-Ya lo imagino… Yo me he sentido violentísimo. No sabía si debía salir o no. Y lo que más nervioso me ha puesto ha sido el hecho de que Tigelino ni siquiera haya reparado en mi presencia. Creo que no me ha mirado ni un sólo instante.

-Te equivocas. Precisamente de esa actitud hemos de deducir que sabe perfectamente quién eres y lo que haces en esta casa. Se ha de reconocer que es un sabueso genial. Lo malo es que es el único sabueso, que yo sepa, que pretende tener encadenado a su amo.

-Ha sido todo tan desagradable. Para empezar esa terrible entrada arrastrando al pobre portero de una oreja.

-De pobre, nada. Voy a ordenar que lo vendan al primer mercader que se comprometa a sacarlo de Italia hoy mismo.

-No lo entiendo. ¿Qué esperabas que hiciese?

-¿No lo entiendes? Pues ahora te lo explico. Y fíjate bien cómo a través de un proceso de deducción lógica se puede descubrir una verdad oculta. Primero: ningún esclavo, sea portero, sea mayordomo y tenga las órdenes que tenga se atreve a oponer la menor resistencia a una patrulla de soldados, y menos si van mandados por el mismo Tigelino, y sin embargo ya has oído el estruendo que han armado hasta llegar aquí. Segundo: Tigelino pertenece a esa clase de amos que creen que cualquier contacto físico, o incluso verbal, con los esclavos les contamina; sé con seguridad que es incapaz de tocar a un esclavo con un dedo, y sin embargo los dos hemos visto cómo agarraba la oreja del portero con toda la mano. ¿Qué se deduce de todo esto?

-¿Crees que ha sido…?

-Una comedia. En efecto, ha sido una comedia, un burdo montaje para intentar demostrar que entre el portero y Tigelino no puede existir ninguna relación, para eliminar cualquier sospecha en este sentido por mi parte. Pero al excederse en la dosis de ficción la comedia ha resultado increíble y, además, ha revelado precisamente lo que pretendía ocultar: que hay una relación entre el portero y Tigelino, que el portero no es más que uno de sus numerosos espías a sueldo, que fue él quien le informó de la visita del esclavo de Epícaris y vete a saber de cuántas cosas más.

-Veo que hay que tener mil ojos para sobrevivir en este mundo.

-No lo sabes bien, amigo Lucio, no lo sabes bien.

(CONTINÚA)

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