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Del Infierno y sus alrededores

Del mismo modo que no recuerdo cuándo empecé a andar, no puedo precisar el momento en que oí hablar por primera vez del Infierno. Supongo que fue en la infancia más lejana, y con seguridad a mi madre, no a mi padre.

Muy poco después, en el colegio – religioso – me confirmaron su existencia, aderezándola además con toda suerte de descripciones pintorescas. Pero enseguida quedó claro que lo peor del Infierno no eran los tormentos, más o menos ingeniosos, a los que se sometía al pobre condenado. Lo peor era la eternidad. Eternidad quiere decir que no se acaba nunca.

Por un instante de placer, una eternidad de tormentos, advertía el cura con toda la seriedad del mundo. Era como para pensárselo. El placer, por supuesto, era el de siempre: el único pecado que tenía obsesionada a aquella ensotanada gente. Un joven que permanece en la cama una hora despierto no puede ser bueno. Y todo el mundo lo entendía, eso que resulta tan difícil de entender a los que no fueron los adolescentes de entonces.

Dejando aparte su problemática existencia objetiva – ya cuestionada por los librepensadores desde hacía por lo menos dos siglos -, el Infierno tenía una función muy clara: ejercer de gendarme del orden social, contener a los díscolos (y aquí, más que lo sexual importaba lo social) con la amenaza del fuego eterno si se rebelaban contra el poder bendecido por el altar. La primera tarea de los revolucionarios fue liquidar el Infierno. Está por ver si lo consiguieron.

A lo largo de la historia el Infierno ha ido cambiando de formas, de contenido y de función. Es de suponer que los primeros creyentes, y por lo menos hasta el Renacimiento, lo tenían por muy real. Y sin embargo, es muy difícil de creer.

Es muy difícil creer que Dante Alighieri creyera en la existencia física del Infierno. Pensamos que un hombre tan racional y hasta racionalista como él – aunque fuera al mismo tiempo tan poético y tan místico como nadie – no podría aceptar tales mitos. Pero quizá pensamos mal. O no conocemos lo suficiente el ambiente social y mental de la Edad Media.O no conocemos lo suficiente a Dante, que es lo más seguro. Nadie lo conoce lo suficiente. Incluidos los expertos dantistas.

A veces, el poeta toscano permite que alguno de sus lectores no profesionales atisbe alguna clave de su mundo secreto y apenas entreabierto. Como se lo permitió al filósofo Santayana.

A los condenados en el Infierno, señala Santayana, apenas se les ve sufrir por la acción de los demonios. Sufren porque, violando el orden moral, se han convertido en aquello que deseaban. Idea que el mismo filósofo comenta con estas palabras:

El castigo, parece entonces decir [Dante], no es nada que se agrega al mal: es lo que la pasión misma persigue; es el cumplimiento de algo que horroriza al alma que lo deseó.

Así, Paolo y Francesca, los amantes adúlteros, vagan abrazados, eternamente empujados por un viento constante. ¿No es esto lo que deseaban?, cabe preguntarse. Sí, y en su cumplimiento eterno consiste el castigo. Porque

el amor ilícito –sigue Santayana– está condenado a la mera posesión, posesión en la oscuridad. Sin un ambiente. Sin un futuro.[…] Entrégate, nos diría Dante, entrégate completamente a un amor que no sea más que amor, y estarás ya en el Infierno. Solo un poeta inspirado podría ser tan penetrante moralista. Solo un profundo moralista podría ser tan trágico poeta.

A lo largo de la historia el Infierno ha sido muy transitado, además de por los condenados, que lo conocen por dentro, por toda suerte de teólogos, inquisidores y predicadores, quienes afirman conocerlo muy bien desde fuera.

Hasta que, hace aproximadamente un par de siglos, empezaron a asomar unos nuevos frecuentadores del Infierno. Los escritores-poetas, gente extraña y bastante retorcida que se entretiene con unos juguetes muy especiales. Uno de esos juguetes se llama metáfora y consiste en referirse a una cosa con el nombre de otra con la que tiene un lejano parentesco. Y así, con la palabra infierno, pueden nombrar “el fondo de lo desconocido” (Baudelaire), la angustia creativa del poeta (Rimbaud), el transporte etílico insuperable (M. Lowry) o, en un alarde de egocentrismo existencialista, a todos los que no son uno mismo, “el infierno son los otros” (Sartre).

Sí, hay muchas clases de Infierno desde que la imaginación poética se impuso al dogma. Aunque, bien pensado, el dogma también es una imaginación, pero nada poética, sino blindada y hasta armada.

En todo caso, es seguro que los creyentes medievales se indignarían ante una utilización tan frívola, por parte de los modernos escritores, de palabra tan terrible. Indignación hoy imposible, porque aquel Infierno antiguo ya no interesa a nadie, incluso en el Vaticano no saben qué hacer con él: es curioso que un instrumento pensado para retener, por el miedo, a la clientela, se haya convertido en algo que, por increíble, la ahuyenta. Las cosas no son siempre lo que eran.

Y ahora ¿qué? ¿Qué hacemos, ahora que vivimos libres de la amenaza del Infierno? Pues ahora cada individuo se afana en construir su propio infierno. Y también cada colectividad.

Sí, además de los individuales y poéticos, existen los infiernos colectivos y prosaicos que parecen tristes imitaciones del de Dante, como demuestra la visión de ciertas ciudades bombardeadas por los demonios vecinos.

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ALBERT CAMUS. Un verano invencible I

Recibe el nombre de existencialismo la línea de pensamiento filosófico que floreció en los años 40 y 50 del siglo pasado, si bien con ilustres precursores. Lo curioso del existencialismo es que algunos autores de los considerados sus más claros representantes no se identifican como existencialistas.

Para empezar, los precursores, como Kierkegaard y Unamuno. Pero esto es normal, porque por entonces ni siquiera se había acuñado el término. Tampoco Gabriel Marcel se consideraba existencialista. Y ni siquiera Albert Camus. Y esto sí que es llamativo, porque resulta que a Camus, junto con Sartre, se le tiene como el más alto representante de la literatura y la filosofía existencialista.

Pero antes de abordar el personaje estaría bien recordar qué era (o es), qué significaba (o significa) el existencialismo. Para unos fue solo una moda pasajera; para otros, una revolución del pensamiento de calibre kantiano, quiero decir, de esas que cambian el foco del pensar y dejan al que no se suma completamente descolocado y como fuera de su propio tiempo.

Comoquiera que no soy de los que se apuntan sin más a los unos o a los otros (a riesgo de que me tilden de equidistante o de relativista, cosas al parecer muy feas) he de reconocer que ambas posturas tienen razón.

Que el existencialismo fue una moda es evidente. Una moda que no solo afectó a la filosofía y a la literatura sino también a la música (en especial la canción), al cine, a la indumentaria y a la manera de vivir. Basta recordar los nombres de Édith Piaf y Juliette Gréco y los jerseys de cuello alto doblado y las cavas jazzísticas y humeantes de París.

Como filosofía, lo que no se puede decir es que el existencialismo constituya un sistema de pensamiento cerrado y coherente (cosa que, por otra parte, parece imposible después de Nietzsche). Más bien cabría calificarlo como un cambio de enfoque.

Tradicionalmente, la filosofía intentaba la explicación del mundo, en el que iba incluido el hombre. A finales del siglo XVIII,  Kant nos explicó que, además de incluirlo, el mundo está dentro del ser humano, porque resulta que la realidad externa la configuran las facultades de percepción del individuo.

La novedad del existencialismo es que, de hecho, niega al mundo como naturaleza determinante. Lo único que existe, afirma, es el individuo. Lo único que a cada cual importa y, por lo tanto, lo único que debe importar a la filosofía, viene a decir, es el hombre concreto, el individuo de carne y hueso que vive, goza, sufre y sabe que ha de morir. Lo único que de verdad conocemos es la experiencia de la vida, nuestra existencia concreta.

Además, esa existencia no procede de una esencia previa, sino que la precede. El ser humano se crea a sí mismo desde su libertad. En palabras un poco incomprensibles para mí, Sartre sitúa así la cuestión:

No hay naturaleza porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no solo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere y como se concibe desde la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo.

La existencia del individuo precede a la esencia. 

Camus comparte esta idea. No hay Dios ni orden alguno coherente creador o responsable del ser humano. Éste tiene que hacerse por sí mismo con lo único que posee: la libertad, la facultad terrible de decidir, de elegir el camino que ha de seguir. Y en este camino, enseguida se le muestran tres evidencias insoslayables.

La muerte. Si todo, absolutamente todo, acaba en una muerte absurda (y Camus no podía conocer el punto final de su biografía), ¿que valor tiene la vida? Consideración que lleva a la siguiente evidencia.

El suicidio. Y es que Camus piensa que la cuestión del suicido habría de ser el fundamento de toda la filosofía: establecer si vale la pena o no vivir esta vida y obrar en consecuencia. Una vida, la humana, que no puede soslayar lo absurdo de su realidad.

Lo absurdo es el acorde fundamental de la vivencia humana. Pero no es que el mundo sea en sí mismo absurdo, pues la naturaleza no es absurda; es lo que es y no hay criterio que nos permita corregirla. Tampoco está lo absurdo en el ser humano en sí, que no es más que uno de tantos seres vivos que pueblan la tierra, aunque con una característica especial.

Lo absurdo nace y se manifiesta en el choque entre el irreprimible deseo humano de hallarle una razón, un sentido a la existencia (característica que no poseen los otros animales), y la indiferencia total de la naturaleza ante esta (¿estúpida?) exigencia. Es decir, el mundo es irracional, pero el hombre se siente impelido a buscar un sentido, y ve que no puede hallarlo fuera de sí. En esta contradicción consiste el absurdo camusiano. 

La preocupación por el sentimiento de lo absurdo y su posible superación recorre la obra de Camus, principalmente relatos, teatro y ensayo, compartiéndola, en especial en el ensayo y en los artículos periodísticos, con la preocupación por las cuestiones sociales y políticas.

Es en el ensayo filosófico El mito de Sísifo (1942) donde Camús plantea nítidamente el tema del absurdo. Sísifo, personaje de la mitología griega, es castigado por los dioses a acarrear un piedra enorme hasta lo alto de un montículo; llegado a la cima, la piedra regresa rodando al punto de partida, y Sísifo regresa también para cargar de nuevo con la piedra cuesta arriba, en una operación que se repite eternamente. Es sobre todo en los viajes de regreso, cuando Sísifo se da cuenta plena de lo absurdo de su condición (como el obrero, condenado a perpetuidad a realizar trabajos maquinales y que solo en ciertos momentos es consciente de lo absurdo de su destino). Sísifo no puede escapar. ¿Qué hacer?

Responder con dignidad, es decir, con rebeldía. El hombre del absurdo no está atado por una esperanza del porvenir o de una eternidad feliz, como lo estaba el antiguo. Es consciente de su destino. Pero no hay destino que no se venza con el desprecio. Y concluye:

Il faut imaginer Sisyphe hereux  (Hay que imaginar a Sísifo feliz).

(CONTINÚA)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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ALBERT CAMUS. Un verano invencible II

En el ensayo El hombre en rebeldía (L’Homme révolté), publicado en 1951, Camus da un salto desde el absurdo hasta el umbral de un significado. A diferencia de la revolución, que pretende cambiar el sistema y los individuos a costa del sacrificio del propio ser humano, la rebeldía consiste en el rechazo de lo que atenta contra lo más íntimo de la humanidad, para preservar el núcleo de lo que somos. La dignidad. Y en esta actitud, que es un no pero también un sí, el filósofo existencialista (quizá entonces tenga razón en no considerarse como tal) vislumbra la sombra de una trascendencia. Si, en su rebeldía, el hombre acepta morir, afirma, es prueba de que “se sacrifica en beneficio de un bien del que juzga que rebasa su propio destino”. En todo caso, concluye, hay que salvar al hombre a través del amor y la razón.

Este aroma de trascendencia y las actitudes encontradas acerca del compromiso social (comunismo o no), determinaron el famoso enfrentamiento con Sartre. 

Albert Camus nace en 1913 en Mondovi, Argelia francesa. Al año siguiente muere el padre, trabajador de origen alsaciano, a consecuencia de las heridas sufridas en una de las primeras batallas de la guerra europea. La madre, de origen menorquín, tiene que sostener la familia (dos hijos) en condiciones de extrema pobreza: trabaja realizando tareas domésticas en domicilios. Viven en una casa pobre de un barrio pobre de Argel.

En estas condiciones, el niño Albert acaba tan brillantemente los estudios primarios que su maestro, Louis Germaine, le consigue una beca para estudiar el bachillerato. Muchos años después, en su discurso de aceptación del Premio Nobel, el premiado había de recordar a su antiguo maestro y agradecerle el gesto y las sabias enseñanzas recibidas.

Además de por los estudios, el joven Camus muestra entusiasmo por el deporte, en especial por el fútbol, y llega a jugar de portero en Racing Universitario de Argel. Pero el primer brote de la enfermedad que le tendría amenazado durante toda la vida (tuberculosis) trunca sus aspiraciones deportivas.

Cursa estudios superiores y se matricula en la facultad de filosofía de Argel. En 1933 se casa (el matrimonio dura un año) y empieza a realizar ocasionalmente trabajos administrativos para subsistir. En el 34 se afilia al partido comunista; en el 35 se da de baja del partido tras comprobar que los ideales más altos pueden ser objeto de trapicheos políticos. Participa en representaciones teatrales con la compañía Ràdio-Alger. En 1936 se licencia en estudios superiores con un trabajo sobre Relaciones entre helenismo y cristianismo a través de las obras de Plotino y San Agustín.

Periodista en Alger Républicain, en 1937 publica el ensayo El revés y el derecho. Y en 1939 Bodas (Noces), conjunto de breves artículos sobre lugares y viajes en los que manifiesta su sintonía con el misterio de la naturaleza y del corazón humano, ajeno a cualquier abstracción o ideología – Au milieu de l’hiver, j’apprenais enfin qu’il y avait en moi un été invincible, escribe.

En 1940 se traslada a París, donde trabaja en Paris-Soir. La ocupación alemana fuerza el traslado de la publicación fuera de la capital. En diciembre se casa con Francine Faure, matemática y pianista, con la que tendrá dos hijos y mantendrá una buena relación hasta el final, no obstante las infidelidades de él, en especial con la que se considera que fue su gran amor, Maria Casarès, famosa actriz del teatro francés, de origen español (hija de un ministro de la Segunda República).

En 1942, mientras colabora con la Resistencia, se publican el ensayo y la novela que cimentan su prestigio de pensador y literato: El mito de Sísifo y El extranjero, novela ésta que constituye un retrato impresionante del individuo ajeno al mundo y a sí mismo, hasta su repentino despertar ante el absurdo definitivo.

En el 43 pasa a dirigir la revista clandestina Combat, que abandona tras la liberación al cambiar la publicación su línea de izquierda independiente. Por entonces llegan sus dos grandes éxitos teatrales, EL Malentendido y Calígula, estrenada ésta en 1945 con un magnífico Gérard Philipe de veintidós años como protagonista.

En la novela La peste (1947), ambientada en una Orán amenazada por la epidemia, ofrece una parábola trasparente sobre la lucha cotidiana contra el mal que atenaza a la humanidad, y que no cuenta con más recompensa que la misma dignidad del esfuerzo y de la rebeldía.

El sentido de esta rebeldía, y su absoluta necesidad para una humanidad carente de valores y consuelos metafísicos, constituye el contenido del ensayo El hombre en rebeldía (L’Homme révolté), obra que recibió duros ataques de la izquierda marxista y culminó la ruptura entre Camus y Sartre, durante un tiempo aparentes compañeros de viaje.

No hace falta decir que la actitud, el talante, más que humanitario, humano, de Camus no encajaba en una sociedad bipolar como aquella – y como otras muchas -, dividida por un telón de acero físico y mental entre “los nuestros” y “los otros”, “los buenos” y “los malos”.

Su misma postura sobre la cuestión de Argelia, agitada entonces por el independentismo árabe y por la violenta respuesta de la metrópoli y de un sector de los colonos franceses, le valió las acusaciones de traición de unos y otros. Él soñaba con una conciliación entre la patria argelina a la que debía el calor de la tierra y del verano eterno que llevaba dentro y la patria francesa de la lengua y la cultura. No pudo ser. Y es que los espíritus conciliadores suelen tener sueños imposibles.

El 10 de diciembre de 1957 Albert Camus leyó el discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura. Dos años y un mes después, a los 46 de edad, y en el clímax de su carrera literaria y humana, moría en accidente automovilístico. 

¿Absurdo?

No hay respuesta. La naturaleza no habla, y los dioses parece que no existen.

Lo extraño es que, en lo más duro del invierno de la vida, el ser humano pueda sentir que en su interior habita un verano invencible.

Je continue à croire que ce monde n’a pas de sens supérieur. Mais je sais que quelque chose en lui a du sens et c’est l’homme, parce qu’il est le seul être à exiger d’en avoir.

(Sigo creyendo que este mundo no tiene un sentido superior. Pero sé que algo en él tiene sentido y es el hombre, porque es el único ser que exige que lo tenga.)

(De Los libros de mi vida. Lista B

  

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