EGO.- Sin duda, es uno de los escritores más completos del siglo XX.
ALTER.- ¿Por qué no hablamos de él, aunque ello suponga apartarnos del capítulo de las lecturas infantiles?
EGO.- No nos apartamos de nada, puesto que aquí no hay capítulos ni siguen estos diálogos ningún plan, creo. Pero, de todos modos, no está tan apartado Mann de mis lecturas infantiles. Leí La montaña mágica a los dieciséis años.
ALTER.- Pero es una novela muy compleja, ¿no?
EGO.- Sí, supongo que se me escaparon muchas cosas. Lo que mejor recuerdo es el enfrentamiento ideológico entre Naphta, el jesuita retrógrado, y Settembrini, el librepensador progresista. Enfrentamiento que el autor trata con sana ironía vital, apuntando a veces en uno rasgos que se supone deberían corresponder al otro.
ALTER.- O sea, nada de esquematismos.
EGO.- Nada en absoluto.
ALTER.- Y nadie tiene toda la razón.
EGO.- Por supuesto, en el arte de la novela eso es elemental. Cada cual tiene “su” razón, como en la vida misma.
ALTER.- Pues yo diría que en la vida real, entre las personas de carne y hueso, siempre hay alguien que tiene toda la razón: uno mismo.
EGO.- Claro, porque “uno mismo” se siente por dentro, mientras que a los demás los ve desde fuera. De ahí la asombrosa facilidad con que se suele hablar de la gente -la gente es tonta, es mala, es incompetente, etc.- sin incluirse en ella el hablante. Y es que, en la vida real, uno mismo es el protagonista mientras que los demás, la gente, son meros comparsas. Pero ocurre que cada uno de esos comparsas es a su vez el protagonista de su propia vida, mientras que los demás, incluido el “uno mismo” de que hablábamos, sólo son comparsas. En la vida es así de sencillo; en la novela es mucho más complicado.
EGO.- Porque en la novela, excepto en las que recurren a la forma autobiográfica, no hay un “uno mismo” definido, sino que, por lo general, el autor va desplazando o simultaneando el centro focal de la vivencia, el “uno mismo”, de uno a otro personaje, arrastrando en este movimiento al lector. Esta es la razón de que, en ocasiones, el lector simpatice con personajes que en la vida real le repugnarían, un criminal, por ejemplo, porque la magia del autor consigue que el “uno mismo” del personaje sea hondamente asumido por el lector.
ALTER.- La magia del autor…Realmente la creación literaria es lo más parecido a la magia que existe.
EGO.- Yo diría más. Diría que el arte es la única magia que existe. Magia y arte tienen un origen común, pero sólo el arte ha seguido el camino fructífero, sólo él puede provocar visiones y conducir a profundas transformaciones, mientras que la magia, atada a un literalismo estéril, ya no conduce a ninguna parte. Hoy la magia es sólo una rama del comercio.
ALTER.- ¿Y la literatura no?
EGO.- Sí, pero no “sólo”…Y te advierto que no me apetece en absoluto adentrarme por ese terreno.
ALTER.- Pues volvamos a tus lecturas infantiles.
EGO.- Infantiles, porque las leí en la infancia. Pero, excepto Corazón, no son lecturas propiamente infantiles las que he mencionado.
ALTER.- ¿Y no las hubo, propiamente infantiles?
ALTER.- ¿Qué clase de tebeos?
EGO.- Entre los de historietas cómicas mi preferido era Pulgarcito, publicación semanal que contenía historias de personajes tan emblemáticos como Carpanta, Doña Urraca, Las Hermanas Gilda, Zipi y Zape, el Reporter Tribulete, etc., algunos de los cuales, al pasar a publicaciones posteriores, pudieron gozar de larga vida. Y entre los tebeos de aventuras recuerdo con especial cariño El pequeño Sheriff, Suchai, El Guerrero del Antifaz y, sobre todo, Hazañas Bélicas.
ALTER.- Era pro nazi, ¿no?
EGO.- De pro nazi, nada. Lo que ocurre es que en sus páginas salían alemanes buenos, o sea, normales, cosa absurdamente inexistente en las películas americanas de la época. En realidad, el tema central de las historias no era la guerra. La guerra venía a ser el escenario de los acontecimientos, un escenario cruel y dantesco, magníficamente dibujado por el genial Boixcar, en el que los conflictos personales se ponían en el disparadero. Sí, el tema central eran los sentimientos, los buenos sentimientos. Una historia que recuerdo repetida es la de dos antiguos amigos, uno alemán y otro americano, que se encuentran frente a frente en el
ALTER.- ¿Y cuál se impone?
EGO.- No lo recuerdo, pero seguro que los buenos sentimientos quedaban a salvo.
ALTER.- Así que te gustaban los tebeos y seguramente las películas de guerra. ¡Quién lo diría!
EGO.- Lo que de verdad me gustaba era jugar a las guerras.
ALTER.- No parece un juego muy educativo.
EGO.- Entonces no se tenían en cuenta esas cosas… muy sabiamente, creo.
ALTER.- Quieres decir que la pedagogía de la época admitía esos juegos…
EGO.- No tengo ni idea de lo que admitía o no admitía la pedagogía de aquella época ni la de ésta. Lo que quiero decir es que esas preocupaciones no estaban en el ambiente. El juego era el juego, y a nadie se le ocurría confundirlo con la realidad. Y menos que nadie, a los propios niños.
ALTER.- Pero pueden favorecer actitudes violentas, o que se desarrolle una mentalidad belicista…pregunto.
EGO.- Eso es una estupidez, respondo. Y lo digo con pleno conocimiento de causa. Tanto yo, como mis hermanos, como el nutrido grupo de amigos que nos reuníamos durante las vacaciones escolares disfrutábamos como locos jugando a guerras. Era aquél un mundo emocionante, fascinante, mágico: las batallas en campo abierto, los asedios a las fortalezas, las persecuciones, los encarcelamientos, las fugas, los tratados de paz, las traiciones, los
ALTER.- De acuerdo, ése es un caso, el de una familia o un grupo, pero no me negarás que es fácil que ciertos niños…
EGO.- Ya, ya sé por donde vas. Pero entonces yo te remito a lo que decía en la primera jornada sobre la capacidad de disfrutar del arte y sobre la incapacidad de que adolecen en este aspecto aquellos que no saben distinguir ficción y realidad. El juego es un arte, y los niños, los niños “normales”, son los más grandes artistas que existen. Saben crear la ficción, saben desempeñar en ella su papel como perfectos actores y saben quitarse la máscara y dejarla a un lado cuando hay que interrumpir la batalla porque es la hora de la merienda. De toda mi vida, no recuerdo momentos más felices que los de aquellos juegos infantiles. El arte, con todo su poderoso efecto catártico, lo creábamos y lo consumíamos nosotros mismos.
ALTER.- Sé lo que quieres decir y, pensándolo bien, es una lástima que todo eso haya de desaparecer con la infancia.
EGO.- A veces, cuando miro a los hombres de hoy, los veo como burdas caricaturas de los niños de ayer. Aquellos niños dominaban el arte; estos hombres son tristes juguetes de no se sabe qué.
ALTER.- Te veo muy melancólico, y no creo que sea para tanto. Piensa que, después de todo, por muchas virtudes que contenga, la infancia no es más que una fase del desarrollo del ser humano, que sólo alcanza su plenitud con la madurez, ¿no es así?
EGO.- Yo diría que es una plenitud mutilada, si es que la expresión tiene alguna lógica. Porque de todas las virtudes de la infancia hay una, primordial, que no se debería perder nunca.
ALTER.- La fantasía, la imaginación…
EGO.- Sí, es eso, pero yo lo definiría como la capacidad de imaginar el mundo. El adulto ve el mundo que le rodea como algo hecho, acabado. En cuanto sale de las brumas de la subjetiva adolescencia se topa con lo objetivo y se dice “ah, ése es el mundo, veamos cómo me muevo en él”. Ni por un momento se le ocurre, como al niño, decir “quiero que el mundo sea de esta o de aquella manera, vamos a jugar a esto”.
ALTER.- Eso es imposible, es utópico. ¿Quién podría hacerlo?
EGO.- El artista lo hace, pero lamentablemente sólo en cuanto artista. En los demás aspectos de la vida suele comportarse como cualquier otra persona, es decir, sometiéndose a la realidad objetiva del mundo.
ALTER.- No se puede romper la realidad.
EGO.- No, sobre todo si se cree que no se puede.
ALTER.- Bien, ya veo que para ti la infancia es el paraíso. Y la adolescencia ¿qué es?
EGO.- El infierno. El infierno y el paraíso al mismo tiempo. La repentina erupción de nuevos sentimientos y sensaciones es tan brutal que el adolescente se ve forzado a navegar por un mar de confusiones donde todo, a veces la misma cosa, se le presenta como sublime o como abyecto. Los límites se rompen, el orden propio del mundo infantil se desmorona y el individuo queda abandonado en medio del espacio infinito. No es extraño que, en cuanto atisba el nuevo orden de la madurez, corra a rendirse, aliviado, a sus mandatos, buscando el amparo de unos nuevos límites.
ALTER.- ¿Y es así en todos los casos?
EGO.- No lo sé. Hablo por mí, que es lo que mejor conozco. Pero imagino que, como no soy un bicho raro, mi caso será también el de muchos otros.
ALTER.- ¿Y qué papel jugaron las lecturas en tu adolescencia?
EGO.- En parte ya hemos hablado de eso. Las novelas de aventuras seguían alimentando el
ALTER.- ¿Quiénes eran?
EGO.- ¡Un momento!
ALTER.- ¿Pasa algo?
EGO.- Sí, algo que no debería pasar.
ALTER.- ¿Nos hemos desviado…?
EGO.- No, al contrario. Nos hemos encarrilado de una manera intolerable. ¿Te das cuenta de que estamos hilvanando los comentarios sobre la base de mi biografía personal?
ALTER.- ¿Y qué tiene eso de malo?
EGO.- Que incumple el primer mandamiento de estos diálogos: no seguir ningún plan.
ALTER.- Pero eso es imposible de cumplir: siempre hay un plan.
EGO.- Al final, Alter, en todo caso, al final. Sólo cuando la idea se haya desarrollado podremos hablar de la existencia o no de un plan.
(De Alter, Ego y el plan)