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OSCAR WILDE. La profundidad de la superficie II

oscar as a childOscar Wilde nació en Dublín, Irlanda, en 1854. El padre, Sir William Robert, de raíces holandesas y religión protestante, era un médico famoso. La madre, Jane Francesca Elgee, era una irlandesa en ejercicio, que había participado en los movimientos nacionalistas de los años 40, si bien, una vez casada, cambió su papel de patriota activa por el de intelectual con salón abierto

La primera enseñanza la recibió en el propio hogar, pero a los diez años lo tenemos ya lejos de la familia, internado en la escuela Portora, de la norteña localidad de Enniskillen, donde destaca en algunos de los aspectos que habían de definir al joven artista: una memoria prodigiosa, un gran entusiasmo por las lenguas clásicas y un claro horror por la actividad física. El Oscar adolescente vive en el Trinity College de Dublín la segunda etapa de sus años de aprendizaje. La tercera y última la pasa en la universidad de Oxford.

En 1878 termina la carrera con sobresaliente en Bachelor Arts, al mismo tiempo que obtiene el Premio Newdigate por el poema Ravenna, con lo que su nombre suena por primera vez – muy poco – en la sociedad literaria. A continuación se instala en Londres, con medios escasos, pero con el convencimiento sobrado de que conquistará el mundo.

Aplicado en forjarse una fama sobre la base del refinamiento, las extravagancias, y la explotación de los recursos estéticos aprendidos de sus mentores universitarios Pater y Ruskin, lo va consiguiendo, hasta el extremo de que un empresario le monta una gira por los Estados Unidos para dar conferencias sobre el “renacimiento de las artes en el Reino Unido”. Un éxito de público.

A su regreso, después de una breve estancia en Francia, donde conoce a algunos de los grandes de las letras francesas, reorganiza su vida. En mayo de 1884 se casa con Constance Lloyd, una buena, bella y adinerada mujer, hija de un jurista de prestigio. Por entonces, Wilde escribe en algunas revistas y durante dos años dirige la publicación para mujeres Woman’s World, lo que le permite mantener intensos contactos con la crema de la sociedad femenina.

Pero no es de ahí de donde le viene el impulso decisivo para su creciente éxito social, sino de otro grupo… mejor reproduzco las palabras de Frank Harris, uno de sus más fieles amigos:

… una pequeña banda de admiradores apasionados lo aclamó, lo rodeó. Estos constituyen el factor constante de su elevación progresiva”… “al apoyo apasionado de esa gente debió Oscar su notoriedad y primeros triunfos”…”la perversión sexual es la escala de Jacob de la mayor parte de los triunfos del Londres de nuestros tiempos”.

Palabras que constituyen una denuncia en regla de lo que hoy llamarían algunos “la mafia rosa”.

El caso es que Oscar ama a su esposa y tiene con ella dos hijos – los etiquetadores rígidos hablarán de “tapadera”, por supuesto. Y a los hijos dedica parte de los cuentos que empieza a publicar en 1888, con los que se inicia la verdadera ascensión en su carrera literaria, junto con los varios ensayos que publica en los años inmediatamente posteriores.

Al mismo tiempo, se deja llevar por su indudable preferencia erótica, con el cuidado imprescindible en una sociedad que castiga penalmente las conductas homosexuales. Robert Ross es su primer amante conocido por los biógrafos, creo, y a la vez excelente persona y fiel amigo hasta los últimos momentos. Y la verdad es que, a pesar de las contradicciones y dificultades que uno puede imaginar, Wilde sigue controlando su vida. Hasta el fatídico año de 1891.

Es entonces cuando conoce a un joven aristócrata llamado Alfred Douglas (Bosie), que ha de ejercer una influencia nefasta sobre él. Bosie es arrogante, testarudo, temerario y hasta despótico. Pero tiene a su favor, además de la belleza y de la sensibilidad artística, el hecho de ser hijo del Marqués de Queensberry, una de las familias de más rancio abolengo de Inglaterra. Demasiado para que el bueno de Oscar pudiera resistirse.

Todo lo malo que supuso aquella relación para Wilde está expuesto con absoluta clarividencia en De profundis, extensa carta dirigida a Bosie y publicada años después. Al leer tal lista de quejas y reproches, tal recopilación de vejaciones y humillaciones, seguidas de rupturas y reconciliaciones, uno se pregunta cómo es posible que una persona tan lúcida y creativa se dejase arrastrar por una personalidad tan mezquina. El amor, sí.

Lo extraño es que, pese a las quejas de Wilde en este sentido, los cuatro años de relación continua coincidieran con la época de mayor creatividad y de grandes triunfos del escritor: sus obras teatrales (El abanico de Lady Windermer, Una mujer sin importancia, Un marido ideal, La importancia de llamarse Ernesto) fueron escritas y representadas (no Salomé, a causa a la censura) entre 1891 y 1895, año éste en se inicia la tragedia que tiene por protagonista al mismo Oscar Wilde.

Un mal día Wilde se siente injuriado por el padre de Bosie, que en una nota lo ha calificado de “sodomita” y, contra el consejo de todos los amigos excepto el mismo Bosie, que odia cordialmente al padre, entabla acción penal por calumnia. Y pierde el proceso, por lo que lógicamente la calumnia no es tal, y es procesado por conductas indecentes. Y condenado. Dos años de trabajos forzados, que le derrumban casi definitivamente, como escritor y como persona.

Al salir de la prisión, Wilde se establece en el pueblecito francés de Berneval, cerca de Dieppe, donde, a modo de canto del cisne, crea la obra poética más lograda de toda su carrera de escritor: La balada de la cárcel de Reading, una composición inspirada y conmovedora en la que, sobre el lúgubre ambiente de la cárcel, planea la extraña y magnética presencia de un hombre condenado a muerte por haber matado a su mujer.

Constance, la esposa, había marchado a Italia con los hijos. Pero estaba pendiente de Oscar y no dejó de enviarle dinero. Parecía posible un arreglo, pero reapareció Bosie, al que el escritor era incapaz de rechazar. La cosa acabó muy mal.

Residente en un mediocre hotel de París, visitado de vez en cuando por algunos de los pocos amigos que le quedaban, maltratado por la enfermedad (que había contraído en la cárcel) y la melancolía, Oscar Wilde muere el 30 de noviembre de 1900.

En los últimos momentos, ya casi inconsciente, un amigo, interpretando su voluntad, llama a un sacerdote católico y, acogido en la Iglesia, le son administrados los últimos sacramentos. Y es que en más de una ocasión Wilde había afirmado que el catolicismo es religión para santos y pecadores, mientras que para la gente respetable ya está bien el anglicanismo. Y él se consideraba un pecador, por supuesto, un pecador con un amor desordenado y culpable por el arte y por la vida.

Siempre clarividente, predijo la forma de justicia poética que le dispensaría el futuro. En efecto, ya en su exilio francés, repasando con su amigo Harris adónde habían llegado algunos de sus antiguos compañeros de estudios – uno de ellos, Curzon, nada menos que a virrey de la India –, concluyó:

La espantosa injusticia de la vida me vuelve loco. Después de todo, ¿qué han hecho ellos en comparación con lo que yo he hecho? Supón que muriésemos todos ahora: dentro de cincuenta o de cien años nadie se acordará de Curzon o de Wyndham o de Blunt. Su vida, lo mismo que su muerte, no importará a nadie en absoluto. En cambio, mis comedias, mis cuentos y La balada de la cárcel de Reading serán conocidos y leídos por millones de personas, y hasta mi mismo infortunado destino despertará una simpatía universal.

Amén. Quiero decir que así ha sido. 

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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Oscar Wilde: justicia poética post mortem

Dante Alighieri, por quien Wilde sentía gran admiración, fue quizá el único gran artista que supo tomarse la justicia poética por su mano. Él mismo se encargó de encerrar en el infierno a sus enemigos y a los enemigos de sus amigos. Y allá estarán mientras la literatura exista. Wilde podría haber hecho algo parecido. Colocar en un infierno creado al efecto a jueces, carceleros, marqueses y falsos amigos. Recursos no le faltaban…Pero no, no podía. No tenía la férrea personalidad de Dante, como él mismo reconoció; él era un griego pacífico y suave.

De todos modos, aunque incapaz de hacerla por sí mismo como su admirado florentino, con aquella clarividencia que siempre le había distinguido sabía muy bien que la justicia poética acabaría imponiéndose también en su caso.

En cierta ocasión, ya en su exilio francés, repasaba con Harris adónde habían llegado algunos de sus antiguos compañeros de estudios – uno de ellos, Curzon, nada menos que a virrey de la India – y añadió:

La espantosa injusticia de la vida me vuelve loco. Después de todo, ¿qué han hecho ellos en comparación con lo que yo he hecho? Supón que muriésemos todos ahora: dentro de cincuenta o de cien años nadie se acordará de Curzon o de Wyndham o de Blunt. Su vida, lo mismo que su muerte, no importará a nadie en absoluto. En cambio, mis comedias, mis cuentos y La balada de la cárcel de Reading serán conocidos y leídos por millones de personas, y hasta mi mismo infortunado destino despertará una simpatía universal.

Amén. Quiero decir que así ha sido.

El futuro es la patria del artista. El presente es el campo de acción de los Curzon, de los graves magistrados y de los grandes potentados, de los políticos avispados y de los ávidos financieros. Ellos forjan la realidad social sobre la base de sus intereses mezquinos y de la mediocridad de sus almas.

El artista es un pájaro que canta. A veces, intentan disparar sobre él, y en ocasiones lo hieren. Pero siempre, vivo o en apariencia muerto, consigue alzar el vuelo. Y su canto nos llega desde la altura. Y nos ayuda a soportar este mundo infeliz, obra siniestra de los que nacieron sordos para la música.  

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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