La primera enseñanza la recibió en el propio hogar, pero a los diez años lo tenemos ya lejos de la familia, internado en la escuela Portora, de la norteña localidad de Enniskillen, donde destaca en algunos de los aspectos que habían de definir al joven artista: una memoria prodigiosa, un gran entusiasmo por las lenguas clásicas y un claro horror por la actividad física. El Oscar adolescente vive en el Trinity College de Dublín la segunda etapa de sus años de aprendizaje. La tercera y última la pasa en la universidad de Oxford.
En 1878 termina la carrera con sobresaliente en Bachelor Arts, al mismo tiempo que obtiene el Premio Newdigate por el poema Ravenna, con lo que su nombre suena por primera vez – muy poco – en la sociedad literaria. A continuación se instala en Londres, con medios escasos, pero con el convencimiento sobrado de que conquistará el mundo.
Aplicado en forjarse una fama sobre la base del refinamiento, las extravagancias, y la explotación de los recursos estéticos aprendidos de sus mentores universitarios Pater y Ruskin, lo va consiguiendo, hasta el extremo de que un empresario le monta una gira por los Estados Unidos para dar conferencias sobre el “renacimiento de las artes en el Reino Unido”. Un éxito de público.
A su regreso, después de una breve estancia en Francia, donde conoce a algunos de los grandes de las letras francesas, reorganiza su vida. En mayo de 1884 se casa
Pero no es de ahí de donde le viene el impulso decisivo para su creciente éxito social, sino de otro grupo… mejor reproduzco las palabras de Frank Harris, uno de sus más fieles amigos:
“… una pequeña banda de admiradores apasionados lo aclamó, lo rodeó. Estos constituyen el factor constante de su elevación progresiva”… “al apoyo apasionado de esa gente debió Oscar su notoriedad y primeros triunfos”…”la perversión sexual es la escala de Jacob de la mayor parte de los triunfos del Londres de nuestros tiempos”.
Palabras que constituyen una denuncia en regla de lo que hoy llamarían algunos “la mafia rosa”.
El caso es que Oscar ama a su esposa y tiene con ella dos hijos – los etiquetadores rígidos hablarán de “tapadera”, por supuesto. Y a los hijos dedica parte de los cuentos que empieza a publicar en 1888, con los que se inicia la verdadera ascensión en su carrera literaria, junto con los varios ensayos que publica en los años inmediatamente posteriores.
Al mismo tiempo, se deja llevar por su indudable preferencia erótica, con el cuidado imprescindible en una sociedad que castiga penalmente las conductas
Es entonces cuando conoce a un joven aristócrata llamado Alfred Douglas (Bosie), que ha de ejercer una influencia nefasta sobre él. Bosie es arrogante, testarudo, temerario y hasta despótico. Pero tiene a su favor, además de la belleza y de la sensibilidad artística, el hecho de ser hijo del Marqués de Queensberry, una de las familias de más rancio abolengo de Inglaterra. Demasiado para que el bueno de Oscar pudiera resistirse.
Todo lo malo que supuso aquella relación para Wilde está expuesto con absoluta clarividencia en De profundis, extensa carta dirigida a Bosie y publicada años después. Al leer tal lista de quejas y reproches, tal recopilación de vejaciones y humillaciones, seguidas de rupturas y reconciliaciones, uno se pregunta cómo es posible que una persona tan lúcida y creativa se dejase arrastrar por una personalidad tan mezquina. El amor, sí.
Lo extraño es que, pese a las quejas de Wilde en este sentido, los cuatro años de relación continua coincidieran con la época de mayor creatividad y de grandes
Un mal día Wilde se siente injuriado por el padre de Bosie, que en una nota lo ha calificado de “sodomita” y, contra el consejo de todos los amigos excepto el mismo Bosie, que odia cordialmente al padre, entabla acción penal por calumnia. Y pierde el proceso, por lo que lógicamente la calumnia no es tal, y es procesado por conductas indecentes. Y condenado. Dos años de trabajos forzados, que le derrumban casi definitivamente, como escritor y como persona.
Constance, la esposa, había marchado a Italia con los hijos. Pero estaba pendiente de Oscar y no dejó de enviarle dinero. Parecía posible un arreglo, pero reapareció Bosie, al que el escritor era incapaz de rechazar. La cosa acabó muy mal.
Residente en un mediocre hotel de París, visitado de vez en cuando por algunos de los pocos amigos que le quedaban, maltratado por la enfermedad (que había
En los últimos momentos, ya casi inconsciente, un amigo, interpretando su voluntad, llama a un sacerdote católico y, acogido en la Iglesia, le son administrados los últimos sacramentos. Y es que en más de una ocasión Wilde había afirmado que el catolicismo es religión para santos y pecadores, mientras que para la gente respetable ya está bien el anglicanismo. Y él se consideraba un pecador, por supuesto, un pecador con un amor desordenado y culpable por el arte y por la vida.
Siempre clarividente, predijo la forma de justicia poética que le dispensaría el futuro. En efecto, ya en su exilio francés, repasando con su amigo Harris adónde habían llegado algunos de sus antiguos compañeros de estudios – uno de ellos, Curzon, nada menos que a virrey de la India –, concluyó:
La espantosa injusticia de la vida me vuelve loco. Después de todo, ¿qué han hecho ellos en comparación con lo que yo he hecho? Supón que muriésemos todos ahora: dentro de cincuenta o de cien años nadie se acordará de Curzon o de Wyndham o de Blunt. Su vida, lo mismo que su muerte, no importará a nadie en absoluto. En cambio, mis comedias, mis cuentos y La balada de la cárcel de Reading serán conocidos y leídos por millones de personas, y hasta mi mismo infortunado destino despertará una simpatía universal.
Amén. Quiero decir que así ha sido.