Archivo mensual: agosto 2013

El Mosén IV

– Dispense, Mosén – interrumpí -, ¿y usted no se ha defendido de alguna manera?

– Y es claro. Es mi obligación. He publicado en la prensa varios artículos denunciando mi situación. ¡Otro motivo para atacarme! ¡Un sacerdote expresando su rebeldía en periódicos laicos y anticlericales! Pero yo quería hacerme oir por el pueblo de Barcelona y sabía que ése era el único medio. El obispo, siempre a las órdenes del dinero de don Claudio, llegó a retirarme la licencia para decir misa…ya no podía más.

– Y finalmente claudicó, ¿no es eso?

– Eso es lo que creen. Firmé un papel, que casi no decía nada, y así recuperé la licencia de celebrar misa, con la asignación de la iglesia de Belén, la que acabamos de ver. Ellos parece que se han olvidado de su obsesión de meterme en el manicomio, y yo quiero olvidarme de ellos, de la prensa, y así poderme dedicar en cuerpo y alma a la lucha que comparto con personas verdaderamente santas.

– ¿Lucha?

– Contra el Demonio. Sígame.

– ¿Se refiere a exorcismos?

Pero el Mosén ya no me oía. Con aquella agilidad que no dejaba de asombrarme, había comenzado a cruzar la plaza, olvidándose de mí. Me apresuré a alcanzarlo. Le repetí la pregunta.

– Ahí, detrás de esas casas está la Catedral –fue su respuesta.

 ¿Qué casas? El espacio estaba perfectamente despejado y la Catedral se alzaba iluminada en lo alto de las escalinatas. Entonces me di cuenta de la extraña trayectoria que seguía el Mosén, con movimientos que ningún obstáculo visible justificaba. Pasada la plaza, bordeamos un edificio gótico y luego un pequeño tramo de la muralla romana, hasta que fuimos a dar a una placita, a la derecha de la cual quedaba la antigua ciudad gótica y a la izquierda, el denso circular de vehículos de la Vía Layetana…De milagro pude agarrar al Mosén por el brazo. Se había lanzado a cruzar la calle sin reparar en la riada de coches que bajaban a una velocidad diría que excesiva. Conseguí llevarlo hasta el semáforo próximo y que cruzase conmigo correctamente. Ya en el otro lado, redujo la marcha, y enfilamos lentamente la calle Argenteria. Y de pronto lo vi claro: hasta hace más de medio siglo la hoy espaciosa plaza de la catedral estaba ocupada por edificios de viviendas, y hace casi cien años que se abrió la Vía Layetana, como vía rápida para llegar hasta el puerto, derribándose la zona correspondiente de la ciudad vieja. Es decir, que el Mosén no andaba por la misma ciudad que yo, sino por otra: la Barcelona de al menos un siglo atrás.

 – Hay muchas clases de demonios, señor, y están invadiendo el mundo. Tanto es así que dudo que en el Infierno quede alguno. Y todos son distintos, cada cual tiene su carácter, sus costumbres, sus manías, las formas en que gustan aparecerse, apenas hay dos iguales. Y estos que se apoderan de los cuerpos de las personas no son los peores, no, pero son los más visibles; los peores son los que encadenan las almas y las envenenan con las pócimas del poder y del dinero, pero no hablemos más de eso. Presiento que hoy me espera un gran triunfo, que con la ayuda de Dios Nuestro Señor podremos expulsar definitivamente al Maligno del pobre hombre.

– ¿Podremos? Le acompaña alguien en…esos ritos.

– Sí, claro, otro sacerdote, y la vidente, una santa mujer, que puede ver todas las cosas espantosas que se producen durante la sesión y que a nosotros, los exorcistas, nos está impedido ver.

– ¿Cosas espantosas?

– Juzgue usted mismo. Hace días conseguimos un triunfo memorable. Arrancamos el Mal del cuerpo de una pobre poseída. Escuche. Mientras yo estaba rezando el Veni Creator, sucedió una cosa horrorosa. Apareció la Madre de Dios y con sus manos divinas abrió la cabeza de la víctima, y extrajo una serpiente que estaba bien replegada en el fondo, la lanzó al suelo y de un pisotón aplastó la cabeza de la bestia; después, cerró la cabeza de la víctima, dejándola como antes. La espantosa serpiente estaba allí en el suelo, aplastada, pero enseguida, de la pared salió una mano negra, agarró a la serpiente por la cola y, arrastrándola, desapareció con ella.

 Las altas torres de la iglesia gótica de Santa María del Mar eran visibles al final de la calle. Estaba convencido que nos dirigíamos hacia allá. Pero de repente, el Mosén giró a la izquierda y se adentró en lo que parecía el portal de una casa. Pero no. Era la entrada de una callecita estrecha, a la que se accedía por un arco abierto bajo los edificios de la misma calle Argenteria. La abundancia de transeúntes desapareció de repente. Extrañamente, sólo se veían algunas mujeres con faldas muy largas y pañuelo atado a la cabeza. Al llegar el primer cruce, el Mosén torció a la derecha y enseguida se detuvo ante un portal de hojas muy altas, entreabiertas, que mostraba en su interior una oscuridad absoluta y siniestra.

 – Hemos llegado, señor, ahora debemos despedirnos. Le agradezco mucho que haya tenido la paciencia de escucharme, y le ruego que rece, que rece todo lo que sepa, para ayudarnos en la batalla de hoy contra el Demonio.

 En aquel momento, yo no sabía qué hacer ni qué decir. Toda aquella historia tenía tal fuerza de verdad, de autenticidad, que no podía resignarme a creer que solo fuese la fantasía de un maníaco. Finalmente aventuré…

– Pero usted, usted…¿quién es?

– Sóc Mossèn Jacint Verdaguer, prevere i poeta -, dijo y me tendió la mano, que yo besé devotamente.

 Luego, se perdió en la densa oscuridad del portal.     

(De Fantasías a la manera de Hoffmann)    (CERRAR PESTAÑA)

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El Mosén III

¿Estaba paranoico el Mosén? Todo parecía indicar que sí. Pero también era posible que, detrás de aquel trastorno, palpitase una historia real, quizá tremenda, en todo caso digna de salir a la luz.

– Le aseguro, Mosén, que nadie me ha enviado y que no tengo ningún interés personal en que se vaya o se quede, aquí o donde le apetezca.

Me miró fijamente a los ojos, y sus labios esbozaron lo que parecía una sonrisa.

– Usted dispense, señor. Le creo, sí le creo. Es evidente que no se parece en nada a mis enemigos.

– ¿Pero adónde piensa ir? ¿Tiene residencia en Barcelona?

– Tengo mucho que hacer aquí. Ellos piensan que ya me he doblegado, que me he dado por vencido. Se equivocan. Yo no puedo abandonar a los míos, y mucho menos en estos momentos, cuando somos el brazo de Dios en su eterna lucha contra el Demonio. Sígame.

Empezó a caminar con una agilidad sorprendente. Cruzamos la plaza en diagonal y llegamos a la embocadura de las Ramblas. A pesar de la humedad y el frío, y de la noche que ya se imponía sin matices, el paseo estaba muy concurrido y animado. Parecía difícil abrirse camino entre aquella multitud. Pero el Mosén avanzaba rápido y ligero, con la seguridad del sonámbulo. Íbamos en silencio. De pronto, se detuvo y me señaló el edificio de la derecha, una espléndida iglesia barroca del XVII.

– Ahí, ése es el último refugio de mi vida sacerdotal. Ahí siento cada día la piedad del pueblo, y las maravillas con que Dios nuestro señor se digna regalarnos.

– Pero usted, ¿no vive en Vic?

– Y enfrente – sin responder a mi pregunta, señalaba el edificio del otro lado del paseo -, el poder de la riqueza. Ahí, en ese palacio, consumí dieciséis años de mi vida, dieciocho en total al servicio del marqués y de su familia. El padre me había llamado, y el hijo, después de años de mutuo entendimiento y hasta de amistad, me arrojó a la calle como quien expulsa a un perro sarnoso.

Aquellas palabras despertaron en mi memoria ecos de una vieja historia que conocí hace tiempo. Pero no era momento para averiguaciones. Nos desviamos a la izquierda y entramos en la calle Portaferrisa, a la que da una de las fachadas del mismo palacio.

– Venga por aquí, por la acera, pegados a la pared del edificio. Así nadie nos podrá ver desde los ventanales.

Seguí sus instrucciones. Y pasamos ante un amplio portal, que él salvó casi de un salto. En ese instante pude ver una gran placa que identificaba el edificio como sede de una institución oficial.

– Y dice que aquí vive…

– El marqués, don Claudio.

Pasado el palacio, el Mosén aminoró el paso. También en aquella calle, estrecha, el gentío era considerable. Sábado por la tarde, los comercios, que se sucedían a ambos lados de la calle, lucían sus escaparates, ofreciendo al paseante sus artículos. Llegamos a un gran espacio abierto, una plaza irregular que mostraba, a la derecha, las murallas de la entrada de la antigua ciudad romana, y un poco más allá, en lo alto de unas escalinatas, la catedral. El Mosén se detuvo, y yo con él. Y como si reanudase un relato interrumpido, dijo:

– Primero dos años en sus barcos, navegando entre España y Cuba. Luego en palacio, ejerciendo de capellán de la familia y de limosnero. La muerte del padre, don Antonio, más bien reforzó mis lazos con el hijo. Tenía toda su confianza, incluso emprendí largos viajes en su compañía. Eran además, años de grandes satisfacciones para mí, quiero decir, para el poeta. Homenajes, reconocimientos, premios, contactos con los grandes escritores de España y Francia. La vida me daba demasiado, más de lo que había pedido. Debía haberlo previsto. Aquel día que el obispo puso el laurel sobre mi cabeza, coronándome como poeta nacional de Cataluña, lo presentí. Tengo demasiada fe en las coronas que pone Jesucristo a sus fieles, para creer en las de esta vida miserable, que siempre se deshojan, cuando no se convierten en coronas de espinas. Y en efecto, siete años después, los mismos que me habían ofrecido el laurel me tenían preparadas las espinas. Llevando yo mi vida de siempre y cumpliendo mis obligaciones como siempre, un día me llamó don Claudio y me abrumó con reproches: que, como limosnero, malgastaba el dinero con gente indeseable, que me dejaba influir demasiado por ciertos individuos que se aprovechaban de mí, que había llegado a sus oído que participaba en prácticas espiritistas, que sin duda mi salud flojeaba de nuevo, que lo mejor sería que me retirase a algún lugar adecuado para descansar. Y enseguida el obispo, obediente al poder del dinero, me ordenó que me trasladase a un santuario próximo a Vic y me comunicó que ya tenía plaza para mí en el asilo de sacerdotes. Ese asilo es de hecho un manicomio, señor, ¡un manicomio! ¡Quieren hacerme pasar por loco! Y yo no lo estoy. Pero si no estoy loco, qué mejor manera para lograr que enloquezca que encerrarme en un manicomio, donde en contacto con lo pobres enfermos por fuerza tenía que enfermar yo. Y entonces podrían decir, ¡veis como teníamos razón, que está loco! Pero, a los dos años de vida retirada en el santuario, me escapé, sí, me escapé a Barcelona. ¿Desobediente? Pues muy contento estoy de haberlo sido en ese caso, ya que, de ser obediente, hubiese infringido el quinto mandamiento que dice “no matarás”, porque obedecer habría sido la muerte para mí. Ellos quieren eliminarme, y cuando digo ellos digo el obispo y dos que fueron grandes amigos, uno de ellos mi primo, y por encima de todos el marqués, que ordena y manda con la autoridad que le dan sus riquezas. Yo veía en las limosnas el remedio de todos los males sociales, pero él sólo veía que sus arcas se vaciaban…un poquito. Y que su limosnero se trataba con gente que no era de su agrado. Espiritistas… infame calumnia. Los verdaderos espiritistas publicaron en un periódico, motu proprio, gesto que les honra, que ni yo era uno de los suyos ni sabían nada de mí. Déu meu!, que los millones acumulados en tan pocos años no sirvan para socorrer las necesidades de los desgraciados es un mal que engendra miles de males en la sociedad, el anarquismo, el socialismo… Porque yo le digo, señor, y esto no es una opinión sino la triste realidad, que de todas las artes que causan el mal en la tierra la peor y más horrorosa de todas es oprimir a los pobres. Precisamente la supresión de las limosnas coincidió… (continúa)

 (De Fantasías a la manera de Hoffmann)

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El Mosén II

Durante la comida permaneció en silencio. En repetidas ocasiones Laura intentó sacarle de su mutismo, pero sin éxito. Esto tenía su lado bueno, ya que nos permitía, a los tres seglares, mantener una animada conversación, como si en realidad no hubiese nadie más. Pero ahí estaba él, con su inquietante y silenciosa negritud. La conversación giraba sobre un tema principal: cómo había cambiado Barcelona en estos años. Estábamos ya en el café, que decidimos tomar en la misma mesa, cuando, en lo más animado de la charla…

 Jo he estat sempre un súbdit lleial del senyor bisbe! – tronó la voz grave y pastosa del Mosén.

 Creo que una misma sensación de pánico nos sobrecogió a los tres. La mirada del Mosén estaba fija en algún punto del vacío. Laura fue la más rápida en reaccionar.

 – Què diu, Mossèn? – , dijo, posando cariñosamente la mano sobre el brazo del sacerdote.

 Pero la mirada del hombre seguía fija en aquel punto del vacío.

 Mossèn, ha d’agafar el tren, oi? Ara l’acompanyem – fue la expeditiva intervención de David.

 Volen fer-me passar per boig. On és la caritat? – exclamó desde su mundo el Mosén.

David me hizo una señal y los dos nos levantamos. Me llevó al despacho-biblioteca y ahí me dijo que lo mejor sería que le acompañásemos a la estación. Eran más de las cinco y normalmente cogía el tren de las seis hacia Vic, donde vivía en una residencia de sacerdotes. ¿Acompañarle? ¿Los tres? objeté yo. ¿Para qué sacar a Laura o a él mismo de casa, con la tarde de perros que hacía?

 -No, no, vosotros os quedáis, ya le acompañaré yo solo.

 Y al pronunciar estas palabras comprendí que no me las dictaba la cortesía, ni la amabilidad. Era una curiosidad fortísima lo que de pronto se me había despertado, o mejor, una atracción irresistible. Estaba absolutamente conmocionado, totalmente subyugado por la personalidad del Mosén, quería conocerlo, conocerlo…

Regresamos al comedor. Laura fue a buscarle la capa (muy negra, por supuesto), que le colocó delicadamente, y entre los tres le acompañamos, o mejor dicho, le empujamos suavemente hacia la puerta. Yo me despedí de mis anfitriones, agradeciéndoles sus gentilezas, y les prometí que nos volveríamos a ver antes de mi partida.

Caminamos un breve trecho en silencio. Hasta que el Mosén se detuvo, volvió ligeramente el rostro para mirarme y dijo:

 -Usted es extranjero. Alemán, ¿no?

– Sí, pero entiendo bien el catalán. Por mí no se preocupe.

– Usted no puede entender lo que pasa aquí – prosiguió en español, haciendo caso omiso de mi observación.

– Bueno, no sé…no sé a qué se refiere.

 Seguimos caminando.

 – He viajado por Alemania – dijo -. Allá todo es muy diferente, cada cual sabe dónde está y lo que es, incluso los equivocados protestantes…nadie hiere a sus propios hijos.

– No crea. A veces idealizamos lo que no conocemos bien. Si viviese en mi país…

– Mi país es el llano de Vic – interrumpió -. Nací en uno de sus pueblos y conozco la comarca como la palma de mi mano. Ésa es mi tierra, y Cataluña mi patria. También amo a España, nación de mis santos preferidos, Teresa y Juan, y la conozco bien, de Cádiz a Santander, y he cruzado el océano en muchas ocasiones. Una vez, al ver de lejos las claras siluetas de las Canarias, soñé con aquél continente perdido del que sólo queda el Teide, dedo de su mano de hierro, que parece decir al mundo: la Atlántida estuvo aquí.

– Usted es poeta, ¿no es cierto?

– En Cataluña, en España, en Francia, en toda Europa, ha sido celebrada mi obra como una de las más grandes de este siglo.

Estaba claro que algo no funcionaba en su cabeza. Quizá era sólo un pobre trastornado. Quizá toda aquella curiosidad, aquella irresistible atracción que había sentido por él en casa de David no estaba justificada en absoluto. Lo mejor sería embarcarlo cuanto antes en el tren de Vic. Ya estábamos en la plaza Cataluña.

 – Por ahí se baja a la estación, ¿no? – dije, señalando el acceso por donde se desciende a las líneas del metro y de los trenes de cercanías.

– Usted bromea, señor – y señalando con su mano por toda la amplitud de la plaza, en uno de cuyos ángulos nos encontrábamos, dijo -, aquí no hay ninguna estación.

 La cosa iba de mal en peor.

 – Le aseguro que sí, Mosén. Aunque hace tiempo que no he estado en Barcelona, sé que ahí está la estación, y David me lo ha confirmado.

 Me miró con aquellos ojos oscuros, que parecían asomar de lejanas profundidades.

 – No sé quién es David ni lo que usted pretende…si es que no es uno de ellos.

– ¿De ellos? No le entiendo, Mosén, lo único que sé es que usted se ha de marchar a Vic, y sólo pretendo acompañarle hasta el tren.

Déu del cel! Déu del cel! – exclamó el Mosén dirigiendo la vista a las alturas -. Todo es posible. Pero no lo conseguirán. Señor mío, no voy a ir a Vic, y dígale a quien le envía y quizá le ha pagado que no se saldrá con la suya, hi ha un Déu!  (continúa)

(De Fantasías a la manera de Hoffmann)

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El Mosén I

¿Conocéis Barcelona? Es una ciudad muy mediterránea, sin ser Nápoles, y también adusta y laboriosa, sin ser Milán. A finales de otoño se alternan los días claros y soleados con otros húmedos y brumosos. Fue uno de estos días, fríos y oscuros, cuando me encontré con David Cabanes, antiguo profesor de filología en mis años de estudio en la universidad barcelonesa. Habíamos quedado en uno de los lugares más céntricos de la ciudad: el bar Zurich de la plaza Cataluña. En cuanto nos vimos, nos reconocimos (veinte años no es nada, dice la canción). Él acababa de llegar. Pedimos unas cervezas y, después del obligado cambio de impresiones – cuánto tiempo, ¿tanto?, no es posible, por ti no pasan los años, etc. –, David torció el gesto y, como quien anuncia una mala noticia, dijo:

 – Lo siento, pero no estaremos solos.

Porque la idea, cuando me invitó a su casa, es que sólo estaríamos los dos y Laura, su esposa.

 – ¿Otro invitado? Muy bien – dije, forzando el tono de indiferencia, pues lo cierto es que tampoco a mí me hacía ninguna gracia.

– No, claro…pero es que no es un invitado muy normal. Se anuncia y viene, ya está. No te deja opción…

– Será porque hay mucha confianza.

– Sí, en cierto sentido…sobre todo con Laura. Mira, te pondré en antecedentes para que al menos sepas a quién tienes en la mesa.

 Durante el rato que permanecimos en el bar y los diez minutos de camino que nos separaban de su casa – un piso señorial en el corazón del antiguo ensanche – David me explicó todo lo que creyó conveniente acerca del invitado inoportuno.

 – Es cura, mosén, como se les llama aquí, ya sabes. Va a cumplir los ochenta. Nació de una familia campesina muy pobre, en un lugar de la misma comarca donde nació Laura, aunque a ella le tocó en suerte una familia rica…

– Suerte que te contagió.

– No seas corrosivo Silvestre. Te tenía por un chico bueno y amable.

– Y lo soy, David. Va, continúa, prometo no interrumpirte más.

– En aquella época y entre las familias campesinas pobres, era habitual que enviasen a algunos de los hijos al seminario sacerdotal. Era una manera de asegurarles la enseñanza y la manutención que los padres no podían costear. Nuestro mosén, entonces un chaval listo pero algo concentrado, según decían, entró a los diez años en el seminario, aparentemente no falto de vocación…como después se demostró, porque un niño de diez años, ya me dirás tú. En los veranos los seminaristas volvían a casa, normalmente para ayudar a las tareas de la cosecha, aunque algunos se buscaban unos ingresos con trabajitos acordes con sus estudios, o sea, de profesores particulares. Nuestro mosén se colocó en casa de la familia de Laura, donde, en verano, pululaba una población infantil que había que controlar. Y su misión era precisamente ésa, hacerse cargo de los ocho niños y niñas de edades comprendidas entre los cinco y los doce años: repasarles las lecciones, llevarlos de paseo a alguna fuente de los alrededores con las cestas de la merienda, organizar los juegos, etc. Durante los tres veranos que duró aquella situación Laura pasó de los nueve a los doce años y el joven profesor-niñera de los dieciocho a los veintiuno, edad en que cantó misa y se acabaron las estrechas relaciones con la familia de Laura. Pero es el caso que, ya en el primer verano, el joven seminarista se había enamorado de la niña Laura. Y este enamoramiento ha persistido a lo largo de los años con la cortesía, delicadeza y absoluta pleitesía sólo posibles en determinados temperamentos poéticos. Y es que nuestro mosén es poeta. Cierto que no ha publicado más que un par de libritos que han pasado desapercibidos, pero es poeta, de esto no hay ninguna duda. Y así, a lo largo de toda su vida, primero a través de los padres y luego directamente, el Mosén ha logrado con éxito que no se rompiesen los puentes, que siempre se mantuviese la esperanza de verla, aun a costa de ser algo maleducado, como hoy, ya ves…

– ¿Y la ve…os veis con frecuencia?

– A veces pasan tres o cuatro años en que no aparece. Pero últimamente ha aumentado la frecuencia. Este año ya es la cuarta o quinta visita.

– ¿Y siempre en presencia tuya?, perdona la pregunta.

– Silvestre, si lo que quieres decir es si alguna vez se han liado, la respuesta es no, rotundamente no.

– ¿Y por qué estás tan seguro? Y disculpa que haga de abogado del Diablo.

– Pues estoy seguro no sólo porque conozco a Laura, y tú dirás ¿se puede conocer a una mujer?, sino, sobre todo, porque conozco al Mosén. Por cierto, que últimamente está muy extraño.

– ¿Extraño?

– Como si una gran preocupación le embargase. A veces habla solo, o tiene largos ratos de mutismo en los que ni siquiera Laura existe para él, ah, y vuelve a llevar sotana, creo que es el único sacerdote en Barcelona…

– Bueno, serán cosas de la edad…

-Silvestre, Laura y yo vamos a cumplir setenta, así que esa expresión está de más en nuestra casa.

– Lo siento, viejo.

– Ya hemos llegado.

Faltaba poco para las tres de la tarde, pero la penumbra de la calle era ya franca oscuridad en el interior de la casa, oscuridad sólo aliviada por la iluminación mortecina de algunas lámparas. Los grandes cuadros, los pesados muebles, el pasillo relativamente estrecho por donde avanzamos y toda aquella ornamentación abigarrada, propia del viejo estilo modernista, me produjeron una impresión penosa y siniestra. En el salón ya estaba el Mosén, sentado no en una de las amplias butacas, sino en una especie de silla grande y extraña, de brazos altos y rectos. El color dominante era el negro: moreno de piel, conservando casi todo su cabello, sólo ligeramente blanco sobre la frente; cejas negras y espesas que se juntaban sobre la nariz, ojos negros y profundos, labios gruesos, carnosos, sensuales, que producían un efecto extraño, inquietante, en aquel marco de triste oscuridad, y todo ello emergiendo de la negrura absoluta de una sotana que le cubría hasta los pies. Sobre el brazo izquierdo de la silla mantenía un librito abierto, que parecía estar leyendo. Cuando David nos presentó me tendió la mano de una manera rara, como un monarca de película, para que me entendáis. Yo se la estreché con naturalidad. (continúa)

(De Fantasías a la manera de Hoffmann

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La máquina del doctor Kusev IV

Kusev calló y fue a sentarse de nuevo en su butaca. Yo reflexioné unos instantes para dar forma a la objeción que me parecía evidente.

 – En ese caso, doctor Kusev – dije al fin – lo mejor sería detenerse. Respetar lo que la naturaleza tan bien ha protegido… y se ha de considerar una suerte que los psicólogos anden tan equivocados, como usted dice.

– ¿Detenerse? ¿Usted dice detenerse? Amigo Aurelio, ¿qué le ha detenido a usted a venir aquí? ¿Qué le ha detenido en su obsesión por seguir el rastro de ciertos acontecimientos? – no fue ninguna sorpresa, desde el principio sabía que él lo sabía – Nada. Nada puede detenerle. Se lo dije: la ciencia es imparable.

– Y usted está dispuesto a seguir ahondando en la mente, pero por otros caminos, ¿no es eso?

– Naturalmente, por el camino de la ciencia verdadera, el que toca la materia, no el que se conforma con palabras. Y no sólo estoy dispuesto; llevo mucho tiempo trabajando en ello y…ya tengo resultados.

 Era un avance muy importante para mí. En aquél momento me sentía como el héroe caballeresco ante la guarida del monstruo. Arremetí.

 -¿Qué clase de resultados?

– Efectivos, quizá demasiado efectivos. He de corregir algunos aspectos para hallar el punto justo que permita una aplicación generalizada.

– Perdone, pero no le entiendo.

– Es natural. Tal vez, si quisiera probarlo usted mismo…

– ¿Yo? – creo que me tembló la lanza en la mano.

– Venga, sígame. Si ha llegado hasta aquí, no va a retroceder ahora.

Kusev se levantó y yo le seguí. Salimos de la sala. Avanzamos por un estrecho pasillo a lo largo de unos metros. Al final, topamos con una puerta cerrada, con una lucecita roja sobre el dintel. Abrió la puerta y entró. Le seguí. Descendimos por una breve escalera, y enseguida tuve ante mí un espacio extraño y al mismo tiempo familiar. Un gran panel en el que parpadeaban multitud de lucecitas cubría una de las paredes. En el centro de la sala, una especie de cuadro de mandos y ante él tres sillas giratorias que miraban, por encima del mueble de mandos, hacia una gran pantalla que ocupaba gran parte de la pared de enfrente.

– Siéntese – dijo, indicándome la silla del centro, seguro de mi obediencia.

 Me senté. Me colocó un casco en la cabeza, tan ajustado que me presionaba los temporales y la frente de modo casi insoportable.

 – No es muy molesto, ¿verdad?

– No – mentí –. He de mirar a la pantalla, supongo.

– No, ya no es necesario. Conservo la pantalla, pero ya no es necesario. Ahora todo tendrá lugar dentro de usted mismo.

– ¿Cómo en los sueños?

– Sí…pero con más claridad. Como en la vida misma.

– Doctor, ¿qué consecuencias puede tener esto…?

– No se preocupe. Ése aspecto creo que lo tengo solucionado. Lo siento por los que han pasado antes, pero…en fin, la ciencia exige sus sacrificios. Mire, ¿ve este circulito rojo en el cuadro de mandos? Si en algún momento se siente mal, muy mal, lo toca. El proceso se relantizará hasta detenerse… y entonces, ya veremos. ¡Adelante!

Tuve que cerrar los ojos para que la luz exterior no empañase la claridad que me estalló dentro. Una sucesión de antiguas escenas pasaron ante mí. Escenas que suelen asaltarme antes de dormirme y que no sabía si atribuir a sueños antiguos o a remotas vivencias olvidadas. Ahora lo veía claro: eran momentos semiocultos de mi propia existencia. La estrecha calle de una ciudad vieja en cuya mitad se alza la torre circular; otras calles antiguas de mi propia ciudad, que siguen caminos extraños; el bar de mesitas pequeñas con bancos adosados a la pared y al que se accede bajando unos escalones; la lengua de tierra que se adentra en el mar ensanchándose al final; la falda opuesta de la colina de la ermita, con el camino abajo que lleva a algo decisivo…¡No eran sueños! He estado en esos lugares, en unos en mi más remota infancia, en otros en la adolescencia. Y vi el rostro de mi madre tal como era cuando yo aún no andaba, y las palabras y los hechos, y la minuciosa vida que había perdido o sepultado, todo se reconstruyó en unos instantes. Ése era yo, ése soy yo. Todo lo he visto, todo lo he revivido. Primero con asombro, luego con fruición, después, cada vez más, con un extraño sentimiento de miedo y repugnancia, ¿ése era yo? ¿ése soy yo? Y veía todas las traiciones, las mías y las ajenas; todas las cobardías, las mías y las ajenas, toda la inmundicia, la mía y la del mundo, ¿dónde hasta entonces había guardado todo aquello? En los profundos sótanos del yo, sí, ahí había estado enterrada aquella cosa, esperando quizá esta terrible resurrección. ¿Cómo se puede soportar todo eso? Ni por un momento pensé en el botón rojo. La cabeza estaba apunto de estallar. Me arranqué el casco. Las visiones se fundieron. A la luz mortecina de la estancia busqué la figura del doctor Kusev. No estaba. ¡Doctor Kusev! grité, ¡doctor Kusev! Nadie me respondió. Recorrí el pasillo y alcancé la sala, ¡doctor Kusev! Nadie. En un instante me encontré en la puerta. Me precipité hacia la noche oscura. Descendí corriendo por el bosque, donde cada árbol tenía para mí un rostro, una historia. Todo lo recordaba, todo lo sabía.

He entrado en casa y, como un autómata, me he puesto a escribir. Es lo último que sabrás de mí. No sé cuanto tiempo podré soportarlo. No me contestes, no me busques, no te acerques. Porque ahora sé quién soy.  

                            FIN

(De Fantasías a la manera de Hoffmann)

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La máquina del doctor Kusev III

                                   Aurelio a Fernando

Amigo Fernando, qué estúpidos somos, qué necios, qué fatuos, qué ingenuos, qué ignorantes. Y pensar que es precisamente la ignorancia lo que nos salva…No sé si tiene sentido que te escriba esto, (tener sentido, qué reflexión tan absurda). Pero te lo prometí (otro absurdo: que por este motivo tenga que hacerlo). Es igual, siento la necesidad de sacarlo todo…hasta donde pueda, antes de…

Ha sido hoy mismo, esta tarde. El doctor Kusev no sólo me esperaba, sino que, desde el primer momento, me ha dado la impresión de que sabía el motivo oculto de mi visita. Me hizo pasar a un salón amplio y destartalado, sin más mobiliario que dos grandes sillones orejeros, unas mesitas y pequeños muebles polvorientos, cubiertos de libros y revistas, que en algunas zonas se extendían por el suelo formando aquí y allá columnas inestables.

– No es muy confortable, lo reconozco – dijo, mientras me indicaba el sillón que debía ocupar -. Pero aquí nunca estoy solo. Me acompañan los libros. Y no sólo de ciencia. Mire, – tomó el que tenía a su alcance de la mesita próxima -. El gran teatro del mundo, Calderón de la Barca. ¿Sabe que Goethe se inspiró en esta obra para el prólogo de su Fausto? ¿Le gusta la literatura?

– Sí, me gusta. Pero me interesa más la vida, la realidad de la vida.

– Ah, la realidad, qué gran palabra. Es usted muy curioso, por lo que veo.

– Lo soy.

– Y sin duda le ha traído aquí un motivo muy poderoso.

– No hay nada más poderoso que la curiosidad.

– Quizá. Usted es relativamente joven, unos cincuenta, si no me equivoco. Yo ya paso de los setenta. Y le diré una cosa: la curiosidad no siempre es buena. De hecho, puede ser mortal. Recuerde el episodio de Eva ante el árbol de la ciencia, y el scire nefas de Horacio, y la famosa sentencia “el que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla”. En todos los tiempos mentes clarividentes nos han estado advirtiendo del peligro de una curiosidad excesiva. Pero el género humano no tiene arreglo.

– Resulta extraño que un científico como usted diga eso. ¿Cree que la ciencia puede ser perjudicial para el hombre?

– Amigo Aurelio, la ciencia no es buena ni mala; es imparable. Esa es su virtud, y su maldición, que siempre le acompañará.

– ¿Qué puede haber de malo en querer saber?

– Saber, ¿sobre qué? ¿Sobre cómo crecen las plantas? ¿Sobre cómo giran los astros? ¿Sobre cómo se propagan las ondas? Bien, todo eso está muy bien. Pero hay un saber peligroso, muy peligroso. Y es el que tiene por objeto…

-Uno mismo.

– Exacto.

– Y sin embargo, desde la antigüedad el conocerse a sí mismo ha sido considerado el summum de la sabiduría.

Noscete ipsum, sí. Pero le diré una cosa: cuando se formuló esa máxima ni el más agudo de los filósofos podía imaginar lo que se ocultaba en el fondo del “sí mismo”.

– Y usted lo sabe.

– Por favor, no me tome por lo que no soy. Sólo soy un pobre científico que va probando, tentando.

– Pero algo sabe. Su sola afirmación de que hay algo desconocido en el fondo de todo ser humano delata que algo sabe.

– Casi nada. El hombre es una sima sin fondo que está todavía por explorar.

– Pero las ciencias psicológicas han dado algunos resultados. El psicoanálisis, por ejemplo, ha permitido…

-¡Por favor! ¡Por favor!

Kusev se levantó casi de un salto, y empezó a caminar por la sala arriba y abajo. La perfecta calma que hasta entonces había exhibido, se había transformado, de pronto, en una visible agitación.

– No me hable de psicoanálisis – prosiguió -, ni de ciencias psicológicas, todo eso son payasadas. Psicología, historia, sociología, antropología… ¡fantasmadas! Todo lo que no toque la materia no es ciencia, todo lo que no hunda sus manos en la materia no tiene nada que ver con la ciencia, nada, se lo digo yo.

– Disculpe, doctor Kusev, no es por llevarle la contraria, soy bastante ignorante en estas cuestiones… pero tengo entendido que, mediante el psicoanálisis, a base de ir descubriendo, reconociendo, aceptando recuerdos hasta entonces encubiertos por la represión se han producido curaciones…

– Falso, todo falso. Una estafa, una enorme estafa. Esas curaciones son tan fantasmales como los supuestos males. El psicoanálisis es un fraude, no sé si voluntario o involuntario, pero un fraude. Parte de bases falsas y, lo peor de todo, no tiene en cuenta uno de los principios fundamentales de la ciencia actual. Heisenberg, ¿le suena?

– El principio de incertidumbre… pero qué tiene que ver la física…

-Claro que tiene que ver. Ese principio es aplicable a cualquier campo científico. Viene a decir que la observación modifica lo observado, que no podemos obtener un conocimiento exacto de un objeto porque, al observarlo, y no digamos ya al experimentar con él, estamos modificando ese objeto. En física significa, por ejemplo, lo siguiente. Imaginemos un microscopio que pueda hacer visible un electrón. Para verlo, hemos de proyectar una luz o alguna especie de radiación sobre él. Pero bastará un solo fotón de luz para hacerle cambiar de posición apenas lo toque, es decir, que en el preciso instante de medir su posición, la alteramos. Y eso con objetos inanimados, sin conciencia personal. Imagínese ahora lo que ocurre entre dos personas. Entre psicoanalista y psicoanalizado. El primero transpira sus teorías por todos los poros, dispuestas a impregnar cuanto salga en la sesión. Por su parte, el paciente arde en deseos de poder desarrollar la historia que tiene vagamente preparada, y entre uno y otro montan una novela fantástica, que puede tener cierto efecto curativo, no lo niego, como lo puede tener cualquier experiencia artística, pero que nada tiene que ver con el fondo intocado de la persona.

– Pero esos recuerdos reprimidos…

– No hay tales recuerdos, señor mío, esos recuerdos simplemente no existen.

– ¿Quiere decir que no podemos retener en la memoria algo que realmente sucedió? No le entiendo, doctor Kusev.

– A ver si me explico. La mente humana no es una cámara fotográfica que hace clic y guarda en la memoria un suceso determinado. No, lo que la memoria guarda de ese suceso es una determinada impresión, autoelaborada en la forma que conviene al interés vital del individuo. La memoria no es un almacén de escenas o acontecimientos, es un mecanismo que tritura y prepara las experiencias vividas para que el sujeto pueda digerirlas y seguir adelante.

– Así que usted cree que no hay técnica psicológica que permita restituir los hechos tal como realmente ocurrieron y como se supone que debió conservarlos la memoria.

– Imposible, eso es imposible. Además de la comedia que montan médico y paciente, de la que ya le he hablado, está la imposibilidad fáctica de observar el supuesto objeto de la memoria sin modificarlo, Heisenberg, no lo olvide. Es algo parecido a lo que ocurre cuando uno cuenta un sueño que ha tenido. Cualquier persona perspicaz se da cuenta de que, cuando narra un sueño, lo está modificando. Claro que este fenómeno tiene su explicación en la diferencia abismal que existe entre el material del sueño, que es espacial en varias dimensiones simultáneas, y la herramienta narradora, lineal y temporal, que es la palabra. En el caso de la memoria la razón es otra, y muy clara: el instinto de conservación del individuo. (continúa)

(De Fantasías a la manera de Hoffmann)

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La máquina del doctor Kusev II

Como movido por un resorte, Aurelio se levantó de la butaca, salió de la salita, y en unos instantes regresó con una libreta en las manos. Se sentó, y la hojeó rápidamente.

 -Te veo nervioso – dijo Fernando – ¿Vas a leerme ahora el argumento de una novela?

-No te preocupes. Precisamente para no lastimar tu paciencia estoy buscando el resumen de mis investigaciones…aquí, aquí está. Félix e Irene, casados, unos cincuenta años. Él es ingeniero. Todos los días va en coche a la ciudad a trabajar, veinte kilómetros, ya sabes. Ella es pintora, bastante conocida. Apenas sale de casa. El viernes 18 por la tarde estuvieron en la casa del doctor Kusev. El lunes 21 a las siete y media de la mañana, él baja como de costumbre al garaje, pero en vez de dirigirse al coche, coge una escopeta de caza, la carga, sube a la habitación y dispara a bocajarro sobre la cabeza de Irene, que aún duerme. Prisca, sesenta y cinco años, vive con su padre Mauro, de noventa, pero muy bien conservado. Ella trabaja en la guardería del pueblo y acaba de jubilarse. El sábado 19 por la tarde Prisca va sola a casa del doctor Kusev. A las siete de la tarde del 21, lunes, propina un pudding de pastillas a su padre, que se queda frito. Enseguida llama a la policía y confiesa. Marcelo, cuarenta y cuatro años, dueño de la pastelería, el sábado 19 por la tarde visita al doctor Kusev. El martes 22 por la mañana aparece colgado de una viga del obrador. Fabián, sesenta y cinco años, granjero. El domingo 20 por la tarde visita al doctor Kusev. El miércoles 23 al mediodía, conduciendo en dirección contraria, se estrella contra un camión de cerdos… ¿Qué te parece?

– ¿Ya está? ¿Y el desaparecido?

– No tengo bastantes datos. Pero es igual. ¿No es suficiente?

– No has contestado a mi pregunta. ¿Cómo sabes que esas personas estuvieron ahí esos días?

– Fuentes diversas. Inés y Félix me lo dijeron personalmente, aquí mismo, dos días antes de la visita. Prisca dejó una nota para su padre. Marcelo, el pastelero, dejó dicho a la dependienta adónde iba. Fabián tenía el coche ante la casa de Kusev el domingo por la tarde, yo mismo lo vi en mi paseo diario.

Aurelio cerró la libreta. Respiró hondo como para calmar la agitación que había acompañado a sus palabras.

– Calma, Holmes, calma – dijo Fernando -, que no te va en ello la vida. Bien, ya tenemos probadas las visitas. Pero falta lo fundamental. En el caso de que haya una relación de causa-efecto entre lo que pasó en cada visita a Kusev y la tragedia correspondiente, ¿cómo puede saberse qué fue lo que pasó? Los asesinos están en la cárcel, sin que por cierto nadie de ellos haya mencionado el hecho de las visitas, ¿no? Los muertos no creo que hablen, y el doctor Kusev imagino que tampoco.

– O sí.

– Ah, vale, pues pregúntaselo. ¿Crees de verdad que Kusev estará dispuesto a ofrecerse como posible cómplice o instigador o inductor o desencadenante o lo que sea de todas esas muertes?

– Sí, si voy a verle…

– ¿Cómo dices? ¿A su casa?

– Mañana voy a visitarle, ya hemos quedado.

– ¡Tú estás loco!

– No, sólo observo, investigo…

– ¡Tú estás loco! Si eso lo dijera yo, que veo todo este embrollo…con cierto escepticismo, perdona que te lo diga, tendría un pase. Pero tú, precisamente tú, que estás convencido de que existe esa relación siniestra… ¿de verdad eres capaz?

– Mira, después de todas estas investigaciones – recorrió con el dedo las hojas de la libreta como un hábil jugador los naipes de una baraja -, después de las horas y horas que he ido observando, anotando, deduciendo, montando hipótesis, desmontándolas para montar otras nuevas, después de todo ese trabajo que me ha ocupado mes y medio sin descanso, después de todo eso, ¿crees que voy a detenerme ante el corazón del enigma?

– Supongo que tienes presente la posibilidad de…malas consecuencias para ti.

– Yo no correré ningún peligro.

– Ah, tú no, y los demás sí. ¿Cómo es eso? ¿Tan especial te crees?

– Especial no, prevenido. Aquellas personas no sabían que se exponían a algo terrible. Yo lo sé, y no caeré en ninguna trampa.

– Quieres decir que no aceptarás ni un café…

– Ni un vaso de agua. Tengo pensada una gastritis, con alguna visita al baño incluida…ya ves, más territorio para investigar.

– En fin, tú mismo – Fernando consultó el reloj -. Me he de ir. Ya me comunicarás el resultado de tus pesquisas. Mejor por correo.

– Sí, a distancia, no te preocupes. (continúa)

(De Fantasías a la manera de Hoffmann)

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La máquina del doctor Kusev I

– La verdad es que no me imaginaba que pudieses adaptarte tan bien a esta vida retirada – dijo Fernando, mientras observaba en la copa los reflejos de la luz de la tarde sobre el rojizo brandy -. Claro que, con todas estas exquisiteces, cualquiera se adapta.

– No tan retirada –corrigió Aurelio -. Aquí tengo de todo, o al menos, de todo lo que de verdad me importa. Y antes que nada, tiempo, tiempo para pensar, para reflexionar.

– Reflexionar sobre qué.

– Mira, lo primero de todo, sobre lo absurda que es la vida en la gran ciudad. Nadie ha pensado en el enorme derroche de tiempo y energías que representa.

-Sí, muchos lo han pensado, pero no pueden elegir. Poca gente tiene la suerte de poder retirarse a los cincuenta y dos años, tan ricamente. Pero dime la verdad, Aurelio, confiesa que aquí te aburres a lo grande. ¿Cuántos habitantes tiene este pueblo?

-Unos cuatro mil. Y te aseguro que no me aburro lo más mínimo. Sabes que me gusta escribir, me dedico a poner por escrito recuerdos de toda mi vida. Y también observo, observo mucho a las personas, sus movimientos, sus costumbres. Quizá algún día escriba una novela.

– Materia no te faltará, sólo con lo de esa semana trágica…

– Sabes lo de…

– Si salió en toda la prensa…¿Cómo fue exactamente? Dos asesinatos…

– Dos asesinatos – interrumpió Aurelio -, dos suicidios y una desaparición. Todo en cuatro días.

– Para una población tan pequeña no está nada mal, y desde luego es extraño, muy extraño. ¿Qué sabes de las investigaciones?

– Lo que todo el mundo, que ya se han dado por concluidas. Sobre los crímenes no ha habido ninguna duda desde el primer momento, y sobre los suicidios tampoco.

-¿Y el desaparecido?

– Es una persona mayor de edad y mentalmente sana. Quizá ha decidido cambiar de residencia sin avisar a nadie.

– Quizá. Así que tú crees que en todo este asunto tan extraño no hay ningún misterio – dijo Fernando, decepcionado.

– Bueno, yo no diría tanto.

Fernando se animó.

– A ver, a ver, qué es eso que te tienes guardado. ¿Conocías a las víctimas? ¿Significa algo que en el caso de los crímenes hubiese una relación de parentesco?

– Tranquilo – dijo Aurelio, acompañando sus palabras con el gesto apaciguador de la mano -. Sí, conocía a las víctimas, bueno, sobre todo al matrimonio, a los demás, apenas de saludarlos por la calle, aunque sabía muchas cosas, aquí se sabe todo de todo el mundo. Precisamente la pareja había estado aquí en casa unos días antes, gente encantadora… Así que sólo tengo vagas suposiciones, leves indicios.

– ¿Suposiciones? ¿Indicios? ¿Pero de qué? Si la autoría de los homicidios y la voluntariedad de los suicidios han quedado firmemente establecidas, como decís los juristas…

– Sí, sí, tienes razón. Más que suposiciones o indicios he debido decir coincidencias o, para ser exacto, una extraña y curiosa coincidencia.

– Me tienes en ascuas.

– Los hechos sucedieron entre el 21 y el 23 de enero. Pues bien, en la semana anterior los dos homicidas, los dos suicidas y el desaparecido habían estado en un mismo lugar, aunque por separado y en momentos diferentes.

– Acaba ya. No será en el bar de la plaza…

– No. En un lugar al que nadie tiene acceso: la casa del doctor Kusev.

Fernando depositó la copa en la mesita. Se levantó de la butaca, descorrió un poco más la cortina de la ventana y habló sin dejar de mirar al exterior.

– Es ésa, ¿no? A mitad del camino que sube a la ermita.

– Sí, a kilómetro y medio del pueblo. Un gran caserón de principios del pasado siglo; abandonado, hasta que hace unos veinte años el doctor Kusev se instaló ahí.

Fernando volvió a la butaca, tomó de nuevo la copa y dio un pequeño sorbo.

– ¿Y quién es ése Kusev? – preguntó-. La última vez que vine nos cruzamos con él por la calle. Tú le saludaste y luego me comentaste algo. Pero la verdad es que no lo recuerdo.

– Cuando se estableció aquí corrió la voz de que era un gran científico, un catedrático eminente que había sido expulsado de la universidad. Hice mis averiguaciones, y era cierto. Antes de cumplir los treinta ya era una eminencia en psiquiatría y neurocirugía. Profesó en varias universidades hasta que, en la de Berlín se produjo el escándalo. Fue expulsado por graves faltas contra la deontología médica. Y entonces se retiró aquí.

-¿Y a qué se ha dedicado todo este tiempo?

– Nadie lo sabe. Pero no creas que en apariencia sea un tipo extraño, no. Baja con frecuencia al pueblo, charla con la gente, muestra interés por las personas. Y su figura, alta, recia, de aire militar y con ese cráneo braquicéfalo, podría ser la de cualquier jubilado centroeuropeo que ha venido a retirarse aquí. No es el único.

– Pero…

– Sí, pero a pesar de esa apariencia de normalidad, hay en él algo misterioso, inquietante, que ha despertado la fantasía de la gente. Para empezar, nadie ha estado nunca en su casa. Había estado, debo decir. A partir de la puesta del sol nunca se le ha visto en el pueblo. Por las noches, en el caserón, oscuro en el exterior, se producen extraños resplandores que las viejas ventanas con sus viejos postigos apenas pueden ocultar…

– ¡Frankenstein!

– Eso es lo que comentan muchos, medio en broma, medio en serio. Pero luego, cuando hablan con él, se rinden sin excepción a su simpatía y buenas maneras. La verdad es que cuando va por el pueblo actúa como un auténtico gentleman.

– Veamos. Si no lo he entendido mal, tú crees que hay una relación directa entre las visitas a Kusev y los hechos que ocurrieron a continuación.

– Por fuerza.

– Pero hay un par de cosas que no están nada claras. Una: cómo se las arregló Kusev , con su fama de Frankenstein, para atraer a esas personas. Y dos: cómo sabes que en realidad esas personas estuvieron ahí.

– A lo primero te contesto enseguida. Como sabes, la curiosidad, es uno de los principales acicates de la actividad humana. Ninguna de aquellas personas podía resistir la tentación de conocer la casa de Kusev por dentro. Y a ello hay que añadir las dotes de seducción del mismo Kusev. Una combinación que no podía fallar. Para contestarte a lo segundo necesito ayuda. (continúa)

(De Fantasías a la manera de Hoffmann)

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Otra vez agosto

Hace un año, este blog llevaba dos meses de existencia. Había nacido con brío, pero, adentrado el verano, tuve que ralentizarlo a fin de que mis breves apuntes no se perdiesen en el desierto. Y entonces, fui publicando una serie de encuentros entre famosos (histórico-literarios, se entiende) sacados de mis obras.

También ahora voy a reducir la marcha, y también ahora, para que el desierto no sea absoluto, voy a recurrir a mis propias obras. Pero esta vez no serán breves fragmentos. Tampoco obras completas, nadie se asuste. He elegido dos relatos de los ocho que componen (por ahora) el invento que lleva por título Fantasías a la manera de Hoffmann.

El primero, La máquina del doctor Kusev, trata de las extrañas y terribles relaciones  que pueden establecerse entre cierta quimera científica y la realidad. En el segundo, El Mosén, asistimos al curioso comportamiento de una persona sensible y delicada, que se sueña en un papel muy diferente del que le ha tocado vivir.

Aparecerán, divididos en cuatro entradas cada uno de ellos, a razón de dos entradas por semana, lo que da para dos quincenas…

¡Feliz agosto! 

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