LA FAMILIA, LA LENGUA
Bueno, en realidad nací en una clínica, como ya era costumbre en todas las familias que podían. Dos años antes había nacido mi hermano Adolfo y año y medio después aproximadamente nació mi hermano Juan. Mi hermana Matilde se hizo esperar más; de hecho se la esperaba en mi lugar y, con mayor ansiedad, en el lugar de Juan. Pero no nació hasta 1947; en esta fecha ya habíamos cambiado de domicilio, desplazándonos poco menos de un kilómetro hacia el centro, pero sin alcanzar la zona noble de la derecha del Ensanche, modernista y señorial.
Mis padres, que se casaron bastante mayores para lo que se usaba en la época (él 37 años, ella 29), habían vivido toda la vida de solteros en el mismo barrio donde se instalaron al casarse y donde nacimos los tres hermanos. Se conocieron en un centro cultural católico, donde el joven Adolfo (así se llamaba él), quedó prendado de aquella niña que recitaba de una manera tan segura y tan desenvuelta. Las familias eran amigas, o se conocían, pero no fue hasta muchos años después que Adolfo pidió en matrimonio a Victoria (así se llamaba nuestra futura madre). Se casaron en junio de 1936, un mes antes de que estallase la guerra.
Los orígenes
Los orígenes son siempre oscuros. Tanto los de las naciones como los de las familias. La oscuridad de los orígenes de las naciones tiene fácil remedio: se inventa un pasado fantástico y a ser posible poético y se ofrece al pueblo para que crea en él. Y el pueblo cree. Y se montan celebraciones y conmemoraciones, y el pueblo cree más. Así se ha hecho siempre, desde Roma con su Eneas y compañía arribando a las costas del Lacio y la loba amamantando a los pequeños, hasta las modernas naciones con toda su variedad de mitos fundacionales. La oscuridad de los orígenes de las familias es de más difícil solución. De hecho, solo las familias nobles, o con mucha prosapia, pueden gestionarla al estilo de las naciones: con toda la fantasía necesaria.
De los orígenes de mi familia poco puedo decir. Y me confieso culpable de esta ignorancia. Siempre adopté la postura del Tenorio (son pláticas de familia de las que nunca hice caso), y ahora resulta que, al evitar historias plomizas, dudosas o contradictorias, chismorreos, reproches cruzados, etc., me perdí también la historia mínima que entiendo – sobre todo ahora – que debería conocer.
Todo lo que sé de la parte de mi padre es lo siguiente:
Nació en Barcelona, en 1898, no lejos del barrió en que vivió toda la vida; fue bautizado en la iglesia de Sant Pere de les Puel·les. Su padre, Santiago, nacido en Barbastro, se había instalado en Barcelona con su creo que segunda esposa (Antonia o Tomasa, ni siquiera eso está claro), natural de Zaragoza, después de una vida azarosa y de haber tenido por lo menos otro hijo de un matrimonio anterior. En nuestra ciudad creó una mínima empresa metalúrgica, que su hijo, nuestro padre, supo engrandecer. Además de a mi padre tuvo otro hijo (Santiago) y una hija (Carmen), que murió joven.
El padre del padre de mi padre, o sea, mi bisabuelo, como se dice para simplificar, había nacido en San Costantino di Rivello, localidad de la Basilicata, región situada al sur de Nápoles (Italia) y no sé exactamente si se dedicaba a la agricultura o a la calderería, pero, por las actividades de sus descendientes, más bien me inclino por lo segundo. Debió
Como antes he apuntado, mi padre supo ganarse una holgada posición económica que nos permitió, a los hijos, crecer en un ambiente de relativo bienestar. Quizá fuera esa necesidad de esfuerzo y superación lo que le llevó a preferir, sobre todas las demás, la lectura de las biografías de grandes personajes, de esos que se habían hecho a sí mismos, desde Napoleón y Goethe hasta Henry Ford y Mussolini. Incluso un ejemplar de Mi lucha, de Hitler, andaba por casa, lo que da una clara idea de su obsesión por las personalidades fuertes, ya que él nunca tuvo inclinaciones fascistas ni nazis; por el contrario, en pleno régimen de Franco no dejó nunca de declararse demócrata (en la intimidad, claro está). También gustaba de la novela policíaca, la de personajes como, Nick Carter, Sherlock Holmes, Raffles, etc. Y el teatro de salón, tipo Jacinto Benavente.
Todo lo que sé de la parte de mi madre es lo siguiente:
Nació en Esparreguera, en 1907, localidad a orillas del Llobregat, no lejos de Barcelona. A sus tres años, la familia (padre, madre y siete hijos) se trasladó a esta ciudad. Excepto ella y su hermana menor, la más pequeña, nadie de la familia había nacido en Cataluña. Eran de Andalucía.
¿Cómo y porqué se habían trasladado de una punta a otra de la península? Con permiso de mi hermana Matilde, transcribo unas líneas de su interesante Sensaciones, donde, entre otras cosas, reúne recuerdos sobre la familia:
Mi abuela pertenecía a una familia acomodada de clase media [de Sevilla], y había sido educada siguiendo las normas de aquella época, mediados y finales del siglo XIX. Se casó con mi abuelo muy joven y aún siendo también él de buena familia y con carrera, era abogado, su vida fue un desastre. Mi abuelo era el típico señorito de entonces, jugador, juerguista y mujeriego. Un hombre encantador y divertido en el trato, cariñoso con sus hijos pero irresponsable hacia la familia. Se trasladaron de Sevilla a Esparreguera, mi abuelo con un puesto de contable en la Colonia Sedó. Su familia le consiguió el puesto con la esperanza de que en un pueblo alejado de la ciudad consiguiera su estabilidad.
Aquella esperanza no se cumplió. El simpático don Manuel Abollado, nacido en Sanlúcar de Barrameda, siguió con sus aficiones, la principal, el juego. Pronto perdió su empleo y sumió a la familia en la desgracia. Pero quizá no sea esta palabra muy aplicable a los Abollado. Cierto que todos los hijos, incluso la todavía niña Victoria, tuvieron que ponerse a trabajar a edades muy tempranas, cierto que las estrecheces económicas fueron muy importantes y que la que más sufrió fue la madre, pero no es menos cierto que en la familia nunca dejó de ocupar un sitio principal la alegría, el buen humor y una guasa típicamente andaluza, rasgos que habían de poner nervioso en ocasiones a mi padre, cuya seriedad aragonesa chocaba con aquel mundo un poco incomprensible para él.
En aquella familia todos amaban el arte, en especial la poesía, la música (la canción) y el teatro. Alguno de ellos (varón, por supuesto), solía actuar en compañías más o menos profesionales y, desde siempre, organizaban en el propio domicilio representaciones a base de teatro, canto y poesía. Estas actuaciones solían ir precedidas del recitado, por parte del más pequeño o pequeña, de unos versos introductorios escritos para estas ocasiones por el padre, finalmente desaparecido no se sabe por dónde. Todavía nosotros, los pequeños Priante, asistimos y creo que de alguna manera participamos en alguno de estos actos en casa de una de nuestras tías. Por cierto, que entre mi hermana Mati y yo hemos podido reconstruir, de memoria, unas frases de aquel texto introductorio:
Respetable concurrencia,
como artistas de afición
pedimos benevolencia
al levantarse el telón.
Es grande nuestra osadía…
… que la misma Talía
nos habrá de perdonar…
Esta vocación artística-teatral la arrastró nuestra madre
Pero, de diversas maneras, siempre mantuvo aquella querencia, claramente ligada a su temperamento, por el teatro y la poesía dramática. Durante nuestra infancia en Valldoreix organizaba de vez en cuando representaciones teatrales con nosotros y otros niños como actores, a las que acudían veraneantes de los contornos (más que nada a contemplar y a aplaudir a sus pequeños). Ella misma preparaba los textos de obras que sacaba de aquí y allá: la recuerdo, semanas antes de la fecha de la representación, absorta, revisando, acotando los textos para adecuarlos a los pequeños actores. En las fiestas o reuniones con las amistades de la familia siempre había alguien que le rogaba que recitase algo – en los últimos tiempos no eran necesarios los ruegos -, a lo que ella accedía complacida. A mí me encantaba especialmente – aunque con el paso de los años empezó a cansarme un poco – el recitado de La Pubilleta, de Frederic Soler, Pitarra, por la emoción que sabía trasmitir y por contemplar cómo a algunas señoras de la concurrencia les saltaban las lágrimas. Por cierto, en un catalán perfecto, que no era su lengua materna, pero que hablaba desde su juventud.
La lengua
En casa se hablaba el castellano, lengua de las familias de padre y madre. Y sin embargo, no recuerdo ninguna época de mi vida en la que no entendiese el catalán. Esto se debe a dos hechos: primero, que el catalán estaba bien vivo a nivel popular, no obstante la marginación a la que le tenía sometido la dictadura, y bastaba salir a la calle para oírlo – o sea, más o menos lo contrario de lo que ocurre ahora, que está bien vivo a nivel público y oficial, de lo que se encargan las autoridades autonómicas, pero cada vez se oye menos en la calle. Y segundo: que también se oía en casa, porque mi madre habló en catalán primero con una criada valenciana, y luego con otra catalana – sí, aún se daba esto -, para escándalo de uno de mis tíos, hermano mayor de mi madre (como en toda familia numerosa las ideas de sus miembros abarcaban todo el espectro político), quien le espetó ¿Y tú te rebajas a hablar con la criada en catalán? A lo que ella contestó con la contundencia que usaba en tales ocasiones.
La relación entre catalán y castellano en Cataluña era complicada. Y más complicado aún resulta desarrollar una explicación comprensible para el que no la ha vivido. Y sin
Cuento esto en pasado cuando, de hecho, apenas ha cambiado nada. Todo sigue igual salvo cierto aumento del idealismo, es decir, de la actitud de ver no lo que hay, sino lo que, según las propias ideas, tendría que haber.
Durante toda mi infancia y juventud era costumbre, casi universalmente adoptada, que cuando una persona se dirigía a otra en catalán, que era lo normal siendo ésta la lengua propia y entonces claramente mayoritaria del país, en cuanto advertía que la persona interpelada hablaba en castellano, cambiaba a este idioma casi sin darse cuenta, y esto aunque presumiese que ese castellanohablante había vivido en Cataluña toda la vida. Y esta actitud, basada en los buenos modos y en la exhibición de cierta superioridad moral y lingüística, llegaba a veces a extremos increíbles.
Por ejemplo, recuerdo que me conmovía y molestaba al mismo tiempo lo siguiente (luego trato con detalle mi caso, que para eso estamos): estoy con un grupo de amigos y conocidos desde hace tiempo; de pronto, en lo más animado de la charla (en catalán, menos por mi parte) uno de ellos se dirige a mí y me dice ¿entiendes el catalán? O sea que, de repente, le había asaltado la preocupación de si no me estaban dejando al margen por hablar ellos en un idioma para mí desconocido, cuando de sobra había de saber, por el tiempo que hacía que nos conocíamos, que me enteraba por igual cualquiera que fuese la lengua, de las dos, en que me hablasen.
Pero, ¿por qué no hablaba yo catalán?
Buena pregunta, y aquí estoy yo para responderla, es decir, para averiguarlo.
Ya de niño, el hecho de que en la familia se hablase solo castellano, no me impedía ver el mundo exterior, donde el otro idioma era más general o extendido. Hasta el extremo de que, en el Colegio, no recuerdo a qué temprana edad, empezó a resultarme realmente extraño que una lengua tan presente en la vida cotidiana de la ciudad en las aulas no existiese en absoluto. Y hasta me dio por compadecerme de aquellos compañeros que, inmersos en la catalanidad natural de la familia, tenían que luchar con una lengua que en gran parte les era extraña, además de con las dificultades propias de la asignatura. Esto era una ventaja para mí (y para algunos otros como yo), de la que era plenamente consciente.
Y sin embargo, esa consciencia no me motivaba para integrarme en el grupo oficialmente discriminado, hablando su idioma. Era no sé si decir egoísta o perezosa mi postura. Yo me sentía cómodo hablando mi lengua materna, todo el mundo me entendía, no me creaba ningún problema no hablar la otra, entonces ¿para qué esforzarme chapurreando, al menos al principio, una lengua tan respetable como la otra, pero que no era la mía? Y así me mantuve durante muchos años.
Y ahora, un ejemplo de lo que apuntaba antes de la normal diversidad intrafamiliar. En lo político y en lo no político, como es el caso. Aunque con el tiempo el caso ha sido también político.
En casa, mi padre era en cierto modo ajeno a esta cuestión, él hablaba castellano en la familia, y cualquiera de las dos lenguas en el exterior según procediese. Pero una cosa tenía clara: en el mundo de los negocios había que hablar catalán, sobre todo en el de la pequeña y mediana empresa, que era el que él frecuentaba. De manera que mi hermano mayor, Adolfo, quien, por aquello de la tradición o costumbre, había de seguir al frente del negocio familiar, tenía que corresponder en catalán a clientes y proveedores; lo mismo ocurría con el menor, Juan, quien también participaría directamente en la empresa.
Ningún problema por parte de ellos. Al contrario, una ayuda de donde hoy (y también entonces) parece a primera vista inimaginable: el paso por el servicio militar. Resulta que ambos, cada cual en su momento por la edad, hicieron la mili como voluntarios en Aviación (de tierra); resulta que esta opción era la preferida por muchos jóvenes de familias burguesas de toda la vida, cuyos padres, no sé por qué, podían mover así más fácilmente sus influencias y “enchufes”, de manera que el chico no estuviese lejos de casa y hubiese facilidad de permisos, y de todo ello resulta que ambos hermanos, al hacer la mili, se encontraron como compañeros con una tropa de niños bien que, quizá como signo de protesta, solo hablaban catalán.
Mi caso fue totalmente opuesto: mi voluntariado en la Marina me llevó al otro extremo de la península, donde el catalán sonaba a la gente como su dialecto a nosotros (¿e ise, hoé? = ¿qué dices, joder?), y que el abuelo Manuel me perdone.
Así que mi hermana Mati y yo quedábamos fuera del foco de atención de mi padre en este tema: podíamos hacer lo que quisiéramos. Que en ambos casos fue nada.
Pasé todo el período universitario, el del primer trabajo (en una editorial) y parte del segundo (en la administración pública), como perfecto monolingüe. Creo que en esta especie de obstinación pesaba – además de la comodidad y pereza antes mencionadas – la idea, apenas consciente, de que, si me incorporaba el otro idioma también como propio, perdería parte de mi personalidad o de mi estructura mental, o vete a saber qué, idea bastante absurda, si se piensa, pienso ahora, en personajes como Borges o como George Steiner. También pesaba, supongo, mi incapacidad natural para hablar lenguas,
Pero una circunstancia vino en mi ayuda para dar el paso. Con la muerte de Franco y el fin de la dictadura, el panorama político cambió notablemente. Entre otras cosas, se restauraron las autonomías históricas como la catalana (y se inventaron otras), y se me trasladó, como funcionario, de la delegación del Ministerio de Trabajo español a la del flamante Departament de Treball del gobierno autonómico catalán. Y, una vez ahí, me pregunté si era correcto y normal que, ya reconocidos los derechos lingüísticos de la población, se atendiese a esa misma población solo en la “opresora” lengua oficial de siempre. Y me respondí que no. Así que empecé a hablar catalán con los representantes de las empresas y de los trabajadores, que eran mis interlocutores habituales y terminé hablándolo con el quiosquero de la esquina. Ah, y tengo que aclarar que, para tomar esa decisión, no hubo ninguna recomendación ni presión por parte de las nuevas autoridades, como no la hubo respecto a algunos compañeros que estaban más o menos en mi caso, pero que persistieron en su actitud hasta la jubilación.
Me había convertido en un catalanohablante normal. Y esa normalidad incluía la curiosa excepción que constituían las amistades de toda la vida. Y es que la cosa funcionaba así: habiendo ya dado el salto lingüístico, en una ocasión le comenté a un amigo de los tiempos de juventud que yo también hablaba catalán y que, por lo tanto, podíamos… A mí no me líes, me interrumpió, contigo siempre he hablado castellano y así seguiremos. Y así se hizo. Con él, y con todas las amistades antiguas, incluida mi esposa Pilar, catalana por los dieciséis lados, y mi hijo Toni, nativo bilingüe.
Ya antes he apuntado que la relación en Cataluña entre castellano y catalán es complicada. Basta considerar casos como el de la abuela que habla en una de las lenguas con su hijo y en la otra con el nieto o el del hijo que habla en una lengua con el padre y en otra con la madre, o el de la pareja en la que cada cual no deja de hablar su lengua materna, distinta de la del otro, y otras muchas combinaciones. Esta complejidad puede resultar extraña sobre el papel, pero si se observa en la realidad, se comprende que forma parte del flujo natural de la vida.
Algunas personas, normalmente de fuera de Cataluña – y de dentro, en sentido contrario -, no entienden o no aceptan esa realidad. Allá ellas con su mundo cuadriculado. Por mi parte, creo que toda posición es defendible. Mientras no salgan a relucir las espadas.
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