Archivo mensual: julio 2014

Rober Musil, radiografía de un final II

musil der mannUlrich, joven de buena familia, sin problemas económicos, matemático de profesión y un poco de temperamento, es invitado por ciertos miembros de la alta sociedad con la que se relaciona para que colabore en la creación de la Acción Paralela. Se trata de un proyecto para preparar la conmemoración del jubileo septuagenario del emperador y, de paso, contrarrestar el efecto propagandístico de la celebración de los treinta años de reinado del kaiser prusiano, que se prepara en el país émulo y vecino.

Tranquilamente, con un humor lúcido y distanciado, se van describiendo las evoluciones de Ulrich en torno de aquella sociedad de hombres y mujeres, todos muy ilustres -aristócratas, altos funcionarios, militares y un destacado hombre de negocios con una cultura enciclopédica, que representa precisamente lo contrario de Ulrich: el hombre con atributos – en trance de concebir un proyecto que nadie sabe en qué consistirá. Otros personajes, ajenos a la Acción Paralela, pero ligados a Ulrich por diversas razones completan el cuadro, como sus amigos Walter y Clarisse y el ejecutivo financiero Fischel, judío, y su hija Gerda, joven atenta a los signos de los tiempos y tocada por los nuevos vientos cuando aún no eran tempestad. Y como contrapunto abismal y siniestro de tales luminarias, Moosbrugger, asesino demente, que tiene extrañamente obsesionada a Clarisse.

Leyendo la novela, muy extensa e inacabada, se tiene la sensación de estar asistiendo al espectáculo de una danza cuya música no se percibe. Los danzantes se mueven y no se sabe por qué. La Acción Paralela es algo a lo que no se consigue dar un contenido, como a las vidas de sus supuestos constructores. Y es que la vida es quizá ese presente multiforme sin un centro que lo aglutine.

No hay un centro. Ni en la vida ni en el individuo. No hay un lugar de mando. El yo pierde el sentido que ha tenido hasta ahora: el de un soberano que lleva a cabo actos de gobiernos. Los actos humanos no son consecuencia de los decretos de ese yo. Tienen vida propia. No es el yo el que tiene un pensamiento, es el pensamiento el que surge en el yo; no es el yo el que concibe una esperanza, es la esperanza la que se instala en el yo; no es el yo el que alumbra un amor, es el amor el que irrumpe en el yo. El yo es un rey destronado. La realidad no es ya un ente con sus límites y con sus características fijas, es algo que, sin centro, se extiende en todas direcciones del mismo modo que la genial novela que la imita… Ésta vienen a ser la interpretación que hace Claudio Magris – obsesionado por el tema de la moderna disolución del yo – de la obra de Musil.

Yo no diría tanto. Veo un escritor lúcido, inteligente, de formación científica y matemática, que aplica su lente – hecho de ironía y también de poesía – a los individuos y la sociedad que ha conocido. Una sociedad en la que hay mucha racionalidad y poco sentimiento, y en la que siempre se está reclamando más sentimiento y menos racionalidad. Ulrich-Musil, no está por esta dicotomía, sino que enfoca el asunto de otra manera. “No es que tengamos demasiado juicio y demasiada falta de alma, sino demasiada falta de juicio en cuestiones del alma”.

En la segunda parte de El hombre sin atributos el autor aparta la vista de la Acción Paralela, para indagar por el camino del alma sin renunciar a lo racional. El encuentro con Agathe, hermana apenas conocida, es el inicio de un romance erótico-místico de final desconocido… Mientras tanto, la sociedad austrohúngara camina sin saberlo hacia el abismo.

Robert Musil nació en Klagenfurt, Austria, en 1880, en el seno de una familia pertenciente a la baja nobleza. A los dieciséis años ingresa en una academia militar, pero poco después ya lo tenemos estudiando en el Politécnico de Brno. Su interés por las matemáticas y la ingeniería le lleva a licenciarse en estas áreas. Ya ingeniero, en 1902 descubre al científico y filósofo de la ciencia Ernst Mach, cuya influencia, junto con la de Nietzsche, le acompañará toda la vida. Su interés por la filosofía y por las humanidades en general le lleva a estudiar filosofía en la Universidad de Berlín, carrera que corona en 1908 con una tesis doctoral sobre Mach. Su interés por la creación literaria, que no se opone sino que de cierto modo complementa la vertiente científica, se concreta en obras como la novela Las tribulaciones del joven Törless (1906), sobre la iniciación de un adolescente en los misterios del sexo y de las matemáticas, y los libros de relatos Uniones (1911) y Tres mujeres (1924).

Durante la Gran Guerra sirvió como oficial en el frente italiano del Trentino. Concluida la contienda, trabajó un tiempo como funcionario público, se dedicó al periodismo y sobre todo empleó todas sus energías de escritor en la magna obra El hombre sin atributos, iniciada en 1930 y que dejó inacabada a su muerte. Una estancia de dos años en Berlín (1931-33) se interrumpió por causa de la ascensión de Hitler al poder (no hay que explicar porqué el escritor y el político eran incompatibles). Permaneció en Viena hasta el momento de la anexión de Austria al Reich alemán (1938). Exiliado en Suiza, vivió los últimos años sin apenas recursos económicos, o sea, en la pobreza. Murió de repente en Ginebra en 1942.

Como Stefan Zweig, como Joseph Roth, como tantos otros, Musil vio dividida su existencia – casi exactamente en dos partes iguales – entre el mundo del Imperio Austro-Húngaro y el de la Europa de las naciones-estado. Nadie esperaba que el primero acabase de aquella manera. Pero a posteriori, el arte de nuestro escritor puso al descubierto de manera magistral el vacío pomposo de aquella sociedad que, por otra parte, tantos genios dio a la humanidad, entre ellos, y no el menor, el escritor Robert Musil.

(De Los libros de mi vida)

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Robert Musil, radiografía de un final I

Una de las cosas más extrañas o curiosas que han sucedido en este mundo ha sido el Imperio Austrohúngaro.

Conocí realmente a Musil en torno a los días de mi jubilación. Tanto los gruesos dos tomos de su obra fundamental, como los de sus diarios y ensayos, como los escritos de algún comentarista – o sea, Claudio Magris – están fechados por mi mano entre finales de 2004 y principios de 2005.

Aclaro. Los dos párrafos anteriores constituyen las dos alternativas que tenía pensadas para iniciar este capítulo. Dado que no he sabido decidirme por una u otra, he colocado las dos. Ahora me toca decidir cuál de ellas tomo para seguir el hilo. No me preocupa. La creación literaria es la más libre y soberana de todas la actividades humanas. Solo en ella se te permite anunciar algo y realizar lo contrario, por ejemplo, cosa que, en cualquier otra actividad se considera intolerable y condenable, lo que no impide que muchos seres humanos (en especial los llamados electores o votantes) estén con frecuencia dispuestos a pasar por ello.

Prescindiendo de la fascinación que el mismo adjetivo “austrohúngaro” puede ejercer sobre la imaginación del lector, el fenómeno político que señala es de una originalidad incontestable. Continuador del poder de la dinastía Habsburgo, que fue la titular durante más de tres siglos del siempre virtual y ya fenecido Sacro Imperio Romano-Germánico, a mediados del siglo XIX el imperio austriaco se vio en la necesidad de estructurar y ordenar tanto sus extensos dominios como su razón de ser. Finalmente, entre negociaciones, acuerdos e imposiciones, en 1867 llegó a constituirse en el Imperio Austrohúngaro. Dos naciones, encarnadas en dos estados (Austria y Hungría) con sus respectivas leyes y parlamentos bajo el mismo soberano constituían el núcleo del invento, en el que también se incluían otras nacionalidades menos favorecidas. Total, unas quince nacionalidades, cuatro o cinco religiones y un buen puñado de lenguas y dialectos formaban aquel prodigioso ente político-social que, si no hubiese sido por la Gran Guerra que lo derribó, no sabemos qué alturas de perfección orgánica, o sea, irracional, hubiese alcanzado. Y es que hay que reconocer que todo aquello era bastante caótico.

Pero nadie como el mismo Musil para explicarnos ciertos aspectos de la singularidad autrohúngara:

Según la Constitución el Estado era liberal, pero tenía un gobierno clerical. El gobierno era clerical pero el espíritu liberal reinaba en el país. Ante la ley, todos los ciudadanos eran iguales, pero no todos eran igualmente ciudadanos. Existía un Parlamento que hacía uso tan excesivo de su libertad que casi siempre estaba cerrado; pero había una ley para los estados de emergencia con cuya ayuda se salía de apuros sin Parlamento, y cada vez que volvía de nuevo a reinar la conformidad con el absolutismo, ordenaba la Corona que se continuase gobernando democráticamente.

Y sin embargo, desde el punto de vista histórico, constituyó el marco perfecto en el que la burguesía centroeuropea pudo alcanzar su cénit – cosa que también alcanzaba por entonces la francesa, por cierto, no obstante su propio marco político nada caótico y perfectamente estructurado.

Y no solo la burguesía, también la inteligencia y las artes tuvieron un desarrollo extraordinario durante toda la etapa austrohúngara. Hasta el extremo de que, visto desde aquí y ahora, resulta difícil entender aquella coexistencia entre lo mejor y más profundo de la cultura mundial y la rutilante escenografía de opereta de la esfera oficial. Basta pensar en músicos como Mahler, Schoenberg, Berg, Webern; científicos como Boltzmann, Mach, Mendel, Freud, Adler; escritores como Schnitzler, Kraus, Hoffmansthal, Broch, Rilke, Kafka, Roth, Zweig y Musil, que es quien nos ha traído hasta aquí y uno de los que dio cuenta literaria de la desaparición de aquel mundo. Dato a tener en cuenta es que muchos de los mencionados y otros que no se mencionan solo vivieron bajo Austrohungría una parte de sus vidas, pero esto no fue en general por propia iniciativa, sino por los imperativos histórico-políticos que les cayeron encima.

En su obra fundamental El hombre sin atributos, también traducido “sin cualidades”, Musil traza un cuadro, como se suele decir, de la sociedad austrohúngara en puertas del hundimiento del ente político que la cobijaba. El protagonista es Ulrich, el hombre sin cualidades. Expresión que, a la vista del relato, no quiere decir que no las posea, sino que no las ejerce porque no le son de utilidad en un mundo en el que transita como mero espectador. (Continúa)

(De Los libros de mi vida)

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Larra, la pólvora y la mecha II

Definitivamente establecido en la capital, empezó a escribir para el público, a traducir a autores franceses y a frecuentar las tertulias literarias. Publicó algunas poesías en el más rancio estilo neoclásico, A la Exposición de la Industria Española, por ejemplo, pero el pistoletazo de salida de su brillante carrera literaria lo dio con la fundación de “El Duende Satírico del Día”, publicación que él mismo escribía de arriba abajo y donde aparecieron artículos tan maduros como El Café, escrito a sus diecinueve años. Se publicaron cinco números. Fundó después “El Pobrecito Hablador”, del que salieron catorce números, algunos con artículos que se harían tan célebres como El castellano viejo, Vuelva usted mañana o Casarse pronto y mal. A partir de ahí, y pronto con el seudónimo de Fígaro, publicó en varios diarios y revistas (“La Revista Española”, “El Correo de las Damas”, “El Español”, “El Observador”), que se disputaban su firma. Hacia el final de su corta vida llegó a ser el periodista mejor pagado de España y sin duda el más leído.

De su producción literaria no periodística lo más relevante es sin duda el drama Macías y la novela El Doncel de Don Enrique el Doliente, ambos sobre el mismo personaje histórico, el trovador Macías, con el que sin duda el autor se sintió identificado en algún aspecto.

EL articulista Larra toma el costumbrismo que entonces estaba en boga y le cambia el alma. No se trata solo de describir los usos y costumbres de la sociedad, sino de ponerlos bajo el lente luminoso de la razón mediante el humor, la ironía y el sarcasmo. Un ejemplo perfecto de esa ironía lo tenemos cuando minimiza su tarea de crítico gracioso al afirmar “En sabiendo decir lo que pasa, cualquiera tiene gracias, cualquiera hará reír”.

Lo que Larra fustiga de la sociedad española es todo aquello que le impide ser como la francesa o la británica. Y sin embargo no es el mimetismo de la moda ni el desprecio sistemático de lo propio – cosas que ridiculiza en artículos como En este país – lo que le mueve, sino un acendrado patriotismo ilustrado, de un género que apenas ha existido en este país antes ni después de él.

Larra es un ilustrado, un progresista de la mejor especie. Pero no es solo eso.

Porque hay dos Larras, el positivo de la mayoría de sus artículos y el nihilista y destructivo de algunos de ellos (La Sociedad, Día de Difuntos, Nochebuena de 1836…); el clásico que propugna una sociedad racional y ordenada, basada en la libertad y en la cultura, y el romántico que vislumbra el caos y la nada por doquier, incluso al final de esa sociedad  racional y ordenada («libertad para recorrer ese camino que no conduce a ninguna parte«). Larra posee una personalidad descompensada, desequilibrada: poderoso en el análisis, raquítico en la síntesis. Ve los males como nadie, los estudia, los analiza, los reprueba; en todo este proceso camina sobre tierra firme. ¿Pero cuál es la alternativa de esos males, de esas carencias? Una España en paz, libre, próspera, europea… Sí, en lo social tiene una referencia, un modelo, algo que proponer y hacia donde tender. Pero ¿y en lo personal? Aquí está el gran déficit de Larra: su incapacidad para sintetizar un modelo personal, que sirva al individuo y no sólo a la sociedad.

El individuo Larra no se metió directamente en política hasta el penúltimo año de su vida. Lo hizo tarde y mal, es decir, quizá en el momento y de la manera menos oportunos. Tan mal, que consiguió que sus hasta entonces afines políticos lo considerasen un traidor, un moderado reaccionario, él precisamente, que se había expuesto con su pluma en los años más oscuros del absolutismo, mientras muchos de sus futuros detractores callaban como p…rudentes. Larra es un ejemplo entre tantos de cómo al intelectual de ningún modo le sienta bien la política activa.

Tampoco en lo personal e íntimo le fueron muy bien las cosas. A los veinte años se casó. Tan pronto y tan mal que cinco años después ya se había separado. Parece que tuvo algunos amoríos intrascendentes. Pero el amor de su vida surgió una tarde del año 1832 en la tertulia de casa del famoso abogado Cambronero. Era Dolores Armijo, la esposa del hijo del anfitrión. Las relaciones tuvieron sus altibajos, hasta que ella decidió romper. Larra no lo entendió; con su lógica casteliana, es decir, irreal, pensaba que el amor que se jura eterno ha de ser eterno; ella, no se sabe qué pensaba, pero sí que actuaba como cualquier ser vivo normal.

Larra era un hombre tan inteligente y lúcido como apasionado. “Juntar la inteligencia con la pasión es como juntar la pólvora con la mecha”, dice él mismo o el autor de la novela, ya no recuerdo. Y al final se produjo la explosión.

Fue la detonación de un disparo de pistola, a última hora de la tarde del 13 de febrero de 1837, lunes de carnaval, instantes después de que saliese de la casa Dolores, tras certificar la ruptura, huyendo con las cartas comprometedoras en busca de la anhelada comodidad conyugal.

Lo explica él mismo, avant la lettre, en palabras del personaje ficticio de uno de sus artículos. Éste cuenta que mantenía relaciones con una mujer casada hasta que “hubieron de llegar a oídos de su marido, que empezó a darla mala vida; entonces mi apasionada me dijo que empezaba el peligro y que debía concluirse el amor; su tranquilidad era lo primero. Es decir, que amaba más a su comodidad que a mí. Esa es la sociedad.

Podría escribir mucho sobre Larra. Pero creo que con esto basta para dar una idea de cómo entró en mi vida de lector, y a continuación en la de escritor. Lo que sí quiero es agradecer a la escritora aludida al principio la oportunidad que me dio de conocer y transformarme en tan fascinante personaje y, no obstante mis prejuicios iniciales, reconocer que ella no iba tan desencaminada en los suyos.

(De Los libros de mi vida)

 

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Larra, la pólvora y la mecha I

 

Como cualquier español semiculto, todo lo que sabía de Larra era que fue un gran periodista, que en sus artículos fustigaba los vicios políticos y sociales del país – por supuesto, había leído “Vuelva usted mañana” – y que, muy joven, se pegó un tiro por el amor de una mujer. Lo cual era a todas luces incompleto y sobre todo inexacto. Pero no me interesaba saber más. En realidad no me interesaba nada de la época y del ambiente. Y es que las épocas históricas son como las personas: o te caen simpáticas o no.

Mi fascinación por la Roma clásica data de los primeros cursos del bachillerato. Mi fascinación por la España romántica…no ha existido nunca. ¿Cómo entonces me dio por entrar en el mundo de Larra hasta el extremo de escribir sobre él una novela? Una detractora suya lo consiguió. Una mujer, y paisana suya. Sí, nacida en Madrid siglo y medio después que el personaje.

En una serie de retratos de parejas célebres, con los intríngulis de sus relaciones íntimas – esas cosas que conocen tan bien los que no han tenido ninguna intimidad con los retratados -, la periodista y novelista aludida da una semblanza de Larra más bien triste. Viene a decir que era una especie de enano egoísta, un acosador, que se dedicó a martirizar a su pareja cuando ésta se había cansado de él y que finalmente se levantó la tapa de los sesos solo para fastidiarla.

Aún no sabiendo casi nada del personaje, como antes he apuntado, algo había ahí que no me cuadraba. ¿Por qué? ¿Sería mío el prejuicio? Entonces decidí investigar un poco, como por entretenimiento.

El carácter moral de este escritor consiste en ser excesivamente generoso, desprendido de todo interés, ambicioso de gloria, muy amante de su patria, cariñoso con sus padres, buen amigo, bastante enamorado, algo orgulloso, noble en sus maneras y porte, aficionado a la alta sociedad y muy estudioso”.

Es posible que no haya descripción más ajustada y verdadera del carácter de Larra que la contenida en estas líneas escritas por su tío Eugenio. El joven Larra tenía en el hermano de su padre a un amigo y un confidente. Hubo entre los dos una especial relación de cariño, y el tío pudo escribir tan acertadamente del sobrino porque le quería, y querer bien a una persona es la única manera segura de conocerla.

Pero yo no tenía otra manera de conocer a Larra que leyendo sus escritos. Y a eso me dediqué. Artículos periodísticos, críticas teatrales, cartas, novelas, dramas, todo (o casi) lo escrito por el enano egoísta pasó ante mis ojos. Total que, como me ocurriera con Schopenhauer, pero esta vez sin proponérmelo al principio, me convertí en Larra y, naturalmente, empecé a escribir como él. El resultado fue El corzo herido de muerte, publicado en 2007, también por Editorial Cahoba.

Mariano José de Larra nació en Madrid en 1809, es decir, en días de ocupación francesa y luchas por la independencia. El padre, Mariano, era ya entonces un médico de prestigio. Al principio el matrimonio y el niño vivieron junto con el abuelo y más familia. Pero no se entendían. Espejo de la España de entonces, y tal vez de siempre, no se entendían. El abuelo y otros parientes eran patriotas antifranceses. El padre era, quizá por ilustrado, afrancesado. Y para colmo, ejercía de médico en el ejército francés. Todo lo cual supuso que, terminada la guerra con la expulsión del invasor, se tuviera que exiliar con su familia y con la primera media España que tuvo que hacerlo, si no contamos a judíos y moriscos, que también eran España.

Primero en Burdeos y luego en París, entre los cuatro y nueve años el pequeño Mariano José aprendió las primeras letras – francesas, por supuesto – y quizá también aquella manera ilustrada de ver el mundo que, poco después, había de trasladar a los papeles de la España ominosa, entre divertidos juegos verbales que no ocultaban sino que potenciaban su asombro e indignación.

En 1818, gracias a una amnistía y a sus contactos personales, la familia regresó a Madrid, donde nuestro Mariano pasó cuatro años como alumno interno en la Escuela Pía. En el 22 estuvo unos meses en Corella (Navarra), de donde siempre guardó gratos recuerdos. Un año de nuevo en Madrid, estudiando con los jesuitas, y en el 24, a los quince o dieciséis años, lo tenemos ya en Valladolid iniciándose en la carrera de derecho. Pero de los inicios no pasó, porque parece que ahí tuvo lugar el primer desengaño o bofetada, de esas que suele dar la vida, en especial a los románticos que se creen ilustrados.

Huyó del padre – relacionado directamente con su “desengaño” – y fue a Madrid a refugiarse junto a tío Eugenio. Sabemos que a continuación estuvo unos meses en la universidad de Valencia iniciándose en medicina, carrera en la que tampoco pasaría de los inicios. Y es que su verdadera carrera, la que le había de dar nombre y gloria en las letras castellanas le aguardaba en Madrid. (continúa)

(De Los libros de mi vida)

 

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