No siempre el efecto sigue inmediatamente a la causa. Unas veces el tiempo que transcurre entre la acción causante y el efecto necesario es imperceptible, como cuando se aprieta el gatillo de un arma de fuego o se pulsa una tecla. Otras, es preciso un espacio de tiempo de amplitud variable para que el efecto se manifieste. En este sentido, conozco la historia de un efecto tan retardado que tuvo que transcurrir toda una vida para manifestarse. Y se produjo en mi ámbito familiar.
En mi familia no éramos abstemios (tampoco alcohólicos). El padre no perdía ocasión de ponderar las virtudes del vino bebido con moderación; la madre alardeaba de no probar el agua (“para las ranas”); vivió 90 años. Y, no obstante, uno y otra estaban siempre atentos a que los cuatro pequeños no sobrepasásemos la norma.
En ocasiones, en determinadas festividades o celebraciones, se bebía champagne, lo que hoy llamaríamos cava. Los niños, también. Y si alguien, pariente o invitado, observaba que quizás aquella bebida no era apropiada para gente tan menuda, nunca faltaba la respuesta del padre:
Es una bebida muy sana, piensa que hasta a los moribundos se les puede dar champagne. ¿No lo sabías? Pues sí, a los moribundos se les puede dar champagne.
De hecho, cada vez que la deliciosa y saludable bebida aparecía en la mesa, no faltaba el comentario del padre, dirigido a nosotros los pequeños, en los mismos términos de siempre.
¿Sabíais que el champagne es tan sano que puede darse incluso a los moribundos? Sí, fijaos si será sano que hasta a los moribundos les dan champagne si lo piden.
Y nosotros asentíamos obedientes y bebíamos encantados bajo la bendición del padre sabio.
Pasó el tiempo, el padre murió, el champagne se convirtió en cava, los niños que éramos en los ancianos que somos, la memoria en melancolía.
Cierto día, ya en mi década de los setenta, no sé por qué razón me hallaba solo ante una copa de champagne, contemplando las alegres burbujitas de la bebida, cuando de pronto oí con toda nitidez la voz clara y segura de mi padre:
Fijaos si será bueno el champagne que se puede dar de beber a los moribundos.
Emocionado, me volví a repetir la frase una y otra vez, con todas las ligeras variantes que creía recordar. Y en esa operación estaba cuando, de pronto, sentí como si un violento resplandor iluminase toda la estancia.
¡Claro! ¡Es cierto! me dije cuando la luz llegó a iluminar la zona correspondiente del cerebro. Al moribundo se le puede dar champagne y cualquier otra cosa porque, por definición, de todos modos se muere.
Era una broma, una genial ironía que nadie, que yo sepa, había sabido captar. Y han tenido que pasar setenta años para que yo diese con la clave. ¿Yo? ¿Solo yo? No es posible. Lo consultaré con los hermanos.
Y de pronto, un pensamiento raro, una duda más que extraña bloqueó en la mente cualquier otra reflexión: ¿Era en realidad una broma? ¿Era en realidad una ironía? ¿No estaría hablando mi padre de buena fe? ¿No le habría pasado alguien la “broma”, que él habría tomado como indiscutible realidad? Imposible saberlo. Y pienso que la verdad permanecerá escondida para siempre.
Sí, para siempre oculta en la recóndita región de los secretos de familia, allá donde crecen las novelas.