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Giovanni Papini o la aventura interior II

historia de cristoSorprendentemente, o no, esa luz fue la de Cristo. Hacia el final de la Gran Guerra, Papini se convirtió al catolicismo y, a partir de ahí, empezó a escribir… como escribía antes. Quiero decir que la fuerza incontenible de su verbo, la imaginación desbordada, el inconformismo, el recurso al humor negro y al sarcasmo se mantuvieron vigentes. La única diferencia, creo yo, es que, en el Papini de antes de la conversión, al final de todo eso estaba la nada, mientras que en el de después, al final está Cristo.

Gog es su obra más celebrada. En ella, un millonario excéntrico, entre divagaciones y entrevistas ficticias a ciertos personajes, reales o no, traza un cuadro tan agudo como desesperanzador del mundo contemporáneo. En el mismo sentido sigue El libro negro.

De El libro negro precisamente recuerdo dos relatos tan vivamente que ni siquiera me es necesario releerlos, después de tantos años, para dar cuenta de ellos. De uno me impactó la fuerza humana y poética; del otro, la radicalidad de un nihilismo que la presunta conversión no había conseguido suavizar.

La conversión del Papa es una especie de leyenda medieval. De niño, Aureliano presencia la muerte en la hoguera de su padre, condenado por herejía, y se promete vengarlo de la manera más cruel posible. Ocultando su origen y revestido de ortodoxia y humildad, entra en un convento y empieza una carrera eclesiástica sin mácula. Lentamente va ascendiendo, obispo, cardenal, hasta que, en atención a su manifiesta sabiduría y santidad, el cónclave lo designa Papa. Todo está saliendo como lo había planeado. La noche de Navidad tendrá lugar su proclamación, se dirigirá al pueblo reunido en la plaza de San Pedro y ante la gente sencilla y los sabios doctores de la Iglesia declarará alto, muy alto, que Cristo no es Dios, porque Dios nunca ha existido.

Va a hablar. Entonces ve a la multitud reunida en la plaza, oye los cantos, las plegarias, las lágrimas de emoción y felicidad de quienes contemplan al representante de Dios en la tierra, de ese Cristo nacido en un pesebre y que es el consuelo de los pobres y de los perseguidos. Un escalofrío le sacude, tiemblan todos sus miembros; de pronto, una dulzura infinita inunda su alma limpiándola de todo rastro de odio y de rencor. Se dirige a la multitud y habla de Cristo, de Dios hecho hombre nacido en Belén, de su madre María, de los pastores…

En La interrogante del monje el narrador (Gog) desea pasar unos días en un monasterio de clausura, donde es acogido. En la primera y única noche que duerme en la celda, una figura siniestra le despierta en pleno sueño. Es uno de los monjes, de rostro desencajado y ojos de loco. Quiere saber. Dice que a todos los forasteros que pasan por ahí les pregunta lo mismo: ¿todo lo que enseña nuestra religión es verdadero, totalmente verdadero? Porque, prosigue, si no fuese así, habría desperdiciado mi vida, habría renunciado a los placeres terrenales por una quimera, por una fantasía, por algo que no existe. Gog, después de decirle que no puede responder con exactitud a su pregunta, le da la única respuesta que está a su alcance y que además considera la única verdadera: que el mundo hace pagar un precio altísimo por los pocos momentos de placer imaginario, que una vida libre de desilusiones y amarguras es en sí misma un gran premio aun cuando no existiera nada después de la muerte, que en cualquier caso su elección ha sido la mejor.

Papini escribió otras obras tan famosas como las citadas. Entre ellas, Historia de Cristo, Dante vivo y El juicio final, que también leí, y Cartas del papa Celestino VI a los hombres y El diablo, que no he leído. Pero con el fin de la segunda guerra mundial su fama, que ya estaba en decadencia, se eclipsó por completo. A ello contribuyó por una parte, los cambios en los gustos y tendencias en la literatura y el pensamiento y, por otra, su adhesión al fascismo…

¿Papini fascista? ¿Pirandello fascista? ¿Cómo se explica? No sé. Bueno, un poco se explica mirando el asunto no con los ojos de ahora sino con los de entonces. Ahora, ese adjetivo se utiliza como mero insulto para descalificar al oponente. En la Italia de los años veinte y treinta designaba un régimen político con un importante respaldo popular que prometía paz, justicia y progreso a los ciudadanos (además de la resurrección de pasados imperiales). De más difícil explicación – desde el punto de vista ético-político – es la actitud de tantos escritores, intelectuales y artistas españoles, cobijados bajo un régimen mucho más sanguinario e impopular, liquidado el cual, no fueron molestados por nadie.

Pero en el momento de mi descubrimiento papiniano yo nada sabía de todo eso (además de que aún faltaban veinte años para la liquidación del régimen de Franco). En realidad, apenas sabía nada de nada. Fue precisamente aquel descubrimiento el que me reveló toda mi ignorancia, me arrancó del patio del colegio y me mostró las vías infinitas del pensamiento y de la imaginación sin límites.

(De Los libros de mi vida)  

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Charles Dickens o el prodigio de escribir II

…lo más importante era la religión, por supuesto. Aunque, si hubiese de hacer una lista de las prioridades de aquellos benditos hermanos, situaría en primer lugar a la Virgen María, sin duda alguna, con lo que representaba de pureza (sexual, claro está), amor a la madre y todo eso que a los psicoanalistas les encanta descifrar; después vendría la religión católica, tal como la entendía el integrismo de gente como aquel cura llamado Sardà i Salvany que, décadas atrás, había escrito un libelo titulado El liberalismo es pecado; después, el acatamiento (sincero o no) de los principios de la Falange Española y el ensalzamiento del caudillo Franco; después, el orden y la disciplina, de aire vagamente militar, y finalmente la enseñanza de las materias escolares, dentro de las cuales la literatura y las artes en general ocupaban un lugar casi inexistente. También se decía que algún hermano profesaba una afición desmedida a los pequeños escolares, pero esto es algo que, no habiendo sido yo ni víctima ni testigo, no debo mencionar.

Lo que sí debo mencionar, y casi se me olvida, es el libro de texto de Literatura Universal, de Guillermo Díaz-Plaja, de quinto o sexto de bachillerato (15 o 16 años), no recuerdo bien, auténtico oasis en aquel desierto, libro que yo no solo estudiaba, sino que releía una y otra vez. Sobre todo los breves fragmentos intercalados de las obras de los autores, como aquel de un tal Goethe en que el protagonista, un tal Werther, expresaba por escrito sus sentimientos a la amada imposible.

Me asomo a la ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes unos luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Vosotros no desapareceréis, astros inmortales! El eterno os lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación predilecta, porque de noche, cuando salía de tu casa, la tenía siempre enfrente. ¡Con qué delicia la he visto tantas veces! ¡Cuántas veces he levantado mis manos hacia ella para tomarla por testigo de la felicidad que entonces disfrutaba!

Pero aún faltaban seis años para que Goethe se me apareciese en persona. Años contados desde mis doce, que es donde más o menos estábamos ante el niño que yo era leyendo a Dickens. Y no solo leyendo, sino además entablando conocimiento directo con él. Y es que David Copperfield está tan impregnada de la vida y personalidad del autor que, tiempo después, cuando leí su biografía, tuve la impresión de que a la persona en cuestión la conocía ya desde la infancia.

Y sin embargo, poco más he leído de Dickens. Entre lo poco, recuerdo sobre todo una especie de novela corta o cuento largo titulado La voz de las campanas (The Chimes). Quizá fuese por el hecho de leerla en el momento adecuado (la víspera de Año Nuevo, que es cuando sucede la acción), pocos años después de David Copperfield, o porque en aquella edad ya era especialmente sensible a la aparente intención social del relato, o simplemente por su evidente impacto poético, el caso es que, como digo, la tengo mucho más presente que otras obras más renombradas de Dickens, leídas en diferentes momentos.

Un anciano mensajero, pobre, muy pobre, corre por todo Londres cumpliendo recados, trabajo que apenas le da para subsistir. También la hija, bella pero pobre, muy pobre, y su novio, noble y forzudo pero tan pobre como los otros, se pasan la vida sin más esperanza que la de poder trabajar para alimentarse lo indispensable para no morir. Del otro lado, unos señores burgueses, ricos, que hablan como sabios y alguno de los cuales se dice filántropo, convencen al anciano – si no estuviese ya convencido – de que los pobres lo son por su propia culpa y que constituyen una anomalía peligrosa, una afrenta a las leyes de la economía, una pesada carga que impide el buen funcionamiento de la sociedad. La tarde del último día del año, el anciano se adormece en el interior de una iglesia de antiguas y potentes campanas. En su sueño, tan real como la misma vida que sufre, los espíritus de las campanas le van mostrando el futuro, terrible, que aguarda a la pobre gente si hace suya la sentencia de los ricos que hablan como sabios. Cuando ya todo está perdido, despierta y contempla a la hija, al yerno y a todos cuantos ama, pletóricos de felicidad y de esperanza.

Reconozco que el tiempo se levantará un día como un océano ante el cual todos los que nos oprimen o nos insultan serán barridos como hojas, se atreve a pensar el anciano en el culmen de su desesperación. Y sin embargo, Dickens no es en absoluto un revolucionario. Simplemente, en su retrato de las condiciones de vida de la gente más pobre de Londres no se aparta de la verdad. Y alguien ya dejó dicho que la verdad es revolucionaria.

De todos modos, por importante que haya sido La voz de las campanas en la formación de mi sensibilidad poética y social (aspectos que en adelante se empeñarían en presentárseme como inconciliables o enfrentados), insisto en lo dicho, que de las pocas obras que he leído de Dickens David Copperfield ha sido la más provechosa para mí. Significó la apertura a los mundos nuevos que, sin apartarse mucho de la realidad, la imaginación puede crear; el descubrimiento de la selva social, donde no siempre imperan los buenos sentimientos (adiós, De Amicis), sino también la maldad, sobre todo contra los más débiles, que puede convertir la vida en un infierno (que el autor quiere siempre provisional). También significó el hallazgo de un peculiar sentido del humor, que transforma en poesía la más amarga realidad, y sobre todo la revelación de la magia de la creación literaria, el gran prodigio, el gran regalo por el que siempre estaré agradecido al bueno de Charles. 

(De Los libros de mi vida)

 

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