Toda expresión humana – sépalo su autor o no – tiene varios niveles de interpretación. Si uno dice “he trabajado mucho”, se puede interpretar también como “estoy cansado” o como “merezco un premio”. Si esto es así en la vida corriente de las personas corrientes, qué no será en la obra del artista y sobre todo del artista nada corriente.
Dante Alighieri estableció que en su obra literaria existen cuatro niveles de interpretación, desde el inmediato o elemental hasta el más elevado u oculto, que él denomina anagógico. Pero no todo el mundo puede ser Dante, ni en la obra ni en el análisis de la obra.
Yo, por ejemplo, en La ciudad y el reino descubro claramente tres niveles de interpretación. No más. Voy a tratar de exponerlos, dando por descontado que el lector atento los habrá ya descubierto por sí mismo. Así que esta disertación va dirigida especialmente al no muy atento.
Primernivel. La novela consiste en la historia de la relación amistosa entre dos personas, con sus afinidades y sus diferencias, cuyos caminos van divergiendo. Contiene también un somero retrato de la época y la sociedad en cuyo marco se desarrolla la acción.
Segundonivel. La novela consiste en la contraposición de dos maneras distintas, opuestas, de ver el mundo y de actuar en él. Tanto en las sociedades como en los individuos predomina una de las dos maneras.
Una, representada por la Ciudad, aspira al orden y a la racionalidad, a la armonía y la belleza; conoce los límites del ser humano y los respeta. En lo político y social promueve el entendimiento y el pacto entre los intereses diversos.
La otra, representada por el Reino, siente que existe una verdad indiscutible que hay que predicar – o imponer – para lograr la salvación de la humanidad descarriada. Se guía por el impulso de la propia fe, sin reconocer más límites o barreras que los que ella misma pone. En lo político y social no suele practicar el diálogo, sino el adoctrinamiento con vistas al triunfo necesario e inevitable de la verdad única. Su convicción nace de un sentimiento íntimo, de naturaleza mística que, o bien puede mantener en una semiprivacidad, dando lugar a la figura del santo (porejemplo, San PaulinodeNola), o bien puede intentar imponerla por cualquier medio, opción ésta que suele generar desastres.
Tercernivel. La novela consiste en la exploración y exposición de la dualidad del alma humana, por una parte apegada a la tierra y edificando sobre base sólida el edificio de racionalidad, orden y belleza que constituye la firme estructura de toda civilización; por otra, aspirando a desentrañar directamente el misterio del universo por una especie de intuición mística, despreciando métodos y fases.
Esta dualidad se halla presente en mayor o menor medida en el alma de todo ser humano, y algunos escritores se han complacido en encarnarla, separadamente, en ciertos personajes opuestos entre sí (piénsese en el dúo Settembrini-Naphta de La montaña mágica de Thomas Mann, por ejemplo).
Dualidad del alma que forzosamente se da también en el autor de la novela, quien, parafraseando la ocurrencia de Flaubert, puede concluir y de hecho concluye afirmando con toda verdad que La ciudady el reino… soy yo.
Cada edad de la vida tiene sus prejuicios y sus manías. Conviene, por ello, que desde muy joven vaya uno observando a los mayores a fin de no caer tontamente en unos y otras cuando le llegue la hora.
La hora me ha llegado, pero como siempre he practicado el consejo que acabo de dar, creo que he salido indemne de los más destacados prejuicios y manías propios de la edad.
El principal, considerar que, a lo largo del tiempo vivido, todo en la sociedad y en el mundo se ha ido deteriorando, que todo irá a peor y, en fin, que sin ningún género de dudas “cualquiera tiempo pasado fue mejor”.
No entro en si el contenido de esta idea es verdadero o no, cuestión que corresponde a la filosofía en su eterna lucha entre pensadores optimistas y pesimistas; me refiero al hecho psíquico, es decir, a lo que bulle en la mente del anciano, ajeno, por lo general, a toda disquisición filosófica sobre el tema.
¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué piensan así? Simplemente porque confunden el fin de su tiempo, que evidentemente está al caer, con el fin de los tiempos, que quién sabe cuándo y cómo.
Y sin embargo, esta proposición, a todas luces errónea, es defendible desde cierta perspectiva filosófica, y es que, para el individuo, todos los tiempos se contienen en su tiempo, y la extinción de éste supone la extinción de todos, es decir, del mundo. Además, es cierto que siempre hay algo que se acaba.
Fue hace unos años. Estaba leyendo algo de Thomas Mann, un ensayo, creo, cuando de repente me detuve, como sorprendido por una iluminación súbita, y me dije ¿Pero qué haces? ¿Sabes que todo esto ya no interesa nadie? ¿No te das cuenta de que estás solo? ¿que estás atrapado en un mundo que ya no existe? Homero, Cicerón, Dante, Cervantes, Goethe, Tolstoy, el mismo Mann y muchos más son dioses de una religión hoy desaparecida.
El mundo occidental, que fue su patria y el ámbito de su existencia, reniega de ellos; desterró de la enseñanza general el griego y el latíny ha relegado todo lo que huele a sabio humanismo al rincón de los objetos arqueológicos.
El mundo oriental – las potencias del Pacífico asiático – nunca se ha interesado en serio, creo yo, por ese tesoro de Occidente, quizá porque cuenta con su propia cultura tradicional. Y, según dicen, esas potencias están configurando el futuro inminente de la humanidad.
Y yo, adorando a unos dioses que ya casi no existen; que se están desvaneciendo con el mundo que los había engendrado.
Pero seguiré. Porque sé que no desaparecerán del todo hasta que yo mismo no desaparezca.
A mi hermano Adolfo, amante de Shakespeare, del teatro y de la vida
IN MEMORIAM
Los escritores son como las personas; los hay altos, bajos, morenos, rubios, negros, amarillos, (hombres, mujeres, por supuesto, aunque ahora ya no es tan “por supuesto” y parece que hay que especificar). Quiero decir con esto que el tópico del escritor engreído, soberbio, susceptible, ególatra, vanidoso, no es más que eso, un tópico que unas veces coincide con la realidad y otras veces no.
Hay escritores cuya personalidad, fuerte, poderosa, invasiva, se manifiesta de modo evidente en su obra, para bien o para mal, y hay otros cuya personalidad está tan diluida en la obra que parece que no está. Entre los buenos ejemplos de lo primero tenemos a Goethe; entre los buenos ejemplos de los segundo, a Shakespeare.
De hecho, Shakespeare es el ejemplo máximo. Nadie como él ha sabido – conscientemente o no – ofrecernos una obra que más bien parece un producto de la naturaleza en la que el supuesto autor no ha tenido ninguna intervención.
El caso de Shakespeare me incita sin remedio a reflexionar sobre uno de los temas para mí más atrayentes y misteriosos de la literatura: la relación entre autor y obra. Y es que esta relación no se parece en nada a la que se produce en otros ámbitos, creo yo, excepto en el artístico en general, que es definitiva de lo que hablo.
Una persona obtusa que se dedica a la política producirá una política obtusa; una persona torpe y desabrida, como funcionaria o empleada se manifestará como funcionario o empleado incompetente y desagradable; una mala persona en un cargo directivo actuará como mala persona en muchas de sus decisiones. En la literatura no es así.
El escritor, en cuanto verdadero creador, puede ser como ese individuo que de vez en cuando aparece en las noticias, tranquilo, educado, silencioso, a quien sus vecinos tienen por un buen hombre…y que resulta ser un asesino en serie. Hay otros que no, otros a los que los vecinos tienen por engreídos y arrogantes…y no son más que vendedores de chucherías.
Aunque también es cierto que hay vecinos engreídos y arrogantes que son perfectos asesinos. Entre estos últimos podría citar a Thomas Mann, y entre los primeros a Kafka, por poner unos ejemplos.
La tradición biográfica del personaje ha sido constante en algunos, pocos, aspectos. Parece que Shakespeare no era lo que se entiende por un hombre de carácter. De aspecto bastante corriente, era modesto, sencillo, afable, aunque podía ser brusco cuando trabajaba, es decir, cuando participaba en el montaje de alguna de sus obras teatrales. H. Bloom lo califica como “el menos engreído y agresivo de los escritores contemporáneos”, y a continuación destaca que existe una relación inversa entre su desvaída personalidad y su gran talento dramático.
Uno puede imaginar al amigo, madre o esposa del joven actor (y escritor casi forzado, para nutrir el programa de la compañía en la que participaba), después de asistir a la representación de alguna de las obras escritas antes de cumplir los treinta, inquiriéndole asombrados “pero tú, ¿de dónde has sacado todo eso?”. Y es que, aparte de la creación de personajes, la escritura vital, torrencial, las metáforas nunca oídas, la fuerza del conjunto de la obra eran como para producir asombro, sobre todo si se atribuyen a una persona tan normal como las que vemos a diario por la calle.
Lo que yo no puedo imaginar es lo que habría contestado el joven actor y autor llamado William. De todos modos, es de suponer que en la época posterior de Hamlet, Otelo, Macbeth y otras, el asombro ya estaría superado y asumido.
Por sus contemporáneos, sobre todo por los que convivían con él o lo trataban a diario (“nadie es un héroe para su ayuda de cámara”), pero no por el espectador o lector de los siglos posteriores, ante cuyos ojos, si son vivos y despiertos como los de un niño, despliega Shakespeare todo un rico y meditado carrusel de maravillas.
No hay duda de que el teatro es el género literario más objetivo. Quiero decir que es el género que menos admite la intromisión caprichosa del autor en la dinámica propia de la obra. Y para plegarse dócilmente a esta exigencia del género quizá se precisa de un temperamento como el de Shakespeare, aunque no necesariamente en el mismo grado, cosa, por otra parte, que me parece imposible.
Para empezar, parece superfluo hablar de una “neutralidad” del autor ante los personajes y cuestiones que se plantean en la obra, puesto que el autor, como ya he dicho, está en la práctica ausente. Shakespeare ha sido uno de los primeros en establecer de manera clara que en la ficción novelesca-teatral todos y cada uno de los personajes tienen razón, su razón, y que el autor no es nadie para rebatirla.
Está además el dato (o no dato) histórico de que no se conocen sus ideas y creencias políticas y religiosas (algunos le suponen católico). Es posible que no las tuviera. Es posible que fuese ese vacío mental unido a su particular temperamento lo que hizo de él el límpido espejo donde pudo reflejarse con nitidez, con más nitidez que en la vida misma, toda la grandeza y toda la miseria de la condición humana. (Continúa)
Sin necesidad de consultar un tratado de gramática, creo estar en condiciones de afirmar que la partícula “o” puede tener, por lo menos, dos funciones distintas. Una, claramente disyuntiva, como cuando los antiguos bandoleros conminaban al viandante para que se decidiese por ¡la bolsa o la vida! sin más historias. Otra, explicativa de una equivalencia, como cuando, refiriéndose al idioma, se dice “castellano o español”.
Si he de ser sincero – y, sinceramente, creo que lo he de ser – confesaré que, después de pensarlo un rato, todavía no sé cuál de las mencionadas funciones ejerce la partícula “o” en el rótulo de este artículo.
Decantarse por la función disyuntiva del “o” supone aludir a aquel trágico dilema que algunas personas han sufrido y que muchas han magnificado: escribir o vivir; el arte o la vida. O, como lo decía Pirandello, la vita o si vive o si scrive. Y enseguida acuden a la mente los nombres de tantos creadores de los que se dice que crearon porque no sabían o no querían vivir; individuos encerrados en sus cubículos, que levantaban mundos fantasmagóricos o simplemente imaginarios mientras el mundo real no andaba lejos de sus zapatillas.
Pío Baroja, por ejemplo. Y el nombre se me ha aparecido a propósito de las zapatillas. Porque aquel genial constructor de relatos novelescos alardeaba de no saber escribir correctamente, y para corroborarlo afirmaba sin ningún pudor que él nunca sabía si estaba con zapatillas, de zapatillas o en zapatillas. Pero, a la vista de su obra, parece que esto del desaliño literario de Baroja es pura leyenda. Leyenda patrocinada por el mismo autor. Ya es raro. Como si un arquitecto propalase que no sabe bien su oficio. Y es que – como imagino que se irá viendo por aquí – los escritores suelen ser gente muy rara.
Nadie más raro que Kafka, al menos en la imaginación literaria-popular. Y aun en la popular a secas, que utiliza el adjetivo kafkiano con la alegría del que no sabe lo que tiene entre manos. También Kafka suele considerarse un ejemplo de creador que opta por la escritura frente a la vida. Consideración que tiene su base en la actitud huidiza que en más de una ocasión adopta en el momento en que va a formalizarse una relación amorosa. Aunque aquí el dilema no se da propiamente entre arte y vida, sino entre arte y matrimonio, que no es exactamente lo mismo.
La idea de la incompatibilidad entre la dedicación al arte y el estado matrimonial viene de muy antiguo. Pero, como es natural, se refuerza con el romanticismo, cuando el artista es considerado como una especie de sacerdote consagrado exclusivamente a la diosa Arte. En esta consideración late la misma idea que impulsó a la Iglesia católica a requerir el celibato de sus sacerdotes: que no se puede servir a dos señores. Y es que ni la entrega total al Arte ni la entrega total a Dios parecen compatibles con las mil y una preocupaciones que impone la vida de familia. Y esto es así, pese a todas las proclamas de los propagandistas de “la familia cristiana”, que ignoran (o pretenden contradecir) lo que el mismo Cristo dice al efecto en Mateo 12, 46-50 y en Lucas 2, 41-50 y 9, 59-62.
Bien, aunque sea de manera aproximada, como lo es todo en esta vida, se puede decir que Baroja y Kafka ilustran el significado que se desprende de la función disyuntiva del “o” situado a la mitad del título de este artículo.
La otra función, la explicativa de una equivalencia, vendría a aludir a todos aquellos escritores para los que el ejercicio de escribir no es algo aparte o separado de la vida, sino la expresión natural de las propias capacidades vitales. Y pienso en Goethe, naturalmente. Y en tantos otros, en general de raigambre clásica, que no sienten contradicción alguna entre la labor creadora y el normal desarrollo de la vida en sociedad. Desde Cicerón hasta Thomas Mann, pasando por Voltaire. Escritores en los que la letra, la escritura, forma parte de la vida (cuando menos, de su vida) de una manera natural y no conflictiva.
Pero la función explicativa del “o” podría también apuntar a algo muy distinto de lo que acabo de exponer. No se trataría ya de denotar una relación antagónica o armónica entre escribir y vivir, entre poesía y realidad, sino que contendría una proposición más bien metafísica, o fantasiosa (que viene a ser lo mismo), consistente en que la existencia humana no sería más que una ficción que tendría lugar a lo largo de la literatura universal. No es mala idea.
Ninguna idea es mala, si es fecunda. Y ésta lo es, al menos desde el punto de vista del escritor. La literatura, como realidad; la vida, como ficción literaria. Quién sabe. Al fin y al cabo, cuando dentro de miles de años se estudie nuestra civilización, al investigador de turno le costará Dios y ayuda establecer quién tuvo una vida real y quién ficticia, si Cervantes o Don Quijote, si Shakespeare o Hamlet. Del mismo modo que en nuestros días no sabemos si otorgar más realidad a Aquiles o a Homero. Aceptemos que la ficción es un producto de la vida, pero también que la vida es obra de la ficción, de la mente. “El mundo es mi representación”, dice el filósofo. Pero no me he asomado a esta ventana para filosofar, sino para contemplar la vida, la vivida y la imaginada. La vida del escritor.
Escritores, los hay de muchas clases. De tantas como de seres humanos en general. Unos escriben por la mañana temprano (Goethe); otros, por la noche tarde (Kafka). Unos se implican en la vida de su sociedad (Zola); otros cultivan un mundo aparte (Huysmans). Unos están instalados en la razón (Voltaire); otros, en el sentimiento (Rousseau). Unos creen en el más allá (Chesterton); otros, apenas en el más acá (Sartre). Unos se mueven entre la alta cultura (Mann); otros, entre oscuros pueblerinos (Faulkner). Unos son todo espíritu (Tagore); otros, todo sexo (H. Miller). Unos son conservadores (T.S. Eliot); otros, revolucionarios (Alberti). Unas son aristócratas (Pardo Bazán); otras, obreras (Alfonsina Storni). Unos son piadosos (Verdaguer); otros, impíos (Sade). Unas son vitales (De Staël); otras, enfermizas (Woolf)…
Cuánta variedad, cuánta riqueza. Y algunos dicen que leer es aburrido… Bueno, si solo leen a ciertos escritores de aquí y ahora, no seré yo quien les contradiga.
“En todos aquellos pasajes en que Schopenhauer se pone a hablar del sufrimiento que hay en el mundo, de las miserias y de la furia de vivir de las múltiples encarnaciones de la voluntad (y habla de esto mucho y de manera muy detallada), su elocuencia, que era extraordinaria por naturaleza, así como su genio de escritor alcanzan las cumbres más brillantes y gélidas de la perfección. Schopenhauer habla acerca de esto con una vehemencia tan cortante, con tal acento de experiencia, de conocimiento detallado, que nos espanta y a la vez nos embelesa con su poderosa verdad. Hay en ciertas páginas suyas un salvaje y cáustico escarnio de la vida, tras el que se adivina una mirada centelleante, unos labios apretados, y todo ello mientras va desgranando citas griegas y latinas; hay una inmisericorde y a la vez misericordiosa denigración, constatación, enumeración y fundamentación de las miserias del mundo; todo lo cual, por lo demás, no nos produce ni de lejos un efecto tan deprimente como el que debería aguardarse dada la gran exactitud con que habla Schopenhauer y su sombrío talento expresivo; más bien nos llena de una satisfacción extrañamente profunda, basada en la protesta espiritual, en la indignación humana que allí se expresa y que es perceptible en un reprimido temblor de la voz. Esa satisfacción la experimentan todos. Pues cuando un espíritu justiciero y gran escritor habla en términos generales acerca del sufrimiento del mundo, está hablando también de tu sufrimiento y de mi sufrimiento, y todos nosotros nos sentimos vengados por aquella palabra magnífica y llegamos incluso a tener algo así como un sentimiento de triunfo.”
Thomas Mann, Schopenhauer, Nietzsche, Freud. Ed. Bruguera. Edición y traducción de Andrés Sánchez Pascual.
EGO.- Tengo la sensación de estar en deuda con alguien.
ALTER.- Pues si tienes una deuda, sáldala cuanto antes. No sabes lo que eso alivia.
EGO.- Lo sé. Sobre todo al acreedor… En serio, poco después de que publicase nuestro último diálogo, me vinieron a la mente los nombres de aquellas excepciones que no recordaba.
ALTER.- ¿Excepciones?… No sé…. No me sitúo.
EGO.- Sí, dije que los profesores de literatura y los críticos profesionales me aburrían solemnemente, o algo así, pero que había alguna excepción que no recordaba.
ALTER.- Y que ahora recuerdas.
EGO.- Dos concretamente, aunque quizá haya alguna más.
ALTER.- ¿Y son?.
EGO.- Erich Auerbach y Albert Béguin.
ALTER.- Supongo que no te extrañará que no me suenen para nada.
EGO.- No, tampoco me sonaban a mí cuando me encontré con ellos por primera vez. Son coetáneos casi exactamente: ambos nacieron en torno al 1900 y murieron en 1957. Auerbach era alemán, berlinés que, gracias a Hitler, pasó sus últimos años en Estados Unidos; Béguin era suizo de lengua francesa, y entre Francia, Suiza y Alemania desarrolló toda su carrera profesional.
ALTER.- ¿Y qué es eso tan bueno que tienen que los hace excepcionales… según tú?
EGO.- Sí, claro, hablo siempre según yo, no según el vecino. Pues mira, me resulta difícil explicarlo. Quizá sea que ambos, cada cual en su estilo, se expresan como personas que dominan una materia y que quieren comunicar sus conocimientos, sus impresiones sobre todo, de una manera sencilla, directa, como el amigo que te habla ante una taza de café. Bueno quizá la comparación sea exagerada, pero lo cierto es que, a diferencia de los profesionales a los que aludía el otro día, no te agobian con rebuscadas teorías expresadas de forma rebuscada. Al contrario, leerlos te relaja, sobre todo Béguin, mientras te van introduciendo en el maravilloso mundo de las presuntas verdades literarias. Y eso que solo he leído una obra de cada uno de ellos… aunque creo que la más representativa.
ALTER.- ¿Y de qué van esas obras?
EGO.- En Mímesis, Auerbach expone cómo los escritores, los poetas, han representado la realidad a lo largo de los tiempos. Desde Homero hasta Virginia Woolf, nos explica el modo en que diversos escritores han captado y reflejado la realidad de la vida, de manera que ese “realismo”, que en todos los casos existe, se manifiesta de formas completamente distintas de acuerdo con el clima mental de cada época. En El alma romántica y el sueño, Béguin da un repaso, de una manera fresca y amena, a la literatura nocturna surgida a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX.
ALTER. – ¿Nocturna?
EGO.- Sí, quiero decir, centrada en los poderes de la noche, de los sueños, del inconsciente, o sea, el tipo de literatura que constituye el núcleo del Romanticismo. Por sus páginas pasan Jean-Paul, Tieck, von Arnim, Brentano, Hoffmann, Kleist, e incluso alguno no alemán, como los franceses Nerval y Baudelaire, hasta enlazar con el movimiento surrealista.
ALTER.- Supongo que todos esos que has nombrado te serían perfectamente conocidos.
EGO.- Sí, si rebajamos el irónico “perfectamente”. Pero entre los no nombrados había algunos para mí perfectamente desconocidos. Y fue un placer entrar en su mundo de la mano siempre amable de Béguin.
ALTER.- Nombres, por favor… Pero no sé si sería mejor empezar por los ya citados, y es que, excepto Hoffmann, Kleist y Baudelaire, ni siquiera me suenan.
EGO.- No te preocupes. A esos se accede con cierta facilidad. En cambio, estoy seguro que, como yo mismo antes de leer a Béguin, muchos aficionados a la literatura del Romanticismo – si digo “literatura romántica” parece que hablo de otra cosa – desconocen a Troxler, Carus y Schubert.
ALTER.- ¿El músico?
EGO.- No, Gotthilf Heinrich von Schubert, médico y filósofo alemán, autor de una Simbólica del sueño. Troxler, médico y psicólogo suizo, escribió también cosas muy profundas sobre el sueño y el inconsciente, cosas que Carus, pintor, naturalista y filósofo alemán, presentó en forma más “científica”, como abriendo la puerta a Freud. Los tres vivieron entre finales del siglo XVIII y la segunda mitad del XIX.
ALTER.- Y ahora toca dar un amplio resumen de las obras y el pensamiento de los tres personajes, supongo. Estoy impaciente.
EGO.- Supones mal. Para dar una idea cabal de los tres personajes tendría que emplear tanto tiempo y espacio que la estructura de estos diálogos quedaría seriamente dañada. Para saber algo de ellos lo mejor es que te busques y leas el libro de Béguin. Hay traducción española publicada por la mexicana Fondo de Cultura Económica.
ALTER.- Muy amable… Oye, me ha parecido oirte decir algo de la estructura de estos diálogos. ¿Se puede saber a qué te refieres?
EGO.- Todo tiene una estructura. Y si no se respeta, se corre el riesgo de acabar en el manicomio, como se decía antes.
ALTER.- ¿Una estructura? ¿Resultado de un plan?
EGO.- No he dicho tanto. Y será mejor que dejemos de mirarnos las tripas y sigamos comentando temas que puedan interesar al lector.
ALTER.- Al lector no sé, pero a mí hay algo que me interesa, que me intriga, mejor dicho, y va relacionado contigo.
EGO.- ¿Conmigo? Vaya, ahora el intrigado soy yo… ¿Se puede saber de qué se trata?
ALTER.- Por supuesto. Para eso estamos, como dirías tú. He observado que la mayoría, la inmensa mayoría de obras y autores que citas o comentas pertenecen a la literatura alemana. Me gustaría saber a qué se debe esa preferencia.
EGO. – Pues mira, a mí también me gustaría saberlo. Tanto en el ambiente como en la educación recibida en mi infancia y adolescencia no veo nada que pueda haberme empujado en esa dirección. La enseñanza oficial se centraba en la literatura española – un tanto esclerotizada y sesgada por las exigencias del régimen político imperante- y, entre lo extranjero, lo que primaba era la francesa. Gracias al conocimiento de esta lengua, entre otras cosas, pude ponerme en contacto con el mundo real que se movía fuera de las fronteras del régimen de Franco – era lector asiduo de Le Monde. También lo italiano, centrado al principio en la enorme figura de Dante, atrajo pronto mi atención. Y es que, pese a todas las limitaciones impuestas por la dictadura, en cierto sentido aquella era una época más variada que ésta, menos uniforme. Pienso en la canción francesa que regalaba nuestros oídos y nuestra sensibilidad a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, y lo mismo puedo decir de la italiana. Ah, y del cine de esos dos países. Todo eso ha desaparecido. Hoy el mundo solo habla y canta en inglés. Y ya se sabe que lo que se gana en extensión se pierde en intensidad.
ALTER.- Muy bien, pero estábamos…
EGO.- Sí, en cómo me atrapó la preferencia alemana. Pues ya te he dicho que no lo sé. Goethe fue un fenómeno aislado que se me anunció a los dieciséis y se me presentó a los dieciocho años…y aún sigue aquí. Pero, poco a poco, se fueron sumando escritores como Thomas Mann, Rilke, Hofmannsthal, Kafka, Joseph Roth, Freud, Musil, Broch, Brecht, Dürrenmatt, Schnitzler, Jünger, Frisch, Schopenhauer, Heine, Novalis, Kleist y muchos otros… Está claro que, si consideramos la literatura por lenguas, la que ocupa el primer puesto, para mí como lector, es la escrita en alemán.
ALTER.- Y leída en el idioma original, que dominas perfectamente, supongo.
EGO.- Otra vez supones mal. No domino el alemán ni mucho menos. Esa es una carencia mía que no he logrado superar, y lo he intentado en más de una ocasión.
ALTER.- O sea, que te has tenido que fiar de traducciones. Qué quieres que te diga, me parece mal en un sabio como tú.
EGO.- A mí también me parece mal. Pero ten en cuenta que existen buenas traducciones, y que son una bendición para los que no tenemos el don de lenguas. En más de una ocasión Thomas Mann agradeció a las traducciones el haber podido leer a los novelistas rusos, cuyo idioma desconocía, ya ves, nadie es perfecto. Y ése es un tipo de reconocimiento muy raro, rarísimo, cuando se trata de traducciones.
ALTER.- Sí, he oído decir que la de traductor es más bien una labor ingrata.
EGO.- Más bien parece inexistente. Fíjate que normalmente el nombre del traductor aparece en un rinconcito, a veces imperceptible, de las primeras páginas del libro. Es como si no se quisiese darle importancia justificando así lo poco que se le paga. Naturalmente, hay excepciones: unos pocos consagrados y algún autor famoso que le da por traducir algo, pero en general es así.
ALTER.- ¿Y es realmente tan importante la traducción?
EGO.- ¡Tú mismo! Si no hubiese traducciones, la literatura mundial no existiría. Estaría repartida en una multitud de cantones lingüísticos y solo la podría disfrutar una reducidísima élite políglota.
ALTER.- Ya entiendo. Pero lo que quiero decir es si es tan delicada o difícil la labor del traductor. Porque, para el que conoce los dos idiomas, parece que no habría de ser ningún problema traducir de uno a otro.
EGO. – Esa es la visión de la ignorancia, más extendida de lo que a primera vista pueda parecer. Para empezar has de pensar que traducir es, diría, la única manera de leer en profundidad. Cuando leemos, solemos pasar la mirada sobre el texto, a veces distraídamente, texto que nuestra mente suele captar de acuerdo con las propias tendencias y prejuicios. En cambio, para poder pasar un texto, una frase, de un idioma a otro, primero de todo se ha de dar con el concepto exacto que el autor quiso exponer, lo que obliga a un esfuerzo de indagación y reflexión que nada tiene que ver con la simple lectura. Ademas, como es obvio, se ha de dominar las dos lenguas, sobre todo aquella a la que se traduce, y es que un buen traductor ha de ser necesariamente un buen escritor. Otro tipo de dificultad es la que tiene que ver con el género del texto que se traduce: un texto científico o técnico requiere un traductor que conozca suficientemente la materia; una prosa artística requiere que el traductor tenga las dotes de un escritor con suficiente sensibilidad artística; un texto poético…
ALTER.- ¿Qué le pasa al texto poético, que parece que te has quedado mudo?
EGO.- Pasa que, en realidad, la poesía… no se puede traducir.
ALTER.- No me digas. Pues yo he visto y leído bastante poesía traducida.
EGO.- Pues en realidad eso que has visto y leído es poesía (en el mejor de los casos) reconstruida en nuestro idioma sobre la base del texto poético original. Mira, uno de los componentes de la poesía es la música de las palabras y eso forzosamente se pierde en la traducción. Los mejores traductores saben ponerle otra música en el otro idioma que recuerde vagamente la del original. Y además, la poesía posee otros ingredientes no explícitos que exigen que el traductor los capte adecuadamente para poder reproducirlos de la manera apropiada. De todo lo cual se deduce que solo un poeta puede intentartraducir poesía.
ALTER.- ¿Y en qué consisten esos ingredientes no explícitos?
EGO.- Bueno, aquí entraríamos en aquello del “alma” de que hablaba el otro día.
ALTER.-Estoy pensando en apuntarme en una escuela de escritura…
EGO.- ¿Y piensas pensarlo mucho?
ALTER. – Es que no lo tengo claro. ¿Tú crees que se puede enseñar a escribir?
EGO.- Todo se puede enseñar… menos lo que realmente importa.
ALTER.- Vaya, otra brillante paradoja, que espero que desarrolles de forma comprensible.
EGO.- Paradoja aparente que, como todas las del amigo Oscar, encierra una verdad irrefutable. Él la formula así: la educación es una cosa admirable, pero es bueno recordar de vez en cuando que nada que valga la pena saber se puede enseñar. Y yo te pongo estos ejemplos: no se enseña a ser padre, ni a ser amigo, ni amante, ni honrado, ni valiente. Estas cosas no se aprenden por trasmisión de conocimientos o técnicas sino, en todo caso, por contagio. Aunque la verdad es que yo creo que no se aprenden de ninguna manera: se es o no se es.
ALTER.- Bien, ya solo falta que coloques la escritura creativa, la literatura, en alguna de las dos categorías para que podamos concluir si es o no “enseñable”.
EGO.- Alter, procuremos no simplificar las cosas. Para eso ya están los medios de comunicación. Tú pretendes que me pronuncie de buenas a primeras sobre si la literatura es algo que vale la pena o no según el criterio oscariano, y por lo tanto si es “enseñable” o no. Pero yo pienso ir por otro camino. Veamos. Todas las artes requieren un aprendizaje. El dominio de la pintura, la escultura, la danza, la música no se conciben sin un largo proceso de apropiación de las técnicas existentes y desarrollo de las propias, siempre bajo la guía de unos maestros o expertos.
ALTER.- ¿Todas las artes, has dicho?
EGO.- Sí, hay una excepción.
ALTER.- La literatura… ¿Y se puede saber por qué? ¿Por qué esa excepción?
EGO.- Es lo que yo me pregunto. ¿Por qué cualquiera que sabe escribir, en el sentido material y mínimo, se cree capaz de escribir en el sentido artístico simplemente juntando palabras oídas y leídas y aplicando las normas de ortografía y sintaxis más o menos aprendidas en la escuela elemental?
ALTER.- Y por mucho que haya leído… Porque yo no creo que nadie, por el hecho solo de haber oído mucha música, esté capacitado para componer.
EGO.- Por supuesto que no. Pero, bueno…no es exactamente lo mismo.
ALTER.- Ah, ¿no es lo mismo? Entonces, ¿te parece normal que no se requiera ninguna formación técnica para ser escritor y que en cambio sea imprescindible para las otras artes?
EGO.- No sé que quieres decir con eso de “normal”. No se trata de normalizar o igualar todas las artes. Cada una tiene sus características propias. Y la literatura se caracteriza por poder desarrollarse sin necesidad de una formación técnica más o menos estandardizada. Es un hecho que se da… Bueno, en realidad, es un hecho que se ha dado siempre. Y es inútil negarlo o desautorizarlo.
ALTER.- Así que tú crees que las escuelas de escritura no sirven para nada, que no se puede enseñar a escribir,
EGO.- Yo no he dicho semejante cosa. Y no pongas en mi boca palabras que no he pronunciado, esto no es una entrevista periodística… A ver, yo no tengo ninguna experiencia en escuelas de escrituras, ni como enseñante ni como enseñado. Por lo tanto no te puedo decir, no puedo saber de primera mano si sirven o no para algo. Lo que te puedo decir es que casi todos, por no decir todos, los grandes escritores no las han conocido ni las han necesitado para crear sus obras.
ALTER.- Eso no es un argumento en contra. Quizá esos escritores que no las han conocido han tenido que esforzarse y sufrir lo suyo para dominar unas técnicas que, mediante un aprendizaje adecuado en una escuela de esas, hubiesen aprendido más fácil y cómodamente.
EGO. – Tienes razón. Pero, de todos modos, yo creo que la clave de la cuestión está en esa palabra que acabas de pronunciar: técnicas.
ALTER.- Soy todo oídos.
EGO.- Estoy convencido que en una buena escuela de escritura se enseñan técnicas incluso trucos, si quieres, que posibilitan que el alumno domine la expresión escrita con corrección y hasta con elegancia, pero…
ALTER.- Pero hay algo que no se puede enseñar, ¿no? ¿Y se puede saber qué es eso que en literatura no se puede enseñar?
EGO.- En literatura y en cualquier arte, lo que no se puede enseñar es el alma.
ALTER.- Metafísico estás.
EGO.- Una obra de arte, lo mismo que un ser humano, tiene un componente material y un componente espiritual. Y esto no tiene necesariamente que ver con ninguna concepción metafísica ni religiosa: es una manera de nombrar la realidad. Mediante una enseñanza adecuada puede uno aprender las técnicas que le permitan componer una obra, pero si esa obra no posee un alma no será después de todo más que un artefacto peor o mejor ajustado en todas sus partes, nada que merezca el nombre de obra de arte.
ALTER.- Y esa alma ¿dónde se adquiere?
EGO.- No se sabe dónde se adquiere. Pero sí dónde está…
ALTER.- ¿Dónde?
EGO.- Está, cuando está, en la totalidad de la obra. Una obra artística no es el resultado de la suma mecánica de los elementos que la componen. Tiene un alma, que solo se revela cuando se capta esa obra en su totalidad, de una manera, diría, intuitiva. Por eso, la labor de un profesor de escritura, como la de la mayoría de los críticos, es por completo irrelevante a los efectos de enseñar o analizar el verdadero arte. Y es que el alma no se revela en la mesa de operaciones.
ALTER.- Está bien pensado todo eso. Y creo recordar que en nuestra anterior época dijiste lo mismo con parecidas palabras, si no idénticas.
EGO.- ¿Qué quieres decir con eso? ¿Que me repito? Pues has de saber que repetirse es un privilegio de los viejos como yo. Y hacerlo notar, una grosería de los jóvenes como tú.
ALTER.- Bueno, bueno, no te pongas así… Y también recuerdo que dijiste algo de la crítica o de los eruditos profesionales de la literatura.
EGO.- Que esperas que repita literalmente…
ALTER.- No, no… y no seas tan susceptible. No le va bien a un maestro como tú.
EGO.- En eso tienes razón. Pero seguro que recuerdas también qué dije sobre los profesores y los críticos.
ALTER.- Pues no, es decir, solo creo recordar que no estuviste muy amable con ellos.
EGO.- ¿Sí? Es raro, porque suelo ser una persona muy educada…Pero ¿quieres que te diga una cosa? Después de leerlos bastante, te confieso que, salvo alguna rara excepción que ahora mismo no recuerdo, los profesores y críticos profesionales de la literatura no me interesan en absoluto, o sea, que me cargan absolutamente. Y eso que una de mis lecturas preferidas es el ensayo cultural, sobre todo el que trata de literatura.
ALTER.- Y eso, ¿cómo se compagina?
EGO.- Muy fácil. Leyendo solo a los literatos de verdad cuando tratan de sus cosas y de las de sus colegas de cualquier época.
ALTER.- A ver. Si lo entiendo bien, quieres decir que el mejor crítico o experto en literatura es el escritor, el creador.
EGO.- Eso mismo quiero decir.
ALTER.- Entonces la crítica y todos los teóricos de la literatura que no son también creadores no sirven para nada.
EGO.- Tú, como siempre, tergiversando mis palabras. Yo no he dicho que no sirvan para nada. Estoy hablando de mis gustos, de mis preferencias. Mira, prefiero una página de Thomas Mann tratando de Dostoyeski, o una de Pirandello tratando del humor que el mejor de los libros de George Steiner tratando de lo que sea.
ALTER.- Pues es raro…
EGO.- ¿Qué es lo raro?
ALTER.- Es que creo recordar que en cierta ocasión trazaste una distinción muy clara entre el creador, de espíritu sintético, y el crítico, de espíritu analítico. Y dijiste que el creador no sirve para crítico, igual que el crítico no sirve para creador. Incluso recuerdo que, con bastante mala uva, pusiste el ejemplo de Milan Kundera, teórico excelente y, por lo tanto, novelista…
EGO.- Vale, vale. De acuerdo. Te felicito por tu buena memoria. Pues te digo una cosa: que siempre he sido de esa opinión y que la mantengo. Lo que ocurre es que esos creadores que hablan de literatura, de la suya, de la ajena o del arte en general, no suelen hacerlo analíticamente, sino más bien descriptivamente. Te he puesto el ejemplo de Mann y Pirandello y puedo añadir otros, como Gombrowicz en sus diarios, Musil en sus ensayos, Stefan Zweig también en sus ensayos sobre algunos escritores y en cierta conferencia, muy interesante, sobre el misterio de la creación, y poetas como Octavio Paz, Luis Cernuda, T.S. Eliot… Sin olvidar al gran Oscar Wilde.
ALTER.- ¡El gran Oscar Wilde!…Ego, ¿quieres decir que no lo tienes sobrevalorado?
EGO.- No lo creo. Más bien creo que está subvalorado y, entre los admiradores, mal comprendido. Se le ensalza como maestro del ingenio y del humor y apenas se tiene en cuenta el hecho, que Borges destacó suficientemente, de que casi siempre tiene razón. Y conste que yo eliminaría el “casi”.
ALTER.- Pero reconocerás que algunas de sus paradojas no se sostienen.
EGO.- Me gustaría que pusieses un ejemplo… Y aún en el caso de que fuera cierto eso hay que tener en cuenta dos cosas: que a veces se toman como opiniones personales suyas las de algún personaje de sus obras y que el disparate ingenioso siempre es mejor que lo evidente vulgar y adocenado.
ALTER.- Así que Wilde también escribió sobre literatura…Pues yo creía que sólo era autor de obras de teatro y alguna novela.
EGO. – Sí, sobre literatura y el arte en general recuerdo dos obras: La decadencia de la mentira, certera, brillante, deliciosa, y El crítico como artista, no tan inspirada como la anterior, pero que le da cien vueltas a la mayoría de los sesudos ensayos literarios. Por cierto, las dos obras se desarrollan en forma de diálogos entre dos personajes.
ALTER.- Por lo que llevas diciendo deduzco que tienes a Thomas Mann por uno de los grandes de la literatura.
EGO.- Sin duda, es uno de los escritores más completos del siglo XX.
ALTER.- ¿Por qué no hablamos de él, aunque ello suponga apartarnos del capítulo de las lecturas infantiles?
EGO.- No nos apartamos de nada, puesto que aquí no hay capítulos ni siguen estos diálogos ningún plan, creo. Pero, de todos modos, no está tan apartado Mann de mis lecturas infantiles. Leí La montaña mágica a los dieciséis años.
ALTER.- Pero es una novela muy compleja, ¿no?
EGO.- Sí, supongo que se me escaparon muchas cosas. Lo que mejor recuerdo es el enfrentamiento ideológico entre Naphta, el jesuita retrógrado, y Settembrini, el librepensador progresista. Enfrentamiento que el autor trata con sana ironía vital, apuntando a veces en uno rasgos que se supone deberían corresponder al otro.
ALTER.- O sea, nada de esquematismos.
EGO.- Nada en absoluto.
ALTER.- Y nadie tiene toda la razón.
EGO.- Por supuesto, en el arte de la novela eso es elemental. Cada cual tiene “su” razón, como en la vida misma.
ALTER.- Pues yo diría que en la vida real, entre las personas de carne y hueso, siempre hay alguien que tiene toda la razón: uno mismo.
EGO.- Claro, porque “uno mismo” se siente por dentro, mientras que a los demás los ve desde fuera. De ahí la asombrosa facilidad con que se suele hablar de la gente -la gente es tonta, es mala, es incompetente, etc.- sin incluirse en ella el hablante. Y es que, en la vida real, uno mismo es el protagonista mientras que los demás, la gente, son meros comparsas. Pero ocurre que cada uno de esos comparsas es a su vez el protagonista de su propia vida, mientras que los demás, incluido el “uno mismo” de que hablábamos, sólo son comparsas. En la vida es así de sencillo; en la novela es mucho más complicado.
ALTER.- ¿Por qué?
EGO.- Porque en la novela, excepto en las que recurren a la forma autobiográfica, no hay un “uno mismo” definido, sino que, por lo general, el autor va desplazando o simultaneando el centro focal de la vivencia, el “uno mismo”, de uno a otro personaje, arrastrando en este movimiento al lector. Esta es la razón de que, en ocasiones, el lector simpatice con personajes que en la vida real le repugnarían, un criminal, por ejemplo, porque la magia del autor consigue que el “uno mismo” del personaje sea hondamente asumido por el lector.
ALTER.- La magia del autor…Realmente la creación literaria es lo más parecido a la magia que existe.
EGO.- Yo diría más. Diría que el arte es la única magia que existe. Magia y arte tienen un origen común, pero sólo el arte ha seguido el camino fructífero, sólo él puede provocar visiones y conducir a profundas transformaciones, mientras que la magia, atada a un literalismo estéril, ya no conduce a ninguna parte. Hoy la magia es sólo una rama del comercio.
ALTER.- ¿Y la literatura no?
EGO.- Sí, pero no “sólo”…Y te advierto que no me apetece en absoluto adentrarme por ese terreno.
ALTER.- Pues volvamos a tus lecturas infantiles.
EGO.- Infantiles, porque las leí en la infancia. Pero, excepto Corazón, no son lecturas propiamente infantiles las que he mencionado.
ALTER.- ¿Y no las hubo, propiamente infantiles?
EGO.- Por supuesto, y hasta los diecisiete años puede decirse que no las abandoné. Julio Verne el primero, quiero decir el que más leí, y toda la constelación de escritores imaginativos y aventureros: Alejandro Dumas con sus Tres Mosqueteros y, sobre todo, con El Conde de Montecristo , Paul Feval (El juramento de Lagardère), Stevenson (La isla del tesoro), Rafael Sabatini (Scaramouche), Walter Scott (Ivanhoe) Fenimore Cooper (El último mohicano) y tantos otros, y eso sin olvidar los tebeos, fuente inagotable de placer desde que aprendí a leer hasta aproximadamente los quince años.
ALTER.- ¿Qué clase de tebeos?
EGO.- Entre los de historietas cómicas mi preferido era Pulgarcito, publicación semanal que contenía historias de personajes tan emblemáticos como Carpanta, Doña Urraca, Las Hermanas Gilda, Zipi y Zape, el Reporter Tribulete, etc., algunos de los cuales, al pasar a publicaciones posteriores, pudieron gozar de larga vida. Y entre los tebeos de aventuras recuerdo con especial cariño El pequeño Sheriff, Suchai, El Guerrero del Antifaz y, sobre todo, Hazañas Bélicas.
ALTER.- Era pro nazi, ¿no?
EGO.- De pro nazi, nada. Lo que ocurre es que en sus páginas salían alemanes buenos, o sea, normales, cosa absurdamente inexistente en las películas americanas de la época. En realidad, el tema central de las historias no era la guerra. La guerra venía a ser el escenario de los acontecimientos, un escenario cruel y dantesco, magníficamente dibujado por el genial Boixcar, en el que los conflictos personales se ponían en el disparadero. Sí, el tema central eran los sentimientos, los buenos sentimientos. Una historia que recuerdo repetida es la de dos antiguos amigos, uno alemán y otro americano, que se encuentran frente a frente en el campo de batalla, con el consiguiente conflicto que se suscita entre los sentimientos de amistad y de deber.
ALTER.- ¿Y cuál se impone?
EGO.- No lo recuerdo, pero seguro que los buenos sentimientos quedaban a salvo.
ALTER.- Así que te gustaban los tebeos y seguramente las películas de guerra. ¡Quién lo diría!
EGO.- Lo que de verdad me gustaba era jugar a las guerras.
ALTER.- No parece un juego muy educativo.
EGO.- Entonces no se tenían en cuenta esas cosas… muy sabiamente, creo.
ALTER.- Quieres decir que la pedagogía de la época admitía esos juegos…
EGO.- No tengo ni idea de lo que admitía o no admitía la pedagogía de aquella época ni la de ésta. Lo que quiero decir es que esas preocupaciones no estaban en el ambiente. El juego era el juego, y a nadie se le ocurría confundirlo con la realidad. Y menos que nadie, a los propios niños.
ALTER.- Pero pueden favorecer actitudes violentas, o que se desarrolle una mentalidad belicista…pregunto.
EGO.- Eso es una estupidez, respondo. Y lo digo con pleno conocimiento de causa. Tanto yo, como mis hermanos, como el nutrido grupo de amigos que nos reuníamos durante las vacaciones escolares disfrutábamos como locos jugando a guerras. Era aquél un mundo emocionante, fascinante, mágico: las batallas en campo abierto, los asedios a las fortalezas, las persecuciones, los encarcelamientos, las fugas, los tratados de paz, las traiciones, los espías, las ejecuciones, nada faltaba en aquel simulacro perfectamente organizado…Pues bien, no sé de ninguno de aquellos niños, hoy sesentones, que haya desarrollado tendencias violentas o belicistas. Todos somos perfectamente pacifistas o, por lo menos, pacíficos. Y lo mismo puedo decir de la siguiente generación, la de mi hijo y sobrinos, también amantes en su infancia de los juegos de guerra, y hoy …que no les menten a Bush.
ALTER.- De acuerdo, ése es un caso, el de una familia o un grupo, pero no me negarás que es fácil que ciertos niños…
EGO.- Ya, ya sé por donde vas. Pero entonces yo te remito a lo que decía en la primera jornada sobre la capacidad de disfrutar del arte y sobre la incapacidad de que adolecen en este aspecto aquellos que no saben distinguir ficción y realidad. El juego es un arte, y los niños, los niños “normales”, son los más grandes artistas que existen. Saben crear la ficción, saben desempeñar en ella su papel como perfectos actores y saben quitarse la máscara y dejarla a un lado cuando hay que interrumpir la batalla porque es la hora de la merienda. De toda mi vida, no recuerdo momentos más felices que los de aquellos juegos infantiles. El arte, con todo su poderoso efecto catártico, lo creábamos y lo consumíamos nosotros mismos.
ALTER.- Sé lo que quieres decir y, pensándolo bien, es una lástima que todo eso haya de desaparecer con la infancia.
EGO.- A veces, cuando miro a los hombres de hoy, los veo como burdas caricaturas de los niños de ayer. Aquellos niños dominaban el arte; estos hombres son tristes juguetes de no se sabe qué.
ALTER.- Te veo muy melancólico, y no creo que sea para tanto. Piensa que, después de todo, por muchas virtudes que contenga, la infancia no es más que una fase del desarrollo del ser humano, que sólo alcanza su plenitud con la madurez, ¿no es así?
EGO.- Yo diría que es una plenitud mutilada, si es que la expresión tiene alguna lógica. Porque de todas las virtudes de la infancia hay una, primordial, que no se debería perder nunca.
ALTER.- La fantasía, la imaginación…
EGO.- Sí, es eso, pero yo lo definiría como la capacidad de imaginar el mundo. El adulto ve el mundo que le rodea como algo hecho, acabado. En cuanto sale de las brumas de la subjetiva adolescencia se topa con lo objetivo y se dice “ah, ése es el mundo, veamos cómo me muevo en él”. Ni por un momento se le ocurre, como al niño, decir “quiero que el mundo sea de esta o de aquella manera, vamos a jugar a esto”.
ALTER.- Eso es imposible, es utópico. ¿Quién podría hacerlo?
EGO.- El artista lo hace, pero lamentablemente sólo en cuanto artista. En los demás aspectos de la vida suele comportarse como cualquier otra persona, es decir, sometiéndose a la realidad objetiva del mundo.
ALTER.- No se puede romper la realidad.
EGO.- No, sobre todo si se cree que no se puede.
ALTER.- Bien, ya veo que para ti la infancia es el paraíso. Y la adolescencia ¿qué es?
EGO.- El infierno. El infierno y el paraíso al mismo tiempo. La repentina erupción de nuevos sentimientos y sensaciones es tan brutal que el adolescente se ve forzado a navegar por un mar de confusiones donde todo, a veces la misma cosa, se le presenta como sublime o como abyecto. Los límites se rompen, el orden propio del mundo infantil se desmorona y el individuo queda abandonado en medio del espacio infinito. No es extraño que, en cuanto atisba el nuevo orden de la madurez, corra a rendirse, aliviado, a sus mandatos, buscando el amparo de unos nuevos límites.
ALTER.- ¿Y es así en todos los casos?
EGO.- No lo sé. Hablo por mí, que es lo que mejor conozco. Pero imagino que, como no soy un bicho raro, mi caso será también el de muchos otros.
ALTER.- ¿Y qué papel jugaron las lecturas en tu adolescencia?
EGO.- En parte ya hemos hablado de eso. Las novelas de aventuras seguían alimentando el fuego de la imaginación infantil, pero además se incorporaron otras lecturas más “canónicas”: Don Quijote (versión abreviada, la completa la leía a los dieciocho), y otros clásicos castellanos, la Divina Comedia, algo de Shakespeare…pero la verdadera ruptura se produjo a los 17-18 años con la lectura de tres pensadores que me despertaron del “sueño dogmático”, mantenido hasta entonces por la presión del ambiente y de la enseñanza oficial.
ALTER.- ¿Quiénes eran?
EGO.- ¡Un momento!
ALTER.- ¿Pasa algo?
EGO.- Sí, algo que no debería pasar.
ALTER.- ¿Nos hemos desviado…?
EGO.- No, al contrario. Nos hemos encarrilado de una manera intolerable. ¿Te das cuenta de que estamos hilvanando los comentarios sobre la base de mi biografía personal?
ALTER.- ¿Y qué tiene eso de malo?
EGO.- Que incumple el primer mandamiento de estos diálogos: no seguir ningún plan.
ALTER.- Pero eso es imposible de cumplir: siempre hay un plan.
EGO.- Al final, Alter, en todo caso, al final. Sólo cuando la idea se haya desarrollado podremos hablar de la existencia o no de un plan.
ALTER.- ¿Recuerdas cuál fue el primer libro que leíste?
EGO.- Perfectamente. Aparte cuentos infantiles, el primer libro que leí fue Corazón, de Edmondo De Amicis. Tenía ocho años.
ALTER.- ¿Y ahora?
EGO.- Ahora, ¿qué?
ALTER.- ¿Qué edad tienes ahora?
EGO.- ¿Importa mucho?
ALTER.- Claro que importa. ¿Cómo vamos a saber en qué circunstancias político-sociales un niño de ocho años leía Corazón, si no sabemos de qué época se trata?
EGO.- De acuerdo. Puesto a ser objeto de investigación paleontológica, confesaré que tengo sesenta y tres años…y estamos en el verano del 2003… y lo de “político-sociales” no quiero volver a oírtelo decir.
ALTER.- O sea, que eso ocurría a finales de los cuarenta. ¿Era un libro recomendado para niños?
EGO.- Era un libro dirigido a los niños, por supuesto. Pero en España no era un libro recomendado para niños, al menos oficialmente. Consistía en el supuesto diario de un niño de nueve años a lo largo de todo un curso escolar, interrumpido por unos relatos…
ALTER.- Sí, claro, Marco era uno de los relatos, ¿no? El de la serie de televisión. Ya sabía que me sonaba de algo…
EGO.- De los Apeninos a los Andes, se llamaba… ¿y tú qué edad tienes?
ALTER.- ¿Importa mucho eso?
EGO.- Claro, ¿cómo vamos a saber en qué mundo aprendiste lo poco que sabes, si no sabemos de qué época se trata?
ALTER.- De acuerdo. Tengo… treinta años. ¿Está bien así?
EGO.- Sí, treinta años está bien…Una de las primeras generaciones formadas totalmente con la televisión…aunque eso ya alcanza a los que ahora tienen cuarenta…Pues te decía que, aunque iba dirigido a los niños, contenía algún aspecto que lo incapacitaba como lectura recomendada por las autoridades escolares del Régimen (que era como se llamaba entones el franquismo). Su laicismo. Su laicismo es absoluto, la religión no aparece para nada.
ALTER.- Era italiano, ¿no?
EGO.- Sí, y escrito a finales del siglo XIX. Es un ejemplo de lo que se suele llamar “literatura de los buenos sentimientos”, dicho sea en este caso sin ninguna connotación peyorativa. La honradez, la amistad, el trabajo, el amor filial, el compañerismo, el deber, el patriotismo…
ALTER.- ¿El patriotismo?
EGO.- Sí, hoy puede parecer raro que el patriotismo se incluya entre los buenos sentimientos, pero piensa que, cuando fue escrito, hacía poco que Italia había salido de las guerras de unificación y, después de siglos de humillaciones, fragmentaciones y dominaciones extranjeras, el sentimiento de una patria unida en la que todos los italianos fuesen libres e iguales adquiría un valor extraordinario.
ALTER.- Un patriotismo muy diferente del que se imponía por aquí.
EGO.- Nada que ver. Aunque, pensándolo bien…no sé…habría que ver si no fue ese mismo patriotismo el que condujo al fascismo de Mussolini. Es cierto que tal deriva no podía estar en la mente de De Amicis, que era socialista…pero no es menos cierto que Mussolini también había sido socialista.
ALTER.- Ergo…
EGO.- Ergo el patriotismo es una planta peligrosa. En condiciones adversas puede ser un buen tónico para la sociedad, pero administrada por el poder…
ALTER.- ¿Puede un artista ser patriota?
EGO.- Puede, como puede ser comunista, o reaccionario, o diabético. De eso ya hablamos en la primera jornada ¿recuerdas? Creo que la pregunta deberías formularla así: ¿es habitual entre los artistas el ideario nacionalista o el sentimiento patriótico?
ALTER.- Dala por formulada, maestro.
EGO.- Pues bien, yo creo que no. Primero, por una razón histórica. Y es que entre la caída de Roma y la Revolución francesa el nacionalismo y su correspondiente patriotismo tal como hoy los entendemos, simplemente no existieron, con lo que los artistas de todos esos siglos se ahorraron el dilema o quién sabe si la angustia de sentirse o no patriotas. Las lealtades iban en otro sentido: el señor natural, la religión, el rey. Otra razón, que no será aceptada por todos, es que el mismo espíritu del arte, que siempre tiende a derribar fronteras, le hace incompatible con una visión limitada de sus logros o aspiraciones por razones étnicas o geográficas. Goethe, que por supuesto era de esta opinión, decía que el patriotismo es el orgullo más barato.
ALTER.- Y sin embargo, no es pequeño el número de poetas que han cantado a la patria.
EGO.- De acuerdo, pero sobre todo en los momentos de opresión de un pueblo. Es lo que te he dicho antes sobre la planta peligrosa, y que ahora te repito con un ejemplo: no es lo mismo el canto a la patria de Espronceda, antinapoleónico, que el canto a la patria de Pemán, directamente fascista.
ALTER.- Y el Filósofo, qué decía del asunto.
EGO.- Cosas espantosas…para los patriotas alemanes, naturalmente. Llegó a escribir que, por si acaso moría de repente y para que no quedase ninguna duda, dejaba constancia de su desprecio por la nación alemana y de su vergüenza por pertenecer a ella.
ALTER.- Muy fuerte, ¿no?…Ego, ¿por qué no cambiamos de tema? No sé…me siento…incómodo.
EGO.- Se comprende. Es un tema muy delicado, y altamente sensible. Una discrepancia sobre literatura puede hacer correr ríos de tinta; una discrepancia sobre esto de que hablábamos puede hacer correr ríos de sangre. De hecho, en toda la historia de Europa, aparte subyacentes razones económicas, los únicos motivos alegados para guerras y matanzas han sido religiosos o nacionales.
ALTER.- ¿Y cómo hemos venido a parar aquí?
EGO.- Edmondo De Amicis nos ha traído, y su patriotismo bueno. Pero podemos corregir el derrotero.
ALTER.- Estupendo. ¿Recuerdas alguna otra lectura de tu infancia que merezca la pena mencionar?
EGO.- Sí, claro, David Copperfield de Charles Dickens. Lo leí a los doce años, y me dejó fascinado.
ALTER.- ¿Qué es lo que te fascinó?
EGO.- El mundo que se iba desplegando a medida que yo iba leyendo, un mundo con personajes y situaciones curiosos, extravagantes, inconcebibles en la vida cotidiana, perfectamente pautada, del niño que yo era, y sin embargo, tan reales. Había que ser un mago para crear todo aquello. Por primera vez tuve conciencia de la importancia del escritor y de la escritura. Así que acabé de leer David Copperfield, intenté empezar a escribir. Es la primera lectura estimulante que recuerdo.
ALTER.- ¿Estimulante?
EGO.- Me refiero a un tipo de obras que, sin ser necesariamente de lo mejor, tienen la virtud de estimular en mí el impulso creador.
ALTER.- ¿Qué otras lecturas estimulantes recuerdas?
EGO.- No sé…ahora…Allan Poe, sí. Leer un relato suyo y sentir la necesidad de escribir algo semejante eran una misma cosa. Baroja, seguro. Goethe, por supuesto, o más exactamente el Werther. Henry Miller, también…
ALTER.- ¿El que fue marido de Marylin Monroe?
EGO.- No, ése es Arthur, el dramaturgo. Me refiero a Henry…
ALTER.- Ah, ya, el pornográfico, Trópico de Cáncer y todo eso. Y en qué sentido te era estimulante, si no es indiscreta la pregunta.
EGO.- Cuando le leí, hacia el 65, aquí se vendía clandestinamente, precisamente por pornográfico. Sin embargo eso es sólo un aspecto de su obra. Lo que yo descubrí en Henry Miller fue un hombre libre, con una tremenda vocación de escritor, por una parte apegado a los aspectos más elementales de la vida y, por otra, muy consciente de que, al transmutarse en escritura, esa vida elemental, por sentida y dolorosa que sea, no tiene otro significado que el de ser materia literaria y que, por tanto, esa crucifixión a que nos somete la existencia no es del todo real sino más bien ficticia, como de broma, “rosada”. Ése es el sentido de su trilogía La crucifixión rosada, formada por la novelas Sexus, Nexus y Plexus. Por otra parte, aunque no siempre se ponga de relieve, esa dualidad pasión-contemplación es propia no sólo de Henry Miller sino de todo poeta. Y llamo poeta a todo creador literario cualquiera que sea el género en que se exprese.
ALTER.- ¿Quieres decir que en la vida real el poeta no sufre como el resto de los mortales?
EGO.- Claro que sufre, y quizá más. Lo que quiero decir es que, para el hombre normal, el sufrimiento es sólo sufrimiento (y quizá también prueba o expiación), mientras que para el poeta es, además, otra cosa: un acontecimiento objetivo subordinado al plan general de su creación. Y eso, esa especial relación que tiene con la vida cotidiana, es algo que se nota y que, por lo general, no se perdona, porque le presta una aureola de distanciamiento, de superioridad, que el no poeta atribuye a fingimiento o falsedad.
ALTER.- No sé si te entiendo. ¿Podrías explicarte mejor?
EGO.- Thomas Mann, en su novela Carlota en Weimar imagina que cuarenta años después de los días de la supuesta pasión que el joven Goethe sintió por la joven Carlota y que le inspiró su novela Werther, ésta va a visitarlo, y que ambos, cada cual por su lado y luego brevemente en común, reflexionan sobre aquellas antiguas vivencias. Lo que Carlota recuerda es un joven aparentemente apasionado y rendido y que, sin embargo, no se entrega del todo, como si se reservase algo para sí mismo, como si estuviese de alguna manera por encima del acontecimiento. Y es esta actitud del presunto enamorado y no el compromiso matrimonial que la liga a Kestner lo que determina que Carlota no acepte al joven poeta. Y es que Carlota es una mujer normal, y para las personas normales, para las que la vida no es más que la vida, la actitud del poeta, para el que la vida es además símbolo, resulta siempre sospechosa. Y se comprende: es como jugar con alguien que sabes que tiene alguna carta escondida.
ALTER.- Luego, el poeta hace trampas en la vida.
EGO.- ¡Pobre poeta! Por lo general es el ser menos dotado para hacer trampas, el menos hábil para conducirse astutamente en sociedad. En las batallas cotidianas siempre tiene las de perder. Pero, por otro lado, esa actitud de superioridad manifiesta frente a los que viven la vida a ras de tierra es algo que incomoda y que hasta ofende. La gente común, incluidas las Carlotas más refinadas, intuyen que no es uno de los suyos, y lo rechazan.
ALTER.- ¿Y no podría el poeta descender hasta la gente común para intentar elevarlos a su altura, en vez de autosatisfacerse en su contemplativa superioridad?
EGO.- Lo intenta, pero en otro terreno. En la vida social, incluso en la vida íntima amorosa es imposible que se exprese como debiera. Simplemente no sabe o no puede. Y es que el tesoro oculto que todo poeta guarda en su interior sólo puede manifestarse a través de su obra.
ALTER.- A ver, si no he entendido mal, todo eso viene de una teoría de Thomas Mann, pero tú ¿hasta qué punto la compartes?
EGO.- Hasta el punto de que no te sabría decir si “todo eso” lo he sacado directamente de la novela de Mann o me lo he montado yo a partir de una interpretación personal de algún punto de esa novela. Digo esto porque, hace días, queriendo corroborar la idea, casi me leí de nuevo toda Carlota en Weimar y no conseguí dar con el pasaje de marras.
ALTER.- O sea, que quizá la idea no es de Mann sino tuya.
EGO.- No diría tanto. En todo caso, si es mía, seguro que se me ocurrió, o se me confirmó, leyendo la novela de Mann.
De las obras de Thomas Mann, unas me han gustado menos que otras, pero ninguna me ha decepcionado. Citadas por el orden con que se presentan en la memoria están, además de la que acabo de comentar, La muerte en Venecia, Doctor Faustus, El elegido, Los Buddenbrook, Carlota en Weimar, Confesiones del estafador Félix Krull, además de muchos de sus siempre certeros ensayos, entre los que – como parte interesada – recuerdo perfectamente el dedicado a Schopenhauer. Y hace cuatro años, gracias a una edición española de sus cuentos y novelas cortas, tuve ocasión de conocer algunas joyas que no había leído. Su lectura me reveló un aspecto que no conocía del autor, y es la habilidad y casi diría que complacencia en tratar la crueldad mental. Me refiero a relatos como El pequeño señor Friedmann, Luisita y algún otro. También me permitió descubrir la que considero su mejor novela corta, La engañada, historia que pone de relieve la extrema crueldad con que en ocasiones la ilusión de vivir es tratada por la realidad de la vida.Y no es que la recomiende, porque he de confesar que me parece el relato más triste que nunca he leído.
Thomas Mann nació en Lübeck, Alemania, en 1875, en el seno de una familia de la alta burguesía mercantil. Fue el segundo de cinco hermanos – el mayor, Heinrich, también sería escritor famoso- y tuvo una educación esmerada aunque sin un objetivo claro. Sus vacilaciones en este aspecto recuerdan las del joven Stefan Zweig y quizás la de todo creador con vocación de totalidad. El padre murió siendo él todavía adolescente, y la madre liquidó la empresa familiar y se trasladó con toda la familia a Munich.
(Entre paréntesis, resulta sorprendente el paralelismo entre las vivencias de Mann y las de Schopenhauer en el primer tramo de sus existencias respectivas: familia de alta burguesía mercantil de ciudad hanseática; diferencia de caracteres entre padre y madre, en el mismo sentido; muerte prematura del padre, a casi la misma edad del hijo; liquidación del negocio familiar y traslado a otra ciudad…).
Muy joven, empezó a escribir relatos. Trabajó breve tiempo en una compañía de seguros y participó en la redacción de la revista Simplicissimus. La fama le llegó pronto. En 1901, a los veinticinco años, se publicó su primera novela, Los Buddenbrook, historia de una familia muy parecida a la suya, que fue un éxito de público casi inmediato y cimentó su prestigio de escritor que, en adelante, siempre iría en aumento.
En 1905 se casó con Katja Pringsheim, hija de una acaudalada familia de origen judío, con la que tendría seis hijos. Se establecieron en Munich, donde Thomas se dedicó sin descanso – siempre que las circunstancias se lo permitieron – a la creación literaria. La peor de las circunstancias de entonces fue, por supuesto, la Gran Guerra, que enfrentó a media Europa contra la otra media e incluso a miembros de la misma familia entre sí. Fue el caso de los dos hermanos mayores Mann. Heinrich, demócrata, proocidental, antibelicista, frente a Thomas, conservador, tradicional, germanista, cuya amistad no se restauraría hasta 1922 y gracias a la deriva ideológica de Thomas.
En su largo y concienzudo ensayo Consideraciones de un apolítico, publicado en 1918, Thomas había defendido los valores de la “cultura” tradicional alemana frente al superficial democratismo de la “civilización” occidental. A partir de ahí, la evolución de su pensamiento – favorecida por el espectáculo del brutal reaccionarismo de la derecha en la posguerra – tuvo una orientación rápida y clara: defendió la democracia, la república de Weimar y se opuso al naciente nazismo. Quizá para que no se relacionara directamente con esta evolución ideológica, en la concesión del Premio Nobel de 1929 la Academia mencionó solo de entre sus obras Los Buddenbrook, publicada hacía casi treinta años.
En 1933 Mann se exilia en Suiza. En 1936 Hitler le retira la nacionalidad alemana. Dos años después se traslada a los Estados Unidos y se nacionaliza norteamericano. Durante la segunda guerra mundial, lanza mensajes por radio desde América para “despertar” a sus compatriotas ante el nazismo. Pero, pocos años después de concluida la guerra, la persecución desencadenada en su país de adopción contra todo presunto comunista, de la que son víctimas algunos de sus amigos intelectuales, le mueve a abandonar Estados Unidos y regresar a Europa. Muere en Suiza en 1955.
Pese a estos datos biográficos, Thomas Mann no fue un hombre especialmente interesado por la política. Se podría decir que los tiempos le forzaron a interesarse. Fue sobre todo un artista, y de aquella clase de artistas que contemplan el mundo como materia para su obra de arte, con un modo de mirar objetivo, distanciado y teñido de un leve humor. Para el común de los mortales, las emociones e incluso las tragedias de la vida solo son emociones y tragedias, para el artista como Mann son, también, los datos que fríamente ha de tratar para crear una obra artística con cierto sentido. Esta actitud suele corresponderse con la apariencia de una personalidad distante, carente de empatía, egoísta, porque parece – y no solo parece – que el individuo en cuestión vive por encima de los acontecimientos. Mann lo sabía, y lo asumía. También sabía, y lo proclamaba muy alto, que él no era de la clase de artista que sobreactúa como tal, que se mueve, habla, viste – se disfraza – de artista. Tonio Kröger, protagonista de una de sus primeras novelas, y alter ego del autor, lo deja bien claro:
Como artista, uno tiene suficiente con las aventuras interiores. Por fuera, hay que vestirse bien, ¡qué diablo!
(En cuanto al criptohomosexualismo de Thomas Mann, dejo el tema a los muy enterados de estas cosas)