Archivo mensual: octubre 2020

SILVINA OCAMPO. La nena terrible I

Aún no tiene diez años. Como tantas tardes de verano, ha escapado del sopor del mediodía que invade la gran casa rodeada de hectáreas de parque. Inquieta, oculta entre los árboles, espera la llegada de los seres maravillosos. Los mendigos. Aparecen, como siempre, en pequeños grupos. Algunos, lisiados. A uno lo falta un ojo, a otro un brazo. Los hay que cojean penosamente. Hay rostros que parecen de cera, cabelleras que se dirían de esparto. Cual valiente capitana, conduce a la tropa al establo próximo donde tiene preparado un refrigerio mínimo con lo que, a hurtadillas, ha podido recoger de cocina y despensas. Dos sirvientas la observan ocultas. Sonríen. ¡La han advertido tantas veces de que no se acerque a aquella gentuza! Saben que es inútil.

Inútil es establecer un retrato claro de la persona y escritora en que se convirtió aquella niña “rara”. Si hay algo que da continuidad a su vida es precisamente su fascinación por lo marginal, deforme y prohibido. Fascinación que no le impide llevar una existencia más o menos acorde con lo establecido por las normas de su mundo, de su clase. Ni siquiera esa inclinación por los pobres, por los desgraciados de la tierra, la impulsa a comprometerse en alguna especie de actividad social o política. Se diría que no advierte ninguna relación entre una cosa y la otra, que su atracción por ciertos aspectos del mundo subhumano o parahumano, es solo estética. Reflexión que, por supuesto, no podía hacerse la niña terrible, pero que tampoco habría de explicitar la mujer de larga vida. O tan solo en la forma retorcida y críptica de su literatura.

La clase a la que pertenecía la “nena terrible”, como la etiquetó un escritor, era la más alta que se movía en la civilización occidental. Puramente aristocrática, si no fuese porque el adjetivo, en su sentido estricto, no tiene aplicación en el continente americano. Don Manuel Ocampo, el padre, descendía en línea directa de uno de los primeros españoles que llegaron a América; se dice que era un paje de la reina Isabel la Católica. La familia se fue desplazando hacia el sur, ocupando siempre, los varones, altos cargos en la administración colonial. Establecida en la actual Argentina en el siglo XVIII, participó en el movimiento de independencia frente a España a principios del XIX, al igual, pero ésta en mayor grado, que la familia Aguirre, a la que pertenecía la esposa de Carlos Ocampo y madre de seis niñas. Silvina era la menor.

Victoria, la mayor, intelectual, escritora y animadora del mundo cultural, da cuenta de este protagonismo social, político y cultural de la familia durante todo el siglo XIX en un par de líneas:

San Martín, Puyrredón, Belgrano, Rosas, Urquiza, Sarmiento, Mitre, Roca, López. Todos eran parientes o amigos.

Y económico. La fortuna de los Ocampo era enorme, inamovible, inmune a los bandazos de la política de cualquier signo, como suele ocurrir con las fortunas enormes e inamovibles. Contaban con magníficas residencias en la ciudad (como la de calle Viamonte, donde nació Silvina) y espléndidas quintas en el campo, como la llamada Villa Ocampo, donde la niña terrible solía esperar a los mendigos encaramada a los árboles. Todavía en 1943 se permiten el lujo de trasladar su residencia a un edificio de pisos en el barrio Recoleta de Buenos Aires, que les había comprado el padre. Seis plantas, una para cada hija. Y ya a principios de siglo, es decir, durante la infancia de las niñas, todos los años viajaban a Europa. Embarcaban con todo: la familia, el servicio, y una o dos vacas para que a las niñas no le faltase la leche fresca.

El destino preferente era París, donde en uno de esos viaje los padres creyeron descubrir en la niña de seis años especiales capacidades para el dibujo y la pintura, y enseguida le asignaron un profesor. Ya mayor, pareció que Silvina iba a insistir en ese camino. Pero pronto el ambiente en que se movía, eminentemente literario, y los extraños monstruitos que se agitaban en su interior como buscando salida la pusieron en la vía correcta del destino.

Toda su vida estuvo condicionada, por lo menos en los aspectos externos, por la tríada que presidía (casi puede decirse) el mundo de las letras argentinas. De menor a mayor relevancia:

Adolfo Bioy Casares, el marido, once años menor que ella, refinado estanciero (terrateniente), amigo, más que de la vida social, del tenis y de las mujeres, de las que inevitablemente se enamoraba (y a las que inevitablemente enamoraba). Y que, sin que apenas nadie lo esperase, se reveló hacia la treintena como uno de los mejores escritores del país.

Jorge Luis Borges, escritor de reputación creciente hasta que alcanzó la categoría de eterno candidato al premio Nobel. Muy amigo de Adolfito y de Silvina. Durante años cenó todos los días en casa de la pareja.

Victoria Ocampo, voluntariosa, segura, liberal (en política), cosmopolita, que condujo sabiamente la revista y la editorial que ella misma había fundado y financiado: SUR. Ambas pusieron en lugar destacado el prestigio intelectual de Argentina en el mundo, con colaboradores de la talla de Octavio Paz, Ortega y Gasset, Virginia Woolf, Albert Camus, entre otros muchos.

En apariencia Silvina era, de los cuatro, la menos destacada. Algunos apuntan a que se sentía envidiosa y acomplejada ante el trabajo literario de Borges, y que vivió relegada y oculta a la potente luz del trío mencionado; otros biógrafos y comentaristas, más certeros, creo yo, afirman que el discreto segundo plano no fue impuesto por los tres ni autoinfligido por la modestia propia, sino que era el resultado de una opción lúcida y libremente elegida por ella, totalmente acorde con su modo de estar en el mundo: más atenta a los fantasmas de la imaginación que a los que circulaban a su alrededor.

Con cada uno de los tres mantenía Silvina una relación diferente. Con Bioy, el marido, un amor total y absolutamente dependiente que pasaba por encima – aún sufriéndolas – de las infidelidades públicas de él, del mismo modo que él pasaba por encima de las discretas – y quizá en algún caso lésbica – infidelidades de ella, y es que ella siempre fue lo más importante para él. Y viceversa.

Con Borges le unía un amistad fuerte y sincera, apenas enturbiada ocasionalmente por puntuales discrepancias literarias.

Con Victoria, la hermana, la historia era delicada y venía de antiguo. Aparte de la disparidad de caracteres, Silvina guardó siempre viva la herida que le infligiera Victoria en su infancia, al arrebatarle, cuando se casó, a la niñera a  quien la pequeña, de nueve años, amaba como a una madre, sin que de nada sirvieran sus ruegos ante la prepotencia de la mayor.

Tampoco Borges conectaba especialmente con Victoria, pero la conocía bien, la admiraba y, sobre todo, la acataba. Adolfito simplemente no la soportaba.

La labor semisecreta de Silvina no se empieza a conocer hasta sus treinta y cuatro años de edad, cuando publica la primera colección de cuentos, Viaje olvidado (1937), punto de partida de la constelación de historias increíbles, pobladas de personajes retorcidos, niños y niñas en muchos casos que dinamitan la idea la inocencia infantil. Como el cuento de la niña obsesionada por recordar el momento de su nacimiento, o el de la niña que odia a su institutriz hasta el extremo de querer transformarla en gato, o el de las siete niñas invitadas al cumpleaños de un niño quien, cuando ellas se van de la fiesta, «ya era un hombrecito». Y sean quienes sean los personajes – niños, mayores, poderosos, pobres -, el modo de narrar es tan novedoso y atrayente que solo se podría comparar al de su casi contemporáneo Cortázar. Y así, nos ofrece un mundo en el que el encadenado de la lógica a menudo se quiebra y en el que los hechos brincan directamente desde la profundidad del inconsciente. Se me ocurre que lo más parecido a los cuentos de Silvina son nuestros sueños.

(CONTINÚA)

(De ESCRITORAS)

    

 

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SILVINA OCAMPO. La nena terrible II

Silvina Ocampo nació en Buenos Aires en 1903, última de seis hermanas. El padre, Manuel Ocampo, era ingeniero además de miembro de una distinguida y rica familia que hundía sus raíces en las carabelas de Colón, más o menos. También la familia de la madre, Ramona Aguirre, era de rancio abolengo y de grades posibilidades económicas.

Silvina, como el resto de las hermanas, no conoció la escuela primaria ni la secundaria. Los estudios los realizó en casa a cargo de profesores competentes y, como no era nada extraño entre la gente de su clase, aprendió primero el francés y el inglés que el español.

Su carácter era un poco especial, ”raro”, solían decir familiares y conocidos. Hablaba poco (“¿se te ha comido la lengua el gato?”, expresión que, con su poderosa imaginación, la llenaba de terror). Pero el rasgo que más la distinguía del resto de la familia y de la gente pudiente, era su afición a las personas de las clases inferiores ya fuesen mendigos o miembros del servició doméstico, en cuyas dependencias pasaban las horas, entre planchadoras, costureras y cocineras. Dice la niña de uno de sus cuentos:

Ser pobre, andar descalza, comer fruta verde, vivir en una choza con la mitad del techo roto, tener miedo, deben ser las mayores felicidades del mundo. Pero nunca podré ambicionar esa suerte. Siempre estaré bien peinada y con estos horribles zapatos y estas medias cortas. La riqueza es como una coraza que Miss Fielding admira y que yo destesto.

Obediente a la vocación anunciada en su infancia, en 1929, a los 26 años, se encuentra en París estudiando pintura y dibujo. Allí frecuenta a los artistas argentinos y estrecha su amistad con Norah Borges, hermana del escritor, y ya destacada artista. Y cuenta con maestros como Chirico y Léger.

De vuelta a Buenos Aires sigue por un tiempo su dedicación a las artes plásticas, afición que pronto sería desplazada por la que la tendría mayormente ocupada toda la vida. Dos hechos fueron decisivos en este giro vital: la fundación de la revista SUR por su hermana Victoria, en 1931, y la relación amorosa con Adolfo Bioy Casares, el rico, ocioso y encantador estanciero, quien pocos años después se había de revelar como uno de los grandes escritores argentinos.

En 1934, Silvina y Adolfo, que ya viven juntos, se establecen en la quinta de Pardo, propiedad de él, y es allí donde ella empieza a escribir en serio. Y también donde consolida su amistad con un amigo de Adolfo que suele visitarlo, Borges. No es extraño que en este ambiente, la pluma venciera al pincel, es un decir. También ayudó el hecho de figurar como una de las fundadoras de SUR, lo que facilitó la publicación y reseña de algunos de sus cuentos, no obstante que ni ella ni Adolfo ejercieron en ningún momento como los consejeros de redacción que eran. 

En 1937 publica la primera colección de cuentos, Viaje olvidado, que provocan en Victoria una reacción de asombro y de recelo hasta el extremo de considerarlos públicamente una serie de “recuerdos distorsionados de la infancia”, “recuerdos reinventados” por “una persona disfrazada de sí misma”.

En 1940 Silvina y Adolfo se casan, precisamente el año en que él publica La invención de Morel, novela que consolida el prestigio literario de su autor. La desacostumbrada diferencia de edad (él, once años menor) y el hecho de que ella conociera al muchacho por la madre de éste, provocaron el rumor de que fue la madre, que tenía una relación lésbica con Silvina, la que urdió el matrimonio. Hecho que fuentes muy fidedignas niegan rotundamente. Pero las malas lenguas insisten; por eso se las llama “malas”.

Lo que sí era de conocimiento público, esposa incluida, era las continuas infidelidades del marido. Un episodio célebre en este sentido fue el que tuvo lugar durante el viaje que la pareja realizó por Europa en 1949. Iban acompañados por la sobrina de Silvina, Genca, quien era (o había sido) amante de Adolfo. Y ocurrió que en el camino se encontraron con Octavio Paz y su esposa de 29 años, Elena Garro, también escritora, dicen que oscurecida por el poderío intelectual del marido. Y ocurrió que Adolfo y Elena se enamoraron locamente, que es como se enamoran los que se enamoran. Un amor mayormente epistolar, solo físico en las pocas ocasiones que tuvieron para verse: un breve encuentro en Europa en 1951 y otro también breve en Estados Unidos en 1956. Otro hecho curioso fue que, no pudiendo o no queriendo tener hijos Silvina, adoptaron en 1954 a Marta, la hija que Adolfo había tenido con una de sus amantes. Evidentemente, con todo esto Silvina sufría, pero lo aceptaba en aras de un bien mayor: no perder a Adolfito; idéntica razón llevaba a éste a tolerar los mucho más discretos desvaríos de la esposa. Desde cierto punto de vista se diría que formaban una pareja perfecta.

En todo caso, la actividad creativa de Silvina no se detiene. También en poesía. En 1942 ya había publicado dos poemarios (Enumeración de la Patria y Espacios métricos) que, aunque de calidad notable, nada tienen que ver con los cuentos en cuanto a originalidad e impacto en el lector. En 1946 se publica una novela escrita junto con Adolfo – estimaba a su esposa también como escritora -, sin que se sepa qué aspectos o partes de la obra corresponden a cada cual: Los que aman, odian, novela policíaca, género que ella apreciaba tanto como Adolfo y Borges. En 1948 publica otra colección de cuentos (dicen que esta vez influida por Borges), Autobiografía de Irene.  En el 59, con La Furia, y en el 61 con Las Invitadas, se consolida su prestigio como escritora, sin que en ningún caso llegara – ni todavía hoy – al nivel que muchos creemos que merece.

Mucho más discreta que el marido, de la vida íntima de Silvina poco se sabe. Aparte de la fantasiosa historia de la suegra, trascendió su relación también supuestamente lésbica con la joven poeta Alejandra Pizarnik. Pero de los testimonios escritos se evidencia que la «tórrida pasión» de que hablan los comentaristas fue sobre todo por parte de la joven, mientras que Silvina pronto se sintió agobiada por aquel vehemente acoso, y es posible que su tácito rechazo tuviera algo que ver con el suicidio de Alejandra en 1972.

Silvina seguía escribiendo y publicando, tanto relatos (Los días de la noche, 1970; Y así sucesivamente, 1987) como poesía (Amarillo celeste; Árboles de Buenos Aires, 1970) hasta que, unos cuatro años antes de su muerte, ocurrida en 1993, el maligno Alzheimer la apartó del mundo. 

Nadie sabe lo que ocurre en la mente de las víctimas de esta enfermedad. En el caso de Silvina podemos suponer que, en su sueño, habría mañanas luminosas pobladas de árboles y mendigos, y tardes grises con sus institutrices estúpidas y  sus niños asesinos.

(De ESCRITORAS)   

  

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CONVERSACIONES CON PETRONIO XVIII

Desde mi regreso de Pompeya mis relaciones con Petronio habían adquirido un tono distinto, más familiar, más íntimo. Por otra parte -él lo observó enseguida-, me había despojado de parte de mi timidez y de mi postura de admirador rendido. También la frecuencia y el estilo de los encuentros era diferente. Se hicieron más esporádicos y ya sin rastro de los pudores protocolarios que antes me preocupaban: sin dejar de ser un discípulo aplicado, me había convertido en un amigo más de Petronio, en uno de sus pocos amigos verdaderos. También cambió un aspecto fundamental a los efectos de este relato: tras el primer encuentro posterior a mi regreso, abandoné la costumbre de anotar el mismo día y literalmente el contenido de la conversación, y ya sólo lo hacía cuando pensaba que determinadas frases o conceptos merecían sin duda ser recordados. En algún lugar, que no recuerdo, debo de conservar la recopilación de las sentencias y reflexiones petronianas más brillantes y profundas.

Vi a Petronio por última vez el 20 de marzo. El día anterior, convocado por Nerón, se había reunido el Senado en el templo de Venus Madre. Al término de la sesión corrió la voz de que se habían pronunciado condenas. Algún rumor incluía el nombre de Petronio.

Era mediodía. En cuanto el portero me abrió, me precipité hacia el gabinete y entré sin llamar. Petronio escribía. Sin levantar la vista del pupitre, dijo:

-¿Qué son esas prisas, Lucio? Escribo, luego estoy vivo, ¿no?

-¿Qué ocurrió ayer en el Senado?

-Si me dejas terminar la frase, te lo explico.

Siguió escribiendo unos instantes. Luego se levantó, me tomó del brazo y salimos al jardín.

-Ya tenemos aquí la primavera -dijo-. La representación va a empezar de nuevo, y los cuatro actos se repetirán rigurosamente: despertar, plenitud, decadencia y muerte. Hemos de reconocer que la naturaleza es bastante obsesiva. Yo diría que le falta una pizca de imaginación. Cuarenta y seis años contemplando la misma historia es como para estar un poco harto.

-Vivirás muchos más, Petronio, te lo juro.

-¿Qué son esos excesos, Lucio? ¿Quién eres tú para vaticinarme nada? Viviré todo el tiempo que el destino y yo hayamos pactado…Pero me preguntabas por la sesión del Senado.

-Sí, corren rumores alarmantes. Algunos te incluyen entre los condenados.

-Se equivocan, se equivocan por completo, como muy bien puedes ver. Es cierto que la sesión la había montado Tigelino para cargarse a unos cuantos senadores, pero yo no iba en el lote. Sí, el objetivo era que ciertos senadores presentasen acusación contra dos colegas, enemigos públicos de turno, y que el mismo Senado los condenase. Tigelino se ha convertido en un perfecto organizador de espectáculos. En esta ocasión le ha bastado con sustituir a los «aplaudidores» de oficio por pretorianos armados para sugerir a los padres de la patria cuál era su obligación a la hora de votar. Así, que Trásea y Sorano ya son historia. Y Mela también.

-¿Mela, condenado?

-No fue preciso. Antes de la sesión del Senado se quitó la vida. El caso de Mela resulta paradigmático de cómo la avaricia puede romper no sólo el saco sino todo lo demás. Aparte de una obra literaria importante, Lucano dejó a su muerte un importante número de deudores, que su actividad financiera (inevitable estigma familiar) había ido acumulando. Cuando Mela, como heredero de su hijo, exigió el pago a uno de los deudores, éste se negó. Mela insistió, y entonces el deudor amenazó con sacar a la luz una carta que tenía de Lucano en la que el padre aparecía implicado en la conspiración de Pisón. Pero Mela no cedió. Y el deudor puso la carta en conocimiento de quien procedía. A la primera citación oficial, Mela se ha quitado la vida. Ya ves, todo el interés que puso en la defensa de la bolsa le ha faltado en la defensa de la vida. Ejemplar, ¿no? Adondequiera que uno mire no ve más que aburridos episodios edificantes. Y luego dicen que vivimos una época inmoral. ¿Qué opinas?

-Lo único que ahora me interesa es saber si estás o no en peligro.

-En peligro estamos siempre, amigo Lucio; todos y en todo momento. Supongo que lo que te interesa saber es si preveo para mí un final parecido a los de Trásea, Sorano y Mela. Pues bien, no, rotundamente no, nada que se les parezca.

-¿Cómo van tus relaciones con Tigelino?

-Mira, precisamente ayer, después de meses sin hablarnos, nos cruzamos unas palabras. Él me dijo: «te he cazado, Petronio», y yo le respondí: «pues cuida de que me guisen muy bien, porque puedo ser muy indigesto».

-¡Pero eso es muy alarmante!…Supongo que, con tu respuesta, le dabas a entender que, si te ocurría algo, saldrían a la luz cosas compremetedoras para él.

-Creo que así lo entendió. Pero la verdad es que, detrás de esa frase pretendidamente ingeniosa, no hay nada, absolutamente nada, como siempre. ¿Quién decía que soy especialista en frases brillantes que nada significan?

-Séneca -dije rápidamente, evitando que surgiese el nombre de Pola.

-Pues Séneca tenía razón. Mis palabras son tan vacías como la vida misma.

-No estoy de acuerdo, y mucho menos en tu obra.

-Mi obra ya no me pertenece. Ahí está, con su vida propia…Pero no quiero ponerme tan solemne como el dichoso Séneca, ¿recuerdas?…Y ahora he de pedirte un favor. Espérame aquí un rato, o en la biblioteca, donde prefieras. He de acabar lo que tenía entre manos.

Me senté en el banco donde tantas veces habíamos conversado, frente al Príapo, sordo testigo de nuestras palabras. Y de pronto, me invadió un extraño sentimiento, una especie de nostalgia anticipada. Faltaban unos días para que se cumpliese un año justo de mi llegada a aquella casa. ¡Era todo tan increíble! Realmente, ¿estaba yo viviendo aquello? ¿O era ya recuerdo, imposible añoranza de algo que tal vez ni siquiera ocurrió? Pero yo estaba ahí, no había duda, y él, a pocos pasos de distancia, escribía…luego estaba vivo. Quizá en aquel momento daba los últimos toques a una nueva obra, más genial que las anteriores, que había de ser el asombro del mundo. ¡Y era mi amigo! Y cuando terminase de escribir, reanudaríamos la conversación.

Y entonces me dio por pensar en todas las cuestiones que podía plantearle. Y fui anotando mentalmente los temas que consideraba pendientes o apenas esbozados en charlas anteriores. Y los miraba desde una y otra perspectiva, y una y otra vez les daba la vuelta, intentando adivinar cuál sería la respuesta, la brillante solución petroniana. De pronto tuve la impresión de que había pasado mucho tiempo, más de una hora, tal vez dos. Y en aquel mismo momento apareció Eutimio para anunciarme que podía pasar al gabinete.

La puerta estaba entornada. Entré sin vacilar. No había nadie. Impulsado por la curiosidad, me acerqué al pupitre. Junto a los instrumentos de escritura había un papel, desplegado, escrito con letra menuda, en el que destacaban las grandes dimensiones del encabezamiento: PARA LUCIO ANTONIO TURNO.

«Cuando hayas llegado hasta aquí yo estaré viajando hacia el sur. Nerón salió ayer tarde con toda la corte con dirección a Nápoles. Yo le prometí que le alcanzaría un día después. Pero no será así. No pienso llegar a Nápoles. Hace tiempo que no visito mi finca de Cumas. Allá me detendré. He quedado con unos amigos para dar una fiesta en la villa. Espero que no falte nadie. Y espero también que comprendas por qué no te he invitado. Te conozco y sé que la clase de festín que he organizado no te gustaría nada.

A propósito de Mela, he caído en la cuenta de un hecho curioso: cuando estamos con una persona, nunca sabemos, ni siquiera pensamos, si acaso es la última vez que la vemos. Si nadie me hubiese informado de la muerte de Mela, pensaría que me lo puedo encontrar en cualquier lugar y en cualquier momento, exactamente igual que lo pensaba antes -ya ves, no es el hecho lo que afecta, sino la noticia. Medita sobre esto y a partir de ahí obtendrás la mejor manera para mantener para siempre la presencia viva de tu amigo, esté donde esté.

Si mi ausencia te parece larga y sientes deseos de mantener conversaciones vagamente parecidas a las nuestras, te recomiendo a Cesio Baso (al lado encontrarás sus señas con una carta de recomendación). Es un sabio profesor. Su especialidad es la métrica, pero ahora ha montado una escuela de letras superiores, ¡para enseñar a futuros escritores, qué te parece! Colabora con él un joven de tu edad y de tu tierra: Cecilio Estacio. Seguro que lo conoces. Es un poeta que promete. En todo caso, ambos son más recomendables que tu Marcial. En fin, es una sugerencia.

Si, mientras tanto, oyes comentar algo de mí, no lo creas. Sea lo que sea, no lo creas. Espera a que te lo cuente yo personalmente. Cierto que nunca se sabe cuándo ha sido la última vez, pero… ¿quién piensa en eso? Tú, espera. Sé paciente y trabaja, es decir, sonríe y juega.»

                                       ***

Y no se quitó la vida precipitadamente, sino que, después de cortarse las venas, se las ligaba y se las volvía a abrir a voluntad, mientras contaba a sus amigos cosas livianas y ajenas a cualquier pretensión de realzar su valentía, y éstos le decían no frases sobre la inmortalidad del alma o sobre el contento del sabio, sino versos ligeros y poemas fáciles. De sus esclavos, a unos premió y a otros castigó. Iniciado el banquete, se fue dejando ganar por el sueño para que la muerte, aunque forzada, pareciese cosa natural.

P.C. TÁCITO: ANALES

                                      ***

El resto de la historia, de la historia pública, lo conoces muy bien, Cornelio Tácito. El de mi historia particular se cuenta en pocas palabras.

Trece años después de la desaparición de Petronio toda mi familia pereció en Pompeya bajo la lava del Vesubio. Desde entonces no me he movido de Roma; desde entonces -¿desde siempre?- he vivido solo.

Primero con Baso y luego por mi propia cuenta he consumido los años enseñando lo que apenas sé. Mis intentos de escribir algo valioso no han dado fruto. Solo publiqué un libro, que no tuvo más eco que una breve alusión, amistosa y benévola, del ya famoso Marcial. Nada más. La mediocridad más absoluta.

Amigo Cornelio, no he sabido ser el que soñaba llegar a ser. Y convendrás conmigo que eso, a los 73 años de edad, no tiene ningún remedio.

Los que alaban el dulce sosiego de la vida retirada son unos hipócritas. Todos. De Horacio a Séneca. Porque hablan desde la fama, desde la gloria o, en todo caso, desde la íntima satisfacción del que se sabe creador de una gran obra. Pero ¿qué consuelo hay para el que ve romperse su sueño cada día, todos los días de la vida?

Mi obra no ha existido. Mi historia personal ha sido un fracaso. Diría que sólo el conocimiento y la amistad de Petronio ha aportado luz a mi vida. Diría, pero…¿puedo decirlo?

En una existencia como la mía, la irrupción de la figura de Petronio más parece la forzada intervención de un dios de tramoya que algo concordante con la lógica de las cosas. ¿Entonces? ¿Conocí realmente a Petronio? ¿O no será ésta la manera que tiene la imaginación de vengarme de la realidad?

Te lo advierto, Cornelio Tácito: quizá no conocí a Petronio. Ni a Séneca, ni a Lucano. Ni a Pola. Quizá esto que has leído es fruto de la fantasía, obra de arte -¿finalmente?- construida sobre algunos de los datos que tú mismo has puesto a disposición de todos. ¿Cambiaría algo?

 

                                          FIN

                                          DE

                CONVERSACIONES CON PETRONIO

   

               Si bene calculum ponas ubique naufragium est

                                                               (Petronius Arbiter)

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CONVERSACIONES CON PETRONIO XVII

Era carta de Pola. He dudado incluirla aquí por dos razones: porque es muy personal, ajena en principio a la intención de este documento, y porque da una idea de Petronio muy distinta de la que se desprende de nuestras conversaciones. Pero finalmente esto último me ha determinado a incluirla. Petronio no me perdonaría que escamotease al mundo una de sus numerosas máscaras: la que Pola veía en él.

«Estimado Lucio…¿Por qué te escribo? No lo sé. He pensado mucho en ti. ¿Sigues en Nápoles? ¿Has regresado a Roma? En cualquier caso, confío que a través de Petronio te llegue esta carta. Tú prometiste escribirme, y no lo has hecho. Cierto que no te dejé ninguna indicación de mi residencia -ni a ti ni a nadie-, y espero que ésta sea la única explicación de tu mutismo.

La verdad es que no debería escribirte. Pero sentía la necesidad de hacerlo. ¿Para qué? Para mi propio consuelo, quizá. Porque no tengo nada que ofrecer ni que prometer. Te escribo como escribiría a un hermano querido, un hermano al que nunca hubiese de volver a ver.

Han pasado cinco meses desde aquella trágica tarde en que mi amado esposo fue arrancado de la vida. Y conservo todo el dolor intacto. La rabia no; la rabia se me ha ido disolviendo en una especie de extraña sabiduría. Aquí, en la soledad del campo, he aprendido muchas cosas. No de los libros precisamente, aunque también leo; no de los seres humanos, a los que apenas trato. He aprendido de las criaturas más humildes de la naturaleza, de las plantas, de los animales. Mi alma se va abriendo a ellas, y al mismo tiempo que se calma y se enriquece, va comprendiendo la enorme, monstruosa mentira que es el ser humano.

Decir que los hombres son malvados me parece un exceso de cortesía. Supone atribuirles cierta inteligencia para elegir el mal. Los hombres son necios y mienten, eso es todo. Y de ahí nacen sus crueldades. ¿Has pensado cuál es el origen, cuál el fin de tantas muertes absurdas? ¿Has considerado cuál es la catadura moral de los que gobiernan? ¿Has observado en qué emplean los días, cuáles son las ocupaciones de los grandes hombres de hoy? Si lo piensas bien, llegarás como yo a la conclusión de que un hombre apenas conoce otro modo de afirmarse que destruyendo a otro hombre.

Hay excepciones, como bien sabes. Lucano era una de esas raras almas luminosas que brillan solitarias en la oscura noche de la humanidad. Casi toda su vida, su corta vida, la ha empleado en trasmutar en belleza los horrores de la guerra. Si has leído su obra, conoces el resultado. Quizá pecaba de ingenuo, es cierto. De      mí decía que era la personificación de las virtudes de la mujer romana, que yo le había inspirado los rasgos esenciales de su personaje Marcia, la esposa de Catón. Se equivocaba, naturalmente. Entre las virtudes de la mujer romana se incluye la asunción total de las locuras egregias de sus varones. Y esto es algo que -ahora muy claramente- no puedo de ningún modo asumir.

Solo soy una mujer, una mujer enamorada de un fantasma. Y temerosa de que otro hombre joven y bueno se convierta también en un fantasma. Lucio, te lo dije entonces y te lo repito ahora: cuídate, apártate de ese mundo en el que te veo en peligro de entrar. No hay nada ahí; no hay nada más que mentira, crueldad y muerte.

Y llegada aquí, no tengo más remedio que decirlo: no entiendo tu devoción por Petronio. Y no me digas que es solo literaria. ¿Te parece ese hombre una persona buena, honrada, siquiera agradable? Tu sabes de su vida, de sus fingimientos, de sus dobleces, de sus ambigüedades. Pero quizá no conoces algo que para mí es mucho peor: su inhumana frialdad.

Aquella tarde, mientras la sangre de Lucano se llevaba en su huida su vida y la mía, no pude evitar ver por un instante los rostros de los asistentes. Horrorizados, compungidos. Pero no todos. Cuando mi vista dio con la figura de Petronio, un aire glacial heló mis venas. Había más que calma y serenidad en aquel rostro, mucho más. La boca cerrada, apretados los labios, como si dudasen formar una extraña sonrisa; el cuerpo erecto, pero sin rigideces; la cabeza levemente ladeada, como si buscase un punto de observación insólito. Y los ojos. Los ojos grises y enormemente abiertos como si quisiesen albergar toda la luz de la tierra. Y en aquel instante comprendí lo que aquellos ojos veían: Petronio no asistía a la muerte de un ser humano; contemplaba un espectáculo, una representación. No pensaba en el amigo que moría; absorbía la belleza de la escena.

Petronio no tiene sentimientos, no tiene corazón. ¿Cómo puede ser poeta? ¿De dónde le viene el alma que en algunos de sus poemas brilla sin duda alguna? Quizá se trate sólo de un montaje, de un genial trabajo de carpintería hecho con los materiales de otros poetas.

Sé que no tengo ningún derecho, que no debo ejercer ninguna influencia sobre ti. Pero si lo tuviera, si debiera, te diría: Lucio, querido amigo, apártate de Petronio. No hay ninguna bondad en él, ningún sentimiento humano. Estoy convencida de que su idea de la belleza puede llevarle hasta a justificar el crimen. No en vano es consejero estético de quien sabes.

No sé si algún día regresaré, si tendré fuerzas para contemplar los rostros de los asesinos, para oír sus palabras de mentira. No lo creo. No estoy segura de que me comprendas. En cualquier caso, no intentes encontrarme. No nos veremos más, ni nos cruzaremos una palabra por escrito. Y si alguna vez te acuerdas de nuestra breve amistad, piensa en mí como en una mujer sencilla que fue mortalmente herida por el mundo.

Si acaso es posible, sé feliz, querido Lucio.»

Las palabras de Pola me causaron una pena profunda. ¿Por qué era todo tan complicado? ¿Cómo era posible que entre dos personas para mí tan queridas hubiese aquel abismo de incomprensión? ¿Nunca más la volvería a ver?

A Petronio no le hice ningún comentario. Él tampoco preguntó nada. 

(CONTINÚA)

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