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ALBERT CAMUS. Un verano invencible I

camus 1Recibe el nombre de existencialismo la línea de pensamiento filosófico que floreció en los años 40 y 50 del siglo pasado, si bien con ilustres precursores. Lo curioso del existencialismo es que algunos autores de los considerados sus más claros representantes no se identifican como existencialistas.

Para empezar, los precursores, como Kierkegaard y Unamuno. Pero esto es normal, porque por entonces ni siquiera se había acuñado el término. Tampoco Gabriel Marcel se consideraba existencialista. Y ni siquiera Albert Camus. Y esto sí que es llamativo, porque resulta que a Camus, junto con Sartre, se le tiene como el más alto representante de la literatura y la filosofía existencialista.

Pero antes de abordar el personaje estaría bien recordar qué era (o es), qué significaba (o significa) el existencialismo. Para unos fue solo una moda pasajera; para otros, una revolución del pensamiento de calibre kantiano, quiero decir, de esas que cambian el foco del pensar y dejan al que no se suma completamente descolocado y como fuera de su propio tiempo.

Comoquiera que no soy de los que se apuntan sin más a los unos o a los otros (a riesgo de que me tilden de equidistante o de relativista, cosas al parecer muy feas) he de reconocer que ambas posturas tienen razón.

Que el existencialismo fue una moda es evidente. Una moda que no solo afectó a la filosofía y a la literatura sino también a la música (en especial la canción), al cine, a la indumentaria y a la manera de vivir. Basta recordar los nombres de Édith Piaf y Juliette Gréco y los jerseys de cuello alto doblado y las cavas jazzísticas y humeantes de París.

Como filosofía, lo que no se puede decir es que el existencialismo constituya un sistema de pensamiento cerrado y coherente (cosa que, por otra parte, parece imposible después de Nietzsche). Más bien cabría calificarlo como un cambio de enfoque.

Tradicionalmente, la filosofía intentaba la explicación del mundo, en el que iba incluido el hombre. A finales del siglo XVIII,  Kant nos explicó que, además de incluirlo, el mundo está dentro del ser humano, porque resulta que la realidad externa la configuran las facultades de percepción del individuo.

La novedad del existencialismo es que, de hecho, niega al mundo como naturaleza determinante. Lo único que existe, afirma, es el individuo. Lo único que a cada cual importa y, por lo tanto, lo único que debe importar a la filosofía, viene a decir, es el hombre concreto, el individuo de carne y hueso que vive, goza, sufre y sabe que ha de morir. Lo único que de verdad conocemos es la experiencia de la vida, nuestra existencia concreta.

Además, esa existencia no procede de una esencia previa, sino que la precede. El ser humano se crea a sí mismo desde su libertad. En palabras un poco incomprensibles para mí, Sartre sitúa así la cuestión:

No hay naturaleza porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no solo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere y como se concibe desde la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo.

La existencia del individuo precede a la esencia. 

Camus comparte esta idea. No hay Dios ni orden alguno coherente creador o responsable del ser humano. Éste tiene que hacerse por sí mismo con lo único que posee: la libertad, la facultad terrible de decidir, de elegir el camino que ha de seguir. Y en este camino, enseguida se le muestran tres evidencias insoslayables.

La muerte. Si todo, absolutamente todo, acaba en una muerte absurda (y Camus no podía conocer el punto final de su biografía), ¿que valor tiene la vida? Consideración que lleva a la siguiente evidencia.

El suicidio. Y es que Camus piensa que la cuestión del suicido habría de ser el fundamento de toda la filosofía: establecer si vale la pena o no vivir esta vida y obrar en consecuencia. Una vida, la humana, que no puede soslayar lo absurdo de su realidad.

Lo absurdo es el acorde fundamental de la vivencia humana. Pero no es que el mundo sea en sí mismo absurdo, pues la naturaleza no es absurda; es lo que es y no hay criterio que nos permita corregirla. Tampoco está lo absurdo en el ser humano en sí, que no es más que uno de tantos seres vivos que pueblan la tierra, aunque con una característica especial.

Lo absurdo nace y se manifiesta en el choque entre el irreprimible deseo humano de hallarle una razón, un sentido a la existencia (característica que no poseen los otros animales), y la indiferencia total de la naturaleza ante esta (¿estúpida?) exigencia. Es decir, el mundo es irracional, pero el hombre se siente impelido a buscar un sentido, y ve que no puede hallarlo fuera de sí. En esta contradicción consiste el absurdo camusiano. 

La preocupación por el sentimiento de lo absurdo y su posible superación recorre la obra de Camus, principalmente relatos, teatro y ensayo, compartiéndola, en especial en el ensayo y en los artículos periodísticos, con la preocupación por las cuestiones sociales y políticas.

Es en el ensayo filosófico El mito de Sísifo (1942) donde Camús plantea nítidamente el tema del absurdo. Sísifo, personaje de la mitología griega, es castigado por los dioses a acarrear un piedra enorme hasta lo alto de un montículo; llegado a la cima, la piedra regresa rodando al punto de partida, y Sísifo regresa también para cargar de nuevo con la piedra cuesta arriba, en una operación que se repite eternamente. Es sobre todo en los viajes de regreso, cuando Sísifo se da cuenta plena de lo absurdo de su condición (como el obrero, condenado a perpetuidad a realizar trabajos maquinales y que solo en ciertos momentos es consciente de lo absurdo de su destino). Sísifo no puede escapar. ¿Qué hacer?

Responder con dignidad, es decir, con rebeldía. El hombre del absurdo no está atado por una esperanza del porvenir o de una eternidad feliz, como lo estaba el antiguo. Es consciente de su destino. Pero no hay destino que no se venza con el desprecio. Y concluye:

Il faut imaginer Sisyphe hereux  (Hay que imaginar a Sísifo feliz).

(CONTINÚA)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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Unamuno o la agonía de existir I

A diferencia de los antiguos, los modernos nunca le han tenido gran respeto al destino. Esta falta de respeto empieza en el Renacimiento con la convicción creciente de que el ser humano es el centro del Universo, continúa con el pensamiento romántico y burgués con la idea de un progreso infinito dirigido por la misma humanidad y culmina con el existencialismo, el de Sartre, por ejemplo, quien se expresa así: no hay naturaleza porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere y como se concibe desde la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo.

El existencialismo fue aquel movimiento filosófico-literario que hizo furor en Europa en los años 40 y 50 del pasado siglo. Tuvo sus predecesores, entre los cuales se suele incluir al danés Kierkegaard y al español Unamuno.

Al contrario que Papini y Séneca, Unamuno no fue por mi parte una elección o descubrimiento solitario. Ya estaba en el ambiente. Era el curso 57-58. A punto de irrumpir en el mundo no oficial universitario el marxismo y el existencialismo (como se ve, hasta en la heterodoxia íbamos atrasados), lo más anti que entonces corría por ahí era Unamuno y algún otro de la Generación del 98. Ahora me pregunto qué sentido tenían esos autores en aquella época, y me respondo que ninguno, al menos desde el punto de vista social. Pero cierto falangismo no oficial los había puesto de moda. Y ese era el límite de lo tolerado.

Quizá convenga aquí alguna aclaración para los no familiarizados con nuestra historia reciente. Fundada en 1933, Falange Española fue, en su origen, un partido que seguía el modelo del fascismo italiano. Formó parte de las fuerzas que se alzaron contra la República tres años después. Tras la victoria de los insurrectos, quedó encuadrado en el partido único finalmente denominado Movimiento Nacional, y convertido en mera pieza de la maquinaria del poder del dictador. Y es que, técnicamente hablando, el régimen de Franco no fue un totalitarismo fascista, sino una simple dictadura militar al servicio de la derecha de siempre. Y así, a finales de los cincuenta, cierto falangismo “auténtico” residual sacó a pasear el nombre de Unamuno por los ámbitos universitarios o más o menos intelectuales.

Yo creo que lo único que Unamuno vio en el falangismo fue el reflejo de sus propias preocupaciones “nacionales” esencialistas. Por su parte, el falangismo sí que bebió bastante en la fuente unamuniana. Hasta el extremo de que, en la actualidad suelen confundirse algunas citas, como aquello de “me duele España”, que más de una vez he visto atribuido a José Antonio, cuando en realidad fue Unamuno el padre del invento.

De todos modos, Unamuno nunca fue proclive al fascismo (fajismo, escribía él en su afán filológico), si bien al principio, y por muy breve tiempo, creyó que el “Alzamiento Nacional” era lo que España necesitaba. Pero lo cierto es que, cuando vio de cerca el verdadero rostro de la bestia, el viejo filósofo ya no dudó, sino que le plantó cara con una valentía suicida. Murió casi a continuación.

Detalles estos que apenas se conocían entonces. Así que de ningún modo pudieron influir en mi admiración por Unamuno. Ni falta que hacían. Me bastó captar la profundidad de su pensamiento y la sinceridad de su actitud para quedar totalmente fascinado. Una sinceridad que consiste en ponerse él mismo como tema, y, a través de todas sus dudas e inquietudes, tratar de llegar al fondo de la cuestión, fondo que, precisamente por su sinceridad y honradez, no llegará nunca a alcanzar.

Lo único que a cada cual importa y, por lo tanto, lo único que debe importar a la filosofía, viene a decir, es el hombre concreto, el individuo de carne y hueso que vive, goza, sufre y sabe que ha de morir. Lo único que de verdad conocemos es la experiencia de la vida, nuestra existencia concreta, que se manifiesta como un esfuerzo sostenido por seguir viviendo, por no dejar de ser.

Pero, además, Unamuno no es tan astuto como para echar por la borda la razón y subirse al carro del irracionalismo gratuito, y ahí el problema, ahí el conflicto que se desarrolla a lo largo de toda su obra. Por una parte, su experiencia interior, acorde con un hondo sentimiento religioso, le mantiene en el anhelo ferviente de una vida eterna. Por otra, los datos de la ciencia y el ejercicio de la razón reducen ese anhelo a la categoría de ilusión. Si hubiese sabido prescindir de la razón, como un auténtico irracionalista, no habría habido agonía (lucha) unamuniana; si hubiese sabido prescindir de su anhelo de eternidad, de su sed de fe, como un auténtico racionalista, tampoco. Pero su hambre de eternidad le impedía aceptar un racionalismo reduccionista, y su sano raciocinio le impedía abandonarse ilusamente a la “fe del carbonero”. Esta era su tragedia.

Se le ha considerado un precursor del existencialismo. Y con toda justicia, pues él fue, después de Kierkegaard, quien puso en el centro de la filosofía el individuo en su existir concreto, en su angustia de saberse un ser para la muerte. Angustia que, para él, sólo la fe podría apaciguar… pero hacía ya tiempo que la Fe había sido inmolada en el altar de la Razón. (continúa)

(De Los libros de mi vida)

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