A veces se mostraba muy triste, pero durante mucho tiempo pensamos que se curaría de aquella tristeza cuando decidiese ser un adulto. Porque la suya parecía una tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y vaga del muchacho que aún no ha tocado tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los sueños.
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Para nosotros no fue un maestro, a pesar de habernos enseñado tantas cosas, porque veíamos perfectamente las absurdas y tortuosas complicaciones del pensamiento con que aprisionaba a su alma sencilla. Y hubiésemos querido enseñarle algo, enseñarle a vivir en un mundo más elemental y respirable. Pero nunca conseguimos enseñarle nada, porque cuando intentábamos exponerle nuestras razones, alzaba una mano y decía que él ya lo sabía todo eso.
Las pequeñas virtudes: Retrato de un amigo, Natalia Ginzburg, (traducción mía para la ocasión)