No es que haya leído a muchos, pero, por lo que conozco, tengo la impresión de que Arthur Schopenhauer es uno de los filósofos que mejor escriben, quiero decir, que mejor se expresan. Con claridad, inteligencia y buen estilo. Tiene las ideas muy claras y sabe comunicarlas de una manera eficaz, a diferencia de otros, de ideas más bien confusas y que las comunican de la forma más embrollada posible a fin de que no se note el embrollo original. Para Schopenhauer, el ejemplo máximo de este último tipo de filósofo es Hegel, pero yo creo que, si pensaba así, era porque no llegó a conocer a Heidegger. Ni a otros muchos que han sentado cátedra y vendido libros en el último siglo y medio.
La prueba irrefutable de lo que digo acerca de la claridad expositiva del de Danzig es que incluso yo, que no he sido llamado para escalar las altas cimas de la abstracción, puedo seguirle con cierta facilidad.
Y sin embargo, hay una excepción. Se trata de una idea sobre la que fundamenta su teoría acerca de la libertad o necesidad de los actos humanos, es decir, sobre la moral. Me encantaría que alguien aportase alguna luz.
Expongo la cuestión con las mismas palabras del filósofo, sacadas de su tratado Sobre el fundamento de la moral:
“...a cada individuo dado, en cada caso individual dado, sólo le es posible una acción: “operari sequitur esse” [el obrar se sigue del ser]. La libertad no pertenece al carácter empírico sino al inteligible. El operari de un hombre dado está determinado necesariamente, desde fuera por los motivos, desde dentro por su carácter; de ahí que todo lo que hace se produzca necesariamente. Pero en su esse, ahí se encuentra la libertad. Él habría podido ser otro: y en aquello que es radica la culpa y el mérito. Pues todo lo que él hace resulta de ahí mismo como mero corolario. A través de la teoría de Kant se nos rescata del error fundamental que colocaba la necesidad en el esse y la libertad en el operari, y se nos conduce al conocimiento de que la cosa es exactamente al revés.” (Traducción de Pilar López de Santa María)
A cuantos conocedores de la filosofía de Schopenhauer lean esto les emplazo a que me den una explicación comprensible de la proposición enunciada en la frase que he puesto en negrita. O sea: ¿cuándo y cómo podía haber elegido yo (o tú) ser otro?
Arthur Schopenhauer nació en Danzig (hoy Gdansk) en 1788. El padre, Heinrich, comerciante acomodado de gustos cosmopolitas (le puso “Arthur”, porque el nombre era igual en por lo menos tres idiomas), siempre pensó en él como continuador del negocio familiar. La madre, Johanna, era culta y con gustos artísticos y sensibilidad literaria. De hecho, llegó a ser una novelista bastante célebre en su época. Siendo Arthur muy pequeño se trasladaron a Hamburgo, pues al padre no le gustó nada la anexión a Prusia de Danzig, hasta entonces ciudad libre bajo el poder nominal de Polonia. En Hamburgo emprendió el joven Arthur la senda formativa trazada por el padre, y que no era nada de su gusto. No se veía como gran comerciante; más bien le interesaba desentrañar los misterios de la vida y del universo. Pero el padre murió, parece que por suicidio, en 1805, y al poco tiempo el hijo cambió los estudios mercantiles por los filológicos. Con la complicidad de la madre, por cierto.
Y sin embargo, las relaciones entre madre e hijo fueron siempre tormentosas, sobre todo en la breve época en que coincidieron en Weimar, donde Johanna se había establecido, convirtiendo su casa en centro de reuniones de la la sociedad intelectual y artística de la ciudad, cuyo rey era sin discusión un Goethe ya sexagenario.
Allá lo conoció Arthur, a sus 25 años, y allá empezó una relación breve y no muy profunda en la que, no obstante compartir algunos postulados, cada uno se mantuvo siempre en sus posiciones. Cuando, pocos años después, Arthur le envió su obra fundamental con el ruego de que le comunicase su opinión, Goethe eludió la respuesta, actitud que no parece muy cortés, pero que iluminó a este que escribe para convertirla en leitmotiv de la novela antes citada.
Ya antes de su estancia en Weimar, Arthur había estudiado medicina en la universidad de Gotinga y luego filosofía en la de Berlín. Y en la de Jena había obtenido el doctorado con una tesis sobre epistemología, La cuádruple raíz del principio de razón suficiente.
Su obra fundamental, El mundo como voluntad y representación, la escribió durante los cuatro años que vivió en Dresde (1814-1818) y en ella puso toda su ilusión y sus esperanzas. Estaba convencido de que iba a causar una conmoción total, una revolución copernicana en el mundo del pensamiento. Lo que ocurrió fue todo lo contrario. Nadie se enteró. La obra pasó desapercibida en los ámbitos filosóficos y literarios.
Viajó a Italia, donde permaneció casi un año. Pero a su regreso todo seguía igual. Entonces, no obstante no tener ninguna simpatía por la vida universitaria, se presentó como profesor en la universidad de Berlín. Por dos razones: asegurarse unos ingresos para complementar la relativamente modesta fortuna heredada del padre (que de hecho le duró toda la vida) y dar a conocer la gran filosofía que se contenía en el libro, que apenas nadie había leído. Además, intentó competir con su odiado Hegel. Fracasó, y a los pocos meses abandonó.
Después de recalar en varias ciudades, en 1831, huyendo del cólera que, curiosamente, se cobró la vida de Hegel, se estableció en Frankfurt, donde pasó el resto de su vida.
A partir de 1851, después de una segunda edición de su obra fundamental en 1844, y de la publicación de una recopilación de máximas morales, empezó a sonar su nombre como filósofo original. Y su fama fue creciendo rápidamente, de manera que, a su muerte, ocurrida en 1860, era quizá el filósofo más célebre de Alemania y, por consiguiente, de Europa.
En sus años de oscuridad no había dejado de reflexionar y de escribir. Pero el el texto básico ya estaba fijado, lo que entonces escribía eran comentarios y ampliaciones. Así, sobre moral (Los dos problemas fundamentales de la ética), sobre la manera en que las ciencias naturales corroboraban su filosofía (La voluntad en la naturaleza) y sobre una gran variedad de temas, desde propiamente filosóficos hasta literarios y de costumbres, reunidos bajo el título griego de Parerga y paralipómena.
Y ahora, al igual que he hecho con los otros dos pensadores que forman parte de los autores de mi vida (Teilhard de Chardin, más bien científico, y Karl Marx, más bien sociólogo), cabría esperar que diese un apretado resumen del pensamiento de Arthur Schopenhauer. Pero ¿se puede resumir un sistema filosófico como el de ese señor en unas cuantas líneas? Veamos.
El mundo, todo lo sensible, el universo entero ha de contemplarse como las dos caras de una moneda. Por una parte es representación (el “fenómeno” kantiano), es decir, algo que está en mi cerebro y cuya relación con la realidad, con la cosa en sí, es problemática; por otra parte es esa “cosa en sí”, (el “noumeno”, kantiano), incognoscible por definición, dado que no es representación. Hasta aquí, Kant.
El punto de partida original de Schopenhauer consiste en su afirmación de que sí podemos saber algo de la cosa en sí. ¿Cómo? Para empezar, observando nuestro propio cuerpo, cómo se mueve, cómo sus órganos funcionan, cómo busca el bienestar, cómo rechaza el malestar, cómo huye del dolor, cómo quiere el placer, cómo quiere vivir por encima de todo, cómo quiere… mi cuerpo es voluntad de ser, y esa voluntad es la esencia íntima de su existencia y de todo lo existente…
Y aquí lo dejo. Porque compruebo que no hay manera de encajar la teoría schopenhauriana dentro de las reducidas dimensiones que he asignado a esta especie de ensayo. El que quiera más tiene varias opciones: o recurrir a las obras del mismo filósofo (preferible) o a las de algún tratadista que lo trate (menos recomendado), o bien leerse las páginas 109-124 [103-117 de la edición de Piel de Zapa] de mi libro antes mencionado. Esta última opción tiene la ventaja de que la explicación la acomoda el personaje Schopenhauer al presunto entendimiento de su fiel perrito, con lo cual el nivel de accesibilidad queda asegurado.¡Buena lectura!
Recuerdo la primera vez que me fijé en la imagen de Schopenhauer. Yo tendría poco menos de veinte años. En un libro divulgativo de fisiognómica – ciencia decimonónica que imagino que ya no existe – se mostraban retratos de personas célebres para ilustrar determinados rasgos de la personalidad. El rostro de Schopenhauer, según el autor del tratado, era la ilustración perfecta del pesimista. La línea recta que formaban los labios apretados era el signo más evidente. Aparte de esto, del libro en cuestión solo recuerdo la afirmación de que los ojos grandes, redondos, bovinos, son señal clara de nulidad intelectual. Tiempo después, cuando supe que Cicerón llamaba a Clodia (la Lesbia de Catulo) boopis, ojos de vaca, me acordé del antiguo manual de fisiognómica y de todos los autores de conclusiones precipitadas o pintorescas, científicos o no.
Que Schopenhauer sea o no pesimista depende del punto de vista del observador. Lo que está claro es que representa un giro total en la manera de la filosofía de ver el mundo. Hasta entonces, toda filosofía tenía preparado un bonito happy end que lo redimía y lo explicaba todo. Desde el divino mundo de la ideas de Platón hasta la marcha gloriosa del espíritu por la historia – o de la historia hacia el espíritu, no sé muy bien – de Hegel, pasando por las versiones metafísico-cristianas y racionalistas- ilustradas-progresistas, posterior marxismo incluido.
Pero llegó Schopenhauer y mandó parar. Las cosas no son como nos gustarían que fuesen, dijo. Sino como son. Y aplicando los datos de la ciencia y la propia experiencia de ser viviente, entendió que en el ser del mundo no se aprecia orden divino, ni razón, ni finalidad, ni ninguno de los otros consuelos imaginados por los filósofos “optimistas”. Hay lo que hay: una voluntad de ser poderosa, incontenible, irrefrenable, que alienta por igual en todas las criaturas y elementos del universo, y punto. A esto lo llaman “filosofía irracionalista”.
A partir de aquel momento en que me fue presentado en imagen, empecé a leerle algunas cosas. Poco después de los veinte, quizá a los veintidós, acometí la primera lectura de su obra fundamental, El mundo como voluntad y representación. Quedé deslumbrado ante muchos aspectos de la obra. Pero he de confesar que hasta una segunda lectura, realizada a los treintaitantos, no supe captar y apreciar cabalmente su contenido.
Y no fue hasta dos décadas después, a mis cincuenta y muchos años, cuando de verdad profundicé en el pensamiento y la persona del filósofo hasta el extremo de meterme literalmente en su piel. ¿Cómo fue esto posible? Ahora lo explico.
Todo lo que yo había escrito hasta entonces, y en parte publicado, eran novelas en que el personaje – siempre del mundo de las letras – se expresaba por sí mismo. Pero de las vidas de Ausonio, Paulino y sobre todo Catulo, muy poco se sabía, así que la dosis de imaginación a aplicar era muy importante. Ya mucho menos lo fue en el caso de Cicerón, a quien también novelé, y es que la enorme cantidad de cartas que de él se conservan definían una personalidad que en todo caso había que respetar. O sea, que el procedimiento de meterse en la piel de… ya no dependía solo de la imaginación sino además de la información. Y de cierto toque mágico que no sé si sabré explicar.
Y de pronto, no sé cómo, recuperé mi antiguo interés por Schopenhauer y di el salto de la Roma clásica a la Europa romántica.
El hecho de que el personaje fuera ya plenamente moderno y mucho más documentado que el propio Cicerón parecía complicar la cosa. Tenía delante un hombre vivo, real, no un ser en gran parte imaginado, como Ausonio o Catulo. Y si con ese hombre quería hacer algo serio tenía que sumergirme en él.
Leí de nuevo y a fondo su obra fundamental, además de todos (o casi) sus otros escritos, leí y consulté biografías, sobre todo de contemporáneos o muy próximos, consulté tratados e incluso aprendí algo de filosofía, aunque confieso que con Kant – tan importante para mi filósofo – no pude directamente. Lo puse todo en la misma olla, lo sometí a cocción lenta, pronuncié la palabras mágicas, bebí de la pócima, ¡y me convertí en Arthur Schopenhauer! Quien lo dude que vea el resultado. Se titula El silencio de Goethe a la última noche de Arthur Schopenhauer, y fue publicado por Editorial Cahoba en 2006 [y por Piel de Zapa en 2015]. (continúa)