Archivo mensual: noviembre 2015

La letra o la vida (refundido)

Sin necesidad de consultar un tratado de gramática, creo estar en condiciones de afirmar que la partícula “o” puede tener, por lo menos, dos funciones distintas. Una, claramente disyuntiva, como cuando los antiguos bandoleros conminaban al viandante para que se decidiese por ¡la bolsa o la vida! sin más historias. Otra, explicativa de una equivalencia, como cuando, refiriéndose al idioma, se dice “castellano o español”.

Si he de ser sincero – y, sinceramente, creo que lo he de ser – confesaré que, después de pensarlo un rato, todavía no sé cuál de las mencionadas funciones ejerce la partícula “o” en el rótulo de este artículo.Luigi_Pirandello_1934

Decantarse por la función disyuntiva del “o” supone aludir a aquel trágico dilema que algunas personas han sufrido y que muchas han magnificado: escribir o vivir; el arte o la vida. O, como lo decía Pirandello, la vita o si vive o si scrive. Y enseguida acuden a la mente los nombres de tantos creadores de los que se dice que crearon porque no sabían o no querían vivir; individuos encerrados en sus cubículos, que levantaban mundos fantasmagóricos o simplemente imaginarios mientras el mundo real no andaba lejos de sus zapatillas.

Pío Baroja, por ejemplo. Y el nombre se me ha aparecido a propósito de las zapatillas. Porque aquel genial constructor de relatos novelescos alardeaba de no saber escribir correctamente, y para corroborarlo afirmaba sin ningún pudor que él nunca sabía si estaba con zapatillas, de zapatillas o en zapatillas. Pero, a la vista de su obra, parece que esto del desaliño literario de Baroja es pura leyenda. Leyenda patrocinada por el mismo autor. Ya es raro. Como si un arquitecto propalase que no sabe bien su oficio. Y es que – como imagino que se irá viendo por aquí – los escritores suelen ser gente muy rara.

Nadie más raro que Kafka, al menos en la imaginación literaria-popular. Y aun en la popular a secas, que utiliza el adjetivo kafkiano con la alegría del que no sabe lo que tiene entre manos. También Kafka suele considerarse un ejemplo de creador que opta por la escritura frente a la vida. Consideración que tiene su base en la actitud huidiza que en más de una ocasión adopta en el momento en que va a formalizarse una relación amorosa. Aunque aquí el dilema no se da propiamente entre arte y vida, sino entre arte y matrimonio, que no es exactamente lo mismo.

La idea de la incompatibilidad entre la dedicación al arte y el estado matrimonial viene de muy antiguo. Pero, como es natural, se refuerza con el romanticismo, cuando el artista es considerado como una especie de sacerdote consagrado exclusivamente a la diosa Arte. En esta consideración late la misma idea que impulsó a la Iglesia católica a requerir el celibato de sus sacerdotes: que no se puede servir a dos señores. Y es que ni la entrega total al Arte ni la entrega total a Dios parecen compatibles con las mil y una preocupaciones que impone la vida de familia. Y esto es así, pese a todas las proclamas de los propagandistas de “la familia cristiana”, que ignoran (o pretenden contradecir) lo que el mismo Cristo dice al efecto en Mateo 12, 46-50 y en Lucas 2, 41-50 y 9, 59-62.

Bien, aunque sea de manera aproximada, como lo es todo en esta vida, se puede decir que Baroja y Kafka ilustran el significado que se desprende de la función disyuntiva del “o” situado a la mitad del título de este artículo.

La otra función, la explicativa de una equivalencia, vendría a aludir a todos aquellos escritores para los que el ejercicio de escribir no es algo aparte o separado de la vida, sino la expresión natural de las propias capacidades vitales. Y pienso en Goethe, naturalmente. Y en tantos otros, en general de raigambre clásica, que no sienten contradicción alguna entre la labor creadora y el normal desarrollo de la vida en sociedad. Desde Cicerón hasta Thomas Mann, pasando por Voltaire. Escritores en los que la letra, la escritura, forma parte de la vida (cuando menos, de su vida) de una manera natural y no conflictiva.

Pero la función explicativa del “o” podría también apuntar a algo muy distinto de lo que acabo de exponer. No se trataría ya de denotar una relación antagónica o armónica entre escribir y vivir, entre poesía y realidad, sino que contendría una proposición más bien metafísica, o fantasiosa (que viene a ser lo mismo), consistente en que la existencia humana no sería más que una ficción que tendría lugar a lo largo de la literatura universal. No es mala idea.

Ninguna idea es mala, si es fecunda. Y ésta lo es, al menos desde el punto de vista del escritor. La literatura, como realidad; la vida, como ficción literaria. Quién sabe. Al fin y al cabo, cuando dentro de miles de años se estudie nuestra civilización, al investigador de turno le costará Dios y ayuda establecer quién tuvo una vida real y quién ficticia, si Cervantes o Don Quijote, si Shakespeare o Hamlet. Del mismo modo que en nuestros días no sabemos si otorgar más realidad a Aquiles o a Homero. Aceptemos que la ficción es un producto de la vida, pero también que la vida es obra de la ficción, de la mente. “El mundo es mi representación”, dice el filósofo. Pero no me he asomado a esta ventana para filosofar, sino para contemplar la vida, la vivida y la imaginada. La vida del escritor.

Escritores, los hay de muchas clases. De tantas como de seres humanos en general. Unos escriben por la mañana temprano (Goethe); otros, por la noche tarde (Kafka). Unos se implican en la vida de su sociedad (Zola); otros cultivan un mundo aparte (Huysmans). Unos están instalados en la razón (Voltaire); otros, en el sentimiento (Rousseau). Unos creen en el más allá (Chesterton); otros, apenas en el más acá (Sartre). Unos se mueven entre la alta cultura (Mann); otros, entre oscuros pueblerinos (Faulkner). Unos son todo espíritu (Tagore); otros, todo sexo (H. Miller). Unos son conservadores (T.S. Eliot); otros, revolucionarios (Alberti). Unas son aristócratas (Pardo Bazán); otras, obreras (Alfonsina Storni). Unos son piadosos (Verdaguer); otros, impíos (Sade). Unas son vitales (De Staël); otras, enfermizas (Woolf)…
Cuánta variedad, cuánta riqueza. Y algunos dicen que leer es aburrido… Bueno, si solo leen a ciertos escritores de aquí y ahora, no seré yo quien les contradiga.

9 comentarios

Archivado bajo La letra o la vida

Emil Ludwig

Hubo un tiempo – pongamos la primera mitad del siglo XX – en que cierto género literario alcanzó tal difusión y protagonismo que no se concebía biblioteca particular alguna sin una nutrida representación del género: la biografía, en especial la de literatos y artistas. Escritores de primera fila se complacían en mostrar al lector las vidas y almas de otros escritores o artistas y de ciertos personajes de la vida pública del pasado. Muchos de aquellos escritores-biógrafos se han sumido en el olvido. Algunos nombres permanecen. Como Stefan Zweig, en lugar destacado, y otros cuyo recuerdo va palideciendo en la memoria literaria común: André Maurois, Romain Rolland, Emil Ludwig… De Emil Ludwig quería hablar.

Yo conocí justo el final de aquel tiempo. En 1958 tenía 18 años y quería ser escritor. Entre otras cosas me interesaba saber cómo era un escritor de verdad. Así que, además de a la lectura de las obras, me aplicaba a investigar la personalidad de los autores. De acuerdo con el gusto de la época, la modesta biblioteca familiar contaba con algunas biografías de famosos. Un buen día tomé el primer volumen de la biografía de Goethe – de quien creo que aún no había leído nada – escrita por un tal Emil Ludwig y traducida en parte por Ricardo Baeza. Quedé fascinado. Fue una revelación absoluta. La magia del biógrafo consiguió que, sin ninguna preparación previa, me sumergiese cómodamente en la época, el mundo, el ambiente y, sobre todo, en la personalidad del biografiado. Y es que buscando plata, encontré oro, quiero decir que, buscando solo un escritor de verdad, di con un hombre de verdad: Goethe.

Con el paso del tiempo, la vida fue dando vueltas, y en medio de todas sus mudanzas solo una cosa permanecía intacta: la manía de escribir. Y sin embargo, hasta hace relativamente poco, es decir, hasta edad bastante avanzada, aquella manía no empezó a dar frutos dignos de ofrecerse al lector (editoriales mediante, que esta es otra historia) sin avergonzarme.

Sin pretenderlo, obedeciendo a un destino que quizá apuntaba ya en mis lecturas juveniles, elegí como tema principal de mis obras la reelaboración novelesca de las vidas y personalidades de grandes escritores. Catulo, Cicerón, Dante, Schopenhauer, Larra… La elección de cada uno de estos nombres tiene su propia historia secreta. Secreta incluso para mí, porque tengo la impresión de que en esas elecciones fue más decisiva mi parte inconsciente que la consciente. En el caso de Schopenhauer, aparte de motivaciones inconscientes, una circunstancia concreta fue decisiva en mi elección. No era el filósofo en principio una persona que me motivase lo suficiente para colocarla en el centro de una ficción, pero un dato biográfico llamó poderosamente mi atención. Es el caso que no sé cómo me enteré de que las vidas de Schopenhauer y Goethe se habían cruzado. Investigué y vi que, no solo habían entrado en contacto brevemente – uno joven y el otro anciano -, sino que el encuentro había marcado de alguna manera la vida del filósofo. Y seguí investigando. Y empecé a escribir. Y el resultado fue El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer, que la desaparecida editorial Cahoba publicó en 2006, y que ahora ha reeditado (con el título recortado) la editorial Piel de Zapa, con su característico bien hacer.

A diferencia de la de Schopenhauer, la personalidad de Goethe me era bien conocida desde los lejanos días de la adolescencia, desde aquella lectura fascinante de una biografía, escrita por Emil Ludwig con caracteres mágicos. ¿Ludwig? ¿Pero quién se acuerda hoy de Emil Ludwig?…Yo, naturalmente.

(Publicado en la revista QUÉ LEER, Nº 214, noviembre 2015)

5 comentarios

Archivado bajo Escritores vivos, La letra o la vida

El caso de los escritores rechazados (refundido)

Por las editoriales, se entiende. En cierta revista digital leí hace un tiempo un esbozo muy pertinente sobre el caso de tantas novelas rechazadas una y otra vez por ciertas editoriales y que luego han triunfado clamorosamente, editadas por otras.

¿Por qué se produce este extraño fenómeno? ¿Por qué obras que hoy consideramos indiscutiblemente buenas fueron rechazadas, por malas, por las editoriales? O, dicho en prosa, ¿por qué obras supercomerciales a todas luces fueron rechazadas por no comerciales? ¿Acaso los profesionales de la edición son unos incompetentes absolutos? ¿O se trata de simples casos puntuales que, por lo llamativo, ensombrecen el buen hacer habitual de los editores en cuestión? Las preguntas son muchas. Y las respuestas correctas no existen. Se trata entonces de reflexionar libremente de manera que vayan surgiendo las posibles razones, o sinrazones, de un comportamiento tan errático.

Para empezar, se ha de tener en cuenta que una editorial es una empresa, es decir que su fin principal es el de obtener beneficios. O más bien habría que decir que ése es su fin básico, porque, sin su cumplimiento, no podría subsistir como editorial ni como empresa. Pero no es el único. También el fin básico de un negocio de alimentación es obtener beneficios, y no por eso vende productos en mal estado (cosa, por cierto, que algunas editoriales parece que sí pueden hacer).

Toda empresa tiene sus presuntos expertos (el mismo empresario, si es pequeña) dedicados a estudiar y decidir cuáles son los mejores productos y cuál la mejor manera de venderlos. Así, una editorial valora los originales que se le presentan y en función del resultado de esa valoración decide publicarlos o no. A veces, existe un desfase entre la valoración comercial y la artística. Pues sucede a menudo que obras defendidas rotundamente por los lectores profesionales de una editorial, son finalmente rechazadas por la dirección (que tiene sus razones, que los literatos no entienden).

Pero, incluso cuando existe esa discrepancia fundamental entre lo presuntamente comercial y lo presuntamente artístico, nada garantiza que la opción que se tome, cualquiera que sea, resulte la acertada desde el punto de vista del tribunal del futuro, pues con mucha frecuencia se ha dado el caso de obras rechazadas por no comerciales, que acaban siendo éxitos de ventas, y de obras rechazadas por literariamente “malas”, que hoy forman parte de la bibliografía de un premio Nobel.

La conclusión de todo esto es que no hay fórmulas seguras; que hacen bien los editores que se guían por el “instinto”. Porque de todas maneras pueden meter la pata y, guiándose por el instinto, por lo menos no tienen que preocuparse por revisar unas razones, métodos y criterios directamente inexistentes.

¿Y qué pasa con el escritor rechazado? Nada bueno, para él. Si es primerizo en todos los aspectos, es fácil que se desanime y que decida dedicarse a otra cosa, decisión que nunca sabremos si habrá resultado provechosa para la literatura o si habrá supuesto una pérdida irreparable. Aunque también es posible que siga obstinado en su intento el resto de su vida, con algún resultado o ninguno.

Pero puede darse el caso de que el escritor en cuestión tenga cierta experiencia, que incluso haya podido hacerse una idea del valor objetivo (?) de su obra, y hasta que haya publicado algo. Aquí las reacciones pueden ser diversas. 

Está el perseverante, que no ceja en su intento e inunda todas las editoriales con sus originales y solicitudes; el dubitativo, que ante el bajón de su autoestima se da una tregua para reflexionar humildemente sobre los posibles fallos de su escritura, o el estoico, que hace como si no hubiese pasado nada y sigue con su labor creadora, que es en realidad lo único que le importa…hasta que le da por llamar a otra puerta. Pero, cualquiera que sea el caso y por mucho que alguno se las dé de estoico, hay algo evidente: un rechazo es una bofetada. Y se ha de ser practicante de un cristianismo muy avanzado para no sentir, cuando se recibe, el imperioso deseo de devolverla con toda contundencia. Esto es algo que los editores deberían tener siempre presente. Cierto que los escritores no suelen ser gente violenta (hay excepciones), ni aficionados a contratar sicarios para lo que sea. Pero no es menos cierto que el ingenio unido a la mordacidad puede producir serios efectos urticantes. Está el caso de Schopenhauer, por ejemplo.


Este filósofo alemán, que tardó casi toda la vida en alcanzar la fama que sin duda merecía, presentó, en sus años de oscuridad, un riguroso tratado filosófico a un concurso que convocaba la Real Sociedad Danesa de las Ciencias: fue rechazado. Años después, cuando, ya célebre, publicó el tratado, hizo incluir bajo el título la siguiente frase. “
No premiado por la Real Sociedad Danesa de las Ciencias”. No hace falta recordar que Schopenhauer no era cristiano.

En conclusión, que el editor ha de ser sumamente experto en el arte del rechazo. Y algunos lo son. Pero la mayoría, no. Se contentan con endilgar al aspirante cierta frase inventada hace por lo menos un siglo: “Lo sentimos, pero su obra no encaja en nuestra línea editorial”. Un poco de imaginación, por favor…

Pero, sin pasarse. Tampoco hay que caer en una especie de surrealismo incontrolado. Como el de aquel editor, cuyo nombre no recuerdo (o quizá sí, pero no se trata ahora de hacerme el Schopenhauer), al que presenté mi novela El corzo herido de muerte. En conversación telefónica, después de alabar la obra y de dar algunas razones para el rechazo, concluyó: “Es una novela muy bella, lástima que no se publique.” Un artista, sí señor.

3 comentarios

Archivado bajo La letra o la vida

Los amantes apócrifos

Los aficionados a la historia en sus aspectos más populares (biografías, anécdotas, novelas históricas) corren un peligro del que supongo que no suelen ser conscientes y, si lo son, imagino que no lo consideran como peligro sino más bien como aliciente. Consiste en tomar por verdaderos ciertos hechos que son dudosos cuando no manifiestamente falsos. Estos hechos pueden ser de diversa naturaleza y género, pero hay uno en concreto que me llama mucho la atención: la atribución de una relación amorosa – física, por supuesto – a la primera pareja que se ponga a tiro.

Aunque ya hace tiempo que descubrí esta curiosa inclinación de ciertos historiadores superficiales, emparentados con los llamados periodistas “del corazón”, no ha sido hasta ahora, a propósito de Bettina, que me ha dado por pararme a reflexionar un poco sobre el tema.

Uno. Bettina Brentano fue una mujer excepcional, prodigiosa en muchos aspectos, pero lo que aquí interesa es su especial relación con Goethe. Lo conoció de muy joven (ella veintiún años, él casi sesenta) y concibió por él una admiración y un amor – más bien en la distancia – absoluto. Le escribió muchas cartas, que años después publicó debidamente aderezadas y con algunas respuestas de él poco fiables en cuanto a la autenticidad. Pues bien, en muchos lugares se lee que Bettina fue amante de Goethe.

La verdad es que Goethe, al principio halagado, como es natural, por la devoción que le profesaba una muchacha tan joven, bella e inteligente, llegó a sentirse agobiado por el acoso epistolar, con algunas visitas, a que fue sometido, hasta el extremo de referirse a ella como “moscardón”. Vamos, lo que en la lengua vulgar de hoy llamaríamos “mosca cojonera”.

Dos.  A diferencia del suicidio clásico, en el suicidio romántico está siempre presente el amor. O eso parece. Y si un poeta romántico se suicida parece cosa de locos dudar de que un gran amor anda por medio. Y si se mata en compañía de una mujer, entonces ya no hay más que hablar. Es lo que ocurre con Kleist.

Heinrich von Kleist, escritor alemán nacido una década antes que Bettina, llegó a sufrir lo que hoy llamaríamos una severa (o sea, grave) depresión por el hecho principal de que su obra no obtenía el reconocimiento que creía que merecía. Ninguneado por el mundo intelectual, además de por su propia familia, que le había otorgado el socorrido título de “fracasado”, se preguntaba qué hacia él en este mundo. Y decidió partir. Pero quiso ir acompañado. Después de algún intento sin éxito, encontró lo que buscaba: una mujer de su edad, Henriette Vogel, condenada a muerte por una enfermedad terminal. Y se fueron juntos.

No estaban locamente enamorados. No importa. En multitud de relatos y referencias los veremos descender a la tumba como paradigma del amor total más poderoso que la muerte.

Tres. La poeta argentina Alfonsina Storni y el escritor uruguayo Horacio Quiroga mantuvieron durante un tiempo una estrecha amistad. A la vista de todo el mundo. Incluso solían ir a pasear con los hijos respectivos. ¿Fueron amantes? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Pero muchos lo afirman. Aunque algunos hechos lo pongan seriamente en duda, lo afirman igualmente. Aún reconociendo la absoluta falta de pruebas (como si fuese un delito) insisten en afirmarlo. ¿Exagero? En absoluto. Y aquí un ejemplo.

En el artículo de Wikipedia sobre Alfonsina Storni, se habla en las primeras líneas de un poema de Alfonsina “dedicado a su amigo y amante (Horacio)”. Bastantes líneas después, hacia la mitad del largo artículo, se dice “nunca se supo si él y Alfonsina fueron amantes”. ¿En qué quedamos? ¿Cómo se explica tamaña contradicción?

Yo creo que se explica si pensamos que el redactor era un aficionado de tantos a los amoríos apócrifos, pero que tuvo sus escrúpulos y colocó mucho más adelante la segunda frase. Después de todo, ¿cuántos lectores llegan tan lejos?

2 comentarios

Archivado bajo La letra o la vida