Archivo mensual: mayo 2023

A.P. GUÍA ILUSTRADA XIV. El único problema. ¿Un ensayo sobre el suicidio? La lista. Mundos diferentes. Idea y conducta

Il n’y a qu’un problème philosophique vraiment sérieux : c’est le suicide. UÍA ILUSTRADAGU

No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio.

El único problema

Esta es la famosa frase con que Albert Camus inicia su ensayo El mito de Sísifo. Frase que contiene una verdad innegable. Pero no nueva.

Y es que la idea de si la vida tiene sentido y si sus bondades compensan sus maldades, coronadas estas por la extinción del ser que porta en su interior la promesa de una felicidad eterna, es tan antigua como la razón humana. Y ha sido formulada durante siglos desde el lado no optimista del pensamiento, incluso por el Eclesiastés de la Biblia, como expresión de un claro dilema: ¿Vale la pena la vida, o sería mejor no haber nacido?

Decantarse por la segunda opción supone poner el remedio al alcance de uno mismo porque, como dice Séneca (cito de memoria), si te place, vive; si no te place, puedes volver al lugar de donde viniste.

Optar por la primera – que la vida vale la pena – no precisa de ningún remedio. A disfrutarla, y punto.

Hay otra postura frente al problema y es la que el mencionado Camus expone en el ensayo antes citado, y de alguna manera en toda su obra. Reconocer el desajuste básico, el absurdo esencial de la existencia humana, y rebelarse desde la dignidad. Claro está que su pensamiento no se puede resumir en un par de frases. Así que recomiendo a los interesados en el tema que se hagan con sendos ejemplares de El mito de Sísifo y de El hombre rebelde, que se los lean detenidamente y luego hablamos.

¿Un ensayo sobre el suicidio?

Pero no fueron estas o parecidas consideraciones filosóficas las que me llevaron a escribir el único ensayo que tengo publicado, Del suicidio considerado como una de las bellas artes (trece vidas ejemplares), sino simplemente la impresión causada por la lectura de una obrita repleta del humor y la agudeza tan propias de muchos escritores británicos, como es el caso. Del asesinato considerado como una de las bellas artes es el título, y en ella se pueden leer cosas como lo siguiente:

Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse.

Sin embargo, he de reconocer que mi breve ensayo apenas tiene que ver con la aludida obra maestra de De Quincey, mas que en el título y en la voluntad de incorporarme algo de la maestría de su autor. ¿Qué es entonces?

Como suele ocurrir en estos y parecidos casos, es mucho más fácil decir lo que una cosa no es que lo que es. Así, puedo afirmar con toda seguridad que Del suicidio considerado… no es un ensayo filosófico; no es un tratado sociológico, ni tampoco psicológico; no es un estudio literario; no es una apología del suicidio; no es una condena de lo mismo. 

Se trata simplemente de un homenaje, un poco en forma de divertimento, dedicado a unas personas – la mayoría, del mundo de las letras – que, enfrentadas a ciertas realidades del mundo, eligieron la salida que el propio destino les señalaba; personas íntegras, cada una a su manera, que en ningún caso podían aceptar una componenda vergonzante solo para seguir viviendo. 

La lista

Y aquí la lista de semblanzas (muy breves) que ofrezco en mi librito para edificación del pueblo lector, como contrapartida de tantas otras que hoy se nos ofrecen para aborregamiento general.  

1. Lucrecia, dama romana.

2. Catón, político romano.

3. Lucano, poeta romano.

4. Séneca, filósofo y político romano.

5. Petronio, escritor y cortesano romano.

6. Goethe, escritor alemán, no suicida, cualidad que traspasó a su personaje Werther.

7. Larra, escritor español.

8. Kleist, escritor alemán.

9. Rodolfo y María, pareja de amantes austriacos (decorado de opereta).

10. Silva, poeta colombiano.

11. Mainländer, filósofo alemán.

12. Salgari, escritor italiano.

13. Alfonsina, poeta argentina.

14. Zweig, escritor austriaco.

¡Sorpresa! No son trece, como se anuncia en el título de la obra, sino catorce los que ahora me salen. Pero esto debe de tener su explicación. Y en efecto, si se repasa la lista se observa que hay un infiltrado. Uno que no fue suicida, sino solo poeta, un creador magnífico que supo dar a luz a un personaje para traspasarle sus propios estremecimientos y angustias y poder él seguir su camino bajo las estrellas.

Mundos diferentes

En otro sentido, también se puede observar que la relación sigue un estricto orden cronológico, en el que las épocas más antiguas preceden a las más modernas. Aunque esto no supone la existencia de un progreso en ningún sentido, sino solo la diferenciación de las mentalidades (¡los signos de los tiempos!) que conforman cada una de las épocas. Me explico.

El suicidio clásico y el suicidio romántico, por ejemplo, son dos mundos totalmente diferentes. En todos los aspectos. Las motivaciones, el ambiente, la puesta en escena, todo remite a las respectivas visiones del mundo y de la vida. No hay ni un punto de acuerdo, creo yo. Quizá la manera más resumida – y por lo tanto, más simple – de describir esta disparidad sería estableciendo lo siguiente: en la antigüedad clásica una persona tiene un problema con el mundo y libremente decide eliminarse; en la sociedad romántica una persona siente que el mundo entero cae sobre ella y fatalmente se quita la vida.

Ahora bien, si de lo que se trata es de poner de manifiesto la cualidad de obra de arte del suicidio, quizá habrá que convenir que, en el Romanticismo, esta cualidad es mucho más evidente y auténtica que en la Antigüedad, escenografías aparte. Porque, cuando un romano se quitaba la vida era porque había sopesado una serie de razones y circunstancias que objetivamente le llevaban a adoptar tal decisión. En cambio, cuando un romántico se quitaba la vida, era porque… había leído una novela. ¿Exageración? Sí, de acuerdo. Pero no mucha. Y es que el arte, que hasta entonces estaba separado de la vida, realizando la función de decorado o música de fondo (piénsese en Haendel y los demás), se había convertido, no se sabe cómo, en alimento sustancial de cuantos anhelaban una vida más honda y al mismo tiempo más etérea, que contrapesase tanto logro práctico de la nueva civilización burguesa. 

Por otra parte, el mero contenido de la lista plantea ciertas cuestiones que estaría bien aclarar: por qué elegí esos personajes y no precisamente otros; qué tienen en común esos elegidos para que se me presentasen en grupo como formando algo orgánico y con sentido.

Idea y conducta

Después de pensarlo un poco, llego a la conclusión de que lo que comparten es la íntima conexión o coherencia que existe en cada uno de ellos entre pensamiento y vida. Aunque decir “pensamiento” quizá resulte excesivo en algunos casos. Porque no se trata de que hayan ajustado su existencia a una especie de razonamiento o ideología previa, sino de que sus actos nunca contradicen la idea, más o menos consciente, que tienen del mundo y de ellos mismos.

Ésta es la palabra: idea. Trece personas en las que no existe divorcio entre conducta e idea. Así, vemos a la casta Lucrecia rechazando una comprensión que no le había de devolver la castidad robada; al liberal Catón, escupiendo en la mano que le tiende el liberticida; al poeta Lucano, estrellándose contra el muro que cierra el paso a su poesía; al filósofo Séneca, celebrando estoicamente el final sobre el que tanto ha meditado; al esteta Petronio, representando su papel en el escenario de la vida hasta el último momento.Y entre los románticos, al romántico Larra, negándose a aceptar la caducidad del amor; al prusiano Kleist, aplicándose
disciplinadamente la sentencia dictada por el mundo; al principesco Rodolfo, huyendo de un escenario de cartón-piedra en busca de la libertad eterna; al delicado Silva, negándose a navegar entre facturas y pagarés; al obstinado Mainländer, entregando el cuello en fiel cumplimiento de su filosofía.

Y entre los más recientes, al fantasioso Salgari, redimiéndose de la esclavitud mediante un acto heroico; a la voluntariosa Alfonsina, entregándose al mar antes de ser devorada por lo inevitable, y al impaciente Zweig, echando a la papelera páginas y años prescindibles.

He de aclarar que, como de costumbre en estos casos, el problema definitorio lo he tenido con el último grupo, en el de “los más recientes”. Y es que, a diferencia de lo que se puede hacer, y he hecho, poniendo de relieve las diferentes características del suicidio romántico y del clásico, resulta difícil descubrir unos rasgos propios que caractericen la época actual en lo que respecta al suicidio. Porque, vamos a ver, ¿qué se puede decir de los suicidas de la actualidad? Nada. Nada que los englobe a todos. Cada uno de ellos es un mundo. ¿Qué tienen en común individuos como Ángel Ganivet, Horacio Quiroga, Emilio Salgari, Vladimir Mayakovski, Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Ernest Hemingway, Paul Celan, Stefan Zweig, Cesare Pavese, Silvia Plath, Alejandra Pizarnik, Marilyn Monroe, George Sanders, Sandor Marai, Gabriel Ferrater, Reinaldo Arenas, José Agustín Goytisolo, entre otros muchos? Nada, nada que establezca una tendencia común. Esto es una prueba más de lo que siempre he sospechado: que el ser humano, el sujeto de la Historia, es incapaz de explicarse, de caracterizar la época en que vive. O, dicho de otra manera y a modo de ejemplo, que el gran sabio que era Tomás de Aquino nunca supo que vivía en la Edad Media.

Y una última aclaración. Tal como cualquier lector atento podrá descubrir enseguida, en realidad el tema del ensayo no es el suicidio, y la verdadera intención del autor no es conseguir la inclusión de práctica tan discutible en el elenco de las bellas artes, que ya está bien como está. Ese lector comprenderá que el suicidio no es más que el pretexto, el hilo conductor que nos va llevando de una vida ejemplar a otra a través de un mundo miserable, y que, como antes he apuntado, mi obrita es solo un homenaje, rendido con amor y con humor, a ciertos personajes de diversas épocas que supieron mantener la dignidad – de forma trágica, es cierto – ante el acoso de la infinita mediocridad del mundo.

Y así, con la visión romántica de un suicidio clásico, finaliza la serie  ANTONIO PRIANTE GUÍA ILUSTRADA, que empezó aquí.

(Del suicidio considerado como una de las bellas artes se publicó en 2012 por Editorial Minobitia)

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A.P. GUÍA ILUSTRADA XIII. Un “pelmazo patológico”. España o la patria. La literatura o el Romanticismo. Un suicidio anunciado

Los caminos por los que un individuo muerto hace por lo menos siglo y medio pasa a convertirse en personaje de una de mis novelas son variados y a veces sorprendentes. Siempre, o casi, hay un detonante que enciende la chispa de la creación.

Puede ser la lectura de un párrafo de un libro de literatura romana, que de pronto se ilumina y exige un desarrollo adecuado en forma de novela (La ciudad y el reino), o el recuerdo insistente de unos versos latinos leídos en un libro de texto en la adolescencia (Lesbia mía), o la consiguiente emergencia de uno de los más grandes personajes del antiguo mundo romano (La encina de Mario), o la nostalgia del hombre admirado en la adolescencia, que está en el mundo sin ser del mundo (Conversaciones con Petronio), o el tributo debido al gran pensador, apartado del mundo por las corrientes de mi juventud (El silencio de Goethe).

Un “pelmazo patológico”

Lo que nunca podía imaginar era que un motivo tan fútil como el que de pronto se me presentó pudiera moverme a sacar de la tumba a un hombre que en ella se había metido por propia voluntad, y con el que no creía tener la menor simpatía ni conexión. O eso pensaba antes de conocerle bien. Una mujer, y paisana suya, me ofreció el motivo. Sí, una escritora nacida en Madrid siglo y medio después que el personaje.

En una serie de retratos de parejas célebres, con los intríngulis de sus relaciones íntimas – esas cosas que conocen tan bien los que no han tenido ninguna intimidad con los retratados -, la periodista y novelista aludida daba una semblanza de Mariano José de Larra más bien triste. Venía a decir que el individuo era una especie de pelmazo patológico, un acosador, que se dedicó a martirizar a su pareja cuando ésta se había cansado de él y que finalmente se levantó la tapa de los sesos solo para fastidiarla.

Aun no sabiendo casi nada del personaje, algo había ahí que no me cuadraba. ¿Por qué? ¿Sería mío el prejuicio? Entonces decidí investigar un poco, como por entretenimiento.

Pero no tenía otra forma de conocer a Larra – de manera  fiable, quiero decir – que leyendo sus escritos. Y a eso me dediqué. Artículos periodísticos, críticas teatrales, cartas, novelas, dramas, todo (o casi) lo escrito por el “pelmazo patológico” pasó ante mis ojos. Total que, como me ocurriera con Schopenhauer, pero esta vez sin proponérmelo al principio, me convertí en Larra y, naturalmente, empecé a escribir como él. El resultado fue la novela El corzo herido de muerte, publicada por Editorial Cahoba en 2007.

Tres son los grandes temas que habitan y alientan en el alma de Larra: España, la literatura y el amor-pasión. Otro poder, a veces oculto, a veces trágicamente manifiesto, ejerce sobre él toda la fuerza del destino. Pero no tiene nombre. Quizá porque su esencia es el vacío, la nada, la muerte.

España o la patria 

El ser, la forma y la intensidad del patriotismo es algo que se forma en la mente del individuo – como todo – según el origen,  el carácter, la educación, el ambiente y las experiencias del sujeto. Larra, hijo de afrancesado y nieto de patriota español, disfrutó de las influencias y experiencias necesarias para poder elegir el bando con el mayor conocimiento posible. Y eligió los dos, el progreso ilustrado y la España soñada.

La España existente no le gustaba a Larra. La España que le gustaba a Larra no había existido nunca. Tampoco el patriotismo español  – el patriotismo cualquiera – tenía propiamente historia, como no se remontara uno a la antigua Roma. Parece raro – y es algo normalmente no asumido – que una de las banderas de todos los tradicionalismos, derechismos y reaccionarismos vigentes desde 1800 fuese un invento de los revolucionarios franceses, es decir, de la primera izquierda política existente en Europa. Antes de la Revolución, “patria” era solo un término erudito (Itálica, patria de Trajano y de Adriano)  o popular (Asturias, patria querida), sin sentido directamente político. Las lealtades, los sentimientos, iban por otro lado: el señor natural, el rey, la religión. Total que, pese a quien pese y quiera reconocerlo o no, la patria, como concepto político moderno, fue un invento de los revolucionarios franceses, algunos de cuyos líderes eran conocedores apasionados de la antigüedad clásica.

No importa. Pese a tener los orígenes tan cercanos en el tiempo, los aires de la época decidieron que la patria, el patriotismo, se correspondían con las ideas de libertad y progreso, íntimamente emparentadas éstas con el movimiento romántico, mientras que para la reacción o inmovilismo quedaban la tradición, la religión, la monarquía. Y si incorporaban “patria” (“Dios, Patria, Rey”), rectificando el originario “el Trono y el Altar”, acuñado por el muy reaccionario Congreso de Viena, era por imperativo de los signos de los tiempos.

A Larra no le gustaba España tal como la veía. Por eso, su literatura costumbrista difiere sustancialmente de la que hasta entonces se hacía. Pues no se trataba solo de describir las costumbres con la gracia suficiente para divertir al lector, sino además y sobre todo, de señalar muchas de esas costumbres como taras o vicios que impedían el progreso de la sociedad para que pudiera equipararse a las más adelantadas de Europa.

La literatura o el Romanticismo

Antes he aludido al movimiento romántico. El Romanticismo – lo titulo con mayúscula para distinguirlo de cierta mentalidad y literatura baratas -, ese golpe de timón que dio de pronto la sociedad occidental.

Desde hacía por lo momento trescientos años, el mundo europeo y sus valores mostraban una estructura piramidal. En la sociedad, arriba de todo estaba el rey, luego las altas jerarquías de la Iglesia y los nobles, quienes también ocupaban la cúpula del estamento militar,  luego el estado llano con la incipiente burguesía y abajo de todo, los campesinos, siervos y esclavos. En el mundo de los valores, arriba de todo estaba la razón, tal como se concebía por la clase dominante, por supuesto, y esa razón dirigía y controlaba tanto las ciencias como las artes, dictando en éstas las normas del buen gusto, fuera de las cuales nada era aceptable.

Pero, a mediados del siglo XVIII empezaron a soplar aires nuevos. Una nueva manera de considerar el arte y la vida, no sujeta a normas impuestas, surgió en tierras alemanas. Sturm und Drang (Tempestad y empuje), por el título de la tragedia de Klinger, fue el nombre  adjudicado al movimiento, en el que destacan personalidades como Herder, Hamann, Klopstock y, entre otros, el mismo Goethe con su obra Götz von Berlichingen.

Pocos años después, entre 1797 y 1802, en el llamado círculo de Jena, localidad próxima a Weimar, un grupo de estudiosos y poetas, entre los que destacaban los nombres de Friedrich Schlegel y su hermano Wilhelm, Ludwig Tieck y Novalis, empezó a dar forma teórica y práctica a lo que luego se llamaría “primer Romanticismo”, enseguida implantado en Alemania e Inglaterra, pero  prácticamente desconocido en el sur de Europa. Solo en pleno siglo XIX – en su primer tercio – el movimiento se extendió por Italia, Francia y España. A este “segundo romanticismo” pertenecen las figuras de Espronceda y Larra, entre otras. El “tercer Romanticismo” se extendería por la segunda mitad del siglo XIX, con ejemplares, en nuestro país, de creadores como el delicado Bécker y el ramplón (con perdón), Zorrilla.

Todo esto – que el lector encontrará mejor formulado y desarrollado en cualquier enciclopedia –  para decir que Larra era uno de los representantes más típicos de aquel Romanticismo. Y no obstante, él no lo veía así: se creía distanciado de aquella corriente que en su época lo anegaba todo. Hasta el extremo de que, en el prólogo de la obra de teatro Macías nos dice:

Pintar a Macías como imaginé que pudo o debió ser, desarrollar los sentimientos que experimentaría en el frenesí de su loca pasión, y retratar a un hombre, ése fue el objeto de mi drama. Quien busque en él el sello de una escuela, quien invente un nombre para clasificarlo se equivocará.

Sí, esto dice el escritor Larra, utilizando palabras como “frenesí” y “loca pasión”, tan raras de encontrar fuera del universo romántico. Qué difícil reconocer los evidentes lazos que nos encadenan a nuestro tiempo, qué fácil imaginarnos libres de modas y de extrañas influencias y proclamar un yo incontaminado, que no se sostendría por ninguna parte.

De la trilogía de los intereses u obsesiones larrianas que antes he apuntado, paso por alto el tema del amor-pasión, tan trillado por las artes desde la eclosión del Romanticismo precisamente, y concluyo con el innominado pero aludido a continuación de aquellos tres: la libido moriendi.

Un suicidio anunciado

Mes y medio antes de cumplir 28 años, Larra se quitó la vida. ¿Por qué?

Ha habido teorías de todos los colores al respecto. Yo también tengo la mía. Y lo más fácil para exponerla sería enlazar aquí con el correspondiente fragmento de mi Alter, Ego y el plan. Pero, por lo observado en muchas ocasiones, no resulta tan fácil que el lector se preste a la costosa tarea de pulsar el link correspondiente. Así, que aquí lo ofrezco en directo. ¡Hasta la próxima!   

ALTER.- … oscuridad que le llevaría a la muerte, ¿no? Una muerte tremendamente romántica, como la de Werther, o sea, como la del amigo aquél de Goethe. Muerto por el amor de una mujer, qué cosas.

EGO.- Bueno, decir que lo mató el amor de una mujer es tanto como decir que lo mató la acción de la pistola. No aclara gran cosa.

ALTER.- Pero la causa inmediata fue el desengaño amoroso.

EGO.- No, la causa inmediata fue la presión del dedo sobre el gatillo.

ALTER.- Pero ¿a qué juegas?…Ah, ya. Atención: se anuncia una teoría, una teoría “bastante curiosa”, formulada por no se sabe quién…

EGO.- No, no. La formulo yo, directamente. Aunque a la sombra de ya sabes quién.

ALTER.- Adelante.

EGO.- Desde el día siguiente de su muerte se empezaron a formular teorías sobre cuáles habrían podido ser las razones que le empujaron al suicidio. La más antigua, y hoy la menos aceptada, es la que ve en la desesperación amorosa el motivo claro de su decisión, sin necesidad de más averiguaciones. Esta teoría sería irrefutable si, de todo el encadenamiento de las causas y efectos, pudiésemos separar el tramo final, porque efectivamente el suicidio se produjo inmediatamente después de la negativa de la amante a reanudar las relaciones. Pero ocurre que el tramo final es sólo el tramo final, y separarlo del resto para considerarlo de manera exclusiva supone dejar fuera…casi todo. Otra tendencia, defendida sobre todo por escritores muy preocupados por lo político y social, minimiza el hecho amoroso y busca los motivos en la frustración de Larra ante la España de la época: no fue comprendido, sus escritos no produjeron el resultado que buscaba, su voluntad reformista se estrellaba contra la zafiedad y holgazanería de la sociedad, su intento de participar en política resultó abortado por obra de un pronunciamiento militar. En definitiva, a Larra “le dolía España”, como más tarde diría Unamuno, y por eso se suicidó.

ALTER.- ¿Por eso?

EGO.- Es lo que yo me pregunto. Quizá sea ésta una cuestión muy personal, muy ligada al temperamento de cada cual, pero a mí me resulta muy difícil concebir que una persona, por patriota que sea, se suicide porque el país no anda como él quisiera. Francamente, esta teoría me parece menos creíble que la anterior.

ALTER.- Y a mí.

EGO.- Finalmente, la teoría más ponderada es la que admite todos los factores, desde el fracaso amoroso hasta el fracaso personal, social y político, como determinantes de un estado de ánimo que finalmente le empujó al suicidio. Piensa que el que había sido, desde su adolescencia, uno de los escritores más famosos y aclamados de España, en los últimos meses, tras el fracaso político, se había convertido en una especie de apestado, a cuya casa llegaban diariamente anónimos insultantes.

ALTER.- Bueno, los partidarios de esta teoría seguro que aciertan. Tienen todos los números.

EGO.- Menos el ganador.

ALTER.- ¿Cómo dices?…Ah, ya. Ahora es cuando se despliega la brillante teoría.

EGO.- Brillante, no, elemental. Yo creo que Larra se suicidó porque había nacido con vocación de suicida, como había nacido con vocación de escritor, vocaciones ambas tan claras como irreprimibles, aunque por suerte no tienen por qué ir juntas. Si examinamos sus escritos, sobre todo aquellos pasajes en que se expresa de manera más personal, advertimos siempre un profundo pesimismo, un sentimiento radical de vacío, una atracción fatal por la nada del sueño y de la muerte. Y no sólo en los últimos escritos, donde pudieran actuar los factores antes citados, sino también en los primeros, es decir, antes de toda experiencia. En el artículo El Café, que escribió a los dieciocho años, dice que todo es ilusión, que la única verdad está en el sueño (en el dormir). El sueño, imagen de la muerte, añado yo.

ALTER.- Pero eso es determinismo absoluto.

EGO.- Absoluto no, pero casi. Lo cierto es que en el carácter de Larra estaba esbozado su destino.

ALTER.- El carácter en el sentido que antes…

EGO.- Por supuesto. Como tú y yo sabemos, las vicisitudes no marcan el carácter; es el carácter el que se expresa a través de las vicisitudes. Más claro: en Larra, el sentimiento de vacío no es consecuencia de ciertas experiencias vitales; por el contrario, el modo en que experimenta la vida es consecuencia de su sentimiento de vacío. Sí, en el carácter de Larra – como nos ocurre a todos – estaba esbozado su destino. Sólo unas circunstancias extremadamente favorables hubieran podido dar a ese destino una forma menos trágica.

ALTER.- ¿Y tú crees que él era consciente de ese destino?

EGO.- Por lo menos semiconsciente, como todos los suicidas vocacionales, como Pavese, que a través de un personaje femenino de uno de sus relatos prefigura su propio suicidio en un hotel de Turín.

ALTER.- ¿Y hay alguna “prefiguración” en la obra de Larra?

EGO.- En cierto modo sí, al menos de la causa de su muerte, y de la peculiar venganza que imagina para la “causante”. Tres años antes del trágico 13 de febrero, en su tragedia Macías escribe estas palabras, que el despechado amante dirige a su amada:

Cuando mi muerte sepas, en tu oído

siempre estará mi nombre resonando;

yo le maté, dirás…

ALTER.- Increíble. Fue un suicidio anunciado.

EGO.- Como todo en la vida. Si la examinamos bien.

  CONTINÚA

     

  

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