Archivo mensual: diciembre 2012

Alfonsina Storni o el misterio de la poesía

…Porque, como es evidente, antes que ideóloga o activista social, Alfonsina es poeta, una inmensa poeta.

Por cierto, en estas páginas se han mencionado bastantes veces las palabras “poeta” y “poesía”, pero en ningún momento se ha intentado una definición. Y no por aquello, que el lector memorioso recordará, de que “cuando todo el mundo sabe de lo que se está hablando…”, sino por todo lo contrario. Porque, salvo algún profesor universitario contratado al efecto, nadie es capaz de definir la poesía. Como todo lo que tiene que ver con las emociones, la poesía hay que sentirla.

En esta dirección, no puedo resistirme a proponer un ejercicio práctico. Tómese la composición Han venido…, del libro de poemas de Alfonsina Languidez, y léase con atención y a ser posible en voz alta (que es como se habría de leer siempre la poesía)

Hoy han venido a verme                 

mi madre y mis hermanas.

Hace ya tiempo que yo estaba sola

con mis versos, mi orgullo; en suma, nada.

Mi hermana, la más grande, está crecida,

es rubiecita; por sus ojos pasa

el primer sueño. He dicho a la pequeña:

-La vida es dulce. Todo mal acaba…

Mi madre ha sonreído como suelen

aquellos que conocen bien las almas;                  

ha puesto sus dos manos en mis hombros,

me ha mirado muy fijo…

y han saltado mis lágrimas.

Hemos comidos juntas en la pieza                     

más tibia de la casa.

Cielo primaveral… para mirarlo

fueron abiertas todas las ventanas.

Y mientras conversábamos tranquilas

de tantas viejas cosas olvidadas,

mi hermana, la menor, ha interrumpido:

– Las golondrinas pasan …

Una escena sencilla, cotidiana, contada con palabras claras, directas. Y sin embargo, ¿qué sentimos al leerlas? El aleteo vago de una emoción inexpresable. ¿En qué consiste ese efecto? ¿Cómo se consigue? Esto es lo que nunca conseguirá explicarnos el mejor profesor universitario. Es el misterio de la poesía, que sólo se manifiesta mediante la misma creación poética.

(De Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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Melancolía de Navidad

No, no es por la repentina conciencia del tiempo que pasa inmisericorde, ni por la nostalgia de la infancia y la juventud perdidas, ni por el obligado recuerdo de los que ya no están con nosotros, ni por las poco alegres condiciones de estas navidades. La melancolía de la Navidad es para mí algo consustancial de las mismas fiestas. Antes, ahora y tal vez siempre.

La mañana soleada, el paseo matutino de los niños con el padre, mientras las mujeres ultiman en casa todo lo necesario. El gran aperitivo, la profusión de vasos, copas, copitas , tacitas y toda suerte de cubiertos sobre la mesa, con impolutos manteles blancos bordados. Y la larga y ancha procesión de manjares, el vino, el champagne (aún no llamado “cava”), los barquillos, el café, los turrones, el jerez, los licores (todo está permitido ese día incluso para los pequeños).

Y mientras los mayores cuentan viejas historias familiares, mil veces oídas, y la tarde es ya noche oscura en el exterior, uno de los hijos, ya adolescente, se derrumba sobre un sillón, ofuscado por la bebida y la calidez del ambiente, quizá soñando con huidas imposibles. Toma una revista que está a su alcance, la hojea con desgana y, de pronto, se detiene en una página. Trata de poesía, de la Navidad y de un gran poeta catalán muerto hace unas décadas. Lee:

Sento el fred de la nit i la simbomba fosca…

El adolescente siente que hay algo mágico en ese lúgubre inicio. Sigue leyendo… y acaba:

Demà posats a taula oblidarem els pobres
-i tan pobres com som-
Jesús ja serà nat
Ens mirarà un moment a l’hora de les postres
i després de mirar-nos arrencarà a plorar. 

Y es entonces cuando se le muestra al mismo tiempo el misterio de la poesía y la insoportable melancolía de la Navidad. Porque también él, como Jesús, llora ante la irremediable pobreza de los hijos de este mundo.

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Schopenhauer y el patriotismo alemán

Italia, 1818-19. Si el arte era la religión del romanticismo, Italia era el altar del arte. Al menos para nosotros, alemanes e ingleses. Por centenares, o millares, cruzábamos los Alpes en busca de un cielo luminoso y de una tierra cálida y sensual. Los ingleses eran de dos tipos: aventureros solitarios que podían mezclarse con la gente del país hasta sentirse como peces en el agua, y grandes personajes, acompañados de familia y séquito y de todas las comodidades a que estaban acostumbrados. Los alemanes, salvo algún individuo aislado como yo, eran de un sólo tipo: hijos de familia, burgueses adinerados que jugaban a ser artistas románticos y formaban un numeroso pueblo de Tischbeins melenudos asentado en ciertos cafés de Roma. Como el Greco.

Allá me dejaba caer yo algunas tardes con la sana intención de poner una nota de color en aquel insípido coro de bienaventurados. Mi gusto por la paradoja y la frase mordaz levantaba chispas en el duro pedernal allá reunido. En cierta ocasión se discutía si era más favorable para el artista el antiguo paganismo o el cristianismo de nuestros días. Yo expuse, con mesura, mi opinión: que el antiguo politeísmo, con su variedad de dioses y su riqueza de mitos, ofrecía mejor campo de inspiración para el artista. Entonces, de entre unas barbas espesas que ocultaban una cara cuadrada asentada sobre un cuerpo voluminoso, surgió una vocecita: nosotros no necesitamos a los dioses, nosotros tenemos a los doce apóstoles. Le miré fijamente, en efecto, la vocecita había salido de aquella masa informe, y le espeté: ¡Al diablo vosotros y al diablo vuestros doce paletos de Jerusalén! El revuelo que se armó fue indescriptible…

Pero aún volví una tarde más para, como quien dice, rematar la faena. Se hablaba del porvenir de la nación alemana, nada menos. Se decía que, considerando la posición actual de los estados italianos, la postración de Francia tras el desastre napoleónico, la decadencia definitiva de España, que estaba perdiendo sus colonias americanas, el secular atraso de Rusia, etcétera, todo el futuro, al menos en el continente, era para una nación: Alemania.

¿Pero qué es Alemania?, observó un espíritu levemente pensador. Todo el pueblo alemán, acordó la asamblea, todo el pueblo de sangre y de lengua alemana. ¿Pero quién dará forma política a ese pueblo? ¿El Imperio? No, el Imperio de los Habsburgo no era más que la carcasa de un gigante muerto hacía tiempo. ¿Prusia? Sí, seguramente Prusia. Pero lo esencial era que se alcanzase la necesaria trinidad: un pueblo, un estado, un guía. “¿Qué opina el doctor Schopenhauer? Ahora que no hablamos de religión no hemos de temer sus blasfemias”. Peor que una blasfemia. “Señores, estas historias no me conciernen; lo mío no es el suelo de los gusanos sino el vuelo de las águilas, como diría mi amigo Goethe. Pero como sé que estáis ansiosos por recibir el correctivo de mis palabras, no quiero ahorraros ese placer. Alguien ha dicho aquí que todos nos sentimos orgullosos de ser alemanes. Pues bien, yo no, yo no, que conste en acta. Y que también conste en acta lo siguiente: yo, Arthur Schopenhauer, declaro que detesto a la nación alemana y que me avergüenzo de pertenecer a ella.” Sí, peor que una blasfemia. Un estallido de indignación, unos puños amenazantes, una salida precipitada, y adiós al café Greco.

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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Espontáneos

No hay duda de que el sustantivo “espontáneo” es de origen taurino.  La Real Academia Española lo define en primer lugar como “persona que durante una corrida se lanza al ruedo a torear”. Creo que ya no hay espontáneos de este tipo. De hecho, no estoy seguro de que todavía haya corridas de toros. Pero también creo, mejor dicho, veo  que el espontáneo de otras clases sigue existiendo, e incluso va aumentando en número.

En algunas actividades la figura del espontáneo tiene una larga tradición y se mantiene con fuerza. Por ejemplo, en medicina está el curandero, en las finanzas el usurero o prestamista, en el comercio el vendedor ambulante ilegal, en religión el predicador o el gurú, en la milicia el guerrillero, en el teatro el aficionado, y así unos cuantos.

Pero hay un tipo de espontáneo que es nuevo – surgido con internet – y que me llama poderosamente la atención: el presunto escritor.  Y no me refiero a la persona que, amante de las letras, siente la comezón de escribir y lo hace como puede y donde puede (nunca en forma de libro publicado por editorial seria). No soy tan ingenuo como para pensar que solo lo bueno  alcanza la forma de libro y que solo lo mejor se lleva los premios. Por el contrario, siempre he sospechado que han existido y existen genios ocultos que nunca conoceremos. Mis opiniones al respecto quedaron expuestas claramente, creo, en una de las entradas dedicadas a la justicia poética.

Me refiero a ciertos individuos que, diciéndose también amantes de las letras, se lanzan al ruedo de internet convencidos de que son grandes toreros, digo, escritores – y con la parafernalia gráfica más impactante – para ofrecernos unos textos, no ya delirantes, adjetivo que tiene su pedigree en literatura, sino directamente analfabéticos. Y aquí unas muestra de un tal P.A.W.:

El pastor sabía que este sitio era el mejor de toda la Finca para ver el alba,por algo llamado el Observador. No había mejor. Ni en las Fincas adyacentes había un punto tan especial para apreciar un amanecer.Desde este punto en específico la luz viajaba sin interrupción por el espacio, a pegar divinamente en la pequeña colina de gramas verdes peinadas por el viento, sobre pinos altos ahechados apuntando al cielo. Eso es porque el sol sale justo entre una llanura existente entre las colinas que cubren el despertar del sol. Cosa más bella no podría existir.Sentado sobre sus pompas, cruzó sus brazos para mitigar el frío, provocado por un viento congelado arrastrado desde el norte, que se arrimaba sobre su cuerpo como una friolenta serpiente.     ……………………………

El viento sopló sobre su alma, y su alma como si fuese hecha de espigas se meció de lado a lado, como navío lo haría sobre mares salobres y oleados.Su alma pareció dejarse ser acarreada con el viento, a restar en el cielo, como campo de trigo que es soplado por el mismo. Su alma, como las espigas de un trigal, las sentía ausentes de su cuerpo, como un oasis flotante sobre el cielo, volando con alas largas y blancas, abstraído por completo de sí mismo,que aunque espigas separadas y únicas son, cada una seguía perteneciendo al mismo trigal, que en conjunto, formaban parte esencial de su elixir.

Y no obstante, leído un par de veces puede tener su gracia. Y diré más: el estilo, el tono y algunas expresiones me recuerdan las de un escritor tan publicado, vendido y apreciado por millones de lectores como Ruiz Zafón, qué raro, ¿no?

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Hoffmann III

En 1804 lo tenemos de juez en Varsovia. Parece que el castigo se ha levantado y que la carrera judicial puede proseguir sin trabas. Además de proporcionarle la seguridad necesaria para su nuevo estado familiar, esta situación le permite entregarse casi de lleno a su pasión musical. Y digo “casi” porque en ningún caso Hoffmann permite que se resientan sus deberes profesionales. En diversos momentos de su vida, esa actitud de estricto y honrado cumplidor del deber le había de situar ante dilemas dolorosos, que le obligarían a tomar decisiones de graves consecuencias.

Una actitud que, si bien puede no sorprender en un funcionario prusiano, sorprende, y mucho, en un artista. Y no un artista clásico precisamente, sino alguien que había de ser considerado el ejemplar típico del paradigma romántico: inquieto, fantasioso, bebedor, psíquicamente inestable, al borde a veces de la locura, que crea la figura romántica del doble (Doppelgänger) no por invención caprichosa, sino porque él mismo la ha experimentado. No hay duda de que Hoffmann es el trasunto de aquel personaje de su relato El caldero de oro, archivero y salamandra al mismo tiempo.

En Varsovia el juez-músico es feliz. Participa activamente en la vida cultural de la ciudad; compone, colabora con la Asociación Musical, donde dirige un concierto y estrena alguna de sus composiciones. Tiene una hija, que recibe el nombre de Cecilia, patrona de la música. Entabla amistad con Hitzig, que ha de ser uno de sus grandes amigos, y luego biógrafo, manteniendo la que, desde la infancia le une a Hippel, ya bien situado en la administración prusiana y que tanta ayuda le ha de prestar en los negros tiempos que se avecinan…

El 29 de noviembre de 1806 las tropas francesas entran en Varsovia. Polonia ha sido ocupada por los vencedores del país ocupante. Todos los funcionarios prusianos son destituidos. Hoffmann marcha a Berlín, sin nada a la vista. Pero, pocos meses después se le abre una oportunidad: las autoridades francesas han decidido recuperar a los ex funcionarios prusianos siempre que juren fidelidad al nuevo régimen napoleónico.

No se lo piensa dos veces. La lealtad está en él por encima de las preferencias políticas (si es que tiene alguna) e incluso de las necesidades vitales. Rechaza la oferta y permanece en Berlín, donde vivirá el año más duro y amargo de su existencia.

Solo en la ciudad (ha enviado a Posen a esposa e hija para que sean atendidas por la familia polaca), consume las horas entre trabajos precarios, sueños musicales y el alcohol de las tabernas. Pero es precisamente en ese año horrible cuando despunta el escritor. Hasta entonces, había publicado sobre todo reseñas de composiciones y estrenos para revistas musicales. Ahora abre un poco más la puerta de la imaginación y surge el relato que será como el punto de partida del Hoffmann escritor, El caballero Gluck, una extraña historia sobre el famoso músico, resucitado, o sobre un loco que se cree Gluck, no se sabe bien. 

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Larra es presentado a Dolores

Sí, un miércoles de diciembre Alonso nos presentó y, después de presentarnos, nos abandonó a nuestro destino.

-¡Larra! Alonso me ha hablado mucho de usted. He de confesar que sentía curiosidad por conocerle.

-Muy amable por su parte, señora.

-¿Amable? ¿Por qué? ¿Porque siento curiosidad? ¿No sabe que la curiosidad femenina suele fijarse en cosas insignificantes?

-Nada que merezca la atención de esos ojos puede ser insignificante.

-Veo que, además de crítico, sabe usted ser adulador.

-Alabador, querrá decir. En la adulación entra siempre la mentira, en la alabanza no. Decimos “alabamos a Dios”, pero no “adulamos a Dios”, “laudamus Deo”, pero no…

-No siga, por favor. Estoy segura de que sabe mucho latín. No hay más que ver las cosas que escribe.

-¿Conoce las cosas que escribo?

-Alonso no se olvida nunca de pasarme el último artículo o folleto.

-Alonso es un buen amigo.

-Y un buen maestro.

-Y usted una buena discípula. Ya estoy informado de que escribe versos admirables.

-Por favor, no se burle. Seguro que no ha leído ninguno. Si no, no hablaría así. Alonso es muy amable y muy paciente. Él me enseña los secretos de la composición, y yo voy aprendiendo a acomodar el fuego de la inspiración a las exigencias del metro y la rima.

-El fuego de la inspiración…Habla usted como los jóvenes poetas de hoy día.

-Y usted habla como si no fuera uno de ellos.

-No, no lo soy, no doy el tipo. Son otra clase de gente. ¿Conoce a Espronceda?

-Sí, me lo presentaron hace tiempo, pero no lo he vuelto a ver. Creo recordar que era un muchacho de ideas tan revueltas como sus cabellos.

-Buena definición.

-Y dígame, si puede saberse, ¿qué clase de gente es usted?

-Sólo soy un hombre

-Y yo una mujer.

-Ya lo había advertido. Sólo soy un hombre que sueña.

-Y yo una mujer que sueña. Y a veces, pienso que me gustaría ser un hombre para realizar algunos de mis sueños.

-Los sueños sólo son sueños.

-¿No pueden convertirse en realidad?

– Dejarían de ser sueños.

-Me parece usted muy melancólico, don Mariano.

-Nací triste.

-¿Y no ha habido nadie capaz de aliviarle esa tristeza?

-Alguna estrella fugaz, tal vez.

-A veces sueño con el sol. ¿No le parece muy raro? ¿Ha soñado alguna vez con el sol? Dígame, ¿cree posible que dos personas tengan el mismo sueño?

-¿Al mismo tiempo? Sí, si están despiertas.

-Dispense. Parece que Don Manuel me necesita. Va a empezar el recital. ¿Le veremos el próximo miércoles?

-Delo por seguro.

Recuerdo que las campanas de San Nicolás daban las diez cuando salíamos de casa de Cambronero; recuerdo que, sin hablarlo ni pensarlo, nos encaminamos todos hacia el Café del Príncipe; recuerdo que aquella noche Carnerero me regaló la caja amarilla. ¡Buena cosa la memoria!

(De El corzo herido de muerte)

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