Archivo mensual: septiembre 2019

El eterno retorno (de una idea absurda)

Si realmente el tiempo es infinito, todo lo que puede ocurrir habría ocurrido ya.

Parece que sobre esta afirmación de Schopenhauer edificó Nietzsche su teoría del “eterno retorno”, teoría que ha sido luego admitida a trámite filosófico sin pestañear por serios pensadores que no dudarían en reírse del misterio de la Santísima Trinidad, pongo por caso. Pero yo creo que, para que la proposición citada se considere no una simple suposición sino una posibilidad cumplida, serían imprescindibles dos requisitos.

Primero. Que el tiempo sea en efecto infinito. Y es que hay varias creencias, religiosas o filosóficas, que no lo imaginan así. En el pensamiento cristiano, por ejemplo, se concibe un principio del tiempo, que es el acto creador de Dios, y un final, marcado por el regreso de Cristo y el fin de la historia, del tiempo. Por supuesto que esta creencia no está demostrada. Ni las otras tampoco.

Segundo. Que no se conozca o no se haya entendido en absoluto la concepción del tiempo en Kant y en Schopenhauer.

Obviamente, este último requisito requiere una aclaración. Intentaré darla, pidiendo por adelantado disculpas por mi torpeza en el manejo del instrumental filosófico.

La idea del eterno retorno, como la del tiempo infinito que le sirve de base, o del tiempo finito que la contradice, son hipótesis que se dirían formuladas por alguien exterior a la conciencia humana, que observase el devenir de las cosas y de los individuos.

Pero ese alguien no existe o, si existe, no se dedica a escribir filosofía. Así que esa hipótesis – la del eterno retorno – ha sido elaborada por la mente humana en una clara extralimitación de sus competencias. Y es que para una mente humana despierta – y que haya leído y entendido a K o a S -, el tiempo no es ni finito ni infinito; el tiempo es una cualidad, una característica consustancial al modo de operar del cerebro humano, una especie de foco connatural que permite conocer y distinguir lo que, en sí, es Uno e indistinguible.

Aplicando nuestro congénito foco del tiempo, experimentamos un suceso después de otro, (igual que aplicando el foco del espacio vemos un objeto al lado de otro). Ese es todo el tiempo del que podemos hablar.

El tiempo nace conmigo y muere conmigo. Y si, por un raro milagro, fuese cierto que yo ya había vivido antes o que este instante se me repite, al no tener conciencia o constancia de ello es exactamente igual que si no fuese cierto. Por la misma razón, todas las teorías sobre transmigraciones y similares son absolutamente inútiles. Es mi opinión.

También opino que los filólogos poetas no deberían dedicarse a la filosofía, sobre todo si son psíquicamente inestables. Y no opino más, porque hay mucho nietzscheano por ahí dispuesto a echarme la caballería encima.

Por otra parte, la frase de Schopenhauer que, según parece, está en la base de la teoría de Nietzsche ha de ser entendida en su contexto y en la intención del autor: poner de relieve la contradicción entre la idea de tiempo infinito y la idea de progreso, ya que, de existir el progreso en un tiempo infinito, allá donde hemos de llegar ya habríamos llegado sobradamente. 


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ALFONSINA STORNI. La vida y el mar I

En mayo de 1892, en un lugar de la Suiza que habla italiano, nace una niña. Hasta que no cumpla cuatro años no oirá la lengua en la que habrá de pensar y escribir a lo largo de su vida. Tampoco hasta entonces conocerá el mar.

Sus padres, Alfonso Storni y Pasqualina Martignoni (Paulina), habían emigrado a la Argentina en la década anterior. Pero los negocios, al principio esperanzadores, tomaron tan mal rumbo que decidieron regresar a Suiza. Seis años después volvieron a embarcarse en el puerto de Génova para cruzar el mar con toda la familia: los dos hijos mayores, ya nacidos argentinos y la pequeña Alfonsina.

En San Juan las cosas no fueron mejor que antes. En 1900 la familia se traslada a Rosario, en busca de una salida a sus apuros económicos. En 1903, a los once años, Alfonsina deja los estudios para ayudar a su madre (mientras el padre se va hundiendo en la melancolía y el alcohol), como costurera; luego, en el pequeño restaurante que abre Paulina y, a los catorce años, como operaria en una fábrica de gorras.

Aún no ha cumplido dieciséis, cuando la compañía de teatro del actor español José Tallaví actúa en Rosario. Alfonsina, deslumbrada ante un mundo maravilloso y que sin embargo siempre había presentido (desde los doce años escribe versos), consigue que Tallaví le haga una prueba para cubrir una vacante del cuadro escénico. Admitida, pasa un año recorriendo el país, actuando en diversos pueblos y ciudades. La experiencia es positiva en un aspecto (“tuvo una gran influencia sobre mi actividad sensorial, pues me puso en contacto con las mejores obras del teatro contemporáneo y clásico..”), pero negativa en otro, el de la dura realidad del día a día (“casi una niña y pareciendo ya una mujer, la vida se me hizo insoportable. Aquel ambiente me ahogaba.”).

Deja el teatro y se matricula en la Escuela Normal de Maestros Rurales, pero siempre trabajando; incluso cuando realiza las prácticas de maestra trabaja como celadora en la misma escuela. Más tarde, ya en Buenos Aires, tendrá que seguir recurriendo a las ocupaciones más dispares para ganarse la vida: cajera, primero en una farmacia y luego en otro tipo de comercio, corresponsal de una empresa importadora de aceite de oliva…No es de extrañar que la poeta delicada (aunque también irónica e incluso sarcástica) no perdiese nunca de vista la realidad: estaba atrapada por ella y ni por un momento dejaba de sentir sus zarpazos.

La miseria sobrevenida de la familia, la muerte de un padre que andaba ya como un muerto por la vida, la urgente necesidad de dedicar la mayor parte del día a absurdos trabajos alimenticios… Difícilmente podría surgir de todo eso una poetisa exquisita encerrada en su torre de marfil. Más bien lo que se fue perfilando: una auténtica poeta que al mismo tiempo que nos sumerge en los misterios de la vida, del amor y de la muerte, no olvida su condición de trabajadora, que es la misma de la inmensa mayoría de la humanidad. Ni su condición de mujer, que es otra manera – enseguida lo ve claro – de ser, además de explotada, humillada.

Con el título de maestra, ejerce en Rosario al mismo tiempo que empieza a publicar poemas en revistas de la ciudad. Tiene dieciocho años y parece que su existencia va a seguir una tranquila linea ascendente. Pero la línea se rompe. Antes de cumplir los veinte años, abandona lo poco conseguido y se marcha, sola, a Buenos Aires, dispuesta a reiniciar su vida. Está embarazada.

Soltera y con un hijo. Por grandes que hoy sean las dificultades de las madres solteras, no hay punto de comparación con lo que esa situación suponía entonces. Y es que, a los habituales problemas económicos, se sumaba un rechazo social absoluto, que relegaba a aquellas mujeres a la condición inequívoca de apestadas y a ser víctimas potenciales de todos los abusos.

Pero Alfonsina no sólo tiene el hijo, sino que, orgullosa y autosuficiente, oculta siempre la identidad del padre. Nadie sabe quién es. Sólo ella y más tarde Alejandro, el hijo. Es insólito que un secreto de esta naturaleza pueda mantenerse toda una vida y aún más (todavía no se conoce el nombre), sobre todo teniendo en cuenta que el hijo se mantuvo siempre en contacto con el misterioso padre. Se dice que era mucho mayor que ella, casado y de cierta relevancia pública. 

El caso es que en 1912 Alfonsina se planta en Buenos Aires,

Tristes calles derechas, agrisadas e iguales

por donde asoma, a veces, un pedazo de cielo…,

sin más pertenencias que el hijo aún no nacido y la inquebrantable voluntad de cumplir su poético destino. Aún no ha conseguido librarse de sus trabajos alimenticios cuando, en 1916, publica su primer libro de poemas, La inquietud del rosal, del que más tarde renegará (la poetisa todavía no es la poeta que aspira a ser) y empieza a escribir en las revistas Caras y Caretas, Mundo Argentino, El Hogar, colaboraciones que le aportan una ayuda económica y el espacio necesario para ensayar y desarrollar sus inquietudes intelectuales. En 1920 ya es colaboradora fija del periódico La Nación. Decididamente, las cosas van bien. Y aún pueden ir mejor.

Toda la década de los veinte es un lento afirmarse y ascender en una sociedad dominada por hombres y, en su mundo, por las grandes figuras de las letras. Entabla amistad con José Ingenieros y Manuel Ugarte, intelectuales socialistas. Asiste a diversas reuniones y tertulias de escritores como Emilio Centurión, Enrique Amorim, Horacio Quiroga. En una de ellas, conoce a García Lorca, de viaje por Sudamérica. Ante nada se arredra. Escribe, trabaja (da clases de arte escénico en su cátedra del Conservatorio de Música y Declamación, ejerce como profesora en escuelas públicas, por la noche enseña castellano y aritmética en una escuela de adultos…), participa en los movimientos sociales y gremiales (sindicales).

Su obra poética se va publicando a un ritmo sostenido (1918, El dulce daño; 1919, Irremediablemente; 1920, Languidez; 1925, Ocre), hasta que, con la publicación de Ocre, su escritura cambia, se depura, se estiliza, pierde los viejos resabios del modernismo y se pone a la altura de los grandes poetas del momento; en lo formal, que en lo demás ya los alcanzaba.  (CONTINÚA)

(De ESCRITORAS)

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ALFONSINA STORNI. La vida y el mar II

Pero la popularidad de Alfonsina no sólo le viene de la poesía (puede sorprender hoy que este género literario otorgue cierta popularidad), sino también de sus artículos periodísticos. Su contenido solía girar sobre un mismo tema: la condición social de la mujer y la manera de superarla. Títulos como “Feminismo perfumado”, “A propósito de las incapacidades relativas de la mujer”, “Un simulacro de voto”, “Compra de maridos”, dan una idea del tono de esos artículos.

He de apuntar que el feminismo de Alfonsina ha sido (y es) un campo de batalla donde se enfrentan dos visiones extremas: la que lo considera un ejemplo claro de feminismo radical y combativo y la que lo ve como una simple protesta ante las situaciones más injustas, pero que no cuestiona la superioridad masculina ni, en lo básico, el papel tradicional de la mujer. La primera tiene elementos suficientes en que basarse, tanto en la obra poética como en la periodística (si le rebajamos lo de radical). En cuanto a la segunda, me temo que algunos de sus defensores se han dejado engañar por la ironía, más bien transparente, de la escritora. Y es que se necesita cierto grado de miopía para tomar en sentido directo versos como estos:

Así somos, ¿no es cierto? Ya lo dijo el poeta:

movilidad absurda de inconsciente coqueta,

deseamos y gustamos la miel de cada copa

y en el cerebro habemos un poquito de estopa.

Por mi parte, diría que el feminismo de Alfonsina pertenece a la triste categoría de la lucha por lo evidente, quiero decir que corresponde a una visión que apenas va ligada con la época sino con el sentido común (en el caso de que la sensatez fuese realmente común). Por ejemplo, el mensaje de sus versos

Tú me quieres blanca,

tú me quieres alba

me quieres de espumas,

me quieres de nácar.

Que sea azucena

sobre todas, casta…

es el mismo que tres siglos atrás lanzara Sor Juana Inés de la Cruz,

Hombres necios que acusáis

a la mujer sin razón,

sin ver que sois la ocasión

de lo mismo que culpáis…

y no diferente de lo que, hacia el 1800, un hombre (tan inteligente como Goethe, es cierto) ponía de manifiesto:

¡Te quejas de la mujer que va de uno en otro!

No la censures: va en busca de un hombre constante.

En todo caso, está claro que el de Alfonsina no es un feminismo asexuado que busca la derrota y humillación del hombre, por hirientes que puedan parecer algunos de sus versos,

Estuve en tu jaula, hombre pequeñito,

hombre pequeñito que jaula me das.

Digo pequeñito porque no me entiendes,

ni me entenderás…,

sino un intento de superar diferencias absurdas que apenas tienen que ver con el misterio del amor entre un hombre y una mujer:

Es que anoche tus manos, en mis manos de fuego,

dieron tantas dulzuras a mi sangre, que luego

llenóseme la boca de mieles perfumadas

Porque, como es evidente, antes que ideóloga o activista social, Alfonsina es poeta, una inmensa poeta.

Por cierto, ¿en qué consiste ser poeta? ¿Qué es la poesía? Tengo para mí que, salvo tal vez algún profesor universitario contratado al efecto, nadie es capaz de definir la poesía. Como todo lo que tiene que ver con las emociones, la poesía hay que sentirla.

En esta dirección, no puedo resistirme a proponer un ejercicio práctico. Tómese la composición Han venido…, del libro de poemas de Alfonsina Languidez, y léase con atención y a ser posible en voz alta (que es como se habría de leer siempre la poesía)

Hoy han venido a verme

mi madre y mis hermanas.

Hace ya tiempo que yo estaba sola

con mis versos, mi orgullo; en suma, nada.

Mi hermana, la más grande, está crecida,

es rubiecita; por sus ojos pasa

el primer sueño. He dicho a la pequeña:

-La vida es dulce. Todo mal acaba…

Mi madre ha sonreído como suelen

aquellos que conocen bien las almas;

ha puesto sus dos manos en mis hombros,

me ha mirado muy fijo…

y han saltado mis lágrimas.

Hemos comidos juntas en la pieza

más tibia de la casa.

Cielo primaveral… para mirarlo

fueron abiertas todas las ventanas.

Y mientras conversábamos tranquilas

de tantas viejas cosas olvidadas,

mi hermana, la menor, ha interrumpido:

– Las golondrinas pasan …

Una escena sencilla, cotidiana, contada con palabras claras, directas. Y sin embargo, ¿qué sentimos al leerlas? El aleteo vago de una emoción inexpresable. ¿En qué consiste ese efecto? ¿Cómo se consigue? Esto es lo que nunca conseguirá explicarnos el mejor profesor universitario. Es el misterio de la poesía, que sólo se manifiesta mediante la misma creación poética.

Pero la vida sigue. Y la de Alfonsina está adquiriendo un ritmo quizá demasiado acelerado. No puede dejar de escribir y publicar, no puede dejar de atender los requerimientos de la vida social, no puede dejar de trabajar (por fortuna, ya en actividades más acordes con su vocación intelectual y pedagógica), no puede dejar de atender a su hijo (que se convertirá en un médico de prestigio). Tanto esfuerzo, tanta tensión, llegan a afectar su salud. Los nervios se resienten. Se le recomienda descanso. Decide pasar algunas temporadas en Mar del Plata,

con las grandes olas, y las rocas muertas

y las anchas playas que ciñen el mar,

donde el rumor del oleaje le va susurrando insidiosamente que ahí mismo hay un lugar maravilloso para el descanso perfecto.

En el fondo del mar

hay una casa

de cristal.

Pero, salvo esos cortos períodos de retiro, Alfonsina no descansa. Se ha convertido en una de las primeras figuras del mundo de las letras bonaerense, a pesar de su fracaso en el teatro y de la hostilidad de los ultraístas agrupados en torno a la revista Martín Fierro, entre ellos un joven Jorge Luis Borges.

A principio de la década siguiente, viaja dos veces a España, donde conoce a algunos de los componentes de la flamante generación del 27. Su posición en el ambiente cultural del cono sur sigue siendo preminente. La amistad epistolar con la poeta chilena Gabriela Mistral se refuerza con el conocimiento personal. Más fuerte – no sabemos hasta qué grado de intimidad (bueno, algunos siempre saben estas cosas) – es su relación con el uruguayo Horacio Quiroga, que incluso le propone que le acompañe a su retiro de la selva de Misiones, proposición que ella no acepta.

En 1935 todo se ensombrece. Aparece el cáncer. Se le amputa un pecho. Pero el mal reanuda su labor destructora. Por entonces se entera del suicidio de su querido Horacio, también afectado de un cáncer incurable, y aplaude:

Morir como tú, Horacio, en tus cabales,

y así como en tus cuentos, no está mal;

un rayo a tiempo y se acabó la feria

En enero de 1938, es invitada a Colonia por el Ministerio de Instrucción Pública de Uruguay al homenaje que se rinde a las tres grandes poetas de América: Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou y ella misma. El veinticuatro de octubre de ese mismo año, Alfonsina está de nuevo en la pensión de Mar del Plata. A la mañana siguiente, dos hombres encuentran su cuerpo sin vida en la playa.

Cuenta la leyenda que la madrugada del día veinticinco Alfonsina, presa de mal de amores, se fue hasta la cercana playa y, caminando descalza, se adentró en el mar. (Por la blanda arena /que lame el mar /su pequeña huella /no vuelve más).

Dice la crónica que aquella tarde el dolor de la enfermedad se le había hecho insoportable, que por la noche se llegó hasta el pequeño acantilado que vigila la playa de la Perla y que, desde allí, se arrojó al mar.

La verdad poética (o sea, la verdad) es que Alfonsina tuvo dos grandes amores, la vida y el mar; cuando se vio abandonada por la vida, se entregó al mar.(De ESCRITORAS)

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La cabeza cortada de Schopenhauer

Tiene el Filósofo una famosa y enigmática frase, que reproduzco ahora en traducción de Pilar López de Santamaría :

Si yo contemplo un objeto, por ejemplo, un paisaje, e imagino que en ese momento se me cortase la cabeza, yo sé que el objeto permanecería sin cambio e imperturbable: mas eso implica en el fondo que también yo seguiría existiendo. Esto resultará evidente a pocos, pero dicho sea para esos pocos.

Existe para ella una interpretación elemental, que comparto: el yo que muere es el fenoménico, el que subsiste es el yo noumenal. Y sin embargo, ahora, que me he encontrado de nuevo con el problema, se me ocurre que ésa es la solución sencilla, la respuesta de manual, diría, del correcto conocedor del pensamiento schopenhaueriano, pero que la frase – el enigma – guarda en sí muchas más posibilidades, si no de interpretación, sí de reflexión.

Para empezar, la sentencia puede considerarse como una ilustración de la idea tan repetida por el Filósofo de que no hay objeto sin sujeto ni sujeto sin objeto. En el supuesto contemplado, si desaparece el sujeto (cabeza), ha de desaparecer el objeto (paisaje). Pero sabemos que el objeto no desaparece, luego el sujeto (cabeza, es decir, yo) tampoco puede desaparecer.

Muy bien. Pero lo cierto es que, a los no confortados por la fe en la doctrina del maestro, todo les hace temer que ese yo pensante – el único conocido – también desaparece.

Y sin embargo, la cuestión está muy clara en la cabeza de Schopenhauer:  habrá mundo (objeto), viene a decir, mientras exista el sujeto de conocimiento (mente); el hecho de que la mente alojada en un cerebro se extinga por muerte de este órgano no afecta al objeto-mundo mientras otras mentes se lo sigan representando. Sólo la desaparición total del conocimiento que se genera en el sujeto – en todos los sujetos – comportaría la desaparición del mundo, del objeto.

O sea, que todo consiste en colectivizar esa conciencia, que uno creía tan individual, tan personal, para mantener en pie un Yo que, convertido en conciencia global, subsiste para siempre mientras el pequeño yo decapitado se hunde en la nada.

Estas son reflexiones personales con las que muchos pueden no estar de acuerdo (quizá ni yo mismo en otro momento). Pero hay otra, que se me ha ocurrido mientras escribía este comentario, que me parece de una evidencia incontestable. Y es que, con independencia de si el yo noumenal del decapitado existe o no, la cabeza de Schopenhauer sigue tan viva como hace más de ciento cincuenta años; tan viva que parece que sigue pensando y, claro está, dándonos que pensar.

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Schopenhauer, creyente

Cuando me ronda la idea de la muerte, y ya no como idea sino como sentimiento de algo terrible que ha de suceder, vuelvo a la lectura del texto de Schopenhauer “Sobre la muerte y su relación con el carácter indestructible de nuestro ser en sí” (El mundo como voluntad y representación, volumen II, trad. R.R. Aramayo). Y salgo ligeramente confortado. Y digo “ligeramente” porque siempre quedan pendientes dudas, ambigüedades, puntos oscuros, cosa natural, por otra parte, cuando el autor piensa y se explica con honradez.

Pero en esta ocasión, la lectura del texto mencionado me ha sugerido algo más, algo en lo que no había pensado en las ocasiones anteriores y que ahora se me ha presentado como una evidencia incontestable: Schopenhauer es un creyente. Y no sólo en el sentido de que cree en su propia filosofía, cosa inevitable en cualquier pensador y hasta en cualquier persona, sino en el sentido de que su filosofía, requiere la fe del lector.

A lo largo de toda su obra, mediante un proceso en el que combina la intuición directa del mundo (incluido el propio cuerpo), el estudio de las ciencias de la naturaleza y una aplicación estricta de la racionalidad (¡él, el llamado “irracionalista”!), Schopenhauer llega a construir una visión del mundo en la que éste aparece como una dualidad (que en realidad no es tal, pues se trata de dos aspectos de lo mismo): la cosa en sí, incognoscible excepto en su manifestación como voluntad, y el fenómeno, es decir, el mundo empírico, encuadrado en el tiempo, el espacio y la causalidad y objeto de la ciencia.

Al abordar el tema de la muerte aplica, como es natural, el mismo esquema: el individuo desaparece en cuanto fenómeno, pero permanece como ser en sí. Lo que ocurre es que, en el texto mencionado, la afirmación de esta indestructibilidad del ser en sí que hay detrás del individuo adquiere un tono casi religioso, en el sentido de que se ofrece como consolación de una muerte que no es tal, porque oculta la transcendencia e inmortalidad del ser humano.

Pero ¿de qué ser humano está hablando? No del individuo, porque, según su misma teoría, éste es una apariencia, un fenómeno, y la conciencia individual desaparece junto con el cuerpo que la albergó, permaneciendo sólo la cosa en sí inmutable.

Llegado a éste punto, uno se pregunta, ¿para ése viaje se necesitaban tales alforjas? Cierto que la filosofía de Schopenhauer parece alumbrar zonas de la realidad hasta entonces nunca enfocadas con tanta agudeza, precisión y -creo yo- acierto. Pero también es verdad que fracasa en su intento de ofrecer un consuelo “religioso” a los individuos, pues la transcendencia que anuncia puede no importar en absoluto al individuo concreto, que quisiera perdurar, si no en carne y hueso, al menos en un paraíso como el prometido por el cristianismo. O como fuere (¿no dijo Unamuno que prefería el Infierno a la inexistencia?).

Es decir, que, en mi opinión, el componente consolador de la propuesta del filósofo sólo puede funcionar si el lector, aparte de comprensión, aporta toda la fe necesaria. En realidad se han de seguir tres pasos: primero, entender todo el proceso explicativo de su teoría; segundo, aceptar esta teoría (o doctrina, como él solía llamarla), darla por buena, y tercero, sentir que el “consuelo” que pretendidamente nos aporta es realmente efectivo. Porque uno puede entender y aceptar la “doctrina” schopenhaueriana y no hallar en ella – concretamente en el texto mencionado, escrito con esta intención – el menor consuelo. Y es entonces cuando la fe se revela como necesaria. Y es que nuestro filósofo es un creyente y exige que sus seguidores también lo sean.

De todos modos, los que no tengan la fe suficiente para comulgar con su visión del mundo, siempre podrán gozar de una literatura de primer orden, porque es incuestionable que en su escritura hay belleza. En la forma y, en el texto en cuestión, también en el fondo.

Y al pensar esto, es inevitable que vengan a la memoria aquellas palabras de Machado

Los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas.

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