Había escrito cuatro novelas cuya acción se situaba en la antigua Roma. Pensé que quizá era el momento de cambiar de registro, quiero decir, de decorado, o sea, de abandonar Roma y adentrarme por otros senderos, aunque dicen que todos llevan a Roma, y lo creo. Pero, ¿por dónde tirar?
No tuve que pensarlo mucho. Para empezar, no entraba en discusión abandonar la costumbre de novelar a grandes personalidades de las letras. Una costumbre que me había sido como regalada por el destino y que yo había aceptado con entusiasmo. Sin duda, cierta tara elitista de mi personalidad hacía que me enamorase de las cumbres y que pasase por alto todo lo que se situaba por debajo, por difícil que fuese el ascenso. Pero, ya se sabe, ad astra per aspera.
La elección
La elección no fue difícil. Ni siquiera tuve que pensarlo un poco. Un extraño personaje se impuso decididamente en mi imaginación. Extraño, porque no era una de aquellas figuras maestras que surgen en la adolescencia y se convierten, más o menos, en faros de tu vida, ni era uno de aquellos nombres que destacaban en las polémicas o las modas de la juventud. Por el contrario, en una época en que, en mi país, el pensamiento
Arthur Schopenhauer. Un individuo objeto de curiosas y extrañas contradicciones, de las que tres son perfectamente evidentes y llamativas, que empiezan por el apellido.
Primera: lo abstruso
Sí, creo yo que su sonoridad germánica es la primera razón de que, en el imaginario popular, la palabra Schopenhauer se asocie inmediatamente con pensamiento abstruso, pesado e incomprensible, como popularmente se cree que ha de ser el de un buen filósofo.
Pero la verdad es que, por poco que se le lea, se descubre que Schopenhauer es el filósofo con la escritura más clara y transparente que uno puede echarse a los ojos; no como la de aquellos otros cuyo lenguaje enrevesado y oscuro no es más que un artificio para ocultar la vaciedad de contenido (Schopenhauer dixit).
Segunda: el irracionalismo
La historia canónica de la filosofía ha venido encuadrando a Schopenhauer entre los filósofos practicantes de lo que llama irracionalismo. ¿Y qué entiende por tal? Veamos la definición que da la Biblia de nuestro tiempo:
El término irracionalismo designa genéricamente a las corrientes filosóficas que privilegian el ejercicio de la voluntad y la individualidad por encima de la comprensión racional del mundo objetivo.
Y en esa corriente incluye a nuestro filósofo.
Pero la verdad es que nuestro filósofo privilegia como pocos la comprensión racional del mundo objetivo. Comprensión a la que pretende llegar solo con el estudio de los datos de la ciencia y de las pulsiones innegables del propio ser viviente. Mientras que, curiosamente, reciben el nombre de racionalistas los que se montan estructuras ideales
He de reconocer que esta paradójica situación tiene su explicación. Y es que los que han dogmatizado sobre el racionalismo filosófico han atendido solo a las cualidades del mundo descubierto por ciertos filósofos, perfectamente cuadriculado, o sea, racionalista, apartando la vista del procedimiento seguido para descubrirlo, más bien fantástico, o sea, gratuito, y han ignorado el procedimiento plenamente racional usado por Schopenhauer, método que le conduce al descubrimiento de que lo irracional es el mundo (lo cual también es opinable), no el muy racional y esforzado pensador.
Tercera: la compasión
De acuerdo con los testimonios de la época, Schopenhauer era un individuo impresentable. Iracundo, malhumorado, egoísta, mezquino, misógino, elitista en el sentido de que solo le merecían respeto las personas con altas cualidades intelectuales y artísticas. Con todos estos rasgos, más los de naturaleza política (antisocialista, anticolectivista, defensor del Estado solo en cuanto garante del orden público para reprimir la maldad humana y proteger la propiedad privada), es fácil deducir que al filósofo en cuestión le importaban un bledo las penalidades y sufrimientos de los seres humanos.
Pero la verdad es todo lo contrario. La verdad es que toda su obra es una especie de consolación dedicada a esas desgraciadas criaturas que sufren no saben por qué y viven no saben para qué. Sí, en medio de toda su indagación del funcionamiento del mundo, destaca la preocupación por la triste suerte de los seres humanos, que solo se puede paliar, además de con las recetas magistrales del arte y de la liberación del deseo, con la actitud compasiva hacia todos los seres vivos, encadenados al mismo destino. Y no se refiere precisamente a la moral, es decir al seguimiento de un código ético o una moral religiosa que nunca, en ningún caso, han servido por sí solos para apartar a nadie de la maldad.
La virtud no puede nacer sino del conocimiento intuitivo que nos revela en los demás la misma esencia que en nosotros.
Eso es todo. De nada sirven normas, códigos y sermones. La conciencia de que todos somos lo mismo es la clave de la única moral efectiva.
De novela
Un personaje rico en contradicciones no es mala base para una novela, artefacto que, entre otras, ha de tener la virtud de mantener el interés del lector. El problema puede venir cuando ese personaje es un filósofo. Porque, vamos a ver, hay una diferencia entre Cicerón, siempre metido en las lides políticas, Petronio, pasándose la vida haciendo malabarismos en la cuerda floja, Catulo, poeta arrebatado por la pasión y todas sus contradicciones (odi et amo), hay una diferencia entre todos esos, digo, y un individuo que se pasa la existencia entre la lectura y la escritura en un tranquilo apartamento de una ciudad próspera y culta.
El problema se resolvió por sí solo sin apenas darme cuenta. Ya al principio de mis investigaciones di con el dato que serviría para convertir la aburrida trayectoria vital de un filósofo en una novela provista del atractivo y el interés de una vida verdadera pasada por el filtro del arte.
Descubrí que Schopenhauer y Goethe se habían conocido y tratado durante una temporada, y luego en breves encuentros; que ambos, separados por cuarenta años de edad, se admiraban, cada uno con diversa intensidad y por diferentes razones. Goethe apreció enseguida la genialidad del joven y valoró en especial su escritura a la vez clara y profunda; Schopenhauer, fiel a su devoción por lo grande, consideraba al gran poeta como la cima de la realización personal humana, lo que no le impedía discrepar en aspectos concretos de sus teorías.
Como es natural el joven filósofo dio a leer al viejo poeta su obra máxima (éste ya conocía su tesis doctoral, a la que había dedicado algunos elogios). Y quedó a la espera de la reacción del gran hombre. Pero la reacción no se produjo. Y así acabó la historia.
En los papeles. Porque quedó oculto un aspecto pendiente: cómo recibió en su interior Schopenhauer aquel silencio al que no hizo referencia expresa en sus escritos. Aunque no lo manifestase, es de suponer que la actitud esquiva de su ídolo le afectaría profundamente. Sobre esta suposición, perfectamente legítima, monté la intriga que recorre y anima toda la obra, así provista de uno de los ingredientes necesarios de una auténtica novela.
Pero, novela aparte, ¿cuáles pudieron ser las razones de Goethe para aquel obstinado y hasta descortés silencio? Para mí –
Y ahora he recordado cuál era el ensayo de Thomas Mann al que he aludido hace un momento. Y lo he buscado y he encontrado el párrafo. Y aquí está:
… el extremismo y el ascetismo de Schopenhauer son explícitamente románticos, en un sentido de esta palabra que era enteramente contrario al gusto de Goethe, como sabemos muy bien por la conducta de éste con respecto a Heinrich von Kleist. Y con unos sentimientos sin duda muy parecidos habrá leído Goethe El mundo como voluntad y representación: asintiendo a varias de las vivencias que allí aparecen, pero rechazando lo esencial, y afectado “hipocondríacamente”. Y de esta manera dejó la obra con un movimiento negativo de cabeza. De hecho sabemos que Goethe, tras un primer momento de simpatía curiosa, no leyó el libro hasta el final (Traducción: Andrés Sánchez Pascual)
Bien, el caso es que ya tenía el alma motora de la novela, ya podía ponerme a escribir. Y así hice. Al personaje, le busqué el momento preciso – poco antes de su muerte, sin él saberlo -, el lugar adecuado – su misma vivienda -, la compañía inevitable – el perrito Butz -, el tema a desarrollar – la vida entera y su… y aquí se presentó otro problema.
Yo pretendía que Schopenhauer se explicase por sí mismo en su última noche, sin interlocutores ni testigos. Pero el perrito estaba ahí, no lo podía eliminar. Se trataba entonces de sacarle alguna utilidad. Y así fue. El hecho de dirigirse intermitentemente al perro serviría para aliviar la presunta monotonía de un monólogo estricto. Y además, la presencia del animal me solucionó sobre la marcha un problema que ya había atisbado en el mismo momento de iniciar la obra. Y es que en una novela sobre un filósofo sería extraño que de alguna manera no apareciese su filosofía. Pero resulta que una cosa es evocar los momentos, buenos o malos, de la vida, y otra muy distinta explicarse uno mismo las propias teorías sólo para que el público lector se entere. La solución consistió en dirigirse al fiel Butz para exponerle el núcleo de su filosofía. Por cierto, en
Con todo lo dicho hasta ahora, se comprenderá que el título de la novela no podía ser otro que El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer.