Lugete, o Veneres Cupidinesque
et quantum est hominum venustiorum!
Passer mortuus est meae puellae,
passer, deliciae meae puellae,
quem plus illa oculis suis amabat…
Tenía 15 o 16 años cuando me encontré con este texto en el libro de Lengua Latina de aquel curso del bachillerato de entonces. Quedé deslumbrado y, con ayuda de la traducción correspondiente, del todo fascinado. Un poemita escrito por un hombre, parece que joven, a mediados del siglo I a.C. El poeta se dirige a los diosecillos del amor y a los hombres delicados para que lloren con él por la muerte del gorrioncillo de su amada, a quien ella quería más que a sus propios ojos y que se ha ido por el camino tenebroso del que dicen que nadie regresa, siendo el culpable de que a ella se le hayan enrojecido los ojos de tanto llorar.
Fue aquel uno de los varios aldabonazos que dio la poesía a las puertas de mi sensibilidad, sin que ni entonces, ni después, haya yo respondido adecuadamente con obras además de con amores. Pero me quedó el nombre del poeta: Cayo Valerio Catulo (Catullus).
El Poeta
De Catulo, debí de leer algunas cosas más a lo largo del tiempo, hasta que en mayo de 1984 me hice con la obra completa, en versión bilingüe, traducida y comentada por Joan Petit, y me sumergí en ella una temporada. Pocos años después se me aparecieron Ausonio y Paulino de Nola y escribí La ciudad y el reino. Y mientras me ocupaba en la dura y extraña tarea de intentar su publicación, en pocos meses di forma a la novela sobre Catulo, a la que en un momento de inspiración, muy bien recompensada, por cierto, puse nombre con palabras del mismo Catulo: Lesbia mía.
Hay entre La ciudad y el reino y Lesbia mía una conexión especial que sería largo y complicado de explicar, así que no pienso hacerlo. El caso es que la primera me llevó a la segunda. El personaje de Paulino me llevó hasta el personaje de Catulo. Y, una vez ante Catulo, me dije ¿qué se sabe de él? Y, después de investigar hasta donde juzgué necesario, llegué
El caso es que nada se sabía, ni se sabe, de Catulo, excepto que vivió en una época determinada y que escribió cierto número de poemas. La época, siglo I a.C., está profusamente documentada, aunque solo sea por los escritos del mismo Cicerón. Fue fácil reunir los datos históricos con los que preparar el fondo de la novela. Pero ¿y el hombre?
Puesto que nada cierto hay sobre él excepto la obra que se le atribuye, había que sumergirse en esa obra y extraer de ahí toda la verdad posible. La operación tenía un riesgo. Y es que una obra de arte es en gran medida ficción y había que distinguir entre lo que apuntaba a la verdadera personalidad del poeta y lo que era mero artificio, tal vez impuesto por los modos literarios del momento. He de confesar que no seguí ningún método preestablecido, sino que me dejé llevar por esa rara virtud que, por darle un nombre, llamo intuición y que considero imprescindible en todo artista.
Y así, a medida que escribía, el mero nombre del supuesto autor de una serie de poemas se iba convirtiendo en un ser humano de personalidad definida: sincero, emotivo, sensual, atrevido, inconsciente a veces ante el peligro, independiente, apolítico, vagamente piadoso, y ante el teatro del mundo: descreído, irónico, malévolo, cáustico; y siempre apasionado, y siempre lúcido, incluso cuando se siente inmovilizado por las redes de la pasión. Dice un personaje de otra novela, ambientada en la época romántica: “juntar la inteligencia con la pasión es como juntar la pólvora con la mecha”. Así se me apareció Catulo.
El contenido
Como en toda sinfonía, en toda obra literaria hay uno o varios temas fundamentales. Si en La ciudad y el reino eran la amistad y el contraste entre dos mentalidades opuestas, en Lesbia mía es, por encima de todo, la pasión amorosa. Pero creo que el mejor modo para ofrecer una idea más o menos adecuada de los contenidos será ir siguiendo lo que se apunta en la solapa del mismo libro (la edición de 1992, que luego hubo otra en otra editorial), con una concisión y acierto que no son frecuentes en ese tipo de presentaciones: una meditación sobre algunos de los misterios esenciales de la existencia humana: la Mujer (mítica, pero también real), el Arte, el Destino.
Tres son los personajes que trazan en la obra el rostro mítico de la mujer: Calvo, en su aspecto más negativo; Catulo, de manera genial y hasta cierto punto inconsciente, a través de su obra, y César, en algunos apuntes de las últimas páginas.
Ya en su primera carta Calvo introduce el tema de una manera brusca: La mujer romana (y creo que en el fondo toda mujer) es siempre la Gran Madre. La diosa que lo da todo, sí, pero que también lo exige todo. Ella da a luz a los hombres y ella los castra para que mejor puedan servirla. Desde su misoginia, Calvo considera una ingenuidad la tranquila confianza del hombre romano, que cree que tiene a la mujer totalmente sometida por las leyes y las costumbres. Él sabe que la mujer utiliza otros medios que nada tienen que ver con los legales (los oscuros poderes femeninos) y que pueden conseguir el sometimiento y aun la anulación total del hombre… como Metelo, cediendo ante Clodia a propósito de Clodio; como Catulo, cambiando incluso su manera de ser alegre y despreocupada por la de un hombre atormentado y, aunque el ejemplo no es de Calvo, como Cicerón, incapaz de sustraerse al dominio de su particular diosa-madre, su esposa Terencia.
Todo esto Catulo -me refiero siempre al personaje de Lesbia mía– no se lo plantea de una manera racional, consciente. Pero lo vive. Y como poeta lo expresa. Y lo expresa de una manera genial en su poema sobre Atis y Cibeles.
Cibeles, precisamente la Gran Madre cuyo tema introduce Calvo en su primera carta, atrae a Atis a su reino, obtiene su castración y luego le impide la huida. Quizá no físicamente. Porque Atis podía haber corrido en dirección contraria. Pero, dominado por la magia de la diosa, son sus propios pasos los que le llevan a postrarse a los pies de la Gran Madre…de la misma manera que Catulo regresa una y otra vez a Lesbia; de la misma manera que Cicerón tiene que renunciar a una bella amistad para seguir ahí, postrado para siempre a los pies de la bruja de Terencia.
De lo que sí es consciente Catulo -siempre el “reinventado”- es de la naturaleza de su amor, una fuerza tan pura e irresistible como la que enciende el rayo y lo lanza contra la tierra. Sí, es una necesidad absoluta lo que le lleva hacia Clodia. Pero esa necesidad no le impide ver a la mujer real que tiene delante, no le ciega, como Lucrecio supone que el amor ciega a los amantes. Pero le mantiene esclavizado, sin poder escapar. Y es que el amor de Catulo, como todo amor verdadero es una fuerza que el amante no domina, es un poder más fuerte que la voluntad de los que lo sufren: está, dice, por encima del bien que se busca y del mal que se pueda causar.
El arte es, naturalmente, el tema principal del grupo de poetas del que Catulo forma parte. Un tema que se plantea de manera mucho más clara y directa que los otros dos.
No obstante participar de los mismos ideales, la relación de cada uno de los tres poetas con el arte es personal y distinta.
Catulo -el más inconsciente del grupo de amigos- no sabe por qué o para qué escribe (En realidad, es lo único que sé hacer y que me interesa, dice). Calvo cultiva la literatura con la misma dedicación y esmero que dedica a la acción política. Para él, son las dos caras (la íntima y la social) de un mismo mundo, un mundo ideal que sueña realizar. Cinna es un auténtico sacerdote del arte. Al arte consagra la existencia entera, sin que se sepa que la vida -en forma de amor o de empeño político- tenga en él ninguna parte (hasta el final). Sabe que los seres humanos nunca serán perfectos. Y que la obra de arte sí puede alcanzar la perfección. Y a ello dedica todos sus esfuerzos.
A lo largo de Lesbia mía vemos cómo cada uno de los tres sufre los reveses que suelen abatirse sobre los seres humanos, tanto en las contiendas amorosas como en las civiles. Pero también vemos cómo, en cuanto poetas, ejercen un poder ilimitado, superior al de los mismos dioses. Lo dice Cinna: Ser poeta es más grande que ser dios…El que escribe sí dirige y anima las vidas de sus criaturas. El poeta toma una realidad (un personaje histórico o mítico) o la inventa (un personaje de ficción), y crea una realidad distinta y superior: la obra de arte. Su poder es total. Abarca el cielo, la tierra y los
Catulo vive encadenado por un amor que le supera (como siempre supera el verdadero amor a los amantes verdaderos). Pero, al mismo tiempo, posee un campo de libertad inagotable, un territorio vastísimo e inalienable: el arte. Él es un poeta, un creador. Esto le permite, entre otras cosas, dar forma concreta a las fuerzas misteriosas, sin nombre ni rostro, que lo atenazan. Y también, defenderse del mundo con sus versos sin piedad. Y, sobre todo, inventar el itinerario de su propio corazón para llegar a ser el Catulo que ha llegado hasta nosotros.
El destino dirige -¿determina?- la vida de los personajes. Pero cada uno de ellos siente este misterio de diferente manera.
Catulo -siempre el de Lesbia mía– da vida, en su poesía mitológica, a los poderes que le tienen atenazado y que, sin embargo, apenas reconoce en su propio vivir. Él sabe que sufre un amor que le tiene encadenado y del que, a partir de cierto momento, desea ardientemente escapar. Pero no puede. Y no sabe por qué no puede. Sólo a través de la creación artística -como dicen que todos hacemos en los sueños- sabe ofrecerse los símbolos que ilustran su drama particular. En especial, en el poema sobre Atis y Cibeles.
El significado de este poema, claramente onírico, resulta diáfano. Catulo es Atis, el joven que disfruta alegremente de los dones de la vida: padres, amigos, juegos, ciudad, hasta que la llamada de la diosa lo aparta de ese mundo de luz y lo arrastra hacia un reino tenebroso. Y, naturalmente, para servir a la diosa se ha de castrar, es decir, ha de renunciar a su condición de hombre. Luego, en un momento de lucidez, ve con claridad adónde le ha conducido su locura, y se arrepiente, y decide regresar. Pero no puede. La diosa lanza los leones en su busca… pura concesión a la iconografía cibelina, porque los leones no son necesarios. Atis-Catulo regresa por sí mismo a postrarse a los pies de la diosa. Y tras escuchar el relato de boca del propio Catulo, Clodia pregunta:
CLO.: ¿Y no puede hacer nada?
CAT.: No.
CLO: ¿No puede rebelarse?
CAT.: No. Nadie puede rebelarse contra su destino.
Finalmente parece que sí, que aunque sólo sea por un instante y como iluminado por un relámpago, Catulo se ha visto en la figura de Atis, postrado para siempre a los pies de la diosa.
Todas las pasiones son inútiles, excepto la de ser fiel al propio destino, dice César.
De todos los personajes de Lesbia mía es César el que tiene más presente la importancia del destino, no tanto -según él- como fatalidad inexorable, cuanto como camino señalado por una estrella. Un camino que hay que seguir, pero que también se puede perder.
Si en toda existencia humana, como en toda sinfonía, domina un tema, en la vida de César el tema es el destino, como en la de Catulo es el amor. Un destino, el de César, cuya luz parece que se apaga en un momento determinado, pero que resurge poderoso -tras la visión de la estatua de Alejandro y del sueño incestuoso- como único sentido posible de una vida. Un destino que aparece íntimamente ligado a la figura de la madre -dicen que, entre las obras perdidas de César, había una tragedia: Edipo -, tanto en el sueño como en la siguiente confesión del personaje. Yo he disfrutado además de una suerte especial. Si los demás hubieran tenido una madre como la mía, no andarían dando tumbos por ahí, sin acertar con el rumbo de sus vidas.
Cuando César pronuncia estas palabras, su madre, Aurelia, se halla en la misma estancia, hilando en una rueca. Al menos, así lo ve y lo cuenta Catulo. Pero…¿y César? ¿Por qué en ningún momento alude a la presencia física de la madre? ¿Está realmente Aurelia ahí? ¿Es Aurelia, la madre de César, la mujer que ve y con quien ha hablado Catulo?
La presencia de “Aurelia” en este capítulo XXI hay que relacionarla con estas palabras de Calvo del capítulo XI: Los dioses son caprichosos. Y, sobre todos, las Parcas, que en sus fantasmales ruecas van hilando la existencia humana hasta que, colmada la medida que solo ellas deciden, siegan bruscamente el hilo de la vida.
Parece, entonces, que la Aurelia del último capítulo no es -o no es solo- la madre de César. Es la Parca que hila la existencia, el destino de los hombres.
La mujer ha de hilar, Catulo, hilar y tejer lo que el hombre ha de llevar desde que nace hasta que muere, es decir, hasta que, colmada la medida que sólo ellas deciden, y concluye el mismo Catulo vi enseguida cómo tomaba con la otra mano el hilo, centelleante en la oscuridad, y cómo con las rojas encías lo segaba.
Y es así como Catulo asiste a su propio final, decretado por la Parca: mujer, vida, muerte y destino.
(CONTINÚA)