La supuesta evolución y progreso de la vida consistiría en un proceso de reflexión creciente, es decir, de llegar a verse a uno mismo como reflejado en un espejo. El mundo inorgánico no tiene conciencia. Los animales superiores poseen ya el entendimiento necesario para organizar el cumplimiento de sus fines inmediatos: mantenerse vivos y reproducirse. Pero no se puede decir que tengan conciencia. Porque no la tienen de sí mismos: no se ven vivir.
Todos los indicios señalan que el ser humano es el único que se ve de repente aquí, sabiendo que está aquí y también sabiendo que un día ya no estará. Estas certezas básicas serán el fundamento de la especifidad humana, de aquello que les separa del resto de los animales. Y, como efecto colateral, el lenguaje… ah, y la risa.
¿Quién no ha oído decir que lo que nos diferencia de las bestias es la risa? Pues es cierto. Primero fue una risa tosca, primaria, la carcajada provocada por la súbita aparición de lo contrario del efecto esperado: uno, que está apunto de alcanzar el coco, de pronto se cae del cocotero; grandes risas entre los colegas. (Y aquí convendría advertir que muchos seres humanos no han pasado de este grado de lo risible).
Pero la cosa se va perfecccionando. Y, pasada la época de las terribles certezas (los textos de la épica primitiva y los fundacionales de las religiones), viene la gran eclosión de la risa antigua: las gracias, los chistes, la sátira, la mordacidad, la ironía, ésta ya como preludio de lo que será el verdadero humorismo.
Pero aún no hemos llegado. Porque todo eso se aplica hacia afuera, sobre o contra el otro. El sujeto todavía no ha alcanzado el punto decisivo en el que empieza realmente la reflexión. Todavía no ha alcanzado a verse – él también – como objeto curioso. (continúa)