No por casualidad el humorismo en literatura surge y se desarrolla al mismo tiempo que la novela. Desde Cervantes, todos los escritores dignos de ser tenidos en cuenta, y desde luego todos los novelistas, han descrito el mundo o sus particulares fantasías con humor. ¿Que a veces no lo parece? Cierto. Pero es porque se tiene del humor una idea muy estrecha. Demasiado festiva. Y el humor puede ser amargo, y triste, y sobretodo melancólico. Pero nunca trata de culpar a nadie (en esto, entre otras cosas, se diferencia de la ironía o la sátira).
El humor es como una segunda alma del escritor. Una alma crítica. Así, mientras la primera alma va montando el relato a base de dar cierta realidad o consistencia a las cosas y personajes, la segunda lo pone todo en duda y de vez en cuando asoma a la página para dedicar una sonrisa compasiva a esa cándida primera alma que se toma tan en serio la idea de las cosas y las personas.
¿Qué resulta de eso? La ambigüedad, elemento básico e imprescindible de toda novela. La novela ha de ser tan ambigua como la vida. Esto, que empezó a funcionar hacia el 1600, es a estas alturas algo irrenunciable. Solo algunos fabricantes de bestsellers pueden ignorarlo. Pero se comprende: escriben para un público compuesto por seres idénticos a nuestros lejanos antepasados; viven (autor y lectores) en la época en que el humor no existía. Felices ellos, que no tienen que acarrear con el peso de una segunda alma, empeñada en criticar y desmontar los artilugios de la primera.
El escritor lúcido de hoy, es decir, el humorista, sabe que ninguna persona es exactamente lo que parece (¡cómo lo van a ser los personajes!), que los acontecimientos de la realidad no guardan la lógica y el sentido que se les tiende dar en la ficción, que todo es fluctuante y relativo. Y sabe también que él mismo es, o puede ser, tan ilógico, sinsentido, fluctuante y relativo como todo lo que a su alrededor se mueve. Y es que el humor bien entendido empieza por uno mismo.