Porque el poeta no tiene empacho en poner alegremente sobre el papel todo ese mundo real de maridos celosos o tolerantes igualmente engañados, mujeres y hombres que juran en falso ante los dioses (unos dioses que, si existiesen, no lo permitirían), abortos decididos y cometidos por la mujer por su propia cuenta y todas esas cosas que ocurrían, pero que alguien, muy poderoso, se obstinaba en negar. Y es que, mientras los versos ovidianos triunfaban en los salones, y aseguraban al autor una existencia de fama y placeres, alguien, situado arriba de todo, fruncía el ceño. ¿Quién era ese alguien? Retrocedamos.
Cayo Julio César Octaviano era un muchacho de diecinueve años cuando su tío-abuelo Julio César fue asesinado. Un año antes el joven había sido adoptado y nombrado heredero por el interfecto. Así que cuando se produjo la tragedia (la muerte de César, muy representada) se aprestó a hacer valer sus derechos y pretensiones, legales o no. Pero la cosa no era sencilla. Por un lado estaba Antonio, lugarteniente del asesinado, por otro los anticesarianos homicidas (Bruto, Casio) y por otro la mayoría del Senado, que no sabía muy bien por dónde tirar. Como era de esperar, Octaviano chocó enseguida con Antonio y, con el apoyo de un senado convencido por Cicerón, le plantó batalla. Pero la sangre no tuvo tiempo de llegar al río, porque, de pronto, Octaviano y Antonio se hicieron amigos, quiero decir, aliados y junto con Lépido formaron lo que se dio en llamar “segundo triunvirato”. El precio de esta alianza fue la cabeza de Cicerón y de algunos centenares de opositores.
O sea, que nuestro César Octavio Augusto, autoridad suprema de Roma en tiempos de Ovidio, aquel que fruncía el ceño ante los versos disolutos del poeta, había empezado su carrera política consintiendo el asesinato de su amigo y protector Cicerón y de otros más. Nada de particular. Cualquiera con dos dedos de frente y una pizca de experiencia sabe que el poder se fundamenta en cosas así, siempre adaptadas a los tiempos y a las circunstancias, por supuesto. (continúa en César Augusto, moralista)
Tal vez la raza humana alcanzó su más alto nivel cultural en ésta época Romana, y creo que por la sabiduría de sus gobernantes lograron estar a la zaga del mundo durante cerca de ochocientos años, creo que fue algo parecido a lo que ocurrió en Grecia en el siglo de Pericles, algún día el mundo o la humanidad volverá a saborear éstas delicias culturales, en las que el arte flotaba en el aire, lo dudo; tal vez fue el nivel más alto alcanzado nunca por la raza humana, y hoy nos tocó vivir la decadencia porque el mundo cada día va más cuesta abajo….
Te veo un poco pesimista, Ramiro. Yo creo que cada época tiene sus ventajas e inconvenientes, y que las épocas no son comparables entre sí.