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Fragmentos y comentarios auténticos sobre la obra de Antonio Priante.

A.P. GUÍA ILUSTRADA IV. Destino. A mitad de la vida. Finalmente. Cambio de marco

Destino

Mi destino siempre me lo había imaginado ligado a la figura del escritor sabio: poeta, novelista o filósofo, o las tres cosas juntas. Pero la realidad de la vida, expresión que solía utilizar mi padre cuando nos sorprendía soñando, se empeñaba en llevarme por otros derroteros.

Quizá debiera decir que me dejaba llevar, porque la verdad es que yo no ofrecía ninguna resistencia activa a engordar las filas del rebaño pequeño burgués. Escribía, sí, pero en la clandestinidad primero del hogar paterno y luego del hogar propio (aunque estaba claro que yo no había nacido para padre de familia, defecto por el que no solo no fui castigado sino extrañamente premiado). Pero todo lo que escribía parecía confirmar que mi genio era escaso y mis posibilidades de destacar en el mundo literario, nulas.

Pienso ahora que este juicio sobre mí mismo, fallado casi al principio de mi historial de intentos, fue consecuencia natural de una exigencia nada realista en la elección de modelos o maestros. Pasando por alto las medianías, mi interés apuntaba solo a lo más alto: era lógico que yo siempre me encontrase muy bajito.

Otro carga negativa que tuve que soportar y que impedía el avance era la idea que me había formado de mí mismo como escritor nada imaginativo. Idea manifiestamente falsa solo con que se tengan en cuenta obras como Mundo, Demonio y FaustoFantasías a la manera de Hoffmann; cosa difícil, por cierto, debido a la circunstancia de que ninguna de las dos ha sido publicada.

Y además, estaba mi postura en sociedad, tan criticada por algunos amigos: la timidez, la modestia, el no querer o no saber pregonar mis presuntas capacidades o virtudes. Cierto. Pero también es cierto que, con el tiempo, he sabido desprenderme, por lo menos, de la segunda de las taras citadas. Como a su manera supo hacerlo cierto personaje de la Francia de la Ilustración.

A la mitad de la vida

El caso es que, pasada ya la mitad de la vida, conseguí escribir una novela de la que quedé hasta cierto punto satisfecho, y del todo convencido de que la obra estaba, por lo menos, a la altura media de lo que se producía en el mundo editorial. Así, que intenté su publicación. (Se trata de La ciudad y el reino, aclaro, a la que he dedicado más o menos los tres primeros capítulos de esta serie). La respuesta del mundo editorial – una veintena de empresas, para empezar – fue casi unánime. Silencio.

Una, a la que me había dirigido levemente recomendado por una escritora famosa y amiga, me contestó en términos más bien positivos y me obsequió con un detalle que me pareció insólito: una copia del informe, muy favorable, que había emitido el lector profesional de turno, supongo que para endulzar la negativa que a fin de cuentas me comunicaba. Y es que  la dirección de una editorial tiene sus razones, que los lectores profesionales no entienden.

Otra me sorprendió con una salida más rocambolesca, pero que finalmente me permitió asomar  la cabeza al mundo deseado de la publicación. A los pocos meses de haber lanzado la veintena de originales sobre las mesas de los editores – cosa que en principio no es nada recomendable, aunque nunca se sabe -, recibí una llamada telefónica. Tras una mínima presentación por su parte, el hombre me preguntó quién era yo, con el tono del que inicia una investigación urgente. Desconcertado, le contesté como supe.

Lo que sí supe enseguida fue quién era él, con solo oír su nombre. Poeta unánimamente apreciado y ensalzado, miembro de la Real  Academia Española, director literario de una editorial de primera línea…  Y una nube rosada se instaló en mi cerebro y una voz  como  la mía me habló así: si te ha preguntado “tú quién eres” es porque un literato y hombre de mundo como él, siempre al tanto de todo fenómeno literario significativo, se ha visto sorprendido por la calidad de la escritura de alguien cuya identidad ignora, y esto no se lo puede permitir y lo ha de aclarar lo antes posible.

“¿Has escrito algo más?”, oí, al tiempo que se deshacía la nube.

“Sí, una novela sobre Catulo”.

Y es que, desde que finalizara La ciudad y el reino, en pocos meses había escrito la segunda obra para mí satisfactoria.

“¿Cómo se titula?”

“Lesbia mía”

“¿Lesbia mía?…Ummm… Envíamela”.  Así lo hice. Y al mes y medio justo me citó a su despacho de la editorial. 

Esto sucedía en el otoño de 1991. Llevaba tres años intentando colocar La ciudad y el reino. Y parecía que el momento había llegado. Pero, no.

“Publicaremos Lesbia mía“.

“Pero, ¿y La ciudad y el reino?”

“Mira, todo eso de cristianos y paganos no interesa a nadie… Está bien Lesbia mía. Y el título. Me gusta el título…Les-bi-a mí-a…”

Finalmente

Y el 22 de enero de 1992, a mis cincuenta y dos años y casi dos meses, aparecía en las librerías la novela Lesbia mía, de Antonio Priante, publicada por una de las principales editoriales del país. Tener un ejemplar en mis manos era la culminación del sueño máximo. Un sueño que arrancaba desde por lo menos mis trece años.

No tuve necesidad de nube alguna para imaginarme cómo en un próximo futuro iría ascendiendo todos los escalones que me habían de llevar a la cumbre deseada. Había entrado por la puerta grande. Tarde, pero por la puerta grande: una editorial de máximo prestigio; introducido, que es como decir, patrocinado, por un tótem cultural, poeta laureado como pocos de los vivientes (quizás como ninguno). Todas mis dudas sobre mis cualidades o capacidades literarias se fundieron en un instante. Un camino triunfal…

¡Alto, muchacho! Detente, que las cosas no van exactamente así; que sorpresas tiene la vida, esa gran maestra de la que aún habías de aprender algunas cosas amargas.

El producto Lesbia mía funcionó como una gran empresa espera que funcionen sus productos de tipo medio. Le edición se agotó en pocos años, luego el librito fue descatalogado y algunos de sus restos pasaron a formar parte de todocolección, tipo de retiro que no deja de ser glorioso a la par que triste o melancólico.

Mientras estuvo en el mundo, la obra me aportó satisfacciones. No tantas como me había atrevido a imaginar, pero suficientes para ir alimentando esperanzas e ilusiones. Las ventas no alcanzaban las cifras que uno siempre sueña en estos casos, pero, por lo que pude saber, los lectores quedaban encantados; la crítica, la escasa que se ocupó de la obra, se mostró propicia sin excepciones; Lesbia mía llegó a figurar entre las lecturas recomendadas en ciertos estudios de filología clásica o de historia antigua – o de ambos, no recuerdo -, y llegué a ser invitado por alguna asociación de estudios latinos, como si fuese un especialista en la materia, equívoco que se ha dado en otras ocasiones, cuando en realidad, para mí, esa “materia” era solo el espacio, mal explorado, en el que volcaba mis fantasías.

Y yo seguía escribiendo, y en dos años ultimé una novela sobre Cicerón (La encina de Mario), en forma de autobiografía fingida, novela que naturalmente envié al editor-poeta. Las razones de su rechazo casi me convencieron: que no había público para una obra como ésa, ya que los muy interesados y especialistas prefieren ir a las fuentes, y para el lector en general no tenía suficiente atractivo. Pocos años después, la novela se publicó, muy mal, en otra editorial.

Y yo seguía escribiendo, y dos años después le envié Conversaciones con Petronio. He de decir que no recuerdo en absoluto las razones del rechazo, pero seguro que las di por buenas, con lo que descendí finalmente de la nube y me planteé la necesidad de un cambio sustancial en mi quehacer literario.

Cambio de marco

El cambio consistió fundamentalmente en el aspecto espacio-temporal del relato: el marco ya no sería la antigua Roma sino la Europa del siglo XIX, y el personaje novelado ya no sería una celebridad de la literatura, sino un famoso de la filosofía. El título: El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer.

El resultado me entusiasmó. Sí, yo mismo, tan poco dado a ensalzarme y a pregonar mis presuntas virtudes, tuve que reconocer que aquella era una obra perfecta. Perfecta, no en el sentido de maravillosa o de superior a las otras, sino en el de perfectamente ajustada en todas sus partes y elementos, sin que le sobrase ni le faltase nada, redonda;  efectiva en el planteamiento y en la consecución del efecto deseado de vivificación real del personaje, hasta el extremo -como habría de señalar años después un crítico –  de que “el autor consigue algo realmente excepcional: nos da la impresión, por muy ficticia que sea, de haber conocido a Arthur Schopenhauer.”

Esta vez sí, esta vez sí, me decía mientras preparaba el envío al destinatario de costumbre.

Pues no. En la entrevista correspondiente con el destinatario de costumbre, es decir, el editor-poeta, éste me hizo saber que el “comité asesor” – primera noticia de la existencia de tal cosa-, había desestimado la publicación de la obra, aunque se había producido algún voto a su favor. 

Así, que cerré aquel capítulo e inicié el de las reflexiones. Las cuales no habían de llevarme a conclusiones hasta que, años después, la novela fue publicada en otra editorial y los lectores y la crítica se pronunciaron de forma clarísima sobre el valor indiscutible de la obra. Entonces sí, entonces comprendí.

Comprendí que, a la vista de los resultados comerciales de la publicación de Lesbia mía, el editor-poeta, conscientemente o no, había decidido no publicar ninguna obra mía más, independientemente del número y valor de las que le presentase. 

Pero eso ¿por qué?, me seguí preguntando, y fui dándole vueltas al asunto hasta que, finalmente, obtuve una explicación  plausible. Pero decidí callármela.

Después de todo, con la publicación de Lesbia mía se me habían abierto las puertas a mi andadura como escritor reconocido, tal como luego se demostró. Así que, DESPUÉS DE TODO, tenía que darle las gracias al editor-poeta.

Y también, tenía que aprenderme de una vez por todas aquello de que el editor tiene razones que el escritor no entiende.

Por cierto, ¿qué era, qué es, Lesbia mía?

La respuesta, en el próximo capítulo.

(CONTINÚA)

 

 

    

 

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A.P. GUÍA ILUSTRADA III. Aires del tiempo. La moda. La dictadura horizontal. En mi juventud

Aires del tiempo

La expresión “aires del tiempo”, acuñada por el escritor Guillermo de Torre a principios del siglo pasado, según nos recuerda Tomás Alcoverro en uno de sus antiguos y encantadores artículos que va desempolvando y exponiendo en su blog, viene a ser la versión poética de la expresión filosófica “espíritu del tiempo”. En ambos casos se alude al estilo, manera de pensar y de actuar con que una época se distingue de otra, en especial de la inmediatamente anterior.

Claro está que, en el mundo civilizado, la sociedad no es algo uniforme en su modo de ser o de pensar, que pueden convivir tendencias muy contradictorias en su seno, pero siempre hay unos rasgos generales que caracterizan o definen esa sociedad, aquello de lo que uno no se puede apartar sin riesgo de caer en el pozo de lo anticuado, ignorante o patán.

Y no importa, no importa en absoluto, que eso que lleva irremediablemente al pozo de lo anticuado o patán, haya sido la manera estrella, el no va más de la época inmediatamente anterior. Al contrario.

Imaginemos a un ciudadano romano hacia el año 100 de nuestra era, distinguido, culto, influyente, siempre próximo a los centros decisorios del poder, de nombre Ticio. Últimamente oye hablar mucho de los cristianos, y se ha hecho una idea clara de lo que son y significan.

Forman una secta criminal de origen judío, siguen a una especie de profeta que murió ajusticiado en Judea en tiempos de Tiberio, niegan a nuestros dioses y nuestras costumbres. Practican ritos secretos e indecentes. Lo único que en realidad les mueve es el odio al género humano. Ningún romano digno puede pertenecer a esa chusma

Ahora, tomemos a ese mismo Ticio, distinguido, culto, influyente, siempre próximo a los centros decisorios del poder, y situémoslo hacia el año 400 de nuestra era. Su bisabuelo se hizo cristiano y él no ha conocido otra religión. Cuando se habla de los que aún practican la antigua religión afirma.

Son unos degenerados que adoran imágenes de piedra o de metal, a las que toman por dioses; son tan obtusos que no les entra en la cabeza que solo puede haber un Dios, practican ritos ridículos y engañan a los incautos con su magia y sus trucos. Ningún romano digno puede pertenecer a esa chusma.

Ahí tenemos dos versiones del mismo Ticio. En ambas, responde a los dictados de su tiempo. En ambas es sincero y no hace más que representar ciertos rasgos destacados del espíritu de la época correspondiente.

Hace cien años fumar cigarrillos era signo de distinción; hace cincuenta era una costumbre generalizada y normalmente admitida en sociedad; desde hace pocos años es algo intolerable e intolerado. Y no es la salud la única razón de esta deriva.

Y si descendemos al tema de la indumentaria el panorama es aún más curioso. Un ejemplo, los pantalones, antes vetados a las mujeres, ya hace tiempo que éstas los llevan con toda normalidad y además, en el caso de muchas jóvenes, rasgados o francamente hechos trizas. 

Se dirá “pero eso es cosa de la moda”. Cierto. Y de eso se trata, de cómo la moda se mueve o participa en la evolución del “espíritu del tiempo”. 

La moda

Y es que el aparentemente obligado seguimiento de la moda es factor fundamental para que se propaguen y asienten los rasgos claves del espíritu del tiempo. Porque aquello que nos obliga a vestir de determinada manera, nos obliga también a pensar de determinada manera. Y hay que estar siempre muy atento, saber mantener el equilibrio entre los dictados de la moda y el modo de ser personal e individual, si no se quiere descender a la categoría borreguil.

Thomas Mann, escritor lúcido, agudo, profundo, elegante, ameno, y con un montón de adjetivos más que no enumero, nos da en su novela Doktor Faustus unos cuadros muy explícitos de la evolución de los aires del tiempo en Alemania desde finales del siglo XIX hasta el desastre final; desde los jóvenes excursionistas que, en comunión con la naturaleza, van descubriendo y magnificando el espíritu germánico (con ecos evidentes del viejo Herder), hasta el grupo de intelectuales y artistas que en sus tertulias de los años 20 del siglo pasado dan por finiquitados los ideales humanísticos y proclaman, gozosamente en muchos casos, el triunfo de lo irracional y de las fuerzas misteriosas que mueven a los pueblos.

Y sin apenas darme cuenta me he instalado en uno de los aspectos más interesantes del espíritu del tiempo. Y es su génesis. El momento en que surge con la fuerza suficiente para acabar con todo lo vigente ya caduco.

Se inicia entonces un etapa, no muy larga, en la que coexisten lo nuevo con lo antiguo pero aún vivo, es decir, con lo que sigue siendo el único modelo de vida y pensamiento de buena parte de la sociedad. Situación que suele producir efectos curiosos o sorprendentes, como el caso de aquel buen hombre que, sin comerlo ni beberlo, actuando exactamente igual que siempre, se ve de pronto convertido en una especie de monstruo a los ojos de las personas que le son más próximas.

La dictadura horizontal

Cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene su cara, escribió Larra, interesante personaje con el que nos hemos de encontrar en estas páginas. E igual que las caras de los hombres, las verdades de los siglos pueden ser bellas o feas, simpáticas o antipáticas.

He de reconocer que las “verdades” con que nos obsequia este siglo no son especialmente simpáticas. Para empezar, ni siquiera son de este siglo; todas nacieron o apuntaron maneras en las últimas décadas del siglo pasado.

Entre las menos antipáticas, para mí, destaca el ecologismo y todo lo que tiene que ver con la conservación del planeta. Si se piensa bien, resulta sorprendente que el género humano no haya descubierto hasta tan tarde (segunda mitad del siglo XX) que los recursos naturales no son infinitos, que la capacidad de absorción por parte de la Tierra de toda la basura que generamos tiene un límite, que nuestro comportamiento de siempre con el planeta es simplemente suicida. Es como si, hasta época tan avanzada, el individuo hubiese ignorado por completo la higiene personal. No habría sobrevivido. 

Entre las verdades más antipáticas de este siglo he de destacar esa que, ya en el anterior, se denominaba “lo políticamente correcto” y que ahora tiene diversas caras o modalidades. La peor consiste en el poder de hecho de ciertos grupos minoritarios, los cuales, a través de los medio de comunicación – hoy omnipresentes y al alcance de cualquiera mediante internet – tienen tanta fuerza que pueden destruir la carrera del artista, por ejemplo, que no se someta a su visión del mundo, que actúe con independencia del credo establecido por el grupo en cuestión. A lo largo de la historia, la situación de sometimiento de la sociedad en general ha tenido un origen claro: la cúspide del poder político o económico. Se trataba – se trata, pues aún persiste – de una especie de dictadura vertical. Todo el mundo sabía de dónde podía venir la censura, la reprimenda o el castigo: de lo alto de la estructura social, de la autoridad legalmente (o no) establecida. Ahora es diferente, ahora cualquier grupo o grupito que se considere lastimado por las actuaciones u opiniones de una persona puede acabar con ella; como persona pública, por lo menos.

Y en este escenario de continua presión de unos contra otros, de grupos contra individuos principalmente, los entes económicos ya hicieron sus cuentas y concluyeron que hay que acatar la dictadura o censura horizontal si se desea que el negocio siga prosperando.

No hace mucho me enteré de la existencia en ciertas empresas editoriales de una figura nueva, distinta de las clásicas del informador de originales y del corrector de estilo y con un cometido totalmente original y novedoso. Se trata del sensitive reader, lector sensible. Una persona, se supone que con buena formación literaria, que (copio de un manual de introducción al negocio editorial) se encargará de detectar errores de caracterización de los personajes pertenecientes a determinado colectivo. Y esa persona – el sensitive informador – habrá de pertenecer al colectivo en cuestión, y es que, si tu personaje es gay, un gay será capaz de detectar los errores de caracterización de este personaje mejor que una persona que no lo es. Muy bien. ¿Y si eres hombre y tu personaje es mujer? ¿Y si eres mujer y tu personaje es hombre? ¿No se habría de contratar entonces a un sensitive reader del sexo correspondiente en cada caso? Me temo que el redactor del manual no ha reparado en el detalle. Mejor así. No me imagino a Tolstoy, por ejemplo, discutiendo con su editor los supuestos errores de caracterización del personaje Ana Karenina detectados por la sensitive reader de turno.

En fin, son algunos de los signos de este tiempo. Hay otros que el lector o lectora (¿han detectado éste?) reconocerá enseguida con solo enunciar los nombres: patriarcado, género, empoderamiento, LGTBI (o algo así), etc. y sobre los que ya se habrá formado un juicio. Pues que se quede con él, que yo no voy a opinar, que todo eso me pilla tan reciente que tengo miedo de hacerme un lío. 

La verdad es que en mi juventud, no sé si peores o mejores, pero los signos de los tiempos eran otros.

En mi juventud 

Liquidado el fascismo propiamente dicho en los años 40, el mundo quedó dividido en dos bandos. De un lado, los países con un sistema político democrático y económicamente capitalista, lejano heredero de la Ilustración, liderados por Estados Unidos, cuyo gobierno, por otra parte, no se privaba de amparar a ciertos regímenes dictatoriales, siempre que ello favoreciese su posición frente al otro lado. De este otro lado, los países que decían aplicar la ideología comunista alumbrada por Marx, liderados por la Unión Soviética, cuyo gobierno, por otra parte, en el tema de los fines y los medios supeditaba absolutamente los fines  – cada vez más lejanos e invisibles – a unos medios manejados despóticamente por la camarilla burocrática y su líder de turno. Como todo el mundo sabe, el enfrentamiento acabó con la disolución espontánea del segundo de los sistemas, dejando el campo libre al primero y a su democracia capitalista.

En el plano intelectual, visto sobre todo desde mi perspectiva de joven estudiante, el enfrentamiento se producía entre los partidarios del compromiso social – progresistas de todo tipo, principalmente comunistas – y los que avalaban el sistema liberal-democrático de las potencias occidentales, aunque hay que precisar que a estos, y ya no digamos a los herederos directos del fascismo, se les negaba cualquier parentesco con lo intelectual. Se consideraba que intelectual y de derecha, era imposible. Un oxímoron.

Otras preocupaciones, hoy relevantes, no existían entonces como signos de de la época, como por ejemplo el independentismo en ciertos territorios europeos, el cual, si asomaba la cabeza, era condenado automáticamente por la izquierda como movimiento que hacía el juego a la derecha y al puro capitalismo.

Pero cambiaron los tiempos y sus signos y, de acuerdo con los nuevos, ciertos políticos ante todo izquierdistas se convirtieron en políticos ante todo independentistas. En un santiamén. Pongamos que hablo de Cataluña.

Pero todo esto de la época y sus signos era en realidad como el telón de fondo de lo que en verdad me interesaba: llegar a cumplir lo que consideraba mi destino.

(CONTINÚA)

 

 

 

 

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A.P. GUÍA ILUSTRADA II. El espíritu del tiempo. La estrategia del espíritu. Vividores del espíritu

En el siglo I el cristianismo era una de tantas religiones exóticas que pululaban por Roma y que no inquietaban, en principio, a las autoridades ni a los dioses tradicionales de los romanos.

Trescientos años después, a finales del siglo IV, los cristianos habían colocado a sus líderes a la misma altura del supremo poder político, y habían comenzado la labor de defenestración y extinción de las antiguas religiones.

¿Qué había pasado? ¿Cómo fue posible que un pequeño grupo de judíos, pobres, la mayoría analfabetos, seguidores de un iluminado que se decía hijo de Dios trastocando la religión hebrea de la que se proclamaba fiel intérprete, en poco tiempo (para las cuentas de la historia) se multiplicase y alcanzase las cimas del poder político e intelectual de la Roma tardía y, ya en la Edad Media, de Europa entera?

Creo que, si algún sentido tiene el estudio de la historia, consiste en la investigación y explicación de las causas o razones de los diversos y a veces sorprendentes cambios y movimientos de las sociedades humanas. De otro modo, la historia se reduciría a un mero anecdotario, de dudoso interés para los que gustan de platos más fuertes.

Por otra parte, el fenómeno del cristianismo, su aparición, propagación e implantación total en la sociedad occidental, ofrece el ejemplo más rico, extremo y sugestivo de un acontecimiento histórico de este género; no único, pero sí paradigmático en relación con otros de parecido aspecto, producidos en distintas épocas y sociedades.

El Islam, por ejemplo, también tuvo una difusión rápida (más rápida que la del cristianismo), expandiéndose por una extensa zona geográfica. Pero las diferencias entre ambos fenómenos son evidentes: desde el principio, el Islam recurrió, además de a la predicación, a la fuerza militar que iba creando con los conversos; por su parte, el cristianismo no utilizó para su expansión ningún tipo de violencia, sino solo la predicación, la persuasión y el ejemplo de vida y, cuando su extensión e influencia fueron lo suficientemente fuertes, no creó una estructura de poder propiamente política, sino que se adhirió a la existente (el imperio romano), ejerciendo como inspirador e incluso controlador, como censor, se podría decir, del poder político.

Pocos siglos después, sí. La Iglesia católica, cristalización dicen que necesaria del cristianismo, además del poder espiritual que ya era, se constituyó en un poder político de primer orden, para justificar lo cual no tuvo empacho en sacarse de la manga un documento – falso de arriba abajo – según el cual el emperador Constantino había otorgado a la Iglesia los medios y la legitimidad necesarios para constituirse en un ente político, en un estado muy de este mundo, difícil de compaginar, por cierto, con el reino extramundano proclamado por Jesús.

El espíritu del tiempo

Como todo término filosófico que se precie, Zeitgeist, el espíritu del tiempo, es voz alemana. La palabra y el concepto que designa los ideó en el siglo XVIII Herder, filósofo y folclorista que alumbró la historiografía romántica e inició la poética e incontrolable carrera que va desde el estudio y glorificación del arte popular, del genio del pueblo, del espíritu del pueblo (Volkgeist), hasta el nazismo del siglo XX.

Hegel, por su parte, utilizó este concepto para dar contenido a las ideas de nación y época histórica. Del mismo modo que el individuo humano, venía a decir, alberga un espíritu particular, diferente del de los demás individuos, las naciones y las distintas épocas históricas tienen cada una su propio espíritu al que no pueden renunciar. Es el Zeitgeist, el espíritu del tiempo.

En Roma, el espíritu del tiempo que va desde la instauración de la república hasta su derribo a finales del siglo I a.C. se manifiesta mediante una sociedad estamental (patricios, plebeyos, extranjeros, esclavos) con una regulación minuciosa (base del derecho moderno); un estado, que los dioses amparaban siempre que se les rindiese el culto y se cumpliesen los ritos  establecidos de antiguo. Dioses, por cierto, que no exigían determinado comportamiento ético de sus fieles, ni la creencia obligada en unos dogmas, que no existían. De hecho, la religión – el cumplimiento de los ritos – formaba parte de de los deberes ciudadanos, y no había una casta sacerdotal en sentido estricto, a diferencia de lo que ocurría en otros pueblos, antiguos y modernos.

Un siglo después del fin de la república, lo que llamamos el espíritu del tiempo había mutado claramente. Los dioses no solo continuaban siendo moralmente inoperantes, sino que ya apenas existían. El escepticismo de las clases altas se había propagado por toda la sociedad.  Hubo que inventar algo para mantener la cohesión del pueblo. Y surgió el culto, obligatorio, al genio (el espíritu) del emperador. Es decir, que se pretendió subsanar la evidente anemia de la religión tradicional con una especie de pacto (impuesto), más político que religioso.

En la nueva monarquía, los individuos, descargados de sus obligaciones públicas y, por consiguiente, de su significación cívica, se abandonaron al materialismo más grosero (panem et circenses) o, algunos, pusieron su esperanza en alguna de aquellas religiones llamadas mistéricas (de origen oriental, ajenas a la tradición romana) que prometían relaciones efectivas con otro mundo. Una de ellas, el cristianismo, pronto había de relegar a las demás al ridículo y al olvido. 

El escritor francés Flaubert definió en pocas palabras el marco en que alentó el espíritu del tiempo de aquellos primeros siglos de nuestra era.

Los dioses no estaban ya y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que solo estuvo el hombre.   

La estrategia del espíritu

Lo cierto es que aquella fue una época de transición. Los tiempos de las recias virtudes romanas daban paso a otros, en que otras virtudes, aparentemente ni tan recias ni tan romanas, acabarían imponiendo su ley.

Historiadores y pensadores de toda índole y tendencia se han preguntado y se siguen preguntando cómo fue posible aquel giro, aquel vuelco, por el cual el mundo de los de abajo acabó imponiéndose al de los de arriba, como si estuviésemos ante la escenificación histórica de la advertencia evangélica: los últimos serán los primeros. 

Entre las razones que se han dado para explicar el fenómeno yo descartaría de entrada la esgrimida por los propagandistas cristianos: fue el designio divino lo que llevó al triunfo a la grey cristiana. Y no por falso (soy incapaz de pronunciarme sobre la verdad o falsedad de cuestiones como ésta) sino por inoperante, por la sencilla razón de que, si todo sucede por designio divino, como sin duda piensa esa especie de analistas, sobran análisis e investigaciones.

Regresando al terreno de lo empírico, se han inventariado una serie de razones para explicar el fenómeno partiendo de las circunstancias que lo favorecieron: la tolerancia del estado romano en materia de religión (el culto al emperador, cuyo rechazo era el único motivo legal de la persecución de cristianos, era un recurso más político que religioso); la unidad de la lengua, latín en la parte occidental del imperio y griego en la oriental; las afirmaciones rotundas que formulaba la nueva doctrina sobre el mundo y la historia frente a la inseguridad del pensamiento antiguo; el atractivo de un estilo de vida nuevo, que barría en parte las viejas y caducas tradiciones; la rápida propagación mediante el contacto de las clases bajas (a las que sin excepción pertenecían los primeros cristianos) con las más altas, concretamente la influencia de los esclavos cristianos en las familias de los amos, principalmente a través de los hijos, de cuya educación se encargaban en algunos casos, y también de las mujeres. Este último factor parece que tuvo más importancia de la que normalmente se le ha otorgado.

Entre las lamentaciones por la inevitable desaparición de su viejo mundo, Ausonio (el personaje de la novela) exclama:

Desde que se firmó el Protocolo de Mediolanum y, sobre todo, desde que las mujeres y las madres de los poderosos asumieron el cristianismo, la suerte ya estaba echada.

A propósito del tema, creo que se habría de revisar cierta postura superficial que considera que, por estar legalmente relegada, la mujer no ha tenido ningún peso en la marcha de la historia; postura que ignora que en la evolución de la sociedad hay otras fuerzas más efectivas que las legales. 

Vividores del espíritu

El caso es que, a partir del reconocimiento oficial del cristianismo por Constantino (313) y, sobre todo, de su consagración como única religión del Imperio por Teodosio (380), las apuestas por el caballo ganador se multiplicaron con una rapidez increíble.

Ya antes, en los siglos en que el cristianismo, sin dejar de crecer, pasaba por épocas de tolerancia y épocas de persecuciones, la organización eclesial, cuya cúspide la ocupaban los obispos de cada ciudad, conoció de intrigas y malas artes para alcanzar los obispados y de disputas entre distintos obispos en torno al poder que a cada cual correspondía. En este sentido, es famosa la carta del obispo Cipriano de Cartago al obispo Esteban de Roma, hacia del 250, en que se oponía a las pretensiones de éste de constituirse en autoridad sobre todos los obispos de la cristiandad, recordándole que Pedro nunca reclamó una autoridad suprema sino que siempre se consideró uno más en la comunidad de fieles y no pretendió imponer su criterio sobre el de Pablo o el de cualquier otro apóstol. No sé si tienen en cuenta detalles como éste los defensores de la continuidad del papado desde san Pedro.

En el ámbito no eclesial la carrera se inició, naturalmente, con la decisión de Constantino. Para prosperar en la vida social y política había que hacerse cristiano. Los más avispados lo tuvieron claro enseguida, no obstante las vacilaciones del poder, y es que, durante las siete décadas que mediaron entre el edicto de tolerancia de Constantino y la decisión definitiva de Teodosio, hubo emperadores contrarios al cristianismo, como Juliano, neutrales, como Valentiniano I y favorables, como Graciano.

Así que, en un santiamén (nunca mejor dicho), como tocados por la Gracia, todos los aspirantes a todos los niveles del  poder se hicieron cristianos. En cierto modo, bautizarse era como hacerse con el carnet del partido. 

Pero las reflexiones sobre el tema pueden ser tan abundantes y tan esclarecedoras de los modos en que la condición humana afronta los cambios de “los aires del tiempo”, que mejor dejarlo para otra ocasión.

(CONTINÚA)

 

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A.P. GUÍA ILUSTRADA I. La ciudad y el reino. La novela histórica. Un reino que no es de este mundo. Una realidad nueva

El lector que haya consultado la Guía Práctica, por poco ducho que sea en los recursos de la escritura internáutica, habrá comprobado que, solo clicando los títulos subrayados, aparece cierta información sobre las obras aludidas. Es la información que se contiene en el mismo blog, con la cual tendrá lo mínimo suficiente para saber de qué va la obra.

Ahora me gustaría seguir por un camino diferente. Lo he llamado “guía ilustrada” y creo que lo he llamado mal. Porque no se trata de “ilustrar”, es decir, de ampliar de una u otra manera la información aparecida tras los mágicos clics mencionados; se trata de abordar cada obra como punto de partida, como pretexto, como acorde inicial de una serie de variaciones que puede ser infinita. Sobre la obra, sobre mí y sobre el mundo.

La idea es ambiciosa, lo reconozco. Muy ambiciosa. Y dudo que la pueda realizar con la maestría y consistencia con que vagamente la he imaginado. Pero siempre hay que intentar convertir los sueños en realidad, sobre todo cuando, a cierta edad, son ya tan escasos.

 

LA CIUDAD Y EL REINOes básicamente la historia de una amistad. De una amistad verdadera, de esas que pasan por encima de las diferencias de edad, de ideas y de caracteres. Y no es que yo anduviese buscando un motivo como ése para construir sobre él una novela. No, como todo lo que es auténtico no es fruto de una búsqueda, sino de un  hallazgo. El encuentro de algo no buscado.

La cosa fue así. Estaba leyendo un libro titulado Historia de la literatura romana cuando di con este párrafo:

Fue a sus ojos un enigma  que su discípulo y amigo Paulinus, poeta y orador de buenas dotes (m. el 431 como obispo de Nola), renunciase al mundo; la correspondencia epistolar que mantuvieron (en gran parte poética) deja vislumbrar una callada tragedia.

Y al instante se me reveló toda la historia. La diferencia de edad entre los dos, la comunidad de intereses, el temperamento básicamente bondadoso de uno y otro, la similitud de ideas que, de pronto, van divergiendo, el brusco cambio de modo de vida anunciado por el joven, la incomprensión de esa actitud por parte del anciano, los intentos comunes de salvar la amistad a toda costa, la “callada tragedia” que, al final podría no ser tan callada.

Todo eso se me reveló al momento, gratuitamente. Todo lo esencial para ponerme a escribir ya. Pero no para escribir una novela. O, al menos, no para escribir lo que yo entiendo que debe ser una novela, con un conocimiento suficiente del mundo en el que se desarrolla la acción. Y se daba la circunstancia de que, del mundo en que se desarrolla la acción (sociedad romana de las últimas décadas del siglo IV), yo apenas sabía nada.

De la antigua Roma conocía (un poco) lo relativo a la historia, la sociedad y las costumbres de los dos siglos en torno al punto cero de la cronología cristiana. El resto de la inmensa historia romana se hundía, para mí, en una ignorancia casi total.   

La llamada Novela Histórica

Pero el impacto era demasiado fuerte. Así que no pude evitar ponerme a escribir enseguida, al mismo tiempo que intentaba deshacer la oscuridad en que para mí iba envuelta la época y sociedad que debían enmarcar la acción.

Primero, di con las pocas cartas auténticas que se conservan de la correspondencia mutua de los dos protagonistas. Ninguna sorpresa:  el carácter, los sentimientos, el tono vital de los corresponsales no se contradecían en absoluto con lo que yo ya iba escribiendo.

Pero había que resolver también lo otro, lo realmente difícil. Y urgente, si quería lograr algo con coherencia y sentido. Y es que, si bien para vislumbrar y construir el carácter y sentimientos de los personajes bastaba con aquella especie de intuición misteriosa que se había abierto con solo la lectura del párrafo mencionado, para situarlos debidamente en su mundo hacía falta nada menos que conocer ese mundo, es decir, sumergirse en él tal como nosotros estamos sumergidos en el nuestro.

Cuando se escribe una novela cuya acción se sitúa en la actualidad (relativa, pues el solo acto de narrar sitúa lo narrado en el pasado), el problema no existe: escritor y lector viven en el mismo mundo y, por consiguiente, a ningún escritor se le ocurre explicar en qué consiste el acto de fumar, por ejemplo. Pero, cuando la acción de la novela que se escribe se sitúa en un tiempo, una época histórica, diferente de la nuestra, existe la tentación de insistir en las diferencias, en los detalles curiosos, para que quede bien claro que se está hablando de cierta época antigua, no de la nuestra.

Este es el pecado capital de la llamada novela histórica. Convertir lo que habría de ser una novela, es decir, una obra de arte, en un reportaje más o menos animado de una sociedad y una época distintas de las nuestras.

Esto es algo que yo nunca haría. Que no sabría hacer. Y creo que ninguna de mis cinco novelas publicadas – tres situadas en la antigua Roma y dos en la Europa del siglo XIX -, puede ser calificada de histórica, puesto que ninguna de ellas incurre en las características principales, en los “pecados” definitorios de las que con ese adjetivo se venden.

Mis novelas tratan de las acciones y pasiones de unas personas. Y esas personas viven en una época determinada, como nosotros vivimos en la nuestra. Y eso es precisamente lo que se ha de conseguir para los personajes de una novela ambientada en otra época: que vivan y respiren el ambiente de su tiempo, sin necesidad de  abrumar al lector con áridas o pintorescas enseñanzas históricas. 

Entonces, la tarea primordial que debía realizar antes de ponerme a escribir “en serio” consistía en apropiarme de los conocimientos, la mentalidad y el modo de vida de la época y la sociedad en que había de ir encuadrado el relato. O sea, trasladarme allá en cuerpo y alma (es un decir) sin olvidar que el receptor de la obra había de ser un lector de hoy.

Hice lo que pude. Leí mucho, me documenté en lo que creí necesario, quizá más de lo estrictamente necesario. Pero es que, en esta tarea ¿cuál es el límite de lo necesario? En este sentido recuerdo una anécdota atribuida al director de cine Luchino Visconti: afirma un testigo que, para rodar las escenas de ambientes históricos, Visconti exigía que no solo los elementos visibles se correspondiesen fielmente con los originales de la época de referencia, sino también los no visibles, por ejemplo, la ropa o los cubiertos guardados en una cómoda que no se había de abrir en toda la filmación. ¿Exageración? No, maneras de artista.

Bien, una vez conocido – hasta cierto punto, por supuesto – el mundo en que vivían y se movían mis personajes, ya podían estos expresarse con toda propiedad y naturalidad.  Pero ¿sobre qué?

La ciudad del Hombre y el reino de Dios

Entre los distintos temas que se tratan en la novela hay dos que destacan sobre los demás. El de la amistad, ya aludido, y el del contraste o enfrentamiento entre dos maneras opuestas de ver el mundo.

Hubo un tiempo en que el mundo tenía lugar en un escenario único. Fue con la aparición del cristianismo cuando el universo humano se escindió. En la antigüedad, hombres y dioses compartían el mismo espacio (aclaro que me refiero solo al mundo occidental, en el que incluyo el semítico, no al más oriental, del que desconozco todo), por más que unos fuesen inmortales y otros no.

El Dios de la Biblia “se paseaba por el jardín al fresco del día”;  el judaísmo más ortodoxo no contempla la inmortalidad del alma; los dioses griegos y romanos comparten su existencia – desde un lugar privilegiado, por supuesto -, con los simples humanos. No hay más vida que ésta que vivimos.  No hay más que un ámbito, que lo engloba todo.

Y llega Jesús y dice: Mi reino no es de este mundo.

¿Qué significa esto? ¿Cómo puede existir algo que no sea de este mundo, único marco de toda existencia posible?

No es extraño que Pilatos no lo entienda. Nadie podía entenderlo. Y menos que nadie, el representante máximo, en la región, del poder político. Poder que, como tal, tiene la misión de controlar, ordenar, abarcar toda la realidad.

Pero, parece que hay otra realidad – o quizá en aquel momento nace – que no es controlable, ni abarcable. Realidad invisible, y sin embargo tan poderosa que lleva a los que la habitan a preferir la tortura y la muerte antes que doblegarse ante la antigua y cotidiana realidad, por entonces administrada por el César romano.

De esa realidad nueva habla Paulino en sus cartas. Pero Ausonio no le entiende, porque él solo conoce la antigua realidad terrena, el espacio amplio, único y finito donde el ser humano debe alcanzar la máxima perfección posible. Y en ese camino hacia lo perfecto, va acompañado por otros seres humanos, sus iguales, con los que dialoga, llega a acuerdos, disputa, y siempre con el propósito de la preservación de una una sociedad racional y plenamente humana.

En la realidad nueva hay poco que dialogar y nada que acordar. La verdad viene dada desde arriba, y con ella no se discute. La realidad nueva no se construye, pues  ha estado ahí, oculta, desde siempre; se propaga y se impone.

Esta dicotomía ha tenido diversos tratamientos en la historia del pensamiento. Por ejemplo, en la primera mitad del siglo pasado fue tratada y detallada (plúmbeamente, en mi opinión) por el filósofo Lev Shestov, claramente decantado por la postura mística o fideísta frente a la racional en su obra Atenas y Jerusalén, donde cada una de estas ciudades representa respectivamente el pensamiento racional y el que va más allá, o más acá, no sé muy bien, de la razón.

Y además, existe en la historia una fuerza potente y misteriosa, decisiva – que de manera no muy explícita se muestra en la novela -, cuya acción, sinuosa a veces, persistente y siempre segura, modela y en cierto modo dirige el devenir humano, una fuerza que conduce de hecho la historia, deformando hasta lo irreconocible las más nobles intenciones o aspiraciones humanas.

Pero creo que merece capítulo aparte. 

(CONTINÚA)

 

 

      

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ANTONIO PRIANTE: GUÍA PRÁCTICA DE LA OBRA

PROPÓSITO

Por desordenado y anárquico que uno sea, llega un momento en la vida en que se pregunta si no estaría bien poner un poco de orden en sus cosas en vez de dejar que ellas mismas se vayan acomodando a su antojo.

Creo que para mí ese momento ha llegado.

Y me refiero a mi obra escrita, por supuesto, que respecto a lo demás nunca he entendido gran cosa, y presumo que es mejor respetar su caos natural que intentar cuadrarlo de alguna manera.

Y lo mejor para poner orden es empezar por clasificar, que siempre es el primer paso para clarificar. Por ejemplo, así:

 

GUÍA

A. Obra publicada por editoriales.

a. Novelas: La ciudad y el reino; Lesbia mía ; La encina de Mario; El silencio de Goethe; El corzo herido de muerte.

b. Ensayos: Del suicidio considerado como una de las bellas artes.

B. Obra publicada solo en el Blog

a. Novelas: Conversaciones con Petronio; Fantasías a la manera de Hoffmann.

b. Ensayo o similar: Alter, Ego y el plan; Los libros de mi vida; Los libros de mi vida. Lista B; Escritoras; Viejo Mundo Nuestro.

c. Categorías (del Blog) destacadas : La letra o la vida; Postales filosóficas; Sabiduría clásica; A veces estoy loco.

C. Obra no publicada, aunque con referencias, comentarios o fragmentos en el Blog.

a. Novela:  La alta fantasía (Dante Alighieri).

b. Ensayo: Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas.

c. Teatro o similar: Los dioses; Mundo, Demonio y Fausto; Mundo, Demonio y Fausto: nuevas aventuras

Así queda todo un poco más claro.


 

(Continúa en  A.P. GUÍA ILUSTRADA I)

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VIEJO MUNDO NUESTRO VII

Y AHORA ¿QUÉ?

Este capítulo no tiene ninguna gracia.

No hallará en él el lector nada del costumbrismo nostálgico de El cine;

ni del lento y callado desarrollo del niño de El Colegio;

ni de los poéticos veranos de la infancia y adolescencia de Valldoreix;

ni del enriquecedor pero indeciso paso del joven por La Universidad;

ni del interludio sociolingúístico de La familia, la lengua;

ni del mundo de contrastes y extrañamente mágico de  La Mili.

No hallará nada parecido a eso.

Este capítulo es la historia de una derrota.

No importa que, más allá del relato, la historia total acabe bien. Incluso muy bien, en relación con el esfuerzo empleado.

Ahí están, para mostrarlo, mis obras escritas y, en la vida no imaginaria, Pilar, la amada compañera de mi vida; Toni, rico en cualidades, hijo quizá no merecido; Eulàlia, la querida y sabia madre de mis nietos, y finalmente, quiero decir, triunfalmente, los pequeños Romà y Adrià, con la misión de desmentir, con el tiempo, a los agoreros del futuro.   

En este presente luminoso, no obstante la proximidad de lo inevitable, nada justifica pasar de nuevo por el Purgatorio. 

Este capítulo no lo escribiré.

                       ACTA  EST  FABULA, PLAUDITE

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VIEJO MUNDO NUESTRO VI

LA MILI

Un mediodía azul,

un mar llamado tenebroso,

unas gaviotas blancas.

Una larga muralla marinera,

un vino claro más que el oro.

Unos veinte o diecinueve años.

Un mundo que se va,

nada que viene.

                                         Volveré a tu isla fondeada

                                         en el extremo peninsular del tiempo.

                                         Subiré por tu istmo desolado

                                         entre las noches del mar y la bahía.

                                         La sal, las estrellas y la brisa

                                         de todos los océanos

                                        abrirán las ventanas de mi sueño.   

                                          (Barcelona, 1979)

Fue Miguel Ángel quien me convenció para que me lanzase a la aventura. Aunque la verdad es que no necesitaba que me convenciesen y que la aventura consistía en estar unas temporadas fuera del nido, mediante la elección voluntaria del lugar y la forma de cumplir el servicio militar.

El servicio militar obligatorio (vulgo, la mili) dejó de existir en España en 2002. Hasta entonces, pasar por la mili entorno a los veinte años de edad era absolutamente obligatorio. Lo que suponía abandonar tus actividades particulares y someterte, durante un período de uno a dos años, al capricho, quiero decir, a las órdenes de unos señores con estrellas o galones o medallas o con todo junto.

Había procedimientos para endulzar el trago, todo dependía de las posibilidades socioeconómias de la familia, y también de saber aprovechar las oportunidades que la misma ley ofrecía. Entre éstas estaba la posibilidad de presentarte como voluntario antes de la llamada oficial, lo que te permitía elegir el cuerpo y, según como, el lugar de destino, y también la de acogerse a las ventajas (por llamarlo así) que se ofrecía a algunos colectivos, a los estudiantes universitarios, por ejemplo. Consistía esto último en la posibilidad de incorporarse a la “milicia universitaria” para prestar el servicio durante los veranos y así no interrumpir los estudios. En el caso de los que optaban por la Marina (Milicia Naval Universitaria), como era el nuestro, los requisitos esenciales eran: haber aprobado el segundo curso de la carrera, presentar la solicitud correspondiente y, en algunas zonas del país (no en la nuestra), debido a la cantidad de solicitudes, contar con las influencias o enchufes suficientes.

Nosotros teníamos todo lo necesario. En especial la ilusión de embarcar para alejarnos de nuestro mundo de cada día. Porque se trataba del mar. Y el destino era San Fernando-Cádiz.

Rumbo al Sur

A las cinco de la tarde del día 6 de junio de 1959, zarpaba del puerto de Barcelona el Ernesto Anastasio, buque que cubría la línea regular Barcelona-Canarias, con parada en Cádiz. En él íbamos nosotros, y con nosotros nuestras ilusiones.

Del curso, a parte de Miguel Ángel recuerdo a Juan Esteve, tipo activo y espabilado, al que apenas había tratado hasta entonces, pero que durante tres veranos había de ser uno de los compañeros más próximos. Por lo demás, la composición del pasaje era muy heterogénea, como corresponde a una línea de transporte regular. La embarcación estaba dividida en tres clases. División, que no sería muy rigurosa cuando deambulábamos sin problema por todo el espacio en busca sobre todo de los puntos de bebida, llamados Bar. Recuerdo una reunión animada en el bar de segunda, donde un chico – quizás el mismo José Luis – cantaba y tocaba la guitarra y pude oír por primera vez una simpática cancioncilla que había de ponerse de moda aquellos años, Mariquilla bonita. 

El viaje fue placentero; el tiempo, primero despejado, luego nublado. No se puede decir que navegábamos en alta mar, porque la tierra apenas se perdía de vista. El único inconveniente era dormir en lo alto de una litera y con el continuo traqueteo de los motores próximos. Pero, después de la segunda noche, amanecíamos ante la silueta resplandeciente de Cádiz.

Era el 8 de junio; nuestra incorporación debía efectuarse en la mañana del 10. Teníamos dos días completos para dedicarlos a la ciudad. Miguel Ángel, Juan Esteve y yo nos alojamos en un Colegio Mayor Universitario, situado frente al Parque Genovés. Desde ahí, los tres juntos, en pareja o cada uno por su cuenta, pateamos las calles, plazas y jardines de la ciudad antigua. También fuimos al cine, conocimos un par de restaurantes y en varias de las incontables tabernas nos deleitamos con los vinos finos del país a precios escandalosamente baratos, siempre acompañados por alguna tapa no pedida. 

A primera hora de la mañana del tercer día, no recuerdo si en un taxi entre los tres o más probablemente en el autobús de línea, nos trasladamos a la vecina San Fernando y nos presentamos en la Escuela de Aplicación de Infantería de Marina.

Brutal caída y lenta recuperación

Recurro a mis notas escritas en directo para dar una idea de lo que me sobrevino entonces.

10 y 11- VI-59

Dos días negros. Los primeros de la mili. Al entrar en el cuartel, en la compañía, todo se me fue abajo. Lo peor son las pequeñas molestias. No hay taquillas ni cubiertos decentes. Las literas son de tres pisos bamboleantes. Depresión.

12-VI-59

¿Qué hago yo en San Fernando? Reconocimiento médico. Después de la comida: punto máximo de depresión. Ducha. Tras ella, todo se aclara un poco, se anima. Leo algo de Conversaciones. Cena. Vino. Contemplo a Miguel Ángel cosiendo.

El hecho de haberme decidido a proseguir estas notas es ya significativo. Esperé y acepté esto, tal vez en menor grado, pero no quise imaginármelo claramente. La representación quizá hubiese traído el arrepentimiento. Y sin embargo, ¿hubiera sido lo mejor? El tiempo será el encargado de contestar.

Pero el tiempo avanzaba muy lentamente. Encerrados en el cuartel por problemas del uniforme “de paseo” y por la misma postración moral, no vimos la luz del exterior hasta el décimo día.

El cuartel (la Escuela de Aplicación) era una especie de anexo del imponente edificio del Tercio Sur de Infantería de Marina. El tiempo en él estaba repartido en distintas actividades. Después del desayuno tocaba la “instrucción” en el llano junto al cuartel. A las diez, clases teóricas de materias tales como ordenanzas, topografía, tiro, nomenclatura naval, etc. Hacia las dos, almuerzo y luego siesta. Después, una hora o más, no recuerdo bien, de “estudio”, que cada cual empleaba a su manera (yo, generalmente, en un aula destartalada y vacía de arriba, desde cuyas ventanas se contemplaba el llano y algunos edificios de la Marina, donde me dedicaba a leer, a escribir breves notas o pensamientos y a atender la correspondencia postal con familiares y amigos). Creo que a las cinco de la tarde se reanudaban las clases, por lo general plomizas y claramente desfasadas.

Estos horarios, sobre todo los de las mañana, se rompían regularmente a causa de las marchas que se realizaban, a pie, o de los ejercicios de desembarco. Consistían estos en meternos en un barco de transporte de soldados y, cerca ya de la playa “enemiga”, descender por una redes hasta unas barquitas que nos llevaban hasta tierra y allí ponernos a correr como locos con el armamento a cuestas. Lo cual solía acabar con una comida campestre y una siesta entre las hormigas y algún que otro camaleón, que aún los había.   

Se supone que toda esa instrucción, tanto la práctica como la teórica, estaba pensada para hacer de nosotros buenos oficiales, porque he olvidado decir que, superados los tres veranos, te convertías en “oficial de complemento” (teniente de infantería de marina en nuestro caso), lo que te obligaba a prestar cuatro meses más de servicio o prácticas, pero entonces como oficial y con el correspondiente sueldo.

Las salidas o permisos de paseo se autorizaban a partir de media tarde, y también los sábados y domingos por la mañana para el resto del día. Para salir, era necesario superar la revista de francos (nada que ver con el señor que lo controlaba todo desde Madrid), en la que se comprobaba si el aspirante llevaba la chaqueta bien limpia, los botones relucientes, la gorra en condiciones, etc. para representar dignamente a la Marina española ante la población civil.

Mi primera salida tuvo lugar un sábado a las dos y media. Junto con Miguel Ángel, Juan y otros tres compañeros nos dedicamos a conocer un poco la ciudad, tomamos algún refresco en La Mallorquina, concurrido establecimiento situado en el centro y, a media tarde, uno de los compañeros, pariente de marinos ilustres (algunos lo eran) nos llevó al Club de Campo, donde se reunía la buena sociedad del lugar, y nos presentó a una prima suya, con las correspondiente amigas. O sea que iniciamos la vida social, que, por mi parte, no pasó de un tono menor. 

En realidad durante todo el primer verano mis salidas por San Fernando y mis contactos con la población civil, quiero decir con las niñas bien, fueron escasas, cosa que cambiaría poco a poco, sobre todo en el tercer verano. Más frecuentes y gratificantes eran las salidas hasta Cádiz los sábados y domingos desde la mañana, con baño junto a la Venta del Moro, en la playa de la Victoria, almuerzo opíparo en Pasaje Andaluz, paseo o cine y vuelta a San Fernando hacia las siete para asomarse al Casinillo, lugar de encuentro de milicias (nosotros) y gente del país (ellas). 

Pero veo que me extiendo demasiado. Si sigo a este ritmo, se romperán las proporciones mínimas vagamente pensadas para los capítulos de este historia y, además, teniendo en cuenta mi edad y la materia que voy tratando, fácilmente se me tildará de abuelo cuentabatallitas. Así que, en lo que resta, me limitaré a dar unos breves apuntes sobre unos pocos temas esenciales.

Oficiales y chusqueros

En general los militares no son malas personas. Solo que viven en otro mundo, un mundo construido por mentes infantiles, donde importa mucho la geometría y la estética de la parafernalia, aunque, a la hora de la verdad, tienen que preguntar al humilde corneta cómo coño se monta tal detalle de tal ceremonia, una jura de bandera, por ejemplo (lo he visto con mis propios ojos). Suelen ser muy rigurosos o muy laxos, según cómo y con quién, o sea, muy arbitrarios. Tienen un especial sentido del honor y de la dignidad, y no digamos ya los de Marina, que se creen los aristócratas de las fuerzas armadas y, de hecho, muchos de sus apellidos no lo desmienten. Los oficiales jóvenes, sobre todo, sentían por nosotros, los milicias, una mezcla de desprecio y de envidia. Venían a decir – o lo decían claramente – que éramos unos niños de papá, sin ninguna vocación militar, que estábamos ahí solo para disfrutar de unas vacaciones pagadas por el Estado. No iban muy desencaminados. Todo lo dicho en este párrafo se refiere a los militares de carrera, no a los de otra raza inferior con los que en ciertos momentos estaban obligados a convivir. Y, por supuesto, se refiere a principios de los años sesenta del pasado siglo. No sé cómo habrán cambiado las cosas, si es que han cambiado.

A los componentes de aquella otra raza inferior de militares se les llamaba chusqueros, término despectivo que designaba a los suboficiales, individuos que, después de cumplir la mili normal, se habían reenganchado en el ejército; podían alcanzar las categorías inferiores, pero no las de los militares de carrera. Había que tener cuidado con ellos;  abundaba la mala gente: muy sumisos y rastreros con los superiores, y déspotas y crueles con los inferiores. No todos, por supuesto. 

Grandes (de España) y pequeños (de la periferia)

Antes he apuntado que, entre los estudiantes de la zona de Madrid, había un fuerte interés en ingresar en la Milicia Naval Universitaria, cosa que creo que no sucedía en ninguna otra de España. Habida cuenta que las plazas eran contadas, esto propiciaba una dura competencia entre los aspirantes; competencia que, como es normal, se resolvía siempre en favor de los mejor situados, quiero decir, de los hijos de las familias con más dinero e influencias.

Un pequeño grupo de los llegados de Madrid formaban la élite de la promoción; élite no en el sentido intelectual o profesional, sino en el meramente social. Había por lo menos un marqués y un conde. Recuerdo al que llamábamos el marquesito. Había llegado al volante de su potente MG, que no se cansaba de lucir con ocasión de los permisos de salida. O sin ellos.

Y es que una noche vi una escena alucinante, que confirmaba lo que se rumoreaba por ahí. Me había levantado, o mejor dicho, descendido, de mi litera; me acerqué a un ventanal y vi cómo unos hombres, entre los que pude distinguir a uno de los suboficiales principales, abrían con sigilo la gran puerta metálica de entrada y salida de vehículos; y luego cómo empujaban el rojo MG y otro coche, con los motores apagados, en los que iban el marquesito y supongo que el conde y otros  amigos. Se decía – yo apenas había dado crédito hasta entonces – que se llegaban hasta Fuengirola o Torremolinos, pasaban allá la noche de juerga y estaban de vuelta antes de que tocasen diana. ¿Cómo podían afrontar las actividades de la jornada siguiente? Fácil: en la enfermería. Resulta que a uno le dolía esto, a otro aquello. Y allí descansaban buena parte del día. Y hasta la siguiente ocasión.

A un soldado corriente, aquello le hubiese supuesto una fortísima sanción. Además, nunca habría contado con los medios y ayudas necesarias para perpetrarlo. A nosotros, los periféricos, aquello nos sonaba a película de ficción, pero nos ayudaba a acabar de comprender cómo funcionan la sociedad y el mundo.      

Milisiah y cañaíllah

[Diccionario brevísimo de urgencia :  Cañaílla = Natural de San Fernando  /  Floho = Desganado, vago  /  Milisia = Miembro de la Milicia Naval Universitaria  /  Niña = Chica, muchacha  /  Niña chica = Niña.]

 Una tarde, en el Casinillo, le pregunto a una niña:

Oye, ¿cómo es que las chicas de aquí salís siempre con “milicias”, como decís. ¿No hay chicos en San Fernando?.

Uuuh, es que los cañaíllah son mu… son mu… floho.

¿Flojos? ¿Qué quieres decir?

Floho, que son… floho.

Vale. Entendido: no había competencia ni peligro alguno por parte de los indígenas.

Esta situación tan favorable no logró motivarme para que me lanzase al juego del mariposeo amoroso durante el primer verano. Solo alguna que otra visita al Casinillo y al Club de Campo, con la consabida conversación, más o menos banal, con alguna niña y el consiguiente baile, a veces por pura cortesía. Y así continuó la historia en el segundo verano, excepto por un hecho destacable: el rayo que me alcanzó desde unos ojos de azabache y una voz grave y ronca. Elo, perdida antes de alcanzarla, como otras veces me ha sucedido en la vida.

El tercer verano estuvo en este aspecto marcado por la más absoluta y placentera normalidad. Conocí a una niña con planta de mujer y, a veces, con discurso de niña chica. Era de Jerez y pasaba el verano en San Fernando en casa de unos parientes. Simpatizamos al momento. Salíamos juntos siempre que podíamos. Íbamos al Casinillo, al Club de Campo o a algunos de aquellos fabulosos cines al aire libre, con la pantalla en frente, las estrellas en lo alto y nosotros amartelados en las incómodas sillas de madera. A veces salíamos acompañados de dos amigas suyas con las respectivas parejas; las dos eran un encanto absoluto. No me cansaré de repetir lo buenas y dulces que son las dos, tanto que al repasar las viejas notas de entonces (como la que acabo de transcribir), me emociono. La última tarde, ya vestidos de paisano, los seis a la Venta de San Lorenzo, en la carretera de Cádiz. Entre salinas. Cielo estrellado como nunca. Apuramos los últimos momentos. No está dispuesta a dejarme marchar. Con qué furia toma mi mano entre las suyas.

A la mañana siguiente nos acompañan a la estación. Últimos momentos. Ella me coge la mano con más fuerza que nunca. ¡Si pudiese detenerme! Pero llega el tren. Me rodea el cuello, nos besamos… Oh, Mary, Mary. Adiós.    FIN

Oficial y caballero (de complemento)

Una vez finalizado el tercer curso de la Milicia, convertido en teniente de infantería de marina, de complemento, tenías que decidir cuándo – dentro de un plazo de tiempo que no recuerdo – y dónde – entre las tres capitales de los departamentos marítimos de entonces: San Fernando, Ferrol o Cartagena – preferías cumplir los cuatros meses de prácticas como oficial. Muchos compañeros, todos los más próximos, eligieron Ferrol o Cartagena por aquello de cambiar de ambiente; yo me decidí sin dudar por San Fernando. Había pasado más de un año desde que la dejé y me sentía invadido por la nostalgia.

¿Qué ocurrió en el año y medio transcurrido entre la partida – de allá – y el retorno? Que inicié las actividades como ayudante de cátedra en la Universidad, sin convencimiento apenas iniciadas; que mantuve un noviazgo durante los últimos cinco meses, sin convencimiento apenas… En fin, que mi decisión no solo me devolvía a la isla soñada sino que me liberaba temporalmente de problemas e indecisiones.

Y el 1 de marzo de 1963 estaba de nuevo en San Fernando. El panorama era muy diferente de cómo lo dejé. Para empezar, no encontré a nadie conocido. Ni conocida. Mary debía de estar en Jerez; tampoco apareció ninguna de las amigas. Entendí que el hecho de haberme presentado en aquella época del año alteraba sustancialmente el panorama conocido en pleno verano. 

También la situación personal era radicalmente distinta. Cosa lógica, porque ya no era un simple soldado-alumno sino todo un señor oficial, con derecho a residir en la Residencia de Oficiales. A lo cual naturalmente me acogí: era la situación más económica y más cómoda por su proximidad con el Tercio, de hecho en el mismo edificio, en el extremo opuesto del cuartel de los tres veranos. También cobraba el sueldo correspondiente a la categoría, en su versión mínima, supongo, que me daba lo suficiente y algo más para todos los gastos.

El trabajo era el propio del puesto. Consistía básicamente en mandar una sección de soldados, incluidos los suboficiales, y es fácil mandar cuando el mandado no tiene más remedio que obedecer. Pero en algún aspecto podía ser peligroso. La tarea era llevadera; la responsabilidad, enorme. Cuando me tocaba de oficial de guardia, por la noche me convertía en el máximo responsable de lo que pudiera ocurrir en todo el recinto del Tercio, con sus cuatro mil hombres. Si lo pensabas bien, era como para sentirse angustiado. Así, que no lo pensaba.

Con mis colegas militares (todos de carrera, ninguno de “milicias”), apenas tuve más trato  que el indispensable por las cuestiones del servicio y por el hecho de estar en la Residencia, en cuyo bar pasaba algún ratito e incluso jugaba alguna partida de ajedrez. Recuerdo a un comandante que le encantaba jugar conmigo, porque me ganaba en cuatro jugadas. Siempre he sido un mal jugador, y no solo en el ajedrez. 

Lo que no recuerdo es cómo  conocí a Mari-Carmen o, mejor dicho, cómo pude conocerla. Pero antes de entrar en esta materia convienen un par de aclaraciones.

Primero, que, si bien no encontré la gente del último verano, entré enseguida en el tipo de sociedad que me agradaba, con bastantes niñas y ningún cañaílla (no es que estos me desagradasen, es que no estaban). Segundo, que, ignoro por qué razón, había abandonado la costumbre de escribir notas prácticamente diarias (de aquellos meses, solo conservo algunas divagaciones sobre el poeta Yevtushenko y otras pretendidamente filosóficas, junto con algún lamento existencial), lo que me dificulta la detección de los recuerdos dormidos, que tanto me ha ayudado para escribir los párrafos relativos a los tres veranos.

Entre las nuevas amistades destacan en el recuerdo dos hermanas encantadoras, Margarita, más bien bajita, unos veinte años, y Charo (creo), delgada y más bien alta, unos dieciocho. Con ellas, y con otras personas que no consigo ahora sacar del olvido, pasé plácidamente aquellos meses.

Mari-Carmen era un ser aparte. Antes he apuntado que no recuerdo cómo pude conocerla. Y es que ella no pertenecía al grupo de esas “otras personas”, ni a ningún otro grupo. Yo, al menos, la veía como un ser aislado que iba por su cuenta. Era esbelta, sinuosa, elástica en su andar y en todos sus movimientos. Nunca la vi acompañada de nadie…Entonces ¿quién me la presentó? ¿Cómo la conocí? No lo sé. Salvando el bache oscuro de la memoria, me veo con ella, en bares, en parques y paseos, en la playa. Sobre todo algunas tardes en cierta playa entre las dos ciudades. Todo lo que supe de ella, por ella misma, era que pertenecía a una familia numerosa y que vivía en la afueras de San Fernando en una gran casa. Debió de aparecer a principios de mayo; desapareció a finales de junio, unos diez días antes de mi partida. Todos mis intentos de ponerme en contacto con ella, sobre todo por teléfono, fracasaron.

Margarita, a quien yo había confiado mi historia, me dijo que aquello era normal; que toda niña que salía con un milisia, en cuanto veía que el romance no iba a desembocar en algo práctico y seguro, desaparecía. No les gustaban las despedidas. ¡Cómo me acordé de Mary, de su gran, enorme corazón!  

El final de aquellos cuatro meses no tuvo nada que ver con el final romántico y peliculero del último verano. Más bien creo que fue gris y un poco tristón. El caso es que mi memoria también se negó a registrarlo. Supongo que me despedí de las dos hermanas y de otras varias personas. Por cierto, hay una anécdota que sí ha conservado la memoria y que a continuación ofrezco para cerrar el capítulo.  

Un día invité a Charo a dar una vuelta por Cádiz y a visitar una especie de pub-disco que estaba de moda (Whisky and Rock, se llamaba, qué cosas tan tontas se recuerdan a veces). Charlamos, bebimos, bailamos, pagué y nos volvimos a casa en el autobús. Al encontrarnos con Margarita, imagino que en el Casinillo, ésta preguntó a Charo cómo había ido. Muy bien, contestó la hermana en mi presencia, Antonio es un caballero.

Toda mi carga genética andaluza todavía no me ha permitido descifrar si aquello era un elogio o un reproche. 

 

 

        

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VIEJO MUNDO NUESTRO V

LA FAMILIA, LA LENGUA

Nací en Barcelona diez meses después del fin de la guerra civil, en un piso de la calle Padilla, a un paso de la Gran Vía y a dos manzanas de la plaza de toros Monumental.

Bueno, en realidad nací en una clínica, como ya era costumbre en todas las familias que podían. Dos años antes había nacido mi hermano Adolfo y año y medio después aproximadamente nació mi hermano Juan. Mi hermana Matilde se hizo esperar más; de hecho se la esperaba en mi lugar y, con mayor ansiedad, en el lugar de Juan. Pero no nació hasta 1947; en esta fecha ya habíamos cambiado de domicilio, desplazándonos poco menos de un kilómetro hacia el centro, pero sin alcanzar la zona noble de la derecha del Ensanche, modernista y señorial.

Mis padres, que se casaron bastante mayores para lo que se usaba en la época (él 37 años, ella 29), habían vivido toda la vida de solteros en el mismo barrio donde se instalaron al casarse y donde nacimos los tres hermanos. Se conocieron en un centro cultural católico, donde el joven Adolfo (así se llamaba él), quedó prendado de aquella niña que recitaba de una manera tan segura y tan desenvuelta. Las familias eran amigas, o se conocían, pero no fue hasta muchos años después que Adolfo pidió en matrimonio a Victoria (así se llamaba nuestra futura madre). Se casaron en junio de 1936, un mes antes de que estallase la guerra.

Los orígenes

Los orígenes son siempre oscuros. Tanto los de las naciones como los de las familias. La oscuridad de los orígenes de las naciones tiene fácil remedio: se inventa un pasado fantástico y a ser posible poético y se ofrece al pueblo para que crea en él. Y el pueblo cree. Y se montan celebraciones y conmemoraciones, y el pueblo cree más. Así se ha hecho siempre, desde Roma con su Eneas y compañía arribando a las costas del Lacio y la loba amamantando a los pequeños, hasta las modernas naciones con toda su variedad de mitos fundacionales. La oscuridad de los orígenes de las familias es de más difícil solución. De hecho, solo las familias nobles, o con mucha prosapia, pueden gestionarla al estilo de las naciones: con toda la fantasía necesaria.

De los orígenes de mi familia poco puedo decir. Y me confieso culpable de esta ignorancia. Siempre adopté la postura del Tenorio (son pláticas de familia de las que nunca hice caso), y ahora resulta que, al evitar historias plomizas, dudosas o contradictorias, chismorreos, reproches cruzados, etc., me perdí también la historia mínima que entiendo  – sobre todo ahora – que debería conocer.

Todo lo que sé de la parte de mi padre es lo siguiente:

Nació en Barcelona, en 1898, no lejos del barrió en que vivió toda la vida; fue bautizado en la iglesia de Sant Pere de les Puel·les. Su padre, Santiago, nacido en Barbastro, se había instalado en Barcelona con su creo que segunda esposa (Antonia o Tomasa, ni siquiera eso está claro), natural de Zaragoza, después de una vida azarosa y de haber tenido por lo menos otro hijo de un matrimonio anterior. En nuestra ciudad creó una mínima empresa metalúrgica, que su hijo, nuestro padre, supo engrandecer. Además de a mi padre tuvo otro hijo (Santiago) y una hija (Carmen), que murió joven.

El padre del padre de mi padre, o sea, mi bisabuelo, como se dice para simplificar, había nacido en San Costantino di Rivello, localidad de la Basilicata, región situada al sur de Nápoles (Italia) y no sé exactamente si se dedicaba a la agricultura o a la calderería, pero, por las actividades de sus descendientes, más bien me inclino por lo segundo. Debió de emigrar a España a principios del siglo XIX, si su hijo ya nació aquí en la década de 1820, como parece. Es por lo tanto imposible que, como en la familia se ha pensado a veces, tuviese algo que ver con la pequeña emigración italiana que se estableció en Gerona a finales del siglo XIX, que incluía a un Salvatore Priante y un Blas Magaldi, ambos también de San Costantino, luego emparentados, quienes se afincaron y prosperaron económica y socialmente en la mencionada ciudad catalana. Lo curioso es que ambos Priante, el de Gerona y el de Barbastro, coincidían en el lugar de nacimiento, el apellido y quizá en el oficio. Es lógico pensar que alguna relación de parentesco habría.

Como antes he apuntado, mi padre supo ganarse una holgada posición económica que nos permitió, a los hijos, crecer en un ambiente de relativo bienestar. Quizá fuera esa necesidad de esfuerzo y superación lo que le llevó a preferir, sobre todas las demás, la lectura de las biografías de grandes personajes, de esos que se habían hecho a sí mismos, desde Napoleón y Goethe hasta Henry Ford y Mussolini. Incluso un ejemplar de Mi lucha, de Hitler, andaba por casa, lo que da una clara idea de su obsesión por las personalidades fuertes, ya que él nunca tuvo inclinaciones fascistas ni nazis; por el contrario, en pleno régimen de Franco no dejó nunca de declararse demócrata (en la intimidad, claro está). También gustaba de la novela policíaca, la de personajes como, Nick Carter, Sherlock Holmes, Raffles, etc. Y el teatro de salón, tipo Jacinto Benavente.

Todo lo que sé de la parte de mi madre es lo siguiente:

Nació en Esparreguera, en 1907, localidad a orillas del Llobregat, no lejos de Barcelona. A sus tres años, la familia (padre, madre y siete hijos) se trasladó a esta ciudad. Excepto ella y su hermana menor, la más pequeña, nadie de la familia había nacido en Cataluña. Eran de Andalucía.

¿Cómo y porqué se habían trasladado de una punta a otra de la península? Con permiso de mi hermana Matilde, transcribo unas líneas de su interesante Sensaciones, donde, entre otras cosas, reúne recuerdos sobre la familia:

Mi abuela pertenecía a una familia acomodada de clase media [de Sevilla], y había sido educada siguiendo las normas de aquella época, mediados y finales del siglo XIX. Se casó con mi abuelo muy joven y aún siendo también él de buena familia y con carrera, era abogado, su vida fue un desastre. Mi abuelo era el típico señorito de entonces, jugador, juerguista y mujeriego. Un hombre encantador y divertido en el trato, cariñoso con sus hijos pero irresponsable hacia la familia. Se trasladaron de Sevilla a Esparreguera, mi abuelo con un puesto de contable en la Colonia Sedó. Su familia le consiguió el puesto con la esperanza de que en un pueblo alejado de la ciudad consiguiera su estabilidad.

Aquella esperanza no se cumplió. El simpático don Manuel Abollado, nacido en Sanlúcar de Barrameda, siguió con sus aficiones, la principal, el juego. Pronto perdió su empleo y sumió a la familia en la desgracia. Pero quizá no sea esta palabra muy aplicable a los Abollado. Cierto que todos los hijos, incluso la todavía niña Victoria, tuvieron que ponerse a trabajar a edades muy tempranas, cierto que las estrecheces económicas fueron muy importantes y que la que más sufrió fue la madre, pero no es menos cierto que en la familia nunca dejó de ocupar un sitio principal la alegría, el buen humor y una guasa típicamente andaluza, rasgos que habían de poner nervioso en ocasiones a mi padre, cuya seriedad aragonesa chocaba con aquel mundo un poco incomprensible para él.

En aquella familia todos amaban el arte, en especial la poesía, la música (la canción) y el teatro. Alguno de ellos (varón, por supuesto), solía actuar en compañías más o menos profesionales y, desde siempre, organizaban en el propio domicilio representaciones a base de teatro, canto y poesía. Estas actuaciones solían ir precedidas del recitado, por parte del más pequeño o pequeña, de unos versos introductorios escritos para estas ocasiones por el padre, finalmente desaparecido no se sabe por dónde. Todavía nosotros, los pequeños Priante, asistimos y creo que de alguna manera participamos en alguno de estos actos en casa de una de nuestras tías. Por cierto, que entre mi hermana Mati y yo hemos podido reconstruir, de memoria, unas frases de aquel texto introductorio:        

Respetable concurrencia,                                                     

como artistas de afición

pedimos benevolencia

al levantarse el telón.

Es grande nuestra osadía…

… que la misma Talía

nos habrá de perdonar…

Esta vocación artística-teatral la arrastró nuestra madre toda la vida. Ella misma nos contaba que, siendo todavía muy joven, después de verla actuar en una de aquellas representaciones, la entonces famosa actriz María Vila propuso a la madre que, si aceptaba, ella convertiría a su hija en una gran actriz. Imposible. Esta era una línea que no se podía traspasar. Una señorita de buena familia no podía formar parte de la auténtica farándula. 

Pero, de diversas maneras, siempre mantuvo aquella querencia, claramente ligada a su temperamento, por el teatro y la poesía dramática. Durante nuestra infancia en Valldoreix organizaba de vez en cuando representaciones teatrales con nosotros y otros niños como actores, a las que acudían veraneantes de los contornos (más que nada a contemplar y a aplaudir a sus pequeños). Ella misma preparaba los textos de obras que sacaba de aquí y allá: la recuerdo, semanas antes de la fecha de la representación, absorta, revisando, acotando los textos para adecuarlos a los pequeños actores. En las fiestas o reuniones con las amistades de la familia siempre había alguien que le rogaba que recitase algo – en los últimos tiempos no eran necesarios los ruegos -, a lo que ella accedía complacida. A mí me encantaba especialmente – aunque con el paso de los años empezó a cansarme un poco – el recitado de La Pubilleta, de Frederic Soler, Pitarra, por la emoción que sabía trasmitir y por contemplar cómo a algunas señoras de la concurrencia les saltaban las lágrimas. Por cierto, en un catalán perfecto, que no era su lengua materna, pero que hablaba desde su juventud.

La lengua

En casa se hablaba el castellano, lengua de las familias de padre y madre. Y sin embargo, no recuerdo ninguna época de mi vida en la que no entendiese el catalán. Esto se debe a dos hechos: primero, que el catalán estaba bien vivo a nivel popular, no obstante la marginación a la que le tenía sometido la dictadura, y  bastaba salir a la calle para oírlo – o sea, más o menos lo contrario de lo que ocurre ahora, que está bien vivo a nivel público y oficial, de lo que se encargan las autoridades autonómicas, pero cada vez se oye menos en la calle. Y segundo: que también se oía en casa, porque mi madre habló en catalán primero con una criada valenciana, y luego con otra catalana – sí, aún se daba esto -, para escándalo de uno de mis tíos, hermano mayor de mi madre (como en toda familia numerosa las ideas de sus miembros abarcaban todo el espectro político), quien le espetó ¿Y tú te rebajas a hablar con la criada en catalán? A lo que ella contestó con la contundencia que usaba en tales ocasiones.

La relación entre catalán y castellano en Cataluña era complicada. Y más complicado aún resulta desarrollar una explicación comprensible para el que no la ha vivido. Y sin embargo, era asumida por los implicados con la mayor naturalidad y, diría, de una manera inconsciente. En la reunión de un grupo, por ejemplo, según el ambiente u origen de sus componentes predominaba uno de los dos idiomas, pero casi siempre había hablantes del otro, y todos intervenían en su propia lengua o, según los casos, dirigiéndose a su interlocutor en la de éste, detalle que, hay que reconocer, solo practicaban los catalanohablantes, quizá porque eran los que sabían expresarse en los dos idiomas.

Cuento esto en pasado cuando, de hecho, apenas ha cambiado nada. Todo sigue igual salvo cierto aumento del idealismo, es decir, de la actitud de ver no lo que hay, sino lo que, según las propias ideas, tendría que haber.

Durante toda mi infancia y juventud era costumbre, casi universalmente adoptada, que cuando una persona se dirigía a otra en catalán, que era lo normal siendo ésta la lengua propia y entonces claramente mayoritaria del país, en cuanto advertía que la persona interpelada hablaba en castellano, cambiaba a este idioma casi sin darse cuenta, y esto aunque presumiese que ese castellanohablante había vivido en Cataluña toda la vida. Y esta actitud, basada en los buenos modos y en la exhibición de cierta superioridad moral y lingüística, llegaba a veces a extremos increíbles.

Por ejemplo, recuerdo que me conmovía y molestaba al mismo tiempo lo siguiente (luego trato con detalle mi caso, que para eso estamos): estoy con un grupo de amigos y conocidos desde hace tiempo; de pronto, en lo más animado de la charla (en catalán, menos por mi parte) uno de ellos se dirige a mí y me dice ¿entiendes el catalán?  O sea que, de repente, le había asaltado la preocupación de si no me estaban dejando al margen por hablar ellos en un idioma para mí desconocido, cuando de sobra había de saber, por el tiempo que hacía que nos conocíamos, que me enteraba por igual cualquiera que fuese la lengua, de las dos, en que me hablasen.

Pero, ¿por qué no hablaba yo catalán?

Buena pregunta, y aquí estoy yo para responderla, es decir, para averiguarlo.

Ya de niño, el hecho de que en la familia se hablase solo castellano, no me impedía ver el mundo exterior, donde el otro idioma era más general o extendido. Hasta el extremo de que, en el Colegio, no recuerdo a qué temprana edad, empezó a resultarme realmente extraño que una lengua tan presente en la vida cotidiana de la ciudad en las aulas no existiese en absoluto. Y hasta me dio por compadecerme de aquellos compañeros que, inmersos en la catalanidad natural de la familia, tenían que luchar con una lengua que en gran parte les era extraña, además de con las dificultades propias de la asignatura. Esto era una ventaja para mí (y para algunos otros como yo), de la que era plenamente consciente. 

Y sin embargo, esa consciencia no me motivaba para integrarme en el grupo oficialmente discriminado, hablando su idioma. Era no sé si decir egoísta o perezosa mi postura.  Yo me sentía cómodo hablando mi lengua materna, todo el mundo me entendía, no me creaba ningún problema no hablar la otra, entonces ¿para qué esforzarme chapurreando, al menos al principio, una lengua tan respetable como la otra, pero que no era la mía? Y así me mantuve durante muchos años.

Y ahora, un ejemplo de lo que apuntaba antes de la normal diversidad intrafamiliar. En lo político y en lo no político, como es el caso. Aunque con el tiempo el caso ha sido también político.

En casa, mi padre era en cierto modo ajeno a esta cuestión, él hablaba castellano en la familia, y cualquiera de las dos lenguas en el exterior según procediese. Pero una cosa tenía clara: en el mundo de los negocios había que hablar catalán, sobre todo en el de la pequeña y mediana empresa, que era el que él frecuentaba. De manera que mi hermano mayor, Adolfo, quien, por aquello de la tradición o costumbre, había de seguir al frente del negocio familiar, tenía que corresponder en catalán a clientes y proveedores; lo mismo ocurría con el menor, Juan, quien también participaría directamente en la empresa.

Ningún problema por parte de ellos. Al contrario, una ayuda de donde hoy (y también entonces) parece a primera vista inimaginable: el paso por el servicio militar. Resulta que ambos, cada cual en su momento por la edad, hicieron la mili como voluntarios en Aviación (de tierra); resulta que esta opción era la preferida por muchos jóvenes de familias burguesas de toda la vida, cuyos padres, no sé por qué, podían mover así más fácilmente sus influencias y “enchufes”, de manera que el chico no estuviese lejos de casa y hubiese facilidad de permisos, y de todo ello resulta que ambos hermanos, al hacer la mili, se encontraron como compañeros con una tropa de niños bien que, quizá como signo de protesta, solo hablaban catalán.

Mi caso fue totalmente opuesto: mi voluntariado en la Marina me llevó al otro extremo de la península, donde el catalán sonaba a la gente como su dialecto a nosotros (¿e ise, hoé? = ¿qué dices, joder?), y que el abuelo Manuel me perdone.

Así que mi hermana Mati y yo quedábamos fuera del foco de atención de mi padre en este tema: podíamos hacer lo que quisiéramos. Que en ambos casos fue nada

Pasé todo el período universitario, el del primer trabajo (en una editorial) y parte del segundo (en la administración pública), como perfecto monolingüe. Creo que en esta especie de obstinación pesaba – además de la comodidad y pereza antes mencionadas – la idea, apenas consciente, de que, si me incorporaba el otro idioma también como propio, perdería parte de mi personalidad o de mi estructura mental, o vete a saber qué, idea bastante absurda, si se piensa, pienso ahora, en personajes como Borges o como George Steiner. También pesaba, supongo, mi incapacidad natural para hablar lenguas, dándose el caso curioso de que yo, que he trabajado como traductor literario de tres idiomas, no soy capaz de hablar correctamente ninguno de ellos.

Pero una circunstancia vino en mi ayuda para dar el paso. Con la muerte de Franco y el fin de la dictadura, el panorama político cambió notablemente. Entre otras cosas, se restauraron las autonomías históricas como la catalana (y se inventaron otras), y se me trasladó, como funcionario, de la delegación del Ministerio de Trabajo español a la del flamante Departament de Treball del gobierno autonómico catalán. Y, una vez ahí, me pregunté si era correcto y normal que, ya reconocidos los derechos lingüísticos de la población, se atendiese a esa misma población solo en la “opresora” lengua oficial de siempre. Y me respondí que no. Así que empecé a hablar catalán con los representantes de las empresas y de los trabajadores, que eran mis interlocutores habituales y terminé hablándolo con el quiosquero de la esquina. Ah, y tengo que aclarar que, para tomar esa decisión, no hubo ninguna recomendación ni presión por parte de las nuevas autoridades, como no la hubo respecto a algunos compañeros que estaban más o menos en mi caso, pero que persistieron en su actitud hasta la jubilación.

Me había convertido en un catalanohablante normal. Y esa normalidad incluía la curiosa excepción que constituían las amistades de toda la vida. Y es que la cosa funcionaba así: habiendo ya dado el salto lingüístico, en una ocasión le comenté a un amigo de los tiempos de juventud que yo también hablaba catalán y que, por lo tanto, podíamos… A mí no me líes, me interrumpió, contigo siempre he hablado castellano y así seguiremos. Y así se hizo. Con él, y con todas las amistades antiguas, incluida mi esposa Pilar, catalana por los dieciséis lados, y mi hijo Toni, nativo bilingüe.

Ya antes he apuntado que la relación en Cataluña entre castellano y catalán es complicada. Basta considerar casos como el de la abuela que habla en una de las lenguas con su hijo y en la otra con el nieto o el del hijo que habla en una lengua con el padre y en otra con la madre, o el de la pareja en la que cada cual no deja de hablar su lengua materna, distinta de la del otro, y otras muchas combinaciones. Esta complejidad puede resultar extraña sobre el papel, pero si se observa en la realidad, se comprende que forma parte del flujo natural de la vida.

Algunas personas, normalmente de fuera de Cataluña – y de dentro, en sentido contrario -, no entienden o no aceptan esa realidad. Allá ellas con su mundo cuadriculado. Por mi parte, creo que toda posición es defendible. Mientras no salgan a relucir las espadas.

Próximamente: LA MILI

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VIEJO MUNDO NUESTRO IV

LA UNIVERSIDAD

Una de las pocas ventajas de las sociedades tradicionales, en las que todo está perfectamente pautado, es que, a la hora de tomar decisiones, tienes poco que pensar. Si yo era “el intelectual” de la familia – quizá porque leía mucho y por mi natural rechazo a los trabajos físicos, a arrimar el hombro –, estaba claro que me correspondía estudiar una carrera universitaria. Y si había de estudiar una carrera universitaria, no podía ser otra que alguna de la docena escasa que había en el mercado docente español. Sí, pero cuál.

Par délicatesse

Mi preferencia por el mundo de las letras frente al de las ciencias estaba muy clara. Lo que también estaba claro era que esta preferencia no conducía a ninguna parte socialmente decente. Ahora se habla mucho de la postergación de lo humanístico frente a lo tecnológico, como si fuese algo nuevo, pero los viejos con memoria – que los hay – recordarán que esto ya se daba en nuestra juventud. Por ejemplo el Hermano marista que me preguntó por mi elección, si ciencias o letras, en 1954, se echó las manos a la cabeza al oír que me decidía por las letras, pero tú, Priante, ¿letras?, ¿lo has pensado bien? No, no le entraba en la cabeza; estaba realmente preocupado de que hubiese decidido desperdiciar mis facultades.

Pocos años después, al finalizar el bachillerato, me tocó pronunciarme ante mi padre. Él tenía bien claro que yo había de estudiar una carrera, pero ¿cuál?, preguntó. Y yo tenía muy claro que él veía el mundo con los mismos ojos que el Hermano (en esta cuestión, al menos). Mi respuesta natural, franca, desinhibida tendría que haber sido: Filosofía y letras. Pero yo sabía que esta respuesta no le habría gustado nada. Y no quería disgustar a mi padre. Así que busqué una salida intermedia: Derecho. Esta carrera tenía un aura de prestigio y respetabilidad que las personas más prácticas (como el Hermano y mi padre) tenían que reconocer y, por otra parte, presentaba un talante humanístico del que carecían las disciplinas científicas en general.

El padre lo aceptó, qué remedio, y yo me quedé con la sensación de que había renunciado a algo esencial solo por no molestar a alguien, por muy padre que fuese. Par délicatesse j’ai perdu ma vie, dijo el poeta. Bueno, tampoco es para tanto. 

Un mundo nuevo

Cuando inicié la carrera, el edificio de la Universidad vieja, situado en la Gran Vía (entonces, Avenida de José Antonio), albergaba todavía la Facultad de Derecho. Ahí estudié el primer curso, en compañía de una multitud de estudiantes procedentes de toda Cataluña y de las Baleares (creo recordar que la de Barcelona era la única Facultad de Derecho existente en toda esa zona geográfica).

La sensación de haber entrado en un universo muy distinto del mundo del Colegio era evidente, por no decir brutal. Para empezar, ningún profesor – casi siempre catedrático – llegaba a conocer al final del curso a los alumnos por sus nombres, excepto a los tres o cuatro que, en cualquiera de los mundos posibles, saben darse a conocer enseguida, lo que evidentemente, nunca ha sido mi caso.

Ahí no se tomaba la lección cada día, ni había notas semanales, ni mucho menos clasificación del alumnado por los resultados. Ahí las habilidades del primero de la clase de un colegio religioso de poco podían servir. Se me había enseñado a navegar en un pequeño estanque y de pronto me encontraba solo en alta mar. 

Aunque hay que reconocer que aquella soledad entre la masa de estudiantes no era absoluta. Otros me acompañaban, llegados como yo desde el Colegio marista. Por lo menos dos: Miguel Ángel García, compañero de toda la vida, ya citado en el capítulo dedicado al Colegio, y José Ignacio Porta, “Tato”. El primero, de familia castellana instalada en Barcelona al finalizar la guerra civil, con el que la diferencia de ideas, cada vez más acusada, nunca impidió una sólida amistad. El segundo, de familia perteneciente a la burguesía barcelonesa más bien alta, cerraba el compacto trío que como tal se mantuvo hasta el cuarto curso.

Aquel primer curso fue como de iniciación al mundo real. En el Colegio, un muro de normas, preceptos y vigilancia continua nos separaba hasta cierto punto de la  realidad. En la Universidad comenzaba mi inmersión en ella. Detalles significativos eran: que no hubiese un control efectivo de los retrasos o asistencias a las clases, que pudieses seguir la clase sentado junto a una muchacha como si tal cosa, que, solo descendiendo unas breves escaleras, pudieses acceder al bar donde tomar un café o una cerveza con los compañeros y compañeras, charlando de todo lo imaginable, sin que, por lo general, importase demasiado que pasase la hora de la clase correspondiente. Inimaginable.

El hecho de que, con alguna excepción, los profesores se desinteresasen de si estudiabas o no, hasta el momento de los exámenes parciales (uno o dos por curso) o finales fue sin duda el que más me afectó en el aspecto académico. La prueba está en que solo en una asignatura obtuve una nota de sobresaliente con matrícula, mientras en las tres restantes, un aprobado justo. Y aquella era precisamente la asignatura en que se podía recitar la lección semanalmente (la excepción), y no precisamente la más interesante para mí.   

Por otra parte, el decorado era magnífico: el aula con los asientos en forma de anfiteatro, la biblioteca, los amplios y bellos pasillos que unían las dos alas del edificio, el aula magna, el paraninfo, los pequeños jardines que bordeaban la construcción y sobre todo los románticos patios gemelos (el nuestro, el de letras), donde, entre clase y clase, o en cualquier momento, nos movíamos los estudiantes novatos, felices y un poco desconcertados.

Por cierto que, casi treinta años después, volví al mismo escenario – parece imposible que no hubiese cambiado casi nada – para iniciar, cuarentón, la carrera de Filología clásica, cuyo primer curso se daba en la misma aula en que se había dado el primero de Derecho.

Un palacio en Pedralbes

El primero, que el segundo ya no se dio allí. ¿Qué había pasado? Que las autoridades habían decidido que Barcelona merecía una “ciudad universitaria”; que ya se había iniciado su construcción, y que a nosotros nos tocaba inaugurar la flamante Facultad de Derecho, uno de los primeros edificios nuevos, quizá el más armonioso y bello dentro de los cánones más avanzados de entonces. Estaba situado hacia el final de la Diagonal, muy cerca del Palacio Real, construcción ésta tan convencional como reciente (1924) pensada para residencia de los reyes en sus visitas a Barcelona (Alfonso XIII fue el único que lo pudo disfrutar), pero que también utilizó Franco, que era más que rey.

En el nuevo edificio de la facultad dominaban los grandes espacios abiertos, la luz, la transparencia, las grandes aulas, las amplia zonas de césped que lo bordeaban, el bar. Muy importante, el bar. Corrió enseguida el dicho de que aquel era el único bar del mundo que tenía incorporada una facultad de derecho. Y para muchos era efectivamente así. Y la biblioteca, que fue tan importante para mí, sobre todo a partir del tercer curso. Pero en cuanto al funcionamiento académico, el modo de enseñar, muy tradicional y muy cansino, y el modo de afrontarlo por mi parte, que consistía en estudiar intensamente  justo antes de cada examen, nada había cambiado.

Aunque, no recuerdo si fue al principio o al segundo mes del curso que se introdujo algo nuevo que dio un poco de color a aquel mundo mortecino del profesorado: el nuevo catedrático de Derecho Político, Manuel Jiménez de Parga. Joven de 29 años, granadino de muy buena familia, emparentado – decían desde la extrema derecha para desacreditarlo por adelantado – con los responsables del asesinato de García Lorca, que representó un soplo de aire nuevo en medio de aquel ambiente ideológica y políticamente enrarecido. Por primera vez, se oía expresar públicamente la preferencia por una democracia sin adjetivos y, cosa insólita, llamar dictadura a la dictadura. Durante los años que ejerció en nuestra Facultad no dejó de hacer equilibrios para mantenerse en pie frente al riguroso control político del Régimen y además corroboraba sus ideas liberal-democráticas con los hechos: en su cátedra acogería como profesores y ayudantes a gente de ideología muy diferente de la suya (por la izquierda) como Jordi Solé Tura, comunista entonces, convertido años más tarde en ministro socialista, y yo mismo, vago marxista entonces, convertido años más tarde en el que escribe esto. (Lo de vago puede entenderse en las dos acepciones principales de la palabra).

En busca de una Weltanschauung

Esta palabreja alemana, bastante en boga entonces entre la gente filosóficamente inquieta, significa algo así como “visión del mundo” o “cosmovisión”. O sea, formarse una Weltanschauung quería decir abandonar el indeciso relativismo de los pensadores principiantes o delirantes para construir un edificio mental coherente de la cabeza a los pies, que lo explicase todo. Algo con lo que, desde el despuntar del uso de razón, yo siempre había soñado. Pero, visto lo que tenía alrededor, no era cosa fácil.

Lo que se movía a mi alrededor no era especialmente interesante, y me sitúo ya en el tercer curso de la carrera, que fue cuando empecé a ver las cosas con cierta claridad. Todo lo impregnaba la triste mediocridad de una burguesía muy bien acomodada al Régimen de Franco. La gran mayoría del estudiantado era más bien grisácea; solo destacaban el colorido sector de los “pijos” y el pequeño y austero sector de los políticos. Estos se dividían en extrema derecha (principalmente falangistas, quienes pronto perderían el control de las organizaciones estudiantiles) y extrema izquierda. Y entiéndase que, para el bien pensante de entonces, toda izquierda era extrema.

Pasé la mitad de la carrera cómodamente embutido en la masa grisácea sin apenas más relación que con Miguel Ángel y José Ignacio. En el tercer curso, y ya decididamente en el cuarto, empecé a asomar la cabeza al exterior, y lo primero que encontré fue a unos raros ejemplares que, siendo más bien políticos de derechas, no eran en absoluto falangistas y hasta negaban ser políticos. Pertenecían a una especie de club católico elitista que ellos mismos denominaban La Obra y se dedicaban entre otras cosas a captar nuevos socios entre los estudiantes que consideraban más valiosos, por lo que siempre les agradecí que se fijasen en mí. Pero enseguida se vio que el entendimiento era imposible. Yo quería formarme mi visión del mundo y, más que un mundo, lo que ellos me ofrecían era una cárcel en la que el carcelero dogma vigilaba de continuo al prisionero pensamiento.

Entonces volví la vista a la izquierda y me encontré con algo muy diferente. En general eran personas como yo, que aspiraban a una racionalidad que sustituyese a la sinrazón cotidiana; que no estaban de acuerdo con la estructura política y social vigente y que, en muchos caso, deseaban cambiarla, con los riesgos que ello comportaba. Para presentarse a tamaño combate cada cual iba provisto de una doctrina más o menos asimilada, desde un cristianismo progresista hasta un comunismo ciegamente moscovita. Pero había algo que de alguna manera lo impregnaba todo, lo explicaba todo: el marxismo. No hacía mucho que yo había empezado a conocerlo y, visto que era asignatura imprescindible en el mundo de la izquierda estudiantil que empezaba a frecuentar, me apresuré a profundizar en él. Bien, reconozco que lo de “profundizar” es un poco exagerado.

El caso es que el ala sociopolítica de la Weltanschauung se iba estructurando debidamente. Pero ¿qué hacer con la otra? ¿Qué hacer con la fe que había mamado desde la infancia? ¿con el catolicismo más que reforzado en el Colegio, que supuestamente tenía respuesta para cualquier duda metafísica pero que, a mis veinte años, parecía cada vez más inerme ante los embates de la ciencia y de la razón?

Pasaba muchas horas en la biblioteca. Y no precisamente con textos de derecho, excepto en los casos de exámenes inminentes, sino con otra clase de libros que abundaban tanto o más que los otros, o era yo que solo me fijaba en ellos: literatura, filosofía, arte, ciencia. Y saltando de uno a otro fui a dar en el conocimiento de la obra de Teilhard de Chardin, jesuita y científico, y ahí me pareció encontrar la fórmula con que conciliar la fe cristiana con la ciencia moderna e incluso con la cosmovisión marxista, si se concebía ésta abierta a la trascendencia.

Aclarado el panorama, construida bien o mal mi Weltanschauung, ¿cuál era el siguiente paso? ¿Cómo había de situarme? Estas preguntas eran una llamada que yo mismo me hacía a la acción. Mal asunto. A pesar de mi inquebrantable devoción por Goethe desde mis 18 años (en el principio era la acción), la acción no entraba en mis tendencias principales. Pero de alguna manera se había de manifestar todo aquello.

Salida al mundo

La primera señal fue, ya en el cuarto curso, que amplié notablemente el ámbito de mis amistades o conocimientos, que finalmente ya no quedó reducido a los dos amigos del Colegio. Entre la gente que empecé a frecuentar recuerdo especialmente a J. Ramón Capella, al principio incardinado en el sector de los “pijos”, y por entonces recién convertido en intelectual de izquierdas, que había de seguir un sólido recorrido (cátedra, la revista Mientras Tanto); Isidre Molas, catalanista, federalista, integrante del partido clandestino (todos lo eran) Front Obrer de Catalunya, quien había de ser reputado sociólogo, miembro del partido socialista, vicepresidente del Parlament de Catalunya y senador, pero que, de momento, en el quinto curso, le tocó conocer la detención y la cárcel; José Cano, individuo serio, riguroso, de origen manchego y aspecto unamuniano, con el que mantenía largas conversaciones sobre el marxismo y la manera más efectiva de cambiar la sociedad, pero que no pertenecía a ningún partido; Tomás Alcoverro, personaje singular y muy característico, no situado tan a la izquierda como los anteriores, sino más bien en una especie de azañismo literario, quien había de ser periodista famoso, especializado en Oriente Medio, y había de vivir muchos años en Beirut, con el que poco a poco trabé una estrecha y larga amistad, que continúa, y por muchos años.

Había algunos más. Ah, sí: la única presencia femenina – formaban el veinte por ciento aproximadamente del estudiantado – era Elisa Vallès, muy implicada en el activismo social, quien junto con su pareja, que estudiaba otra carrera, se dedicaba, entre otras cosas, a promocionar un teatro popular de tipo didáctico- político. Y no he de olvidar a Jordi Sobrequés, que había de destacar en el mundo universitario, aunque no estoy seguro de que perteneciese a nuestro curso, persona afable, aguda, inteligente y en cierto modo ingenua – como en cierto modo lo son todas las personas inteligentes. Recuerdo que en una ocasión, vino a visitarme a Valldoreix en compañía de Tomás en uno de mis últimos veraneos, quizá en el 62, y que se espantó ante el mundo de frivolidad en que vivía alguien como yo, que se suponía que compartía sus mismos ideales; a Tomás lo que se le ocurrió fue sugerirme que ese mundo sería buena materia para escribir una novela a lo Proust. Y yo le contesté que ni pensarlo. Pero la vida da muchas vueltas. Aunque Proust me sigue quedando lejísimo. También corría por allí, de nuestro curso, un tal Pasqual Maragall, nieto de poeta y padre de sí mismo como político personalísimo y único.

La opción casi definitiva por una actitud intelectualmente rigurosa y de compromiso social no me libraba de la preocupación por un futuro problemático en el aspecto económico. Preocupación que me llevó a iniciar algún paso en falso que, por suerte, no llegué a dar. Me refiero a la visita que hice al señor S, abogado del estado, coveraneante  de Valldoreix, en busca de consejo y amparo ante la posibilidad de decidirme a iniciar oposiciones a un cargo como el suyo.

Me atendió muy amablemente y, con una llaneza y sinceridad dicen que típicamente aragonesas, para ilustrarme sobre las ventajas a que podía acceder si me decidía, me mostró un cuarto lleno de los regalos que recibía (auténticas montañas de televisores entre otras cosas) y me explicó muy llanamente algún recurso habitual en el cargo para prosperar económicamente más allá del sueldo, recurso de tal calibre que habría ruborizado a cualquier persona mínimamente ética.

Por su parte, la aristocrática esposa me insistió en que siguiese ese camino, dando a entender que su hija Carmen P y yo formaríamos una buena pareja. Bueno, no creo que dijese exactamente eso, pero así lo interpreté yo de sus palabras, y es que debo de ser más presuntuoso de lo que imaginaba. Pero el tiempo no pasa en balde, y el incentivo me pareció ridículo al comparar a la muchacha de 19 años que andaba por ahí con la niña preciosa y voluntariosa que había iluminado unas temporadas de mi infancia.

Descartada de momento la preocupación por el futuro económico-laboral, me deslicé sin problemas por la nueva senda de la actividad (siempre en tono menor) político-social. Aquel quinto y último curso (1961-62) fue rico en experiencias de ese tipo.

El grupo de compañeros antes mencionados y alguno más nos conjuramos para obtener, de algunos catedráticos progresistas – entre ellos el que más interés mostró, el de derecho romano Ángel Latorre -, algún tipo de actividad organizada que nos permitiese, además de completar nuestra formación, avanzar en la concreción y realización de nuestros ideales sociopolíticos. Los resultados se habían de concretar en parte en la realización de un seminario de largo alcance sobre las elecciones generales durante la Segunda República, en el ámbito de la cátedra de derecho político (Jiménez de Parga), coordinado por el  adjunto de la cátedra, González Casanova, trabajo que se iniciaría de hecho en la temporada siguiente, es decir, ya como licenciados. 

Aquel curso fue también pródigo en visitas a la Universidad vieja, sobre todo a su biblioteca, adonde muchas veces iba a estudiar junto con Cano. Pero el principal motivo de atracción de aquel viejo centro era las clases de filosofía, abiertas a todo el mundo, que daba el profesor Manuel Sacristán. Antiguo falangista, entonces riguroso marxista y más tarde convencido ecologista y verde, Sacristán era todo un referente de la oposición comunista al Régimen; ocupaba al parecer un puesto decisivo en el Partido (así se decía entonces, sin más y con mayúscula inicial, y todo el mundo lo entendía). Allá me llevó Capella por primera vez y allá solía encontrarme con amigos o conocidos afines, entre ellos Santi, el de Valldoreix, y creo que alguna vez asistí con K, mi “relación” de la primavera de aquel año.

Si el 62 fue un año especialmente convulso, mayo fue el mes en que se concentró la mayor agitación. En respuesta a las protestas de los mineros de Asturias, a principios de mes el gobierno decretó el estado de excepción – que era como una dictadura dentro de la dictadura – en esa región. Los movimientos de solidaridad con los huelguistas asturianos se propagaron por toda España. También en Barcelona… Pero no es esto – no es mi intención – una crónica histórica o política, sino una colección de impresiones personales de distintos momentos de mi vida. ¿Y qué más personal que unas líneas del Diario que llevaba desde los dieciocho años, donde de forma rápida y escueta se da cuenta del clima de aquellos momentos?

“10-V-62

Estudio en la bibl., con Elisa.  A clase de Procesal.

T. Universidad. Estudio en la bibl. Veo a Santi. Y luego a Capella. A las 7, la concentración anunciada. Poca gente. Se marcha hacia la reja. Se cuelga el cartel “Llibertat”. Se canta Asturias. “Asturias sí, Franco no”. Luego a la calle. Aparecen los grises; retirada. Encuentro a Porta y a T[?]. Se dice que han detenido a dos estudiantes.

Ya fuera me encuentro a Norman y Alex, venezolano. Vamos al “Lugano”. Charlamos. Teoría y tácticas marxistas. Norman, profundo y preciso, ponderado. Alex, fanático y hasta sanguinario. Experiencia interesante.

Por la noche no puedo estudiar.

11-V-62

T. Estudio en casa. Y a la Universidad. Manifestación de adhesión a Asturias. Entra la policía. Me va de poco. Corro. Cogen a unos cuantos. Nueva experiencia…

22-V-62

Lapso de once días en mi diario, sin razón aparente.

Continúa la tensión política. Crecen las huelgas, según informes.

Los “grises” entraron otra vez en la Universidad – yo no estaba – y cogieron a mansalva. Santi fue a la comisaría pero salió enseguida.

La otra noche fueron a buscar a Molas a su casa. Sigue detenido, en la Modelo, según parece.” 

Días después tuvimos los exámenes finales. Suspendí una asignatura. La aprobé en septiembre. En octubre era ya licenciado en derecho.

Había terminado la carrera, no mi vinculación con la Universidad. Y es que – no recuerdo si fue antes o después del verano – un buen día me acerqué a Jiménez de Parga y le pregunté si podía unirme a su cátedra como ayudante. Aceptó al momento. Sin preguntas, sin consejos, sin instrucciones, sin advertencias ni requisitos. En cierto modo era un hombre muy confiado, porque no me conocía personalmente de nada – había seguido sus clases, entre la masa, en el segundo curso, eso es todo – y ni siquiera había tenido tiempo de informarse sobre mi historial académico. No sé si yo, catedrático de prestigio, hubiese admitido en mi equipo a un tipo como yo.

Y aquí me detengo. Porque lo que sigue en línea recta cronológica corresponde a otro capítulo. Que no sé si escribiré. 

 

Próximamente: Cap. V, LA FAMILIA, LA LENGUA

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VIEJO MUNDO NUESTRO III

VALLDOREIX

El niño que yo era en Valldoreix poco tenía que ver con el niño que yo era en el Colegio. Como si un viento sagrado se hubiera llevado inhibiciones, timideces, retraimientos, aparecía tan ágil, tan ligero, tan niño como todo niño debe ser en verano y en el campo.

La verdad es que Valldoreix no era exactamente “el campo”, aunque lo era mucho más que ahora. Ahora es un arrabal de la ciudad, con pretensiones de lujo. Entonces era una urbanización en ciernes que, poco a poco, le iba ganando terreno al desorden de la tierra. Ese desorden que era el campo de batalla sobre el que nosotros jugábamos y vivíamos.

La Torre

Poco después de que yo naciese, es decir, hacia 1940, mi padre decidió que había que mejorar la calidad del aire que respiraban nuestros pulmones, y decidió comprar una casa con jardín en Valldoreix, con cierta pena por parte de mi madre, que la hubiera preferido en la playa.

La “torre”, que así se llamaban aquellos chalets de veraneo, había sido construida cinco años antes, dentro de un estilo, bastante corriente en la época y en la zona, entre noucentista y chinesco. Poco después de comprarla, mi padre amplió el jardín adquiriendo un terreno contiguo. Y unos quince años más tarde amplió la casa añadiendo dos habitaciones en la parte trasera, sostenidas por unos arcos o bóveda, que crearon un porche de magnífico efecto estético, a lo que, además, obligaba la fuerte inclinación del terreno.

La distribución general de la finca, idea original de mi padre, se mantuvo en la racionalidad, armonía y belleza por él pensadas mientras su propio pensamiento se mantuvo en pie. Luego, con la debacle mental y la entrada en juego de las decisiones de otro elemento familiar, todo dejó de ser lo que era.

Con la fachada orientada hacia el sur, la parte delantera del jardín, estaba ocupada por una serie de árboles (de la familia de los arces, creo) simétricamente distribuidos que, en pleno verano, no permitían la entrada de una gota de sol. Por los lados, con el terreno descendente, seguían algunos árboles.

La parte inmediatamente posterior a la casa la ocupaban unos parterres poblados en su mayoría por distintas clases de rosales y que dibujaban unos caminos aptos para circular por ellos las pequeñas bicicletas de los pequeños. Separaba esta zona de la siguiente una valla baja hecha de ladrillos y tejas artísticamente colocadas, en el centro de la cual se abría un paso flanqueado por dos tilos que llegaron a ser enormes.

Traspasado el umbral, había a la izquierda una piscina de reducidas dimensiones (mi padre quería asegurarse de que nadie se ahogaría bañándose), en contra de lo que hubiera deseado mi madre, perfecta nadadora. Y allí, precisamente, tras la entrada entre los tilos, se iniciaba un pasillo en el que a derecha e izquierda una serie de árboles frutales se encaraban perfectamente emparejados: dos ciruelos, dos palosantos, dos cerezos de importantes dimensiones, dos albaricoqueros, dos melocotoneros, o más o menos.

El pasillo finalizaba en una especie de glorieta ocupada en su centro por una gran mesa circular de piedra y que, a la derecha, se prolongaba en un espacio emparrado en lo alto con vides blancas y negras, y a la izquierda por una pequeña zona vacía donde estuvo al principio el animal de la tartana de mi más lejana infancia y luego fue pista provisional de hockey sobre patines.

Toda esa zona finalizaba en una larga valla, también de ladrillos artísticamente colocados que configuraban una especie de palco o mirador orientado hacia el magnífico paisaje del norte: antiguas masías, tierras de cultivo sobre todo de cereales y de vid, riachuelos y, como último decorado a lo lejos, en frente Sant Llorenç del Munt, hacia la izquierda Montserrat y hacia la derecha una serie colinas sin nombre (al menos, para mí). 

En el centro mismo de la larga valla se abría un espacio ocupado por unas amplias escaleras que descendían hasta la última zona de la finca: el huerto. Con la ayuda de algún jardinero, mi padre había sabido crear un huerto perfectamente organizado en el que crecían toda clase de hortalizas: judías, tomates, berenjenas, pimientos, etc. en cuyo mantenimiento teníamos que colaborar los pequeños: recuerdo la mágica operación de desplazar con la azada la tierra que cerraba el paso de una acequia para que el agua pasase a correr por la siguiente. También había árboles frutales: almendros, manzanos, higueras, perales, granados y, al final de todo, junto a la valla que cerraba la finca por el norte, un antiguo pozo, del que habíamos llegado a beber una agua fresquísima y cuya profundidad considerábamos insondable por el tiempo que tardaba, la piedrecita que lanzábamos, en chocar finalmente con el agua.

Vida social y el misterio de la viña 

La vida en Valldoreix tenia lugar en verano. Cuatro meses largos los primeros años; tres meses durante la infancia y primera adolescencia y una especie de veraneo intermitente cuando ya mayorcitos (16 – 23 años de los míos, condicionados los últimos veranos por el servicio militar). De la primera etapa poco recuerdo. Embutidos todo el día en nuestras granotas (especie de monos infantiles), los tres hermanos jugábamos a nuestro aire de la mañana a la noche, que es como deben jugar los niños, y es que, amparados en el número, no necesitábamos más personal, si bien, como es natural, pronto aparecieron nuevas amistades infantiles hasta llegar a formarse verdaderos ejércitos que propiciaron las guerras que años después estallaron.

Pero la vida social verdadera era la que pronto llevaron los padres y en la que nosotros, en muchas ocasiones, no teníamos más remedio que participar en calidad de niños modositos y educados. Y lo curioso es que los participantes en aquella vida social eran personajes realmente atípicos, nada que ver con las amistades – que ni siquiera recuerdo – que supongo que los padres tendrían en la ciudad.

Estaba por ejemplo el señor no sé qué Alonso -siempre había que anteponer el “señor”-, alto funcionario de Hacienda, condición que tenía muy interesado a mi padre, y su esposa Pilar, en apariencia de más edad, aunque quizás ello se debiera a su interés exagerado en parecer más joven. Muy cerca de estos, vivían tres hermanas ya mayores, solteras ( solteronas, se decían en estos casos), cubanas y muy distinguidas: las Blanchet. Y entre el matrimonio y las cubanas residía Kalinik Gousev, pintor ruso, junto con su esposa, alemana, cuyo nombre no recuerdo, y la hija Luba, de pocos años más que nosotros, ambas pianistas. Por cierto, cada una de las tres casas respectivas era, es, una maravilla de la arquitectura noucentista.

Con estas personas y con alguna más que no recuerdo, los padres practicaban la llamada vida de sociedad, que consistía en reunirse algunas tardes para tomar pastelitos y café, o té, o qué se yo, y a veces, si era en casa de Gousev, escuchar las bellas interpretaciones pianísticas de Luba, mientras me revolcaba en la mullida moqueta de la sala, cosa que, por lo visto, nos estaba permitido.

En cuanto a lo que se hablaba en aquellos encuentros, la verdad es que no lo recuerdo. Sí recuerdo en cambio un tema del que apenas se hablaba, pero del que de algún modo estaba tan presente que hasta unos niños inocentes como nosotros se enteraban enseguida: el pintor Gousev le ponía los cuernos al señor Alonso, o sea que el ansia de rejuvenecerse de Pilar, señora de Alonso, tenía razones más bien extramaritales. Pero creo que hago mal hablando de estas cosas, sucedidas cuando no tenía edad para comprender el fondo ni mucho menos los detalles del asunto. Unos siete años, quizás.

A veces, con algunas de las personas mencionadas o con alguna otra, íbamos “de excursión”, lo cual consistía por lo general en una caminata de unos dos kilómetros escasos hasta Can Gatxet, fuente bucólica y escondida, donde desplegábamos nuestra breve y casi simbólica merienda.

Otras veces íbamos solo la familia (padre, madre, niños, criada) a visitar “la viña”, un poco más lejos que Can Gatxet, donde, a finales del verano se mostraban unos racimos esplendorosos. En esas ocasiones, los pequeños solíamos preguntar al padre cómo era que, teniéndonos prohibido que cogiésemos los frutos ajenos, de aquella viña no solo nos llevábamos alguna muestra sino que llenábamos capazos de uva dorada. Y el padre contestaba que la viña era de un amigo suyo, y que tenía su permiso.

Muchos años después, tantos que el padre no estaba ya en condiciones de aclarar nada, supimos que ese “amigo” no existía, que era él mismo el propietario, es decir, el que había comprado la viña, poniéndola a nombre de su esposa, nuestra madre. Y es que el padre era muy precavido y no le gustaba nada que la gente pensase que tenía más dinero que el que tenía; en otras palabras, que parecía el típico representante de la clase media de la inmediata posguerra, más laboriosa y temerosa que de derechas o de izquierdas. 

De amor y de guerra

Si me preguntasen cuál ha sido el período más feliz de mi vida respondería sin ninguna duda: el comprendido entre los 11 y los 19 años. Es verdad que antes, en la infancia, la felicidad era más serena y luminosa, pero también más inconsciente, y que después, sobre, todo en la edad avanzada, es – cuando la hay – más concreta y plena de realizaciones. Pero nada, ni antes ni después, es comparable a la formidable explosión de experiencias y de sentimientos que suponen, en la adolescencia, los grandes descubrimientos sobre el mundo y sobre uno mismo.

A veces pienso que solo empecé a ser yo cuando conocí el amor. Tenía 11 años y ella 8. Era la prima de unos niños que residían casi enfrente mismo de nuestra casa. Vivía en Tortosa, pero solía pasar parte del verano con sus primos de Valldoreix. Al conocerla, un sentimiento nuevo se apoderó de mí. Mi primera ilusión al despertarme todas las mañanas era poder verla cuanto antes, y que los juegos de cada día me permitiesen estar cerca de ella. Muchas veces me he preguntado de qué me viene la manía de elegir siempre el amarillo para los juegos de mesa y similares. Y revolviendo estos recuerdos, lo he encontrado: no sé por qué, este era el color que en el parchís me permitía estar a su lado, y ¡qué delicia cuando una de sus fichas “mataba” a una de las mías!

No hace falta aclarar que este sentimiento – por mi parte, por la de ella no lo sé exactamente – era solo espiritual, por mucho que hundiese sus raíces en la naturaleza más necesaria, entre otras cosas porque a esa edad lo ignoraba absolutamente todo de la mecánica sexual. Y sin embargo, era muy consciente de que aquella experiencia interior me apartaba de lo común de los niños de mi edad. Y no solo yo, cualquier mirada observadora también lo veía: “mirad al poeta”, dijo la tía de la niña señalando mi comportamiento. Y a partir de ese momento supe algo de lo que significa la poesía. Gracias, señora Pou.Estos enamoramientos – porque hubo algún otro que apenas recuerdo – ocurrían siempre en los veranos de Valldoreix. Y es que en la vida reglada de la ciudad resultaban en la práctica imposible: ni en el colegio, ni en el mundo extra colegial había seres del otro sexo. Así, que durante los largos inviernos, el niño supuestamente serio y estudioso se alimentaba de la nostalgia del luminoso mundo estival. 

Y muy pronto al amor se unió la guerra. Enseguida, el número de niños compañeros de juego – en abanico que iba de los nueve a los catorce años, aproximadamente – se hizo importante. En casi todas las casas de nuestra calle y de algunas próximas había niños y niñas dispuestas a organizarse más o menos en ciertos juegos bastante imaginativos. Unas veces éramos una banda de música sin más instrumentos que unos palos, otras organizábamos una especie de casino en el que se practicaba el juego, otras formábamos un senado – influencia mía, imagino – para debatir los asuntos comunes; se fabricaban monedas, leyes y títulos nobiliarios. Porque hubo un momento en que aquella sociedad se constituyó en reino.

El rey era mi hermano mayor y la reina Carmen P., de nueve años, perteneciente a una poderosa familia de la vecindad: cinco entre niños y niñas, aunque solo los tres mayores contaban; la madre, de familia aristocrática auténtica y el padre, abogado del Estado, condición que, como en el otro caso, tenía muy interesado a mi padre, siempre temeroso de que nuestros juegos derivasen en rupturas irreparables.

El caso es que la pareja real no se llevaba nada bien. Y sucedió lo inevitable. Se separaron. Y con el matrimonio se escindió el reino. Y con el reino se escindió mi alma romántica y peliculera. Porque resulta que yo, que era el primer ministro del reino que con mano de hierro dirigía mi hermano, estaba secretamente enamorado de la reina y, al dividirse el reino en dos estados enemigos, ya no era solo el enamorado secreto de la reina y esposa de mi hermano, sino de la soberana del nuevo país enemigo. ¿Cómo compaginar semejante lío de lealtades? Como pude. Para empezar, asumiendo personalmente las embajadas que se dirigían al nuevo país, solo por verla y hablar con ella. Pero la guerra era inevitable. Y la última semana de julio de 1952 estalló sin remedio.

Fue entonces cuando más claramente se desencadenó un mundo paralelo al de los libros, tebeos y películas de aventuras. Un mundo emocionante, fascinante, mágico. No faltaba nada: las armas (inofensivos proyectiles y espadas de madera), las batallas a campo abierto, los asedios de fortalezas, las carreras, las detenciones, las huidas, los tratados de paz, las traiciones, los espías, las ejecuciones, y hasta la relación de los hechos, que escribía un niño de doce años, ese niño que, siendo el segundo del reino que dirigía su hermano mayor, no podía evitar estar enamorado de la reina enemiga, sin traicionar la lealtad debida.

¡Juego de armas y guerras! ¡Desastre de educación! quizás diga el pedagogo de hoy. Lo que decía el de entonces no lo sé. Lo único que sé es que esas preocupaciones no estaban en el ambiente. El juego era el juego y a nadie con dos dedos de frente (mucho menos a los propios niños) se le ocurría confundirlo con la realidad. El juego es un arte y los niños son los artistas más grandes del mundo. Saben crear la ficción, saben representar su papel como perfectos actores y saben quitarse la máscara y dejarla a un lado cuando se ha de interrumpir la batalla porque es la hora de la merienda. No guardo recuerdos más felices que los de aquellos juegos infantiles. Puede decirse que el arte, con su poderoso efecto catártico, lo creábamos y lo consumíamos nosotros mismos. 

La bicicleta y el guateque

Con el tiempo, que entonces avanzaba muy despacio, los reinos y las batallas se fueron desvaneciendo. La vida se hizo un poco más gris. Es curioso que, cuando dejábamos de imitar a los mayores (los de los tebeos y películas de aventuras) nos encaminábamos en la senda de su imitación real.

La época que siguió a la de las guerras fue, por una parte y en su aspecto individual, la de las bicicletas y, por otra y en su aspecto social, la del inicio de las relaciones adultas. Las bicicletas siempre habían estado con nosotros, desde las minúsculas de tres ruedas que serpenteaban entre los parterres del jardín de atrás hasta los grandes y ágiles artefactos casi de competición.

Hacia los quince años ya hacía tiempo que circulábamos en bicis como Dios manda. Cito esta edad porque creo que fue por entonces cuando con más fuerza se manifestó la voluntad de practicar ese deporte, que tanto podía ser solitario como de grupo. En solitario, uno podía dedicarse a descubrir rincones inéditos de Valldoreix, donde, quién sabe si aguardaba la razón de su vida. En compañía, podías atreverte a devorar kilómetros por territorios desconocidos, que pronto ya no lo serían tanto.

A las escapadas solitarias, que no iban más allá de ciertas poblaciones cercanas, se añadían otras en compañía, de amigos o hermanos, a destinos más remotos, como El Papiol o Molins de Rei. ¡Cuánto me gustaría encontrar aquella foto de dos ciclistas adolescentes junto al magnífico puente de Carlos III sobre el Llobregat, arrasado años después por las aguas! Y al mismo tiempo, el cambio tenia lugar por la otra vía. Las fiestas, primero tan infantiles, de santos y de cumpleaños, fueron los primeros pasos de los niños encaminados en la senda real de los adultos. Ahí ya no llevábamos las máscaras del juego, sino que, como los mayores, intentábamos portar con dignidad la máscara social elegida, es decir, nuestra manera intransferible y única de estar con los otros.

Al principio organizadas y tuteladas por los mayores, poco a poco dejaron de necesitar tutela. Ni festividad justificativa. En cualquier momento, en cualquier jardín de cualquiera de aquellas casas de veraneo, se organizaba un guateque (nombre, por cierto, que nunca se utilizó entonces entre nosotros), que consistía en una reunión de chicos y chicas, alguna bebida y un pequeño tocadiscos que bramaba lo que podía. El baile era casi siempre lento (lentorro), ¡qué menos que aquellos adolescentes, siempre acosados ​​por todos los controles sociales y religiosos, pudiesen experimentar el contacto casi íntimo con la pareja eventualmente elegida al son de melodías como Come prima o Only you! Muchas experiencias nuevas nos reservaba aún la vida, pero, como aquella, muy pocas.

https://youtu.be/usWFcKTe2YQ

Por cierto, que en aquella misma época de las bicicletas, me destapé como practicante de otro deporte. Increíble, el jovencito que en el Colegio se manifestaba como alérgico a cualquier participación deportiva, destacaba como ágil delantero en el equipo de hockey sobre patines de Valldoreix. Por eso y por cosas parecidas apunté que el niño que yo era en Valldoreix apenas tenía que ver con el niño que era en el Colegio.

Sí, en los últimos años (desde mis 15, quizás) formamos un equipo de hockey que compitió con otros de las localidades próximas. Lo triste del asunto, según se mire, es que el padre se avino a sacrificar gran parte del huerto para construir la pista y el frontón, ¡qué lejos iba quedando la infancia! ¡cómo empezaba a cambiar el decorado!

El veraneo intermitente y la sombra avanzada de Werther

El cambio más drástico se produjo por entonces, cuando el padre pensó que unos hijos tan mayorcitos como los suyos no podían pasarse todo el verano sin pegar golpe. Así que todas las semanas permaneceríamos en Barcelona hasta el jueves incluido, con la obligación – más bien teórica – de echar una mano en la empresa familiar. Y el resto de la semana volveríamos a residir en Valldoreix, como si tal cosa.

Aquellos largos fines de semana estaban plenos de actividades de todas las clases y, sobre todo, de amistades, algunas ya antiguas, otras recientes, que ya no se limitaban a Valldoreix sino que a veces se extendían a la temporada invernal en la ciudad. Pero Valldoreix seguía siendo el centro del verano.

Reuniones a la hora del café en una u otra casa; reuniones con tocadiscos y a ver con quién bailo esta tarde; largos paseos, excursiones por el campo, unas veces hacia el territorio entonces aún existente de las viñas, otras hacia los bosques de La Floresta, otras hacia la montaña de Puig Madrona, en el camino de cuya cima, desde donde se contempla gran parte del valle del Llobregat, se halla la ermita románica de La Salut.

Fue por entonces cuando se inició la costumbre de las “excursiones a la Luna”, que consistía en caminar por la noche la treintena de jóvenes más o menos que nos reuníamos, bajo la Luna llena de julio, hasta la cima del Puig Madrona.

Entre las amistades de aquella época se encontraban algunas de las muy antiguas – de la era de las guerras, diríamos -, a las que se habían sumado otras más recientes. Entre éstas quiero recordar la gente maravillosa que formaba una familia singular.

Los U. estaban integrados por el padre, abogado de una asociación empresarial de Sabadell, muy católico y conservador, pero no caído en la banda extrema; la madre, sus labores, y diez (luego hubo uno más) entre hijos e hijas de edades comprendidas entre los 18 y los 0 años. En nuestro grupo naturalmente participaban solo tres de los mayores: MJ, la mayor de todos, de mi edad, Ernesto y Santi. De los pequeños, recuerdo en especial a una preciosa niñita rubia de cinco años que atendía por Lolín y que hoy es una muy acreditada traductora literaria, de nombre Dolors.  

Entrar en aquel jardín a ciertas horas era una experiencia casi onírica. Aquel universo ofrecía un aspecto piramidal. Los mayores cuidaban de los pequeños a la hora de la comida, de los estudios, etc., y estos de los más pequeños.  Y por encima de todos reinaba MJ, igual que Carlota en la obra de Goethe, que yo aún no conocía. Quiero decir que, lo mismo que el protagonista de la novela, me enamoré; bueno, quizás no tanto. Y, como ya era habitual en estos casos, la historia no terminó bien para mí. O quizás sí.

Tanto de Ernesto como de Santi conservo un recuerdo imborrable. Del primero, en especial de su etapa de experiencias místicas y de compromiso social que le condujo a ingresar en una orden religiosa, aspecto que suele omitirse en las biografías sucintas del luego famoso periodista, muerto por accidente a los 59 años. De Santi, desaparecido también hace años, recuerdo nuestra breve  pero intensa comunicación intelectual y vital que, en parte, fue la responsable de su obstinado viaje hacia la izquierda infinita.

Disolución, muerte y transfiguración de Valldoreix 

Decir que Valldoreix, a mis 21 o 22 años, no era lo que había sido para mí a los 11 o 12, es una obviedad imperdonable. Todo cambia, pero lo peor es cuando la nostalgia se instala en los mismos lugares que no dejas de habitar. Quiero decir que a esa edad de joven postadolescente cada cambio de decorado, normalmente a peor, lo sentía como una herida incurable.

Mientras la arteriosclerosis minaba la mente de mi padre, mi tío, su hermano (legalmente eran copropietarios de todo), hacía construir una nueva casa invadiendo (destruyendo) el pasillo de los frutales… Pero, no. Eso fue tiempo después, a mis 25 años, que es el límite máximo de edad que he puesto a estos recuerdos.  

La edad antes indicada (21,22) era la de la disolución. La edad de observar un poco atónito cómo se combinaba el viejo Valldoreix con el nuevo mundo de la carrera ya terminándose y del servicio militar también intermitente.

En aquellos años, los principios de mis veinte, el centro de la vida veraniega de Valldoreix era el Hotel Rusiñol. Allá, de donde conservaba vagos recuerdos de cuando había sido Casino de veraneantes – risas de payasos, bailes de mayores observados desde una clandestina curiosidad infantil -, allá nos reuníamos entonces para charlar, beber, bailar y, en fin, para consumir las horas de un veraneo ya sin sentido.

Fue allá mismo donde conocí a K y donde iniciamos una especie de noviazgo casi convencional. Hija del farmacéutico de Valldoreix, K era una de esas personas que nunca pierden de vista los nobles propósitos que deben presidir la vida.

Nuestra relación duró una primavera. La ruptura fue consecuencia de la última verbena de San Juan digna de este nombre. Es cierto que bebí mucho; me recuerdo a altas horas de la madrugada dialogando sin parar con un amigo, de pie, en la pista de hockey que en aquel momento era de baile, mientras empuñaba un largo vaso colmado de algún líquido y de un espeso magma de confeti. Dos días después, ella daba por terminada nuestra relación. Resulta que yo no era la persona digna que imaginaba, sino un tipo vulgar, sobre todo cuando estaba en compañía de tipos vulgares, o sea, entendí yo, de personas corrientes. Se lo agradecí.

Aquel San Juan de 1962 se ha convertido para mí en la puerta simbólica que cierra el mundo de Valldoreix. Nada de aquello existe ya. Nada, excepto la casa.

La Torre, sí. Desprendida de gran parte de su terreno, hoy alberga vida nueva: hijo, nuera y nietos mantienen el fuego encendido mientras, en el piso de la ciudad, acompañado por la compañera de mi vida, yo sigo soñando con aquel mundo perdido.

 

Próximamente: Capítulo IV, LA UNIVERSIDAD 

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