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Maragall, terrenal y místico

joan maragall

Ocurre a veces. Estoy fuera de casa, en el campo, o en un parque o paseo arbolado de la ciudad. El día es luminoso; el aire, transparente. El color de las hojas de los árboles, verde intenso u ocre otoñal. Todo lo que siempre me rodea y me acompaña de forma anodina o inadvertida se manifiesta de pronto en su máxima belleza. Un sentimiento de paz, de honda felicidad me embarga…

Entonces de mi cabeza asoman estos versos, guardados ahí desde hace muchos años:

Si el món ja és tan formós, Senyor, si es mira

amb la pau vostra dintre de l’ull nostre

què més ens podreu dâ en una altra vida?…

Son de Joan Maragall, un señor de Barcelona de hacia el 1900, burgués, católico, padre de familia numerosa, abogado, escritor, articulista en la prensa, poeta. Su conservadurismo natural – el que necesariamente implicaba las tres primeras características citadas – no le impidió alzarse como aislada voz humanitaria, y silenciada, frente a los que exigían venganza (justicia, decían) contra los supuestos responsables del levantamiento popular de 1909.

Como escritor, admiraba a Goethe. Veía en él, poeta universal, el referente al que podía asirse una cultura catalana aún en ciernes, todavía falta de un fundamento sólido. Y  con él compartía muchas cosas: la pasión por la luz, el impulso hacia un equilibrio clásico que domeñase el fervor anárquico del corazón, la querencia por la poesía de circunstancias como oportuna cosecha de momentos escogidos. Otras, no las compartía. Cristiano convencido, Maragall no podía asumir la visión arreligiosa, pagana, del alemán. Ni entendía, creo yo, cómo éste podía compaginar poesía y actitud científica. En carta un amigo escribe:  

Molt he admirat i admiro encara a Goethe; pero cada dia sento més la tara racionalista de tota la seva obra.

Y no obstante, el alma goethiana de Maragall no puede menos que estremecerse ante la belleza terrenal de un día bendecido por la luz más pura. En su Cant espiritual, poema al que pertenecen los versos transcritos al principio, se pregunta ¿es posible que exista un “más allá” más bello que la naturaleza que ahora contemplo y siento? Y, dirigiéndose al Dios personal en el que cree, inquiere ¿con qué otros sentidos me harás ver este cielo azul sobre las montañas y el mar inmenso y el sol que en todas partes brilla? Dame la paz eterna con los sentidos que ahora tengo y no querré más cielo que éste tan azul. Hombre soy y humana es mi medida.

Y así, el poeta Maragall, tan místico y tan cristiano, no pide al Creador fundirse con el Todo ni ascender al Cielo, sino renacer en un mundo tan hermoso como el que en ese momento contempla. Y contemplo.

                           Sia’m la mort una major naixença!

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Hacer el amor o el sentido de las palabras

Las palabras, las frases hechas, no siempre significan lo mismo, ya se sabe. Ni en el espacio ni en el tiempo. Un semiólogo o un gramático – si es que existe esta denominación todavía – podría extenderse sobre el tema ad infinitum. Yo, como no soy ni lo uno ni lo otro, no me extenderé, sino que me limitaré, que es lo que todo escritor debe hacer.

En la biografía de Bettina Brentano escrita por Carmen Bravo-Villasante y publicada en 1957 se dice en cierto punto “Su madre Maximiliane La Roche, a la que Goethe hizo el amor en los años…”. Ante esta frase, el lector actual puede entender fácilmente que los personajes citados tuvieron relaciones sexuales. ¿Cómo, se diría entonces el lector bien informado, doña Carmen, propagandista de los amantes apócrifos? Porque es sabido que ni Goethe era un don Juan, ni hizo otra cosa que pretender a Maximiliane en vistas a un posible futuro matrimonio, que es lo que correctamente habría entendido un lector de la primera mitad del siglo pasado. Por cierto, parece que lo único físico que Goethe consiguió de Maximiliane fueron los ojos, que le robó para ponérselos a la Lotte del Werther, y es que los escritores son muy vampiros.

Dice Wikipedia (Biblia cultural de nuestro siglo): “Hasta mediados del siglo XX, esa expresión estaba reservada para el galanteo”. ¿Cuándo y cómo se produjo el cambio de significado? Por lo general resulta difícil precisar el momento de transición, y es que la evolución suele ser lenta. Pero en este caso parece bastante fácil. Yo creo que se produjo a mediados de la década de 1960. Con ocasión de la guerra de Vietman y la aparición de los modernos movimientos contraculturales (hippies en primer término), se divulgó por todo el mundo el eslogan pacifista Make love not war, emitido e interpretado en el sentido más transgresor posible, es decir, sexual. En este mismo sentido make love pasó en traducción literal al castellano (haz el amor), desplazando al antiguo que, dicho sea de paso, se ha quedado sin denominador normal – ¿quién se atreve a decir hoy “galantear” o “cortejar”? – quizá porque el hecho denominado ha dejado también de existir.

¡Es tan difícil leer un texto sin caer en las trampas que el paso del tiempo va tendiendo a las palabras!

Y pienso entonces en el relato de Borges Pierre Menard autor del Quijote. Pero me limito.

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La letra o la vida (refundido)

Sin necesidad de consultar un tratado de gramática, creo estar en condiciones de afirmar que la partícula “o” puede tener, por lo menos, dos funciones distintas. Una, claramente disyuntiva, como cuando los antiguos bandoleros conminaban al viandante para que se decidiese por ¡la bolsa o la vida! sin más historias. Otra, explicativa de una equivalencia, como cuando, refiriéndose al idioma, se dice “castellano o español”.

Si he de ser sincero – y, sinceramente, creo que lo he de ser – confesaré que, después de pensarlo un rato, todavía no sé cuál de las mencionadas funciones ejerce la partícula “o” en el rótulo de este artículo.

Decantarse por la función disyuntiva del “o” supone aludir a aquel trágico dilema que algunas personas han sufrido y que muchas han magnificado: escribir o vivir; el arte o la vida. O, como lo decía Pirandello, la vita o si vive o si scrive. Y enseguida acuden a la mente los nombres de tantos creadores de los que se dice que crearon porque no sabían o no querían vivir; individuos encerrados en sus cubículos, que levantaban mundos fantasmagóricos o simplemente imaginarios mientras el mundo real no andaba lejos de sus zapatillas.

Pío Baroja, por ejemplo. Y el nombre se me ha aparecido a propósito de las zapatillas. Porque aquel genial constructor de relatos novelescos alardeaba de no saber escribir correctamente, y para corroborarlo afirmaba sin ningún pudor que él nunca sabía si estaba con zapatillas, de zapatillas o en zapatillas. Pero, a la vista de su obra, parece que esto del desaliño literario de Baroja es pura leyenda. Leyenda patrocinada por el mismo autor. Ya es raro. Como si un arquitecto propalase que no sabe bien su oficio. Y es que – como imagino que se irá viendo por aquí – los escritores suelen ser gente muy rara.

Nadie más raro que Kafka, al menos en la imaginación literaria-popular. Y aun en la popular a secas, que utiliza el adjetivo kafkiano con la alegría del que no sabe lo que tiene entre manos. También Kafka suele considerarse un ejemplo de creador que opta por la escritura frente a la vida. Consideración que tiene su base en la actitud huidiza que en más de una ocasión adopta en el momento en que va a formalizarse una relación amorosa. Aunque aquí el dilema no se da propiamente entre arte y vida, sino entre arte y matrimonio, que no es exactamente lo mismo.

La idea de la incompatibilidad entre la dedicación al arte y el estado matrimonial viene de muy antiguo. Pero, como es natural, se refuerza con el romanticismo, cuando el artista es considerado como una especie de sacerdote consagrado exclusivamente a la diosa Arte. En esta consideración late la misma idea que impulsó a la Iglesia católica a requerir el celibato de sus sacerdotes: que no se puede servir a dos señores. Y es que ni la entrega total al Arte ni la entrega total a Dios parecen compatibles con las mil y una preocupaciones que impone la vida de familia. Y esto es así, pese a todas las proclamas de los propagandistas de “la familia cristiana”, que ignoran (o pretenden contradecir) lo que el mismo Cristo dice al efecto en Mateo 12, 46-50 y en Lucas 2, 41-50 y 9, 59-62.

Bien, aunque sea de manera aproximada, como lo es todo en esta vida, se puede decir que Baroja y Kafka ilustran el significado que se desprende de la función disyuntiva del “o” situado a la mitad del título de este artículo.

La otra función, la explicativa de una equivalencia, vendría a aludir a todos aquellos escritores para los que el ejercicio de escribir no es algo aparte o separado de la vida, sino la expresión natural de las propias capacidades vitales. Y pienso en Goethe, naturalmente. Y en tantos otros, en general de raigambre clásica, que no sienten contradicción alguna entre la labor creadora y el normal desarrollo de la vida en sociedad. Desde Cicerón hasta Thomas Mann, pasando por Voltaire. Escritores en los que la letra, la escritura, forma parte de la vida (cuando menos, de su vida) de una manera natural y no conflictiva.

Pero la función explicativa del “o” podría también apuntar a algo muy distinto de lo que acabo de exponer. No se trataría ya de denotar una relación antagónica o armónica entre escribir y vivir, entre poesía y realidad, sino que contendría una proposición más bien metafísica, o fantasiosa (que viene a ser lo mismo), consistente en que la existencia humana no sería más que una ficción que tendría lugar a lo largo de la literatura universal. No es mala idea.

Ninguna idea es mala, si es fecunda. Y ésta lo es, al menos desde el punto de vista del escritor. La literatura, como realidad; la vida, como ficción literaria. Quién sabe. Al fin y al cabo, cuando dentro de miles de años se estudie nuestra civilización, al investigador de turno le costará Dios y ayuda establecer quién tuvo una vida real y quién ficticia, si Cervantes o Don Quijote, si Shakespeare o Hamlet. Del mismo modo que en nuestros días no sabemos si otorgar más realidad a Aquiles o a Homero. Aceptemos que la ficción es un producto de la vida, pero también que la vida es obra de la ficción, de la mente. “El mundo es mi representación”, dice el filósofo. Pero no me he asomado a esta ventana para filosofar, sino para contemplar la vida, la vivida y la imaginada. La vida del escritor.

Escritores, los hay de muchas clases. De tantas como de seres humanos en general. Unos escriben por la mañana temprano (Goethe); otros, por la noche tarde (Kafka). Unos se implican en la vida de su sociedad (Zola); otros cultivan un mundo aparte (Huysmans). Unos están instalados en la razón (Voltaire); otros, en el sentimiento (Rousseau). Unos creen en el más allá (Chesterton); otros, apenas en el más acá (Sartre). Unos se mueven entre la alta cultura (Mann); otros, entre oscuros pueblerinos (Faulkner). Unos son todo espíritu (Tagore); otros, todo sexo (H. Miller). Unos son conservadores (T.S. Eliot); otros, revolucionarios (Alberti). Unas son aristócratas (Pardo Bazán); otras, obreras (Alfonsina Storni). Unos son piadosos (Verdaguer); otros, impíos (Sade). Unas son vitales (De Staël); otras, enfermizas (Woolf)…
Cuánta variedad, cuánta riqueza. Y algunos dicen que leer es aburrido… Bueno, si solo leen a ciertos escritores de aquí y ahora, no seré yo quien les contradiga.

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Emil Ludwig

Hubo un tiempo – pongamos la primera mitad del siglo XX – en que cierto género literario alcanzó tal difusión y protagonismo que no se concebía biblioteca particular alguna sin una nutrida representación del género: la biografía, en especial la de literatos y artistas. Escritores de primera fila se complacían en mostrar al lector las vidas y almas de otros escritores o artistas y de ciertos personajes de la vida pública del pasado. Muchos de aquellos escritores-biógrafos se han sumido en el olvido. Algunos nombres permanecen. Como Stefan Zweig, en lugar destacado, y otros cuyo recuerdo va palideciendo en la memoria literaria común: André Maurois, Romain Rolland, Emil Ludwig… De Emil Ludwig quería hablar.

Yo conocí justo el final de aquel tiempo. En 1958 tenía 18 años y quería ser escritor. Entre otras cosas me interesaba saber cómo era un escritor de verdad. Así que, además de a la lectura de las obras, me aplicaba a investigar la personalidad de los autores. De acuerdo con el gusto de la época, la modesta biblioteca familiar contaba con algunas biografías de famosos. Un buen día tomé el primer volumen de la biografía de Goethe – de quien creo que aún no había leído nada – escrita por un tal Emil Ludwig y traducida en parte por Ricardo Baeza. Quedé fascinado. Fue una revelación absoluta. La magia del biógrafo consiguió que, sin ninguna preparación previa, me sumergiese cómodamente en la época, el mundo, el ambiente y, sobre todo, en la personalidad del biografiado. Y es que buscando plata, encontré oro, quiero decir que, buscando solo un escritor de verdad, di con un hombre de verdad: Goethe.

Con el paso del tiempo, la vida fue dando vueltas, y en medio de todas sus mudanzas solo una cosa permanecía intacta: la manía de escribir. Y sin embargo, hasta hace relativamente poco, es decir, hasta edad bastante avanzada, aquella manía no empezó a dar frutos dignos de ofrecerse al lector (editoriales mediante, que esta es otra historia) sin avergonzarme.

Sin pretenderlo, obedeciendo a un destino que quizá apuntaba ya en mis lecturas juveniles, elegí como tema principal de mis obras la reelaboración novelesca de las vidas y personalidades de grandes escritores. Catulo, Cicerón, Dante, Schopenhauer, Larra… La elección de cada uno de estos nombres tiene su propia historia secreta. Secreta incluso para mí, porque tengo la impresión de que en esas elecciones fue más decisiva mi parte inconsciente que la consciente. En el caso de Schopenhauer, aparte de motivaciones inconscientes, una circunstancia concreta fue decisiva en mi elección. No era el filósofo en principio una persona que me motivase lo suficiente para colocarla en el centro de una ficción, pero un dato biográfico llamó poderosamente mi atención. Es el caso que no sé cómo me enteré de que las vidas de Schopenhauer y Goethe se habían cruzado. Investigué y vi que, no solo habían entrado en contacto brevemente – uno joven y el otro anciano -, sino que el encuentro había marcado de alguna manera la vida del filósofo. Y seguí investigando. Y empecé a escribir. Y el resultado fue El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer, que la desaparecida editorial Cahoba publicó en 2006, y que ahora ha reeditado (con el título recortado) la editorial Piel de Zapa, con su característico bien hacer.

A diferencia de la de Schopenhauer, la personalidad de Goethe me era bien conocida desde los lejanos días de la adolescencia, desde aquella lectura fascinante de una biografía, escrita por Emil Ludwig con caracteres mágicos. ¿Ludwig? ¿Pero quién se acuerda hoy de Emil Ludwig?…Yo, naturalmente.

(Publicado en la revista QUÉ LEER, Nº 214, noviembre 2015)

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Los amantes apócrifos

Los aficionados a la historia en sus aspectos más populares (biografías, anécdotas, novelas históricas) corren un peligro del que supongo que no suelen ser conscientes y, si lo son, imagino que no lo consideran como peligro sino más bien como aliciente. Consiste en tomar por verdaderos ciertos hechos que son dudosos cuando no manifiestamente falsos. Estos hechos pueden ser de diversa naturaleza y género, pero hay uno en concreto que me llama mucho la atención: la atribución de una relación amorosa – física, por supuesto – a la primera pareja que se ponga a tiro.

Aunque ya hace tiempo que descubrí esta curiosa inclinación de ciertos historiadores superficiales, emparentados con los llamados periodistas “del corazón”, no ha sido hasta ahora, a propósito de Bettina, que me ha dado por pararme a reflexionar un poco sobre el tema.

Uno. Bettina Brentano fue una mujer excepcional, prodigiosa en muchos aspectos, pero lo que aquí interesa es su especial relación con Goethe. Lo conoció de muy joven (ella veintiún años, él casi sesenta) y concibió por él una admiración y un amor – más bien en la distancia – absoluto. Le escribió muchas cartas, que años después publicó debidamente aderezadas y con algunas respuestas de él poco fiables en cuanto a la autenticidad. Pues bien, en muchos lugares se lee que Bettina fue amante de Goethe.

La verdad es que Goethe, al principio halagado, como es natural, por la devoción que le profesaba una muchacha tan joven, bella e inteligente, llegó a sentirse agobiado por el acoso epistolar, con algunas visitas, a que fue sometido, hasta el extremo de referirse a ella como “moscardón”. Vamos, lo que en la lengua vulgar de hoy llamaríamos “mosca cojonera”.

Dos.  A diferencia del suicidio clásico, en el suicidio romántico está siempre presente el amor. O eso parece. Y si un poeta romántico se suicida parece cosa de locos dudar de que un gran amor anda por medio. Y si se mata en compañía de una mujer, entonces ya no hay más que hablar. Es lo que ocurre con Kleist.

Heinrich von Kleist, escritor alemán nacido una década antes que Bettina, llegó a sufrir lo que hoy llamaríamos una severa (o sea, grave) depresión por el hecho principal de que su obra no obtenía el reconocimiento que creía que merecía. Ninguneado por el mundo intelectual, además de por su propia familia, que le había otorgado el socorrido título de “fracasado”, se preguntaba qué hacia él en este mundo. Y decidió partir. Pero quiso ir acompañado. Después de algún intento sin éxito, encontró lo que buscaba: una mujer de su edad, Henriette Vogel, condenada a muerte por una enfermedad terminal. Y se fueron juntos.

No estaban locamente enamorados. No importa. En multitud de relatos y referencias los veremos descender a la tumba como paradigma del amor total más poderoso que la muerte.

Tres. La poeta argentina Alfonsina Storni y el escritor uruguayo Horacio Quiroga mantuvieron durante un tiempo una estrecha amistad. A la vista de todo el mundo. Incluso solían ir a pasear con los hijos respectivos. ¿Fueron amantes? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Pero muchos lo afirman. Aunque algunos hechos lo pongan seriamente en duda, lo afirman igualmente. Aún reconociendo la absoluta falta de pruebas (como si fuese un delito) insisten en afirmarlo. ¿Exagero? En absoluto. Y aquí un ejemplo.

En el artículo de Wikipedia sobre Alfonsina Storni, se habla en las primeras líneas de un poema de Alfonsina “dedicado a su amigo y amante (Horacio)”. Bastantes líneas después, hacia la mitad del largo artículo, se dice “nunca se supo si él y Alfonsina fueron amantes”. ¿En qué quedamos? ¿Cómo se explica tamaña contradicción?

Yo creo que se explica si pensamos que el redactor era un aficionado de tantos a los amoríos apócrifos, pero que tuvo sus escrúpulos y colocó mucho más adelante la segunda frase. Después de todo, ¿cuántos lectores llegan tan lejos?

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El silencio de Goethe. Comentarios del autor, Antonio Priante, a los comentarios del doctor Federico Soria, schopenhaueriano

Dado por supuesto que el lector conoce los comentarios emitidos por Federico Soria sobre mi novela, procedo a mi vez a responder y comentarlos. Introduzco los temas con la primera frase del fragmento correspondiente del texto de Federico.

Supongo que no habrá muchas novelas u obras de teatro cuyo protagonista sea Schopenhauer…

Y cita varias obras en las que de alguna manera está presente el filósofo. Yo creo que se podría añadir por lo menos una: El traspié, obra de teatro publicada por Fernando Savater en 2013, si bien parece que el original arranca de un proyecto para TVE, de muchos años antes, que no sé si se llegó a emitir. La leí una tarde perdida en una librería y todo lo que puedo decir de ella es que me pareció insustancial. Y sin embargo más de un crítico ha ensalzado la inteligencia y el fino humor de la obra. No me atrevo a pensar que sobre esta clase de críticos se ha cimentado la fama de don Fernando.

En mi opinión, la obra es más teatro que novela

En efecto, como lo son, en el fondo, todas mis obras. No sé por qué, un extraño pudor me impide manifestarme, no ya como el autor omnisciente que dirige las andanzas y las conciencias de los personajes, sino ni siquiera como ese trasunto moderno que consiste en ir desplazando la fuente del relato de una conciencia a otra, con lo que tampoco se consigue ocultar la conciencia del propio autor. En todas mis novelas solo tienen voz los propios personajes, hablando, escribiendo, pensando… Sí, ellos piensan, ellos hablan, ellos deciden, yo los observo; mi función solo consiste en asegurar que se expresen en plena libertad tal como en realidad son. ¿No es esto puro teatro? Y sin embargo, apenas he intentado escribir teatro directamente: los resultados no han sido convincentes.

Y además, a punto estuvo la novela de convertirse en obra dramática en sentido estricto. Poco después de que se publicase, recibí un mail del famoso teatrero Calixto Bieito (a quien no conocía ni conozco personalmente) en el que decía que acababa de leerla y, entre otras cosas muy halagadoras, afirmaba que había quedado “impresionado y emocionado enormemente”. No contenía ninguna propuesta. No he vuelto a tener noticias directas de él.

Por las mismas fechas del mensaje de Bieito, dos jóvenes autores, directores y adaptadores del teatro catalán, con una obra muy sólida para su edad, se pusieron en contacto conmigo y me propusieron pasar la novela al teatro; había que traducirla al catalán, de lo que se encargaría uno de ellos y ya tenían pensado el actor, una figura relativamente conocida, sobre todo por ciertas series televisivas. Dí mi aprobación, con la única condición de supervisar yo mismo la traducción. Poco después me comunicaron que ya estaba traducida. Esperé… Nada… Un año después de la primera y única entrevista que había tenido con ellos, moría el actor que habían propuesto. Los dos jóvenes teatreros no creo que hayan muerto, pero, para mí, como si también.

O sea, Federico, que sí, que tienes razón, que mucho teatro.

Me pregunto por qué no recrimina a Goethe como hace con Eckermann

Con estas palabras nos aproxima Federico al punto nuclear de la novela. Preguntarse por qué el filósofo no se indigna ante la actitud del poeta cuando actitudes similares de otras personas levantan en él tormentas de indignación y lluvias de improperios es preguntarse qué era Goethe para Schopenhauer, en definitiva, es intentar desentrañar la naturaleza de una relación que es el tema central de la novela.

Y aquí entramos en un terreno difícil, resbaladizo. Tanto que tengo la impresión de que más de un comentarista de la obra ha resbalado de pleno.

Para empezar hay que distinguir la realidad y la ficción de que está hecha la obra. El verbo más adecuado que conozco para nombrar esta operación es el catalán destriar, que significa separar elementos de distinta naturaleza que se hallan entremezclados. Y es que tengo la impresión de que algún comentarista ha tomado el conjunto como un todo unitario sin distinguir lo histórico de lo novelístico. Y una cosa es la lógica interna de la novela, en cierto modo infalible, y otra los hechos históricos más o menos probados o demostrables.

En la lógica de la novela Schopenhauer no puede increpar a Goethe como lo hace con otros ninguneadores, porque para él el poeta es un dios, y un dios puede ser duro y hasta injusto, pero no por ello puede ser objeto de ataques por parte de un mortal. Este aspecto divino-injusto de Goethe queda claro en la frase del filósofo-personaje: “Sólo el Dios cruel de los judíos sería capaz de un silencio como el tuyo.” (pág. 86 ed. Cahoba).

Parece que en este asunto la lógica novelística y la historia real coinciden. Basta con comprobar que no hay en todos los escritos del filósofo ni un solo momento en que dirija al poeta las malas palabras que solía dedicar a los “vulgares bípedos”, profesores de universidad en primer término.

Pero hay otro asunto en que novela e historia no coinciden, o eso parece.

Tan importante es este comportamiento de Goethe y los pesares que produjo en Schopenhauer…

¿Pesares? ¿Qué pesares? ¿Los que se muestran en la novela? ¿O los que de verdad sufrió la persona llamada Arthur Schopenhauer? Porque quizá no son lo mismo.

Para empezar, la novela está centrada en la reacción, en los “pesares”, que produce en Schopenhauer la negativa de Goethe a pronunciarse sobre el contenido de El mundo como voluntad y representación, cosa que históricamente apenas resulta documentada. Lo que sí está documentado, y en abundancia, es la reacción del filósofo a la negativa de Goethe de considerar su aportación a la teoría de los colores como algo definitivo y genial. Una serie de cartas entre los dos da cuenta de la situación y de los sentimientos que esto suscita en Schopenhauer. En su biografía del filósofo, Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, Safranski los va enumerando (angustiosa espera, inseguridad, exigencia, decepción, cólera, sentimiento de ser menospreciado, orgullo desbordante, respeto sincero…). Nada mejor para hacerse idea de cuál era la actitud real de Schopenhauer en aquellos momentos – y en el resto de su vida – que la lectura de este párrafo de la biografía citada: “Entre ambos se entabló una lucha singular, en el curso de la cual Schopenhauer demostraría un tipo de altivez que no precisó transformarse en resentimiento a pesar del doloroso repudio del que al final fue objeto. Schopenhauer siguió siendo fiel a sí mismo y a su trayectoria filosófica, manteniendo al mismo tiempo la veneración hacia el maestro que le rechazaba. Ni la veneración ni las convulsiones del amor propio herido llegaron a arruinarle.”

En la novela no es lo mismo. Se mantiene la idea de un Schopenhauer resistente a las heridas y los rechazos, incólume, pero se añade algo más, que la historia estricta no autoriza.

Dice el Schopenhauer-personaje: “El silencio de Goethe es como una losa que he tenido que soportar a lo largo de mi vida, una losa que toda la fama y la popularidad de estos últimos años no han logrado mover una pulgada.” (pág. 135, ed. Cahoba). Pero la verdad histórica es que el filósofo no dejó ni por escrito ni de palabra ante testigos nada parecido a esta declaración. Ni podía hacerlo, creo yo, dada su peculiar manera de manifestarse.

Entonces ¿qué? ¿Se trata de una falsedad? Esa actitud que Schopenhauer muestra en la novela como de rendido enamorado, como de fiel adorador de una deidad maltratadora y huidiza ¿es puro invento? ¿es vulgar mistificación? Yo diría que no. Yo diría que es solo un intento de ejercer el arte en su función genuina. Y aquí conviene destacar que si en algo estaban de acuerdo filósofo y poeta era en la estética, en el significado y la función del arte. Ambos creían que el arte es el medio de arrancar a la naturaleza, al ser humano, aquello que quieren expresar, pero que solo son capaces de balbucear: “el arte parece decir a la naturaleza: esto es lo que tú querías decir”.

Y es así cómo el escritor ha recreado el personaje, entre la verdad histórica y la lógica novelística, atento siempre a la verdad superior que solo el arte puede alcanzar.

Entre los citados, me quedo con el de Priante como libro de cabecera, por ser directo, sencillo y muy ameno, profundo hasta donde es necesario, redactado con las palabras y frases oportunas y no demasiado complicadas…

Buena parte del escrito de Federico está dedicado a exponer y ensalzar las supuestas virtudes del libro, incluso con comparaciones que pueden ser odiosas para algunos. No voy a comentar esta parte. Me limitaré a apuntar que quizá en algún punto resulte exagerada. Y no lo digo por modestia – hace tiempo que me quité del vicio -, si no porque así lo creo.

He de agradecer a Federico Soria que con su dedicación a mi obra, con su conocimiento de la filosofía de Schopenhauer y con su buen estilo, me haya dado la oportunidad de aclarar – y hasta de aclararme – algunas claves de mi novela El silencio de Goethe, publicada hace nueve años y que ahora reedita la joven editorial Piel de Zapa con todo el buen oficio de que está dando muestras.

Gracias, Federico.          

 

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Mundo, Demonio y Fausto (escena del acto 3)

Castillo del Barón Vollterr. En una sala rococó, el Barón, la Baronesa y Fausto.

BARÓN.- Un viajero extraviado siempre es bien acogido en nuestra morada.

FAUSTO.- Agradezco vuestra hospitalidad, pero a la medianoche he de reemprender el camino.

BARÓN.- Parece que tenéis mucha prisa. Espero que eso no nos impida disfrutar un ratito de vuestra compañía. Sentaos, por favor. (Los barones se sientan en el sofá, y Fausto en una butaca próxima. A través de la puerta del fondo llega el sonido de risas y música.) Perdonaréis a esa juventud; han organizado un baile de despedida…quizá demasiado ruidoso. Y decidme, vuestro nombre es…

FAUSTO.- Fausto.

BARONESA.- Y vuestra condición u ocupación, si me permitís que sea indiscreta…

FAUSTO.- No es indiscreción por vuestra parte, señora, sino descortesía por la mía no haber correspondido en un primer momento con franqueza y sinceridad a un acogimiento tan caluroso. Señores, soy doctor en ciencias, en teología y en filosofía, y mi único afán es el conocimiento de los secretos de la vida y del Universo.

BARÓN.- La filosofía, la ciencia, por ahí va el futuro de la humanidad. Cada vez está más claro que, por fortuna, los siglos de oscuridad han terminado. Y decidme, vuestro viaje nocturno ¿tiene relación con alguna investigación concreta?

FAUSTO.- Todo viaje es investigación, pero en los nocturnos es cuando se revelan los fenómenos más sorprendentes. Como esta misma noche.

BARÓN.- ¿Un fenómeno sorprendente? ¿Esta misma noche? Contad, doctor, contad. Me apasiona la ciencia, soy un hombre totalmente poseído por el espíritu del siglo.

FAUSTO.- No lejos de aquí, en un claro del bosque, iluminado por la Luna llena, he sido testigo de algo excepcional.

De pronto, se abre la puerta del fondo y entra una muchacha, casi arrastrando por la mano a un joven; ella, con el rostro encendido por la agitación del baile; él, más circunspecto, pero con el brillo de alguna copa de vino en los ojos. Ella se dirige a su acompañante.

OTTI.- Repetid delante de mi padre lo que acabáis de decir, Johann.

JOHANN.- Por Dios, Otti, qué ocurrencia. Disculpad, señor. Le decía a vuestra hija que, a mi regreso de Weimar, que supongo será por la primavera, se podría organizar aquí mismo un baile aún más lucido…Si no tenéis inconveniente.

BARÓN.- ¿Tanto ruido para eso? ¿Dónde está el problema?

OTTI.- El problema está, padre mío, en que si no lo oís de boca de Johann…siempre decís que estas cosas me las invento yo.

BARÓN.- ¡Qué niña eres! Sin ánimo de ofender, me extraña que un caballero como Johann von Goethe te dé tanta importancia.

OTTI.- ¡Qué desagradable! No soy una niña, padre, tengo dieciséis años.

BARÓN.- Y Johann veintiséis, si no me equivoco.

JOHANN.- No os equivocáis…Pero, dispensad (Johann se fija por primera vez en Fausto), os hemos interrumpido.

BARÓN.- La verdad es que manteníamos una conversación muy interesante con el doctor Fausto, sobre temas científicos. Tal vez queráis participar.

Johann mira insistentemente a Fausto, que aguanta impasible la mirada.

JOHANN.- ¡Doctor Fausto! Como el de la leyenda.

BARÓN.- ¿Qué leyenda?

FAUSTO.- Se cuentan historias fantásticas y sin sentido de un personaje que tenía mi mismo nombre.

JOHANN.- ¡Fausto! He soñado tantas veces con este nombre…Pero cuando pienso en él, todo lo veo envuelto en una espesa niebla.

FAUSTO.- Despejad esa niebla. Dadle forma y sentido.

BARÓN.- ¿Sabías que, a su edad, este joven es ya una de nuestras glorias literarias?

FAUSTO.- Es fácil saberlo; basta con mirarle a los ojos.

JOHANN.- Así pues, me habéis reconocido.

FAUSTO.- Y vos a mí, ¿no es eso?

JOHANN.- Sí, pero permanecéis en la niebla.

FAUSTO.- Dadme forma y sentido, aunque en ello os vaya toda la vida. Otros también lo intentarán.

JOHANN.- Lo intentaré, sí, lo intentaré…Con permiso.

Johann toma de la mano a Otti y ambos se retiran.

BARÓN.- Un muchacho notable, un gran talento, sin duda. Lástima que su linaje…Perdón, estaba pensando en voz alta. Decíais que esta noche, en un claro del bosque iluminado por la Luna llena habéis visto…

FAUSTO.- Un lobo.

El alegre rostro del Barón se nubla al instante, y el de la Baronesa palidece.

BARÓN.- Un lobo…Hay bastantes por esta región.

FAUSTO.- Fue capturado vivo por unos hombres armados y…

BARÓN.- Esas alimañas acabarían con el ganado.

FAUSTO.- Por ese motivo se les mata, no se les captura vivos.

BARÓN.- ¿Y por qué creéis que lo han capturado vivo?

FAUSTO.- Por lo que pude ver momentos antes. El lobo era un hombre: yo vi cómo se transformaba.

La Baronesa se levanta de repente y abandona la sala entre sollozos.

BARÓN.- ¡Hombre de Dios, qué habéis hecho! Vos, un doctor en filosofía, un hombre de ciencia, y venir aquí con esas patrañas. No salgo de mi asombro.

FAUSTO.- He contado lo que he visto, y siento que haya impresionado tanto a vuestra señora esposa. Y si estoy aquí es porque deseo estudiar y conocer el asunto en toda su extensión y profundidad, porque habéis de saber que también he visto cómo el hombre-lobo era conducido a esta casa.

BARÓN.- Patrañas, no son más que patrañas. Mi esposa no es que esté impresionada, está enferma, muy enferma, envenenada, intoxicada por el oscurantismo y la superstición que, desde el pueblo más bajo, emana su pestilencia en su intento de acabar con las luces. Olvidad este asunto, por favor. Es muy doloroso para nosotros. Os daré una breve explicación y olvidadlo, os lo ruego. Habéis de saber que, además de esa niña que acabáis de ver, tenemos un hijo de veinte años. Hace un tiempo que el muchacho ha cogido la costumbre de desaparecer de casa ciertas noches. Algunos dicen que lo han visto por las tabernas de los pueblos próximos. Aunque no es ésta una explicación muy satisfactoria para un padre, yo la acepto de buen grado, sobre todo teniendo en cuenta la otra, la que ha urdido la ignorancia, el miedo y la superstición y que ya va de boca en boca por toda la comarca, y que, absurdamente, afirma que en las noches de Luna llena, mi hijo…se transforma en lobo.

FAUSTO.- Es cierto, yo lo he visto.

BARÓN.- Patrañas, patrañas. Estamos en 1775, doctor Fausto, parece mentira que podáis dar crédito a esas leyendas. Yo, un hombre de este siglo, de ningún modo puedo aceptar que se den por buenas historias que pertenecen a la noche más oscura de la humanidad. ¿Acaso no sabéis que, ante la clara mirada de la ciencia, las viejas supersticiones han de acabar desvaneciéndose? Parece mentira, insisto, que un hombre como vos pueda sostener semejantes afirmaciones. ¿Habéis leído a Condillac? ¿a Helvetius? ¿a mi primo el Barón d’Holbac? ¿a mi estimado amigo François, llamado Voltaire? Un hombre que hubiese leído a esos filósofos nunca diría lo que vos estáis diciendo.

FAUSTO.- No hablo de filosofías, señor, sino de lo que ven los ojos. Yo he visto cómo ese hombre, que sin duda ha de ser vuestro hijo, se convertía en lobo.

BARÓN.- ¡Por la santa Enciclopedia! Me estáis sacando de quicio. ¡Qué importa lo que ven los ojos! Tanto como lo que cuenta la comadre de la esquina. La Razón es lo único que cuenta, y si la Razón dice que una cosa no puede ser es que no puede ser, y punto. Y conste que no soy obcecado, sino, como veis, razonable y muy razonable. Tanto es así que, para que la cosa quede muy clara desde todos los puntos de vista posibles, en estos momentos, mientras vos y yo estamos hablando, un cirujano llegado de París y un anatomista llegado de Berlín están diseccionando al lobo de marras para demostrar que en su cuerpo no hay punto alguno de conexión con la naturaleza humana.

FAUSTO.- ¡Están matando a vuestro hijo!

BARÓN.- En alguna taberna se estará matando él.

FAUSTO.- ¿Y cómo sabéis que el lobo que tenéis es el animal en cuestión?

BARÓN.- Elemental, doctor Fausto. Porque, siguiendo mis instrucciones, el capataz que dirigía la captura no ha procedido hasta después de asegurarse de que el animal era el que había sufrido la transformación.

FAUSTO.- ¿Entonces?

BARÓN.- Entonces ¿qué? Sois de una obstinación increíble. ¿Cómo podéis insistir en esas patrañas? Lo he dicho y lo volveré a decir las veces que haga falta: estamos en el siglo de la Razón, y cuando la Razón dice que no es que no. Y ahora, idos, doctor Fausto.

Medianoche. Acompañado por el Búho, Fausto se aleja caminando. De pronto, en la torre más alta del castillo aparece el Barón Vollterr, con camisón y gorro de dormir y, muy excitado y entre grandes ademanes, se dirige a Fausto, que ya no puede oirle.

BARÓN.- ¡Sois un tramposo, doctor Fausto! Habéis jugado sucio conmigo, vos o quien sea que haya ideado esto. Me habéis retratado como un racionalista cerril, como un cabeza-cuadrada esclavo de sus esquemas y ciego ante la realidad de la vida. Claro…muy fácil…En una historia donde los demonios se disfrazan y los búhos hablan ¿qué tiene de raro que los hombres se transformen en lobos? En el mundo real quisiera veros yo, no en esta fantasía creada a capricho, sino en la sociedad de seres de carne y hueso, donde no hay diablos acróbatas ni búhos parlanchines. Nos vemos ahí y me enseñáis unos cuantos hombres-lobos ¿os parece? ¿No me respondéis, tramposo? Habéis hecho trampa conmigo, doctor Fausto, vos o quien sea que haya ideado esto. ¡Tramposoooos!…

 (De Mundo, Demonio y Fausto)  Ver acto completo:                                                         https://es.scribd.com/doc/28415582/Mundo-Demonio-y-Fausto-3

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Goethe: retrato del rival

Johann Christian Kestner era el novio y luego marido de Charlotte Buff, quien, con el nombre de Lotte, aparece en la novela de Goethe Las desventuras del joven Werther como amada imposible del desdichado protagonista de una ficción demasiado parecida a la realidad. Kestner, que también aparece en la novela, bajo el nombre de Albert, dejó escritas unas líneas sobre aquel Goethe de 23 años, su estimado rival. Era el otoño de 1772.

Posee lo que llamamos genio y una imaginación extraordinariamente viva. Es intenso en sus afectos. Tiene una manera de pensar noble. Es un hombre de carácter. Ama a los niños y sabe ocuparse muy bien de ellos. Es raro, y en su comportamiento, en su exterior, hay diversas cosas que pueden hacerlo desagradable. Pero resulta simpático a los niños, a las mujeres poco agraciadas y a muchos otros. Hace lo que se le ocurre, sin preocuparse de si agrada a los otros, o si es moda, o si los modales sociales lo permiten. Detesta toda coacción. Tiene en alta estima el género femenino. Aún no posee unos principios demasiado firmes y aspira todavía a cierto sistema. […] No cae bajo lo que entendemos por ortodoxo. Pero eso no se debe al orgullo, o a un capricho, o al deseo de representar algo. No le gusta molestar a los otros en sus convicciones pacíficas. No va a la iglesia, tampoco a la celebración de la eucaristía, y pocas veces reza. Pues dice: “Para ello no soy suficientemente mentiroso” […] Siente un elevado respeto por la religión cristiana, pero no bajo la forma como nuestros teólogos se la representan […] Aspira a la verdad, aunque la tiene en más alta estima bajo la forma de sentimiento que bajo la modalidad de demostración […]. Ha convertido las ciencias y las bellas artes, e incluso todas las ciencias, aunque no las llamadas prácticas, en su obra principal […] Dicho con pocas palabras: es un hombre sorprendente. 


(De una carta de Kestner, reproducida en Goethe, de Rüdiger Safranski)

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En el fondo

Sería divertido que la cosa fuese por ahí; que en el fondo de ese anhelo de inmortalidad no alentase precisamente el recuerdo platónico de nuestro ser celeste, ni la llama viva del alma cristiana, ni siquiera la voluntad ciega e irracional de ser, descrita por el Filósofo; que esa pulsión tan natural y humana de negar la muerte fuese el efecto necesario de una especie de carencia o limitación propia de la mente, de una característica, en definitiva, de nuestro aparato razonador.

Debido a la estructura de mi aparato razonador no me puedo imaginar como inexistente. Entonces, en vez de dejarlo ahí, entra tantas cosas incomprensibles que me rodean, deduzco que, si no me puedo imaginar como inexistente, es porque de ningún modo puedo dejar de existir, es porque soy inmortal. Operación lógica de dudosa legitimidad, pero que ha venido alimentando el argumentario de varias religiones.

Y reconozco que la argumentación tiene su fuerza. Goethe dejó dicho que nuestros deseos son presentimiento de nuestras facultades. ¿Y qué deseo más fuerte que el de no morir?, digo yo. Entonces, si lo albergamos con tanta fuerza en nuestro interior, será porque corresponde a la realidad. Esta es, o debería ser, la base de toda metafísica optimista. El problema es que no se ha demostrado que la metafísica optimista sea verdadera. Cosa que también ocurre con la pesimista.

(De Postales filosóficas: la serie)

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De aquí y ahora. El tema de la literatura (A.E.P.13)

EGO.- Mira, quizá será cosa de la edad, pero yo tengo la impresión de que todo lo bueno que puede dar la literatura… lo ha dado ya. De hecho, hace tiempo que no leo nada actual, y últimamente me dedico a releer libros que leí hace muchos años.

ALTER.- ¿No te interesa nada de lo actual, de lo contemporáneo?

EGO.- Apenas nada.

ALTER.- Perdona que te lo diga, pero ese desinterés, ese desprecio por los escritores de hoy no habla muy bien de ti.

EGO.- ¿Por qué?

ALTER.- Para empezar, esa actitud es reveladora… de una falta de fe en el progreso.

EGO.- En el arte no hay progreso. Lo vimos en la primera lección.

ALTER.- De miedo a equivocarte al juzgar nuevos valores.

EGO.- Miedo a perder el tiempo, más bien.

ALTER.- De insolidaridad con los colegas de tu generación.

EGO.- A ningún creador verdadero le interesa la obra de sus contemporáneos más próximos. Lo descubrió Gombrowicz.

ALTER.- Supongo que fue otro gran insolidario.

EGO.- Supones bien. Y has de tener en cuenta que la palabra «solidaridad» no pertenece al léxico del arte…. Aunque a otro nivel, mucho más profundo, nadie hay más solidario que el verdadero artista. Todas las noches, en su humilde habitación de escritor, Kafka realizaba una labor infinitamente más solidaria que la del más diligente agitador de masas.

ALTER.- ¿Pero de verdad no te interesa nada de lo que se escribe aquí y ahora?

EGO.- Esa es la palabra: no me interesa. Lo cual no supone ningún juicio de valor sobre las obras, sino, en todo caso, algún defecto de mi aparato receptor. Puede haber cosas magníficas…en ese caso, ya me llegarán. No he de ir yo a buscarlas. Siempre ha sido así: todo lo bueno que me ha dado la literatura me «ha llegado», de una u otra manera. Quiero decir que, del mismo modo que en ningún momento me dije «voy a ponerme a leer literatura germánica», literatura que, no sé por qué, ha resultado ser la que más he leído y la que más satisfacciones me ha proporcionado, tampoco pienso decirme «voy a leer literatura de aquí y ahora». Si algo me ha de llegar, ya me llegará.

ALTER.- No me creo que, a tu edad, no te haya «llegado» nada de nuestros contemporáneos. Porque, si eso fuese cierto, significaría, una de dos, o que hay un fuerte prejuicio por tu parte o que la literatura española actual no vale una mierda.

EGO.- No hay que irse a los extremos, ni en los planteamientos ni en el lenguaje. Yo no he dicho que no me haya llegado nada en absoluto de nuestros contemporáneos…

ALTER.- Un nombre, por favor…

EGO.- Imposible. Va contra las normas.

ALTER.- ¿Se puede saber en qué consiste exactamente esa norma?

EGO.- No nombrarás autores españoles vivos.

ALTER.- ¿Latinoamericanos tampoco?

EGO.- Bueno…se podría hacer alguna excepción. De hecho ya he nombrado a Sábato más de una vez. Y hubiese sentido mucho no poder hacerlo. Para mí, Sábato es todo un clásico.

(Téngase en cuenta que este fragmento se escribió en 2004)

ALTER.- Me vienen ahora a la cabeza los nombres de dos autores españoles fallecidos hace poco, los dos nacidos en Barcelona. ¿Tienes algo que decir de ellos?

EGO.- Nada. Aquí hablamos de literatura en mayúsculas.

ALTER.- Pues dame un nombre de entre los fallecidos en los últimos cincuenta años. Mira que te lo pongo fácil…

EGO.- Sí, la pregunta es fácil…lo difícil es la respuesta. Y es que la inmensa mayoría de las obras de esos autores no me ha «llegado». Y seguro que algo bueno me he perdido…problemas de mi aparato receptor, ya te lo decía…El único que puedo mencionar con pleno conocimiento de causa es Ramón J. Sender. Su Crónica del alba, especialmente la primera parte, es una obra absolutamente deliciosa, ah, y Teresa Chacel, por las Memorias de Leticia Valle…y La familia de Pascual Duarte, de Cela.

ALTER.- Y…

EGO.- Y para de contar.

ALTER.- Es un balance bastante pobre, ¿no?

EGO.- Es lo que hay. Pero quiero que quede bien claro lo que antes ya he apuntado: que mis opiniones son sólo mis opiniones, y que, si no hay manera de que me llegue nada de la literatura actual, el problema debe de estar en mí.

ALTER.- En tu aparato receptor.

EGO.- Sí, en mi aparato receptor…Y que sólo me pronuncio sobre las cosas que conozco y que, por lo tanto, es imposible que me pronuncie sobre la literatura actual. ¿Está claro? Reconozco mi ignorancia y asumo la responsabilidad. Y nadie tiene que darse por ofendido. Después de todo, yo no soy nadie.

ALTER.- Eso es una gran verdad.

EGO.- Y tú, menos que nadie.

ALTER.- Touché…Pero entonces, ¿qué somos?

EGO.- Meros pretextos para que tomen forma estos diálogos, supongo.

ALTER.- Yo también lo supongo. Pero es muy triste oir que uno es un mero pretexto para…

EGO.- Quién sabe si toda la humanidad no lo es.

ALTER.- Los seres humanos meros pretextos, simples medios, quieres decir…¿para qué?

EGO.- Ahí puedes poner lo que quieras: la sociedad comunista, el progreso infinito, la utopía perfecta, el superhombre…porque, desde el momento en que el individuo concreto que nace, vive y muere no puede gozar personalmente de alguna de esas dichosas culminaciones, queda reducido a la condición de simple escalón para el ascenso de las generaciones futuras. Y eso, considerando sólo las filosofías optimistas, porque, si nos atenemos a las otras, el individuo ya ni siquiera es escalón, sino un rápido destello que se agota en sí mismo, cuando no una pieza absurda, condenada con el todo a la eterna e inmisericorde repetición de los ciclos. Para mí, la única visión realmente optimista, y además concreta, es la que ofrece el cristianismo: la salvación al mismo tiempo personal y colectiva.

ALTER.- ¿Cristiano, pues?

EGO.- He dicho que es la mejor oferta, no que responda a una realidad.

ALTER.- Y alguna de las otras, ¿sí responde?

EGO.- Lo ignoro. Como lo ignora el más sabio de los filósofos…por muchos libros que escriba.

ALTER.- ¡Qué panorama tan sombrío! ¿Cómo hemos venido a para aquí?

EGO.- La literatura actual nos ha traído, y mi crasa ignorancia sobre el tema. Pero podemos corregir el derrotero.

ALTER.- Estupendo. El otro día leí esta frase: «El tema de la literatura es el sufrimiento humano». ¿Qué opinas?

EGO.- Que es cierto. El tema de la literatura es el sufrimiento humano. Y el gozo y el dolor y el placer y el amor y el odio y la esperanza y la desesperación. Todo lo que afecta al ser humano constituye el tema de la literatura. Así que el que escribió esa frase dijo una gran verdad, pero se olvidó de otras verdades no menos grandes. Es lo malo de las sentencias rotundas: que dejan muchas cosas fuera. Y sin embargo…en cierto sentido…

ALTER.- En cierto sentido ¿qué?

EGO.- Estaba pensando que, según se mire, sí que hay una relación muy especial entre literatura y sufrimiento humano.

ALTER.- ¿Más que entre literatura y felicidad, por ejemplo?

EGO.- Sí, más, mucho más. Si lo piensas bien, todo relato literario, incluidos el cuento de hadas y la novela rosa, trata de las dificultades, los sinsabores, los sufrimientos de unas personas que, explícitamente o no, buscan la felicidad. Cuando el sufrimiento se acaba, el relato termina. A partir del momento en que se escribe «y se casaron y fueron felices» ya no hay literatura posible.

ALTER.- Podría funcionarles mal el matrimonio…

EGO.- Sí, pero entonces ya no serían felices, con lo que volvería a haber materia literaria.

ALTER.- Es curioso…¿Y a qué crees que se debe eso?

EGO.- La respuesta, como en tantas otras cuestiones, nos la da el Filósofo. Para él, sólo el dolor es real, positivo, mientras que la dicha no tiene entidad propia, es un concepto negativo, que se define por la ausencia de dolor. En coincidencia plena con esta idea Larra escribe «Lo malo es lo cierto. Sólo los bienes son ilusión».

ALTER.- ¡Larra, influido por Schopenhauer!

EGO.- Imposible. Aunque son contemporáneos, en los años en que Larra escribe, el Filósofo (por cierto, te has saltado el pacto) es un perfecto desconocido, incluso en su país. En cambio, éste sí que lee a Larra, y hasta cita una frase suya, sacada de El doncel de don Enrique el Doliente.

ALTER.- Una frase muy profunda, supongo.

EGO.- Juzga tú mismo: «El que no ha tenido un perro no sabe lo que es querer y ser querido»

ALTER.- No sé si profunda o no, pero, desde luego, de lo más pesimista que he oído en mi vida.

EGO.- Esa es una visión antropocéntrica. Piensa que, para el perro, la frase es muy gratificante.

ALTER.- Por supuesto…Pero estábamos en que… ¿de verdad crees que no hay ninguna obra literaria que trate directamente de la felicidad?

EGO.- Ninguna, ni siquiera la novela rosa, como antes hemos visto. Bueno, todas tratan de la felicidad, pero en cuanto aspiración o meta, no en cuanto materia de descripción. Porque, como razonaba el de Danzig e intuía el de Madrid, sólo el sufrimiento tiene existencia real, susceptible de convertirse en materia literaria, mientras que la dicha, que no es más que ausencia de sufrimiento, carece de contenido narrable.

ALTER.- No sé…Yo creo que, si nos pusiésemos a pensar, daríamos con alguna obra que trata directamente de la felicidad.

EGO.- Pues pongámonos a pensar.

ALTER.-…

EGO.- ¿Qué?

ALTER.- Estoy pensando. Y tú, ¿no piensas?

EGO.- Sí, estoy pensando.

ALTER.-…

EGO.- ¿Qué?

ALTER.- Bueno, ya sabes que mi cultura literaria no es muy amplia. Pero estoy seguro que tú, si obras de buena fe, puedas dar con lo que buscamos.

EGO.- Pues yo creo que no, que no hay manera. No hay literatura que tenga por tema la descripción de la felicidad…y sin embargo…sí hay algo…

ALTER.- En qué quedamos. ¿Sí o no?

EGO.- Sí hay algo, pero no en la narrativa, sino en la poesía y en la literatura mística. Son pequeños fragmentos que aluden a instantes únicos. Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, San Juan de la Cruz, son los nombres que se me ocurren ahora.

ALTER.- Luego la felicidad sí puede ser objeto de la literatura.

EGO.- Sí, pero no de la narrativa, no de la novela. La novela consiste en el desarrollo de una historia, y la felicidad no tiene desarrollo, no tiene historia, por eso sólo puede ser captada por la mirada instantánea de la poesía…o de la mística, que a estos efectos son lo mismo.

ALTER.- Y además, se me ocurre ahora que una historia feliz de principio a fin carece de todo interés, excepto si es la tuya propia.

EGO.- Sí, ocurre como en las relaciones humanas: es más fácil compartir las penas de los amigos que sus alegrías.

ALTER.- ¿Oscar Wilde?

EGO.- Seguro. De todos modos, aún prescindiendo del componente cínico de la frase, es cierto que en la ostentación de la propia felicidad hay siempre algo de impudicia…y de trampa. El que se empeña en vendernos su felicidad nos produce la misma impresión que el que pretende vendernos su crecepelo milagroso. Goethe capta perfectamente ese sentimiento cuando dice «una persona que se estima feliz y exige a los demás que también lo sean, siempre nos sume en cierto malestar».

ALTER.- Viniendo de quien viene, la observación es doblemente valiosa, ¿no?

EGO.- Sí, porque el poeta no habla desde el otro extremo, ni mucho menos, ya que, con mayor contundencia, abomina de los que pretenden convencernos de que este mundo no es más que un valle de lágrimas.

ALTER.- Resumiendo, que la felicidad no es materia de la literatura.

EGO.- Resumen mal formulado. Porque la felicidad tiene mucho, muchísimo que ver con la literatura, como tiene que ver con cualquier otra actividad humana, nadie actúa para ser más desgraciado, al menos conscientemente. Nuestra conclusión deberías formularla así: La descripción de la felicidad no es materia propia de la narrativa literaria.

ALTER.- Dala por formulada, maestro.

(De  Alter, Ego y el plan)

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