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Consideraciones generales sobre la literatura y la vida.

Amistad más fuerte que el amor

henry anais big surMe encanta esta foto. Anaïs Nin y Henry Miller. No he podido comprobar los datos que supongo. Voy a imaginar sobre algunos que conozco.

Principios de la década de los setenta del siglo pasado. Henry reside en un lugar de la costa de California. Anaïs reparte su vida entre Nueva York y Los Angeles. Alguna vez va a visitarlo.

Son escritores célebres. Nada académicos. Él ronda los ochenta años; ella se acerca a los setenta.

Cuarenta años atrás se conocieron en París. Los dos frecuentaban la bohemia artística. Los dos como escritores incipientes, quiero decir, aún no conocidos. Ella, de posición social alta – marido banquero, padre músico y compositor –; él, educado en las calles de Brooklyn y en las bibliotecas públicas, y siempre en contacto con la humanidad más elemental, primaria y desquiciada, que le proporciona todo lo que necesita para escribir.

Los dos escriben, y se escriben – incesante torrente de cartas por parte de él. Los dos se leen mutuamente, y se gustan. Y se aman.

Pero el amor, el que requiere y exige el abrazo físico, se acaba. La amistad, no. La amistad se fundamenta en la conexión astral, diría Henry, de dos seres en apariencia tan diferentes.

La escritura los une, el impulso irresistible a la creación literaria. La palabra escrita, que puede convertir lo más anodino o vulgar en algo maravilloso.

O hablada. Ahí tenemos a la pequeña Anaïs – con todas sus décadas a cuestas -, divertida, fascinada, ante las maravillas en forma de palabras que le va ofreciendo, vital, inagotable, el mago Henry.

El mago Henry y la hada Anaïs. La amistad. 

             

 

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Ensayo de prólogo para en su día

Hace pocos años, ya en este tramo de mi vida situado sin duda hacia el final, tuve la idea, en realidad, sentí la necesidad, de convocar a todos aquellos escritores que me habían acompañado, confortado e iluminado a lo largo de mi existencia. Y fueron apareciendo.

Primero, aquellos que desde la infancia me han ido despertando a la realidad del mundo y de las ideas o me han acompañado (coincidido) en momentos especiales de la vida. A ellos dediqué la primera serie – con breves apuntes autobiográficos – a la que puse por título Los libros de mi vida.

Apenas cerrada esta serie, compuesta por semblanzas de 21 escritores, caí en la cuenta de que muchos de los considerados “grandes” habían quedado fuera. Era natural, puesto que se trataba de una selección confesadamente personal y subjetiva. De todos modos, quise enmendar en lo posible el fallo convocando a otros escritores que, aun no habiendo tenido un significado especial en mi vida, contaban con toda mi admiración. Y así redacté 21 semblanzas más de escritores y titulé la serie Los libros de mi vida. Lista B.

Apenas cerrada esta segunda serie caí en la cuenta de que algo muy importante y muy serio había quedado fuera. Me propuse enmendar en lo posible el fallo, pero la cosa ha sido tan reciente que, como se dice, aún no he puesto manos a la obra. Y no quiero hablar de proyectos no materializados. Así, aunque se espera una tercera serie – si hay vida y fuerzas – estas son lo que ahora hay.

Lo que ahora hay en mi blog, que es donde se ha desarrollado la historia que acabo de contar. Pero ocurre que, como hombre de mi generación, prefiero los libros con todos sus atributos físicos. Y …

[Quedo a la espera de un final feliz]

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EL PASEO DE LA VIDA

Lo llamábamos “el paseo”. Estaba a doscientos metros del colegio. Por las tardes, cuando salíamos de clase, nos solíamos reunir allí un grupo de alumnos. Teníamos 16-17 años. Siempre había la hermana de alguien y la amiga de la hermana y la amiga de la amiga de la hermana, lo que en conjunto animaba y daba interés a las reuniones, que a veces acababan en la bolera próxima.

Cuando ahora, tantos años después, paso por ahí, no puedo evitar un sentimiento de nostalgia. El panorama que ofrece es muy distinto. Aunque el marco general se conserva (el paseo central, las calzadas laterales, etc), el contenido, sobre todo el humano, no se parece en nada al que creo recordar.

Los largos bancos que bordean el lado oeste del paseo, están llenos de restos humanos sentados, quiero decir, de personas que ya han vivido y que, sin más horizonte ni esperanza, esperan pacientemente la muerte. Yo mismo podría ser una de ellas. Bastaría con que me sentase en el banco y por la edad, aspecto, etcétera, sería indistinguible de los demás.

Pero no. Yo soy escritor, y me mantengo activo, como ahora mismo… Bien, quizá alguna de esas personas que observo con disimulo tenga también un pasado interesante y, sobre todo, un presente, que es de lo que se trata. Ese anciano de mirada melancólica y de largas arrugas verticales que le surcan una y otra mejilla, por ejemplo. Estaría bien saber algo de él. Pero tengo un problema.

He dicho que soy escritor. Lo que no he dicho es que carezco de las dos o tres características que se consideran fundamentales en todo escritor: no soy buen observador, los detalles se me escapan hasta el extremo de que, cuando acabo de estar con una persona, soy incapaz de recordar cómo iba vestida; no soy lo bastante curioso o atrevido como para abordar a un desconocido en busca de cualquier información…ah, y no me gustan los gatos.

Pero esta vez hago un esfuerzo, un esfuerzo descomunal y me acerco al hombre de las largas arrugas verticales.

– Hola, cómo va todo.

– Bien – responde, sin apenas dirigirme la vista.

– ¿Vive usted por aquí?

– Sí.

– Cómo ha cambiado esto, ¿eh?…aunque no mucho, según se mire ¿Lo recuerda usted de cuando era joven?

– No.

– Ah, ¿no? ¿No vivía aquí entonces?

– No.

– Bueno, yo tampoco. Pero el colegio quedaba cerca y en los dos últimos cursos, solíamos venir aquí un grupo de amigos al acabar las clases, nada, a charlar, comentar cosas del cole, de los profesores y compañeros y tontear un poco con alguna chica, que nunca faltaban. Cuánto tiempo hace de todo eso…¿Sabe que me he espantado calculándolo? Hace solo un momento, viniendo para aquí, he estado contando y recordando… y no me lo creía, palabra, ¿sabe cuánto? ¿cuánto? ¡Sesenta años! Sí, hombre sí, no ponga esa cara, ¡sesenta años! Claro que sí, yo tenía 17, ahora tengo 77, calcule usted mismo, ¡qué barbaridad! No me lo acabo de creer. De hecho, nadie se lo acaba de creer. Todos los de nuestra edad dicen sí tengo tantos años pero, por dentro, me siento como si tuviese veinte. Pues claro que sí, cómo no, todo anciano se siente por dentro como si tuviese veinte. ¿Y sabe por qué? Porque en nuestro interior hay algo, que unos llaman alma y otros voluntad, que es eterno y nunca cambia. Lo malo es que ¡todo pasa tan deprisa! Tan deprisa que ese niño que hay en el fondo de cada cual no tiene tiempo de enterarse. Sí, usted lo habrá notado: en el fondo de nosotros hay un niño que, de pronto, pregunta asustado ¿qué ha pasado? La vida ha pasado, ni más ni menos que la vida, en un suspiro, en un abrir y cerrar los ojos, como dice la sabiduría popular.

¿Y cómo ha ido? Ah, eso es lo fundamental. ¿Usted ha observado los rostros, las miradas, las actitudes de todos esos hombres y mujeres sentados por ahí? No es difícil saber cómo les ha ido. Frustraciones, angustias, dolores, y también esperanzas, satisfacciones, alegrías…de todo hay, y mirando atentamente cualquiera de esos rostros puede uno deducir en qué medida ha ido mezclado todo eso. Y es que, considerando los casos extremos, las vidas de muchos seres humanos no se parecen en absoluto, como si perteneciesen a especies distintas. Para unos, un infierno inexplicable; para otros, un agradable paseo por un jardín de flores, no exentas espinas. La mía ha sido más bien un paseo, con algunos malos ratos, por supuesto, pero el balance es desde luego positivo. A usted tampoco parece que la haya ido muy mal. ¿Suele venir por aquí? Seguiremos hablando, entonces. Adiós.

– Adiós – responde el hombre, y entorna los párpados como si le molestase un sol inexistente.

De vuelta a casa me siento alegre, sereno, confortado. Aunque sea por una vez, he superado una de mis limitaciones. Imagino que también el hombre de mirada melancólica y largas arrugas verticales está sintiendo la misma especie de euforia. Sí, seguro que está pensando lo mismo que yo, no hay nada tan liberador como abrirse a un desconocido.

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EN COMPAÑÍA DE GRANDES. Panorama personal de la literatura occidental

[Ensayo de prólogo y de título definitivo para la edición en papel de Los libros de mi vida  junto con Los libros de mi vida. Lista B, que nadie me ha propuesto, todavía]

Para algunos supervivientes, entre los que me cuento, la lectura es una manera de ampliar la vida. También está el cine, la música y el arte en general. Pero yo suelo hablar solo de lo que conozco un poco.

Entre las varias maneras que se puede vivir la vida, pienso ahora en dos: la que se vive  en dos dimensiones y la que se vive en tres o más dimensiones.

Vive la vida en dos dimensiones la persona que va avanzando en una dirección sin más visión ni perspectiva que aquella que le ofrece el paisaje inmediato. Trabaja – o se las ingenia – para vivir lo mejor posible: tener dinero, comida, sexo, afecto, amor, seguridad, prestigio, poder. Si no lo consigue, o consigue muy poco de todo eso, se considera un desgraciado; si lo consigue, muchas veces también. En todo caso su campo de acción tiene unos límites precisos, que son los propios – en primera instancia -, de una existencia que no suele prolongarse más allá de los cien años.

Vive la vida en tres dimensiones la persona que, si bien participa de todas o de algunas de las aspiraciones comunes antes citadas, dispone además de un acceso secreto a una pluralidad de vidas, pensamientos, experiencias, de las que puede gozar como si fuesen propiamente suyas. Ese acceso, que no es en verdad secreto pero como si lo fuera, se llama Literatura. Y el que lo conoce y traspasa recibe el nombre de lector, o lectora.

En la vida diaria, quiero decir, física, inmediata, tenemos muy pocas oportunidades de conocer y tratar a personas sabias, agudas, interesantes, profundas, amenas, divertidas en el mejor sentido de la palabra. Quizá porque no sabemos descubrir en nuestro vecino alguna de esas virtudes (pienso que si tuviésemos por vecino a Dante Alighieri diríamos “qué tipo tan antipático y envarado que apenas saluda”), quizá porque las personas con esas características son tan escasas que tienen que repartirse aquí y allá por toda la geografía y la historia universal. Pero nosotros no podemos andar por toda la geografía y la historia universal para encontrarlas. ¿O sí?

Veamos, ¿por qué lees? Buena pregunta, como aquella tan famosa que todo escritor ha de escuchar del entrevistador de turno: usted, ¿por qué escribe? Aunque, mirándolo bien, esta es una pregunta bastante absurda, porque es evidente que preguntar a un escritor – de los de verdad, me refiero – por qué escribe es como preguntar a un niño por qué juega.

El por qué lees sí que tiene su jugo. Y es que se puede leer con finalidades tan diversas como las que van desde para pasar el rato hasta para comprenderme y comprender el mundo. Reconozco que, sin que me lo propusiese al principio, mi finalidad ha estado siempre más próxima de lo segundo que de lo primero.

Y hace poco, en este tramo de mi vida situado sin duda hacia el final, he tenido la idea, en realidad, he sentido la necesidad, de convocar a todos aquellos escritores que me han acompañado, confortado e iluminado a lo largo de mi existencia. Y han ido apareciendo.

Primero, aquellos que desde la infancia me han ido despertando a la realidad del mundo y de las ideas o me han acompañado (coincidido) en momentos especiales de la vida. A ellos dediqué la primera serie – con breves apuntes autobiográficos – a la que puse por título Los libros de mi vida. 

Apenas cerrada esta serie, compuesta por semblanzas de 21 escritores, caí en la cuenta de que muchos de los considerados «grandes» habían quedado fuera. Era natural, puesto que se trataba de una selección confesadamente personal y subjetiva. De todos modos, quise enmendar en lo posible el «fallo» convocando a otros escritores que, aun no habiendo tenido un significado especial en mi vida, contaban con toda mi admiración. Y así redacté 21 semblanzas más de escritores y titulé la serie Los libros de mi vida. Lista B. Apenas cerrada esta segunda serie caí en la cuenta de que algo muy importante y muy serio había quedado fuera. Me propuse enmendar en lo posible el fallo, pero la cosa ha sido tan reciente que, como se dice, aún no he puesto manos a la obra. Y no quiero hablar de proyectos no materializados. Así, aunque se espera una tercera serie – si hay vida y fuerzas – estas dos son lo que ahora hay.

Las 42 semblanzas de escritores las he ido publicando en mi Blog. Y, por las reacciones contenidas en los comentarios de muchos lectores, se me ha ocurrido que podrían ser un excelente instrumento para estimular la lectura de la literatura de calidad. Así me lo han dado a entender algunos lectores y lectoras. Una de ellas ha afirmado con rotundidad que,  si en su lejano bachillerato le hubiesen presentado a los escritores y sus obras de esta manera, su impresión de la literatura hubiese sido muy diferente de lo nada atractiva que fue.

Pues bien, ahí lo dejo. Las editoriales especializadas (o no) en temas educativos de la juventud, las agencias editoriales, los gestores de proyectos oficiales, como ese llamado Plan de fomento de la lectura, tienen esto a su disposición.

Si no lo toman, yo me quedo como estoy. Pero muchos jóvenes y no tan jóvenes que, sin saberlo, esperan algo así, también se quedan como están, es decir, de espaldas a parte de lo más grande que ha dado la humanidad.

Y esto sí que sería triste. 

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NO ME GUSTA PHILIP ROTH

Sí, Philip Roth, ese escritor que ha muerto ahora, después de no haber obtenido el Premio Nobel. No me gusta nada, pero nada. Tan triste, tan amargo, tan lúgubre.

Es verdad que no he leído nada de él. ¡Solo faltaría, que tuviese que leer cosas de autores que no me gustan! Pero no es necesario haber leído algo de un escritor para saber si el tipo te va o no te va. Los vapores que desprenden algunos – sobre todo si son famosos – están en el aire, y pueden ser especialmente tóxicos.

E insisto en esto, que seguro que escandalizará a muchos: no es en absoluto necesario haber leído a un escritor para saber si te gusta o no. Una reseña, una entrevista, cuatro palabras oídas aquí y allá son suficientes para saber si el individuo en cuestión pertenece o no a tu mundo. Y Philip Roth, tan triste, tan amargo, tan lúgubre, no tiene nada que ver con el mío.

Una frase de él mismo que recuerdo: “La vejez es una masacre”. ¡Para darle con todo Cicerón en la cabeza!

Algo que he leído por ahí: las preocupaciones principales de Philip Roth son la identidad judía y la masculinidad del hombre americano ¡Vaya, hombre! ¡Si supieras lo que me preocupan tus preocupaciones, Philipito!

Pero lo que más me molesta del individuo en cuestión – aunque esto no es atribuible a él, sino a críticos y periodistas – es que, cuando se cita el apellido Roth, todo el mundo piense en ese Philip.

Y la verdad es que de Roth, gran escritor, solo hay uno. Se llama – se llamaba – Joseph y había nacido en la Galitzia incluida en el Imperio Austrohúngaro. También era judío, pero no afectado por la manía identitaria. Dejó obras preciosas (La marcha Radetzky, La cripta de los Capuchinos, Job, etc.) en las que queda patente la lucidez mental, el genio artístico y el gran corazón del autor.

Cierto que también bebía mucho, pero esto, aparte de perjudicarle solo a él, sirvió para auparle al altar de los santos bebedores, en compañía de san Edgar Allan Poe, san Malcolm Lowry, san Jack Kerouac y otros varios.

Este es el gran escritor Roth, Josep Roth.

No el otro. Tan triste, tan amargo, tan lúgubre.

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La otra misoginia o los pliegues de la realidad

Unas frases de un escritor famoso y unas fotos del mismo escritor y de una actriz no tan famosa, pero esplendorosa al modo de Hollywood años cincuenta, me han motivado estas reflexiones.

Hay diversas maneras de entender y explicar la realidad. Los científicos, entre los que no siempre se puede incluir a los sociólogos, tienen sus métodos supuestamente asépticos o neutrales, encaminados al descubrimiento de la verdad objetiva.

La personas en general – medios de comunicación incluidos -, más inclinadas a creer que su visión particular coincide forzosamente con la realidad, no son tan escrupulosas en cuestión de métodos. Y así, tienden a clasificarlo todo en uno de dos grupos extremos, configurando una especie de realidad polarizada, sin tener para nada en cuenta los innumerables pliegues que la realidad humana  contiene.

Y en esta tendencia clasificatoria todo ha de encajar en alguno de los polos, sin que de ningún modo quepan excepciones o singularidades. Quiero decir que, asumida una visión del mundo o modo de pensar todo ha de ajustarse a ello de una forma automática, necesaria y sin matices.

Por ejemplo, la misoginia es la actitud, manifestación o instrumento del poder de un género (masculino) sobre otro género (femenino). Es lo que establecen centenares de definiciones de sociólogos o estudiosos de la cosa. Unas muestras: 

El concepto de misoginia es un concepto social que se utiliza para designar a aquella actitud mediante la cual una persona demuestra odio o desprecio hacia el género femenino.”

La misoginia se define como el odio o la aversión hacia las mujeres o niñas. La misoginia puede manifestarse de diversas maneras, que incluyen denigración, discriminación, violencia contra la mujer, y cosificación sexual de la mujer.”

La misoginia, como concepción del mundo y como estructura determinante, génesis, fundamento, motivación y justificación de la cotidianidad, está destinada a inferiorizar a las mujeres.”

O sea, que la misoginia es algo que se siente y se ejerce desde arriba, para controlar y dominar.

Pero yo sé de determinados misóginos confesos – entre ellos algunos artistas  – que no lo son desde arriba, sino desde abajo, es decir, desde el temor, la inseguridad y el sentimiento de la propia insignificancia, por muy valiosos que en realidad sean.

Aquí las dos citas del escritor:

«¿Sabes que estás solo? ¿Sabes que no eres nada? ¿Sabes que te deja por eso? ¿Sirve de algo hablar? ¿Sirve de algo decirlo? Ya ves, no sirve para nada…»

«Son un pueblo enemigo, las mujeres, como el pueblo alemán.»

Y aquí las fotos:

Obsérvense bien y dígase cuál de los dos componentes de esta pareja, tan famosa como efímera, domina la escena, o sea, la vida.  

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La Nochebuena del poeta

Hace muchos años (¡como que yo tenía siete!) que, al obscurecer de un día de invierno, y después de rezar las tres Avemarías al toque de Oraciones, me dijo mi padre con voz solemne:

-Pedro: hoy no te acostarás a la misma hora que las gallinas: ya eres grande y debes cenar con tus padres y con tus hermanos mayores. Esta noche es Nochebuena.

Nunca olvidaré el regocijo con que escuché tales palabras.

¡Yo me acostaría tarde!

Dirigí una mirada de triunfo a aquellos de mis hermanos que eran más pequeños que yo, y me puse a discurrir el modo de contar en la escuela, después del día de Reyes, aquella primera aventura, aquella primera calaverada, aquella primera disipación de mi vida.

– II –

Eran ya las Ánimas, como se dice en mi pueblo.

¡En mi pueblo: a noventa leguas de Madrid: a mil leguas del mundo: en un pliegue de Sierra Nevada! ¡Aún me parece veros, padres y hermanos! Un enorme tronco de encina chisporroteaba en medio del hogar: la negra y ancha campana de la chimenea nos cobijaba: en los rincones estaban mis dos abuelas, que aquella noche se quedaban en nuestra casa a presidir la ceremonia de familia; en seguida se hallaban mis padres, luego nosotros, y entre nosotros, los criados…

Porque en aquella fiesta todos representábamos la Casa, y a todos debía calentarnos un mismo fuego.

Recuerdo, sí, que los criados estaban de pie y las criadas acurrucadas o de rodillas. Su respetuosa humildad les vedaba ocupar asiento.

Los gatos dormían en el centro del círculo, con la rabadilla vuelta a la lumbre.

Algunos copos de nieve caían por el cañón de la chimenea, ¡por aquel camino de los duendes! ¡Y el viento silbaba a lo lejos, hablándonos de los ausentes, de los pobres, de los caminantes!

Mi padre y mi hermana mayor tocaban el arpa, y yo los acompañaba, a pesar suyo, con una gran zambomba.

¿Conocéis la canción de los Aguinaldos, la que se canta en los pueblos que caen al Oriente del Mulhacem? Pues a esa música se redujo nuestro concierto. Las criadas se encargaron de la parte vocal, y cantaron coplas como la siguiente:

Esta noche es Nochebuena,

Y mañana Navidad;

Saca la bota, María,

Que me voy a emborrachar.

Y todo era bullicio; todo contento. Los roscos, los mantecados, el alajú, los dulces hechos por las monjas, el rosoli, el aguardiente de guindas circulaban de mano en mano… Y se hablaba de ir a la Misa del Gallo a las doce de la noche, y a los Pastores al romper el alba, y de hacer sorbete con la nieve que tapizaba el patio, y de ver el Nacimiento que habíamos puesto los muchachos en la torre…

De pronto, en medio de aquella alegría, llegó a mis oídos esta copla, cantada por mi abuela paterna:

La Nochebuena se viene,

La Nochebuena se va,

Y nosotros nos iremos

Y no volveremos más.

A pesar de mis pocos años, esta copla me heló el corazón.

Y era que se habían desplegado súbitamente ante mis ojos todos los horizontes melancólicos de la vida.

Fue aquel un rapto de intuición impropia de mi edad; fue milagroso presentimiento; fue un anuncio de los inefables tedios de la poesía; fue mi primera inspiración… Ello es que vi con una lucidez maravillosa el fatal destino de las tres generaciones allí juntas y que constituían mi familia. Ello es que mis abuelas, mis padres y mis hermanos me parecieron un ejército en marcha, cuya vanguardia entraba ya en la tumba, mientras que la retaguardia no había acabado de salir de la cuna. ¡Y aquellas tres generaciones componían un siglo! ¡Y todos los siglos habrían sido iguales! ¡Y el nuestro desaparecería como los otros, y como todos los que vinieran después!…

La Nochebuena se viene,

La Nochebuena se va…

Tal es la implacable monotonía del tiempo, el péndulo que oscila en el espacio, la indiferente repetición de los hechos, contrastando con nuestros leves años de peregrinación por la tierra…

¡Y nosotros nos iremos

Y no volveremos más!

¡Concepto horrible, sentencia cruel, cuya claridad terminante fue para mí como el primer aviso que me daba la muerte, como el primer gesto que me hacía desde la penumbra del porvenir! Entonces desfilaron ante mis ojos mil Nochesbuenas pasadas, mil hogares apagados, mil familias que habían cenado juntas y que ya no existían; otros niños, otras alegrías, otros cantos perdidos para siempre; los amores de mis abuelas, sus trajes abolidos, su juventud, los recuerdos que les asaltarían en aquel momento; la infancia de mis padres, la primera Nochebuena de mi familia; todas aquellas dichas de mi casa anteriores a mis siete años… ¡Y luego adiviné, y desfilaron también ante mis ojos mil Nochesbuenas más, que vendrían periódicamente, robándonos vida y esperanza; alegrías futuras en que no tendríamos parte todos los allí presentes, mis hermanos, que se esparcirían por la tierra; nuestros padres, que naturalmente morirían antes que nosotros; nosotros solos en la vida; el siglo XIX sustituido por el siglo XX; aquellas brasas hechas ceniza; mi juventud evaporada; mi ancianidad, mi sepultura, mi memoria póstuma, el olvido de mí; la indiferencia, la ingratitud con que mis nietos vivirían de mi sangre, reirían y gozarían, cuando los gusanos profanaran en mi cabeza el lugar en que entonces concebía todos aquellos pensamientos!…

Un río de lágrimas brotó de mis ojos. Se me preguntó por qué lloraba, y, como yo mismo no lo sabía, como no podía discernirlo claramente, como de manera alguna hubiera podido explicarlo, interpretose que tenía sueño y se me mandó acostar…

Lloré, pues, de nuevo con este motivo, y corrieron juntas, por consiguiente, mis primeras lágrimas filosóficas y mis últimas lágrimas pueriles, pudiendo hoy asegurar que aquella noche de insomnio, en que oí desde la cama el gozoso ruido de una cena a que yo no asistía por ser demasiado niño (según se creyó entonces), o por ser ya demasiado hombre (según deduzco yo ahora), fue una de las más amargas de mi vida.

Debí al cabo de dormirme, pues no recuerdo si quedaron o no en conversación la Misa del Gallo, la de los Pastores y el sorbete proyectado.

         Pedro Antonio de Alarcón   (Guadix, 1833 – Madrid, 1891)                                                                            

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Por qué ya no escribo novelas

El hecho de que, llegada cierta edad, uno deje de leer novelas puede ser normal, o triste, o preocupante, pero no altera la esencia misma del lector, que siempre podrá dedicarse a otra clase de lecturas.

El hecho de que, llegada cierta edad y acumulada cierta cantidad de obra, por pequeña que sea, como es el caso, uno deje de escribir novelas es dramático. Porque supone la destrucción de la parte más visible y pública de la identidad. Uno ya no es un novelista. En todo caso, será un ex novelista.

De pequeño, yo quería ser poeta. Y lo intenté. Desde los once años, creo, hasta los dieciocho, y luego un breve intento hacia los cuarenta. Pero no había manera. No había manera de alcanzar “la gracia que no quiso darme el cielo”. Así que tuve que renunciar a escribir poesía.

Pero no a escribir. Escribiría mis pensamientos e impresiones (ahí está el Diario, iniciado precisamente a los dieciocho) y, por qué no, historias, relatos de ficción, es decir, novelas.

Y de nuevo me encontré con un gran obstáculo. Y es que resulta que, para escribir una novela, hay que construir una trama, inventar, imaginar unos personajes, dotar al conjunto de un clima, de un ambiente, quizá de un sentido. Y a los pocos intentos descubrí la verdad terrible e insuperable: yo no tenía imaginación; era incapaz de dar vida a personas inexistentes, de relatar una sucesión de hechos que no hubiesen ocurrido, de escribir novelas. Pero no dejé de intentarlo. Hasta que…

Por circunstancias que no vienen al caso, me fijé en dos personajes de la antigüedad, amigos entre sí y poetas. Ahí estaban las crónicas que hablaban de ellos, ahí las cartas auténticas en qué se confesaban y autorretrataban. ¿Qué más quería? Tenía los personajes, tenía la historia, casi tenía el ambiente; solo faltaba poner lo mío: escribir simplemente. Y así lo hice.

A continuación tomé otro personaje, y de sus confesiones poéticas obtuve vida y pasiones. Y escribí otra novela. Y así hasta ocho en total, novelados en siete obras.

Pero desde hace unos años ya no novelo las vivencias de otro ser humano, de uno de esos en los que siempre me fijaba: famoso por su empeño artístico o intelectual y muerto y enterrado desde hacía por lo menos siglo y medio. ¿Por qué?

Durante este tiempo, algunos nombres me ha rondado por la mente. Tomaba uno, averiguaba un poco de su biografía, de su obra, si apenas la conocía, y lo dejaba. Quizá no tenía el suficiente interés novelístico para mí.

Pero hace poco se me presentó una figura ciertamente excepcional. Y además, original, pues sería la primera vez que una mujer ocuparía el lugar central en una de mis novelas. Tenía todos los atractivos imaginables para mí, además de mujer. Inteligente, generosa, artista, luchadora (un poco megalómana y desequilibrada, quizá), y siempre en el meollo del ambiente cultural alemán de la primera mitad del siglo XIX. ¿Qué más quería?

Investigué. Leí todo lo que pude de ella y sobre ella. Establecí la cronología y una constelación de notas sobre hechos y sobre amigos y conocidos, todos en la primera línea de la cultura y de la sociedad.

Y cuando ya me disponía a iniciar la fase de escritura, una nube de cansancio y de dudas se cernió sobre mí.

¿Para qué? ¿Para qué todo ese esfuerzo de desentrañar, intuir, construir toda una personalidad y su mundo, como había venido haciendo? ¿Para demostrarme lo bien que puedo hacerlo? ¿Para demostrárselo a cuatro lectores amigos o bien dispuestos? ¿Para recibir la limosna de un fugaz elogio de la crítica?¿Valía la pena?

Una pereza infinita envolvía todos mis miembros. Estaba claro que no iba a escribir esa novela.

Pienso que ya no escribiré ninguna más.

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Por qué ya no leo novelas

Considero que un hombre que después de los 40 años aún lee novelas es un puro cretino.

La frase la pronunció Josep Pla ante la grabadora de Salvador Pániker hace medio siglo. Y ha sido citada, para defenderla o refutarla, en multitud de ocasiones. Por mi parte, creo que, aunque algo de verdad puede contener en el fondo, no hay que tomársela muy en serio, quiero decir, al pie de la letra.

Para empezar, está formulada como una máxima, es decir, como uno de esos pensamientos lapidarios que nos lanzaban escritores como La Rochefoucauld, Lichtenberg, Joubert, Chamfort, Renard, Valéry y otros varios, casi todos franceses. Y, para mí, toda máxima tiene un defecto muy importante, y es que, aunque señala y destaca de manera clamorosa algún aspecto de la realidad, deja todo el resto de esa realidad fuera.

Por supuesto que hay personas que leen novelas después de los cuarenta y no son cretinas integrales. Eso lo sabe todo el mundo, incluido el mismo Pla. Pero…

El otro día, curioseando en una librería, di con una obra de Italo Svevo: Una vida. La tomé y la estuve hojeando un ratito. No la había leído, pero enseguida me envolvió el aroma de otras obras del mismo autor que sí había leído: Senilidad y, sobre todo, La conciencia de Zeno. Ésta, que leí a mis veintitantos, me había dejado un buen sabor imborrable: la humilde humanidad del personaje, no sé si natural o impostada, la inteligente sencillez, la fina ironía, el humor por encima de todo. Una obra maestra que me había dejado con deseos de más y más. Y ahí, en mis manos, tenía otra novela del mismo autor. La estuve hojeando un rato más, después cerré el libro, lo repuse en su sitio, y me encaminé hacia los estantes de pensamiento y de autores greco-latinos…

Hace tiempo que no leo novelas, salvo excepciones. Y esas excepciones han sido sin excepción decepcionantes. O insignificantes, que viene a ser lo mismo.

Al principio tampoco leía muchas. Quiero decir que, finalizado el período infantil-adolescente de las novelas de aventuras, no pasé sin más a las adultas, sino que, aunque las había, en la proporción de mis lecturas era muy importante lo no novelesco. Creo, pero no estoy seguro. Una manera de comprobarlo sería tomar la lista de los libros de mi vida, a modo de muestra estadística, y ver cuánto de ficción hay en ella y cuánto de no ficción.

Hecho. Ficción: 14; no ficción: 7. O sea, que la proporción no es tan desequilibrada como creía a favor de lo no novelesco. Aunque hay que tener en cuenta que he computado como de ficción a Unamuno y Goethe, los cuales podrían estar también en el otro lado.

Bien, números aparte, lo que quería decir es que, si bien he disfrutado con la lectura de muy buenas novelas – en la lista mencionada están algunos de “mis” grandes –, con el tiempo le he ido perdiendo el gusto a este género literario. Hasta el extremo de que ni siquiera he sido capaz de abordar ahora algunas novelas que considero imperdonable no haber leído en su momento. Como Anna Karenina, por ejemplo. O Madame Bovary, como otro ejemplo.

¿Y por qué le he ido perdiendo el gusto? Esta es la pregunta clave.

Después de pensarlo un poco, he llegado a la conclusión de que lo mío no tiene nada de particular; de que este alejamiento progresivo de la novela es un proceso natural que se da en todo lector en mayor o menor medida.

Pero, ¿por qué?, cabe insistir. Pues por lo mismo que el niño necesita que le cuenten cuentos, sobre todo para dormirse tranquilo, mientras que el adulto no siente esta necesidad porque piensa que el abordaje directo de la realidad le hará sentirse más tranquilo y seguro.

Y de este pensamiento surgen la filosofía, la crítica, la historia y todo lo demás.

Pero la verdad, la verdad, es que no duermo mejor ahora que cuando me contaban cuentos. O que cuando leía novelas, que no hay tanta diferencia.

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Yo soy descendiente de Julio César (fantasía de un niño romanizado)

En 1952 tenía doce años. Estudiaba el segundo curso del bachillerato de entonces en un colegio de los Hermanos Maristas. Me interesaban más las letras (literatura, historia) que lo otro. Y, dentro de la historia, la de Roma. Recuerdo que me aprendí de memoria, al pie de la letra, las páginas que el libro de texto “Historia Universal”, de Editorial Luis Vives, dedicaba a la historia de Roma. Y no solo para contestar como era debido a las preguntas del profesor, que también, sino porque de alguna manera me fascinaban.

El colegio tenía que ver con esa fascinación, sin duda. Los Hermanos eran antiguos romanos sin saberlo. Y en eso se mostraban como muy buenos católicos, pues es sabido que la Iglesia Católica es la continuación del Imperio romano por otros medios. Seguían aplicando aquel recurso o juego pedagógico, creo que inventado por los jesuitas, que consistía en dividir la clase en dos mitades, Romanos y Cartagineses, y establecer entre ellas una contienda a base de preguntas, que los de un bando lanzaban a los del otro, sobre las materias estudiadas. Yo solía ser el jefe de los romanos.

Y de pronto, no recuerdo si a los mismos doce o un año o dos después, tuve la revelación. ¡Yo era descendiente de Julio César!

Deslumbrado por el descubrimiento, traté de establecer la vía. Es decir, de explicarme “científicamente” cómo pudo producirse el hecho.

Veamos. César era itálico, yo ibérico… mal asunto. Pero enseguida vi el posible punto de conexión: mi bisabuelo paterno era italiano. Cierto, pero de muy al sur de la península, con lo que la relación cesariana se mostraba bastante problemática. Había que buscar otra conexión más segura.

Investigué el resto de mi ascendencia paterna, pero nada que hacer. Todos eran aragoneses. Entonces dirigí la mirada a la materna – de apellido Abollado – y tampoco: eran todos originarios de Andalucía (Sevilla y Cádiz).

No tuve más remedio que abandonar. En parte. Quiero decir que me quedé con la creencia, pero sin la ciencia. Después de todo, que yo fuera descendiente de Julio César era cuestión de fe.

Con los años, el niño fue creciendo, como suele suceder, y se fue olvidando de sus delirios infantiles, incluido el de César. Y luego fue creciendo el joven y el hombre maduro, arrastrando en todas las etapas, por cierto, la extraña manía de escribir.

Cuando cumplía cincuenta años me hallaba enfrascado en la creación de Lesbia mía, novela sobre Catulo, poeta romano que vivió en el siglo I a.C., precisamente en los años de la irresistible ascensión de Julio César. En una de las cartas de que está compuesta la obra, uno de los amigos del poeta, anticesariano visceral, comenta las maldades y torcidas intenciones del famoso político. Y cuando le toca tratar de su relación con el notable gaditano Lucio Cornelio Balbo… ¡tuve una inspiración!

Es sabido que Julio César fue un gran conquistador no solo en lo militar. Y sin distinción de sexo. Era “el hombre de todas las mujeres y la mujer de todos lo hombres”, como cáusticamente le había calificado un contemporáneo suyo. Pues bien, en determinado momento del relato, abusando de mi posición de creador todopoderoso, hago escribir al autor de la carta: “Dicen incluso, y esto sí pertenece a la esfera del estricto rumor, que su más íntima amistad era la esposa de su también íntimo amigo Lucio Cornelio Balbo.” O sea que César tiene una relación con la mujer de Balbo, de la que nace un hijo, el cual, por supuesto, llevará el apellido del marido de la madre: Balbo.

¿Y qué?, preguntará el lector paciente, si es que ha llegado hasta aquí. ¿Y qué? Pues que Balbo es el origen etimológico de Abollado, apellido de mi abuelo materno nacido en Sanlúcar de Barrameda, a pocos kilómetros de Cádiz. Y no se diga que estas palabras son demasiado distintas entre sí, pues cosas más raras se han visto en el mundo etimológico, como que caput vaya a dar en cabeza, o Caesar Augusta en Zaragoza, o Palatium en Pacheco, por poner unos ejemplos.

Y ahora me gustaría ofrecer mi hallazgo a aquel niño de doce o trece años que tuvo la genial intuición. Pero ocurre que, a estas alturas, es difícil dar con él.

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