… el mismo Goethe había abierto la puerta de los nuevos tiempos con su Werther, pero fue durante mi adolescencia cuando tuvo lugar la gran revelación, el gran estallido del yo: el romanticismo. La firme serenidad de mármoles y estatuas, la estricta jerarquía de cánones y valores fue barrida por un viento originado en las turbulencias del sujeto. El yo, que hasta entonces estaba contenido en el mundo, miró hacia su interior y con temor y temblor sagrados descubrió que era el mundo el que estaba contenido en él, que el hombre no era una pieza del universo creado, sino el universo una creación del yo infinito. Todas las normas, todas las barreras impuestas por una sociedad ignorante de la profunda realidad del yo debían caer ante la fuerza arrolladora del sentimiento puro, que sólo el verdadero artista podía enarbolar…
Con qué fruición, con qué avidez de llanto y de consuelo me sumergía en las dulces y exaltadas páginas de Wackenroeder y en las tiernas y meditadas de Tieck. No estaba solo. Aquello era la justa correspondencia exterior de mi tormenta interior. El mundo −sus espíritus más preclaros− y yo marchábamos al mismo paso… el romanticismo, sí… luego vendría lo que vino. Aquel movimiento, surgido de la fuerza genuina de unas almas poderosas que rompían las cadenas, fue adoptando las maneras de aquello que decía combatir. El santoral, los ritos, los dogmas, que ahora eran: una Edad Media mitificada hasta el absurdo, un cristianismo reinventado para usos estéticos, un nacionalismo y un populismo cerriles y miopes. Y qué poses, qué atavíos, qué parafernalia la de los románticos de salón; las largas melenas, las barbas y perillas de todos lo tamaños, las ojeras dibujadas, los rostros macilentos. Bastaría con ver a los pintores alemanes que años después había de encontrar en Roma, sus amplios sombreros, sus barbas espesas y sucias, su tabaco pestilente, sus conceptos manoseados de acuerdo con los nuevos cánones, sus cerebros de mosquito.
Y mientras los románticos auténticos morían o enloquecían antes de cumplir los treinta, los otros precisamente a esa edad ingresaban al servicio del Estado o restablecían sus mentes perturbadas con el agua bendita de la Iglesia Católica. Ante este panorama demencial nada tenía de raro que el mismo Goethe pronunciase la sentencia: lo clásico es lo sano, lo romántico es lo enfermo.
Pero de todo eso nada se sabía a
(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)